Narrativa

La posición correcta

Libro de relatos Tarde de suerte.

Solo existen dos cosas importantes en la vida.
La primera es el sexo y de la segunda no me acuerdo.
Woody Allen

«Recuerden hacerlo en la posición correcta, para que no pequen», dijo el pastor con voz apenas audible. Yonimiler miró a su flamante esposa con mal disimulada incertidumbre. Ella le apretó la mano y le devolvió una mirada de tranquila complicidad. Entonces el pastor los bendijo, los músicos iniciaron un remedo de la marcha nupcial con escaso respeto por Mendelssohn y los recién casados recorrieron el camino de regreso y del comienzo, por el pasillo central del atiborrado templo, entre sonrisas, parabienes y enfáticas oraciones y aleluyas de los fieles. Lo de Mendelssohn había sido una excepcional concesión del pastor, que solo consideraba música cristiana al Góspel latino. «A ese Mendelssohn lo bautizaron los reformados, que como ustedes saben se desviaron de la verdadera doctrina hace mucho tiempo».

Afuera, recalentado por el sol alegre de la tarde sabatina, les esperaba el veterano Oldsmobile que les llevaría a la casa de los padres de la novia para el cambio de vestido, y después al hotel donde pasarían la noche de bodas. Ella subió primero, procurando no enredarse con tanta muselina, y se golpeó la cabeza con el techo del vehículo. Nada serio, solo una blanda marca en la frente que demoró horas en desaparecer. Él subió detrás, incómodo y acalorado en su traje oscuro; pero se las arregló para devolver las felicitaciones con una sonrisa.

—Yoni, ¿qué es eso de la Posición Correcta? —preguntó ella apenas enfilaron por la avenida.

Él se encogió de hombros y levantó el cristal para protegerse del polvo y el hollín que se levantaban al paso del auto.

—El hermano apóstol no nos aclaró eso. Quizás podamos averiguarlo nosotros mismos. Creo que él pensaba que nosotros sabíamos, pero no recuerdo que se hablara de eso en las clases de confirmación —repuso.

Media hora más tarde, acomodado en el sofá y bebiendo la taza de café que le ofreció su suegra, se preguntó qué era aquello de la Posición Correcta. Estaba seguro de que el hermano pastor se había referido al Acto. Pensó en el Acto, sintió algo parecido a un fogaje calentándole el rostro y le alegró que no hubiera testigos de su turbación. Había varias posiciones, pero solo una era la correcta para el Acto, la que les redimía de no pecar. Nervioso, colocó la taza demasiado cerca del borde de la mesa. En una fracción de segundo se vino al suelo y provocó una explosión de pequeños fragmentos. El estruendo trajo de vuelta a la suegra. «No es nada, ahora la recojo», dijo ella, con una chispa de disgusto en sus ojos. Él se quedó inmóvil en el sofá, sudando profusamente, indeciso de si debía sacarse la chaqueta. Observó a su suegra barrer los fragmentos, apilándolos antes de empujarlos al recogedor con dos golpes diestros de la escoba. «Yuri ya casi está lista», le anunció, antes de dedicarle otra mirada de disgusto y desparecer tras la cortina que separaba la sala del resto de la casa. Yonimiler sentía que no era aceptado por la señora. En ocasiones, cuando no había otras personas presentes, su suegra aprovechaba para soltarle algo sutil o claramente desagradable como su pobre educación, o los escándalos de su familia, o su vida sin logros, o su poco gusto a la hora de vestirse. Yonimiler lamentó que, en su turbación, olvidara excusarse con su suegra por el estropicio. Cerró los ojos, bajó la cabeza, y musitó una breve súplica de perdón por su descuido y haber enojado a su suegra. Ahora Yonimiler oraba con sorprendente frecuencia.

Cuatro años antes había abrazado el pentecostalismo apostólico con la energía intacta de sus dieciséis años. «Antes de conocer al Señor yo estaba perdido, iba camino del Infierno», repetía a otros fieles de su congregación y a quienes tuvieran el aguante de oírle. Alcohol, tabaco, palabras obscenas, deseos impuros, juegos ilícitos y hasta el hurto de varios sacos de arroz, marcaron el incipiente itinerario de perdición de Yonimiler. El Camino de la Salvación se le apareció en la persona de Alcides Mirabal, carismático líder de la Iglesia Apostólica Maranatha, una escisión de otra escisión de varias disensiones y cismas previos. Mirabal ya se había autoproclamado «apóstol» cuando Yonimiler le escuchó predicar, en el improvisado templo del barrio, un sermón con olor a azufre plagado de terribles amenazas.

