Narrativa

Flores en el capó

A Callejero 12, in memoriam.

Morirás esta noche, en unos minutos. No lo sabes, pero tampoco ignoras la posibilidad. En este tipo de vida, ese riesgo posee altas tasas de éxito. Al sentarte cada noche frente al volante coqueteas con la muerte, le silbas, invitando su atención y hasta le arrojas un beso a través de las penumbras, cuando se disipa la humareda que levantan las llantas en el pavimento y los vítores por un nuevo triunfo. Con sutileza te burlas de ella, retador y temerario, porque estuvieron codo a codo, llegaste incluso a sentir el aliento frío cerca de la nuca, tanteaste las fronteras de sus páramos y lograste eludirlas.

Esta noche, no será así. No habrá besos, solo exclamaciones de horror, rugidos de motor mezclados con las sirenas de las ambulancias, la súplica de que hagan algo, la noticia dispersa en las redes sociales, las lágrimas.

Esta noche, bajas la ventanilla de tu auto Lada amarillo y negro —inconfundible entre la flota de vehículos que asisten a estos eventos clandestinos— y respiras hondo, sin apenas notar el olor del salitre asesino que llega desde el mar. Miras al exterior, el muro del Malecón habanero ahora es invisible, detrás del ejército de espectadores que forman una marea embravecida, impaciente por el inicio de la carrera. Luego echas un vistazo a tu rival, quien, desde su auto, te dedica un cabeceo como muestra de respeto. Todos te respetan. Todos te llorarán.

Pisas un poco el acelerador y el rugido del motor sofoca los pocos nervios que experimentas al inicio de cada carrera. Necesitas triturar esos síntomas de humanidad. Los humanos no caben en la pista. Un ser humano es vulnerable al miedo. Ese miedo le recuerda que es mortal, frágil, lo insta a preservarse. Ese miedo, esa humanidad, equivalen a la derrota de cualquier piloto. Y debes deshacerse de semejantes nociones. Solo eso te conducirá a la victoria. Aquí se viene a jugárselo todo. No a manejar, a ganar. No una victoria, sino dos. Sobre los oponentes y sobre la muerte.

Cierras los ojos y emites la usual plegaria que hoy acabará desatendida: No me dejes morir esta noche. Luego, colocas las manos en el volante y vuelves a apretar el acelerador para extinguir los restos de esa humanidad de la que prescindes cada noche. Delante de ambos carros, recién se ha colocado el árbitro, dispuesto a señalar el inicio de la carrera.

Mientras tanto, unos kilómetros más allá, el salitre, leve, tan inofensivo en apariencia, se derrama sobre el pavimento, lo humedece y prepara con la misma paciencia y celo con la que el verdugo brinda filo a su hacha.

*

Acontece algo inusual: el Malecón de La Habana está cerrado, a las nueve de la noche. Una horda de vehículos y personas dispuestos en una sección de la avenida bloquean el tráfico en su totalidad. La policía se mantiene al margen, ocultos sus funcionarios en el anonimato que les brinda el interior de los carros patrulleros. Flotas de automóviles de disímiles marcas y modelos, amurallan las calles. Las grietas entre los vehículos las cubren los cientos y cientos de personas que las aceras no bastan para contener. 

Muchos son solo curiosos, atraídos por lo insólito del acto, por el rugir de los motores de los autos que derrapan a lo largo de la calle, la música que emerge desde cierto maletero abierto, en cuyo vientre reposan unas potentes bocinas. Otros son viejos amigos, colegas, familiares. Algunos estuvieron ahí unos días antes, cuando sucedió todo. Varios de los que cargaron su cuerpo herido ahora se llevan las manos limpias de sangre al rostro para apartar las lágrimas. 

Una madre destruida observa todo, conmovida por lo que ha suscitado esta tragedia. Un homenaje a su hijo que siempre le dejaba un beso suave en la mejilla y le decía: “Vieja, si algún día me toca, me voy haciendo lo que me gusta”. No sabe cómo logra respirar, no lo entiende. Quizás ayude lo que hacen estas personas, esos habitantes de este mundo ilegal y peligroso, este país aparte del que su hijo eligió declararse ciudadano vitalicio. Lloran con ella y ríen entre historias de épocas mejores. Lo resucitan al dar voz a anécdotas de sus hazañas. Soportan juntos lo insoportable. 

Una madre, un padre, una novia que ahora cambiaría el resto de sus años por otra oportunidad de oírle decir al muchacho que le sonríe desde una foto, que su mayor trofeo tras cada victoria es sentirla en sus brazos. 