«Tú no eres solo un cuerpo corruptible, en tu cuerpo corruptible mora un alma que no muere. Esta noche puede morir tu cuerpo corruptible y mañana tu alma incorruptible despertará en el infierno, y vas a vivir condenado eternamente» —exclamó el corpulento apóstol.

El énfasis en lo de «eterno» perturbó el alma joven e ingenua de Yonimiler. Eterno le sonó a perpetuo, irreversible. La idea de transitar la eternidad, en verdad no transitarla, porque por definición no tenía fin, sino vivirla en estado de perennes sufrimiento y condenación, le produjo un escalofrío de pavor. Al cabo de una semana de pesadillas, en las que veía a su alma sometida a crueles tormentos que no terminarían jamás, Yonimiler regresó al templo para pedirle una vía de escape al apóstol. El apóstol le expuso la solución con admirable sencillez. «Únete a nosotros, pon en práctica mis enseñanzas, y paga el diezmo. Si puedes pagar más, mejor. Dios ama al dador generoso», le aseguró con voz solemne. «El camino de la salvación es estrecho, pero estará abierto para ti si cumples todos los mandamientos que te voy a enseñar».

En pocos meses, Yonimiler se transformó en un ser desconocido para su familia y los amigos del barrio. Renunció a tóxicos cigarros y rones ponzoñosos, erradicó de sus gustos musicales el reguetón y otros ritmos de letras malsanas, sustituyéndolos por suaves y beatas canciones cristianas. Dejó de apuntarle a la bolita y no buscó los brazos acogedores de Lidia, la cuarentona que iniciaba a los muchachos del barrio en los placeres de la cama. A los dieciséis, Yonimiler no había conocido mujer, una condición que el apóstol requería de sus jóvenes feligreses. «Jóvenes, el sexo antes del matrimonio es contrario a las enseñanzas bíblicas. Y la masturbación también es inaceptable, porque está motivada por la lujuria, la pornografía y otros comportamientos perversos que conducen a la impureza del corazón». Yonimiler puso a raya sus desbordes lascivos con repetidas tandas de ejercicios que extinguían su libido. «El Yoni está jodido», fue el juicio generalizado de quienes le conocían. «El gordo Alcides ese le llenó la cabeza de mierda», comentaron los más heréticos, que se jactaban en voz alta de no creer ni en su propia madre.

Ajeno a la maledicencia del vulgo, Yonimiler siguió esforzándose por cumplir los preceptos que le inculcaba el apóstol Mirabal con sermones altisonantes en cultos delirantes. Al año de su conversión, entusiasmado por la disciplina del joven Yonimiler, el apóstol lo hizo parte del reducido círculo de sus colaboradores; los que animaban los cultos con conmovedores y prefabricados testimonios; recogían las ofrendas y persuadían con veladas amenazas a los morosos; y vigilaban la conducta de las inquietas ovejas, no siempre dispuestas a observar la rígida disciplina.

La recompensa terrenal por su incondicional fidelidad le llegó en la joven Yurislesqui, la sobrina preferida del apóstol.

—Ya sabes lo que dice la Palabra, no es bueno que el hombre esté solo —le recordó Mirabal una noche calurosa, al concluir un larguísimo culto.

Yurislesqui era poco agraciada. Había heredado la congénita obesidad familiar, tenía marcas de acné en el esférico rostro y padecía de estrabismo. Yonimiler tenía puestos sus ojos en Yunia, una beldad que aportaba su voz angelical al disonante coro. Pero el apóstol no le dejó alternativa.

—En una visión, el Señor me reveló que Yurislesqui es la mujer que él predestinó para ser tu esposa.

Yonimiler y su predestinada esposa apenas se tocaron las manos en los cien minutos que demoró el viaje por la estrecha carretera, escuchando los apremios y maldiciones del chofer contra conductores de lentos carretones, perros indolentes e imprudentes ciclistas.

—No estoy seguro de que esta sea la Posición Correcta —se le escapó a Yonimiler cuando se colocó entre las piernas abiertas y regordetas de Yurislesqui, que yacía boca arriba en la amplia cama, el torso recatadamente oculto por la sábana.

—¿Cómo sabes que no es la Posición Correcta? —se inquietó la anhelante virgen.

—Pues no tengo idea, Yuri, la verdad. Pero el apóstol dijo que uno peca si no lo hace en la Posición Correcta. Tú también lo oíste, ¿no es cierto?

—Yoni, a mí esta posición me parece natural. Pero no sé si es la Posición Correcta.

—Yuri, mejor averiguamos, no sea que cometamos un pecado grave.

—¿Y cómo lo vamos a averiguar?

Yonimiler advirtió un dejo de fastidio en la voz nasal de su esposa.

—Algo debe haber en la Biblia. En la Biblia hay respuestas para todas las cosas —dijo.

Yurislesqui asintió y se cubrió el resto del cuerpo. A Yonimiler se le antojó que su esposa parecía una enorme esponja blanca.

—La Biblia está en la maleta —dijo ella.

Yonimiler salió de la cama, procurando ocultar la respuesta de su carne, y buscó el libro.

—¿Dónde tú crees que haya una orientación sobre este asunto? —preguntó, sosteniendo el libro entre sus manos y mirándola con perplejidad.

Yurislesqui sacó una mano de debajo de la sábana.

—Hay que tener muchos hijos, eso lo leí en el Génesis. Pero de la Posición Correcta, no tengo idea.

—Tu tío dijo que debemos hacerlo en la Posición Correcta. De lo contrario, nuestros hijos serían fruto del pecado.

—Sí, tienes razón. Creo que por eso el apóstol Pablo dijo que su madre lo concibió en pecado. Seguro los padres de Pablo no lo hacían en la Posición Correcta.

—No fue Pablo el que escribió eso, Yuri. Fue el rey David, lo recuerdo bien. Está en el Salmo 51.

—Mira en el índice, Yoni, ahí tiene que aparecer.

Yonimiler se sentó en el borde de la cama y revisó el índice temático. Buscó bajo la letra p y no encontró referencia a posición alguna. Entonces, sobreponiéndose a su vergüenza, buscó la palabra sexo bajo la s. En el índice, las dos últimas palabras con el prefijo se eran serpiente y servicio. El descubrimiento le produjo una agitación. Serpiente era símbolo de astucia, engaño, maldad. También del diablo. Sin poder evitarlo, comparó su sexo todavía despierto con una serpiente. Contrariado, cerró el libro y lo colocó a un lado de la almohada.

—¿Qué encontraste?

—Nada, no encontré nada —respondió, con tono malhumorado—. Vamos a dormir, Yuri. Mañana llamamos a tu tío y le preguntamos.

El amanecer estallaba luminoso sobre el sosegado océano y abría una senda dorada hasta el horizonte cuando Yurislesqui llamó a su madre para pedirle orientación. Había pasado la noche en vela, primero encerrada en el baño, sentada en la taza del inodoro, consultando las páginas del Libro de Todas las Respuestas. Recordaba muy bien las enseñanzas de su tío, el apóstol, sobre las relaciones de pareja. «La Biblia condena que tengamos relaciones sexuales pecaminosas que degradan al ser humano». Encontró prohibiciones y severos castigos por transgresiones sexuales en los textos legalistas del Antiguo Testamento. Si alguien toma como esposa a una mujer y a la madre de esa mujer, comete un acto depravado y tanto él como ellas deberán ser quemados vivos… Si alguien se acuesta con un hombre como si se acostara con una mujer, se condenará a muerte a los dos y serán responsables de su propia muerte, pues cometieron un acto infame… Sonrió, recordando lo que le había escuchado unos meses antes a Yonimiler: «En este pueblo hay más pájaros caminando por la calle que en las matas del parque». Pero el que más le agradó estaba en una de las cartas de Pablo a los corintios: Tanto la esposa como el esposo deben cumplir con los deberes propios del matrimonio… no se nieguen el uno al otro, a no ser que se pongan de acuerdo en no juntarse por algún tiempo para dedicarse a la oración. Dobló el borde de la hoja para marcar la cita y mostrársela a Yonimiler.