*

“En las curvas no se reduce”, ese es tu mantra. Y lo obedeces a ciegas. La mayoría de los pilotos no lo logra, por mucho que se jacten de ello. El instinto los obliga a frenar, o al menos a reducir. Tú no, en ocasiones incluso incrementas la velocidad. Por eso, te reverencian, por eso eres célebre. Piloto que se respete conoce los riesgos de afrontar una curva con el pie firme en el acelerador. Esa desobediencia al instinto, a las leyes de la física, conduce a dos metas. En una de ellas esperan la victoria, el prestigio. En la otra, la catástrofe. Ambas se funden en una sola y la aceptación de sus bendiciones y tragedias, la voluntad de asumirlas, es lo que convierte a un chofer en piloto.

Esta noche, al vencer la curva, miras por el espejo retrovisor el auto de tu rival, quien también quedó atrás. Sonríes, sabes que ya todo acabó. Al reducir la velocidad, tu contrincante desperdició segundos vitales a los que tú convertirás en victoria. Vas en cuarta, necesitas reducir una velocidad para aumentar las revoluciones, ganar en potencia y darle un empujón al Lada. Conoces tu vehículo de punta a cabo. Llevas manejando desde muy joven y sabes que no es realmente metal lo que se mueve bajo tu control. Es una bestia, furiosa y violenta si no se le trata con la debida paciencia y respeto. Hay que conocerla, tantear sus límites, llevarla al extremo y concederle su descanso, ser fiero y tierno.

Ninguno de esos principios los violarás esta noche. Harás lo correcto. Buscarás aumentar la ventaja. Llevar tu victoria a la categoría de indiscutible. Vas en cuarta y reduces a tercera, persiguiendo un incremento de revoluciones y mayor potencia. Tu carro lo exige, el motor manda el reclamo y lo atiendes. Lo haces en el preciso instante en que el carro arriba a esa zona de la calle donde el salitre asesino ha tendido su trampa. Derramado sobre el pavimento, tan inofensivo en apariencia, se mezcla con las llantas y les arrebata la estabilidad. Ocurre todo en una fracción de segundo, tan rápido que te desarma de escapatorias. El volante se estremece en tus manos mientras el carro hace un giro súbito a la derecha, desbocado rumbo a un poste de concreto.

Te sacarán del interior del carro, roto, pero vivo. Aunque ya lo sabrás. Sabrás que hoy tu plegaria cayó en oídos sordos. Y tratas, en tu agonía, de recordar la sonrisa de tu madre, derrotada ante la convicción de su hijo, quien ya eligió el camino que transitaría y no habría nada que hacer al respecto. Intentarás sentir una última vez el calor y la paz que solo puede brindarte el abrazo de tu novia. Tratarás, incluso, hasta de volver a dedicarle una sonrisa a la muerte, pues quizás te derrotó esta noche, pero, de todos modos, te le reirías en su cara; de todos modos, la venciste de nuevo.

*

Algunos se vestirán de fiscales y lo enjuiciarán de culpable por haberse expuesto a semejantes peligros, dirán que perseguía un final trágico, que con su elección ha destruido la alegría de quienes tanto lo amaban. 

Otros defenderán que haya seguido la guía de sus pasiones, lo llorarán por lo prematuro de su partida, pero dirán también que se despidió con broche de oro, haciendo lo que le gustaba. Celebrarán que logró encontrar, a tan temprana edad, esa pasión irrefrenable que muchos pasan toda la vida persiguiendo, a veces sin hallarla.

Todos en algún momento de esa noche extraña en la que cerraron el Malecón de La Habana para rendirle homenaje a un piloto de carreras clandestinas, se acercarán a un sitio específico. Cerca de un poste de concreto, allí donde reposa un fragmento abollado del capó del Lada amarillo y negro que solía manejar aquel joven cuya foto reposa encima del metal.

Todos dejarán una flor más, un nuevo tributo y, juntos, intentarán soportar lo insoportable.

David Martínez Balsa. La Habana, 1991.

Contador de profesión, graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, y miembro de la Asociación Hermanos Saíz y de la UNEAC. Ganador del Premio David de Cuento 2017, el Premio Regino E. Boti de Literatura para niños y jóvenes 2021, el Premio Calendario 2022 en Narrativa y el Premio Internacional de Cuento Palíndromus 2023, finalista del Premio Eliseo Diego 2023 y mención en el Premio Internacional Fantoches 2023, además de ser finalista y recibir menciones en otros premios literarios nacionales e internacionales. Ha publicado los libros: Minutos de silencio (Ediciones Unión, 2019); Katabasis (Editorial Primigenios, 2021); Deambulantes (Editorial Primigenios, 2022); Escenarios (Iliada Ediciones, 2022); Triple C (Casa Editora Abril, 2023); Faunas (Editorial Laia, 2023); Visita al cuarto oscuro (Iliada Ediciones, 2023) y El Indio de las nueve vidas (Editorial Primigenios, 2023).