La segunda mitad la pasó de vuelta en la cama, escuchando los dóciles ronquidos de su marido y preguntándose, con creciente ansiedad, cuál sería la Posición Correcta. Un arquetipo transmitido de generación en generación desde los oscuros y remotos orígenes de la especie, parecía decirle que la posición natural —ella tendida boca arriba, Yonimiler encima— podía ser la Posición Correcta. Pero le asaltaba la duda cuando pensaba en los Actos que había visto en la naturaleza: el gallo cubriendo las gallinas, aquel semental encaramado en la yegua. La extraña, torcida posición que adoptaban los perros en el Acto, añadió a su confusión. La respuesta de su madre no fue de gran ayuda.

—Hija, ni tu padre ni yo oímos hablar nunca de esa posición correcta. Y tú sabes que a tu padre las cosas de nuestra religión nunca le importaron. ¿De qué te serviría si te dijera cómo lo hicimos tu padre y yo, si no sabemos cuál es esa posición correcta?

Yurislesqui le rogó que consultara a su tío, el apóstol. Quería saber de una vez cómo posicionarse, para aplacar la creciente sedición de sus entrañas.

Esa mañana, mientras Yurislesqui aprovechaba la bañera para una voluptuosa purificación, Yonimiler bajó a la cafetería. En la mesa más próxima a la suya, dos hombres estaban enfrascados en animada charla. El más viejo exhibía una barba negra y copiosa, con azulados reflejos. Yonimiler le encontró un notable parecido con el protagonista de una telenovela que veía su madre. El más joven tenía la edad de Yonimiler, pero le doblaba en peso.

—Danyer, si quieres un buen consejo, ahora que ya decidiste casarte con esa muchacha, estudia Los aforismos sobre la sexualidad de Vatsiaiana, mejor conocidos como Kamasutra.

El hombre de la barba tenía una modulada voz de barítono y hablaba con una certeza y un ritmo que invitaban a escucharle.

—Yo puedo prestarte un ejemplar, con la condición de que lo estudies y lo pongas en práctica.

La palabra sexualidad despertó el interés de Yonimiler. Aguzó el oído y olvidó el café humeante bajo sus narices.

—Es importante que leas ese tratado y lo pongas en práctica, si no quieres que tu vida sexual sea rutinaria y desabrida. El sexo, para los hindúes, es algo divino. Lo pecaminoso es no practicarlo como se debe —sentenció barba negra.

Yonimiler se estremeció contra su voluntad. Nunca había imaginado que alguien pudiera calificar al sexo de algo divino. Se cambió a la silla más cercana a la mesa contigua y desplazó la taza de café a su nueva posición. Vio al hombre joven sonreír con picardía.

—¿Y mi mujer también tiene que leer ese libro? —preguntó.

Barba Azul asintió, devolviéndole la sonrisa.

—Para bailar un tango se necesitan dos. Igual para el acto divino. Ese es el número mágico: dos. Tres no es del todo extravagante. Ya cuatro es exageración. Y más de cuatro, orgía.

Yonimiler decidió que necesitaba el libro. Ya el nombre mismo era sugerente. Cama algo. Tomó un sorbo de su café y lo sintió amargo. Vertió azúcar en la infusión y la disolvió rotando la cucharita. Pensó levantarse, acercarse a la mesa y preguntarle al barbudo dónde podía conseguir tal libro. Algo parecido al miedo le retuvo pegado a la silla. De pequeño, solía esconderse detrás de su madre, usándola como un escudo entre ella y cualquier persona extraña. Cuando tuvo que ir a la escuela, pasó mucho tiempo solo, sin saber qué decir a otros niños, ni cómo decirlo. De adolescente, solía darse un par de tragos para llenarse de valor. Como la noche que robaron los sacos de arroz de la tienda. Quizás pedirle el libro era demasiado. A él le bastaría con saber cuál era la Posición Correcta. Su mirada se cruzó con la del hombre barbudo y sintió que podía acercarse a su mesa y hablarle sin ser invitado. Aspiró profundamente —llenarse los pulmones de aire le infundía valor— y se incorporó. Fue un movimiento infortunado, porque sus muslos tropezaron con el borde de la mesa y el golpe volcó la taza sobre el mantel. Nervioso por el nuevo estrago, se aproximó tambaleándose a la mesa contigua.

—Perdonen que los interrumpa —dijo, con voz trémula—. Es que los escuché hablar del acto y pensé que… bueno, que a lo mejor usted, caballero, que es un experto en el asunto, me puede ayudar…

El hombre de la barba le invitó a sentarse con un gesto que transmitía confianza. El hombre joven le sonrió con arrogante condescendencia. Tenía los ojos grandes y abultados sobre una nariz ancha y plana, regalo de una olvidada tatarabuela africana.

—Verá, Yuri y yo nos casamos ayer, estamos aquí en el hotel y… vaya, no tenemos experiencia, y necesitamos saber cuál es la Posición Correcta.

Yonimiler vio la sorpresa retratarse en el rostro del barbudo.

—¿La posición correcta? Pues mire, joven, eso dependerá mucho de qué se quiere lograr en ese momento de la cópula. Ciertas posiciones facilitan una penetración profunda y son las mejores para estimular el punto G. Otras son más recomendables para la excitación del clítoris.

En el rostro de Yonimiler se dibujó un penoso desconcierto, una mezcla de vergüenza y desamparo.

—¿El punto qué?

—No se alarme, muchos hombres nunca escucharon hablar del punto G. Ya que pregunta, sepa que es una zona muy sensible, ondulada y esponjosa que tienen las mujeres en la pared frontal de su vagina, que cuando se estimula les produce orgasmos.

—Ya veo —dijo Yonimiler, todavía confundido.

El barbudo se inclinó sobre la mesa y acarició la taza vacía con sus dedos nudosos.

—Si a su esposa no le agrada que le mire su rostro durante la unión divina, porque, aunque le parezca extraño, hay mujeres a quienes la mirada del esposo la distrae y no logran alcanzar su propio placer… en ese caso la posición del perrito es la mejor, y así puede disfrutar de esa visión gloriosa de las nalgas y las caderas de su esposa.

—Pues verá, no sé si a Yuri le molestará que la mire, es que, de verdad, nunca lo hicimos…

Descubrió en la mirada del barbudo la misma amable preocupación que solía mostrarle su madre cuando él le preguntaba si volvería a ver a su difunta abuela.

—Sobre todo, no exagere con la posición del misionero.

La palabra «misionero» fue todo lo que necesitó Yonimiler para tranquilizar su alma.

—¿Y cuál es esa posición, caballero?

—Su mujer se acuesta boca arriba con las piernas abiertas y usted se acuesta sobre ella. Le puede parecer muy fácil y natural al principio, pero le aprieta la pelvis a su esposa y eso limita sus movimientos.

No necesitó escuchar más. Si era la posición de los misioneros, tenía que ser la Posición Correcta. Saludó a los dos hombres, les deseó muchas bendiciones, y salió en pos del ascensor. Cuando entró en la habitación, encontró a Yurislesqui vestida y lista para bajar a desayunar.

—Ya sé cuál es la Posición Correcta —dijo Yonimiler triunfante.

—Gracias a Dios —respondió la virgen doncella.

—Tú debajo y yo arriba. Así lo hacen los misioneros.

—Es como yo pensaba —le sonrió Yurislesqui.

Ella se desvistió, presurosa. Él despertó a su serpiente. Como los misioneros, así lo hicieron.

Yurislesqui y Yonimiler han cumplido con creces el divino mandamiento de procrear. Tres hijos en cinco años, todos engendrados mediante la Posición Correcta, libres de pecado. Yurislesqui ganó más peso con cada embarazo y Yonimiler también engordó, lo que les dificulta ser fieles a la Posición Correcta. Yurislesqui está considerando pedirle permiso al apóstol, su tío, para cambiar la posición.

Manuel Quintero Pérez. Santa Clara, 1951

Manuel Quintero Pérez es ingeniero y periodista, y desde 1979 ha sido funcionario de organismos internacionales, residiendo en México, Ecuador y Suiza. Además de numerosos artículos de prensa ha publicado, entre otros, los ensayos El Papa en Cuba: la lectura (des)interesada de la prensa (Ediciones CLAI, Quito, 1998) y ¿Tribunas de la verdad? El Telégrafo en la crisis bancaria de 1999 (Oveja Perdida, Quito, 2005); es coautor de dos biografías de personalidades ecuménicas latinoamericanas; y de los libros de relatos La casa del pozo sagrado (Círculo Rojo,2017) y Tarde de Suerte (Círculo Rojo, 2018). Su novela La chica del lunar ganó el premio nacional de novela negra Fantoche 2018.