Narrativa

Piel rota

Nonardo Perea

Si fuese solo la libertad lo que me arrebataron, tal vez esto habría sido más fácil desde el principio. La libertad puede recuperarse. Lo que ellos me quitaron no tiene devolución. Así de sencillo. Es inútil aferrarse a esperanzas. En la cárcel, la esperanza es cosa peligrosa, una mercenaria que cede sus servicios al mejor postor. Lo mismo te sujeta, que deviene un obstáculo para tu supervivencia. Me costó trabajo, pero lo aprendí después de unos meses. Por eso sigo viva: porque aquí, en la cama se duerme y se goza, no se sueña. Me han quitado todo. Por eso me rio mientras avanzo por el corredor que conduce hacia las galeras. Porque El Semental piensa que logrará castigarme de algún modo. Él y su camarilla de hienas esperan por mí. Seguro dedicaron todo el tiempo que pasé en el hoyo planificando, inventando las torturas más impensables para recordarme el precio de violar las reglas.

Pobres de ellos, piensan que lograrán destruirme. Si ya no queda nada que destruir. Solo este cascarón rajado en el que nunca encajé realmente. Y vuelvo a reírme, porque sí, me lo quitaron todo, pero antes, los jodí. Los jodí bien jodidos. Me lo quitaron todo, sí. Eso piensan. Aunque les faltó algo, lo que es mío más que mi propia libertad. Lo que me llevaré cuando El Semental logre ponerme las manos encima.

Casi llegamos a las galeras. Voy delante, me sigue un guardia. Es Yoendris, le digo Conejo, porque se viene rápido. Me conviene su ritmo veloz, hace más fácil las gestiones. Con él, he resuelto muchas cosas sin pagar un centavo. Casi ningún guardia me ha pedido dinero. Después del primero, se esparció el rumor de lo que podía hacer “la negrita de las galeras”. Los hombres son criaturas curiosas, salvajes y hambrientas. Ninguno de ellos ha logrado resistirse a mí, ni allá afuera ni aquí dentro. No pueden. Por mucho que pregonen lo contrario, siempre se delatan en la intimidad, ya sea la que ofrece un pasillo durante el día o por la noche bajo el resguardo de una farola rota.

Yoendris me agarra una nalga. Dice que tiene cosas nuevas para venderme, pregunta cuándo negociamos. Lo miro por encima del hombro y le pido calma, que la prisa no da elegancia. Sé que quiere aprovechar ahora, porque cuando me agarren El Semental y los suyos, tal vez después nadie más pueda agarrarme, no de la forma en la que me gusta que lo hagan. Tiene miedo de no volver a sentir esta boca. Y yo tengo miedo también. El miedo es otra cosa que nunca han logrado arrebatarme.   

Ahora que lo pienso, alguien siempre me ha quitado algo. Empezaron desde que fui concebida. Todo un ejército de ladrones. ¿Habrá sido Dios el primero de todos, cuando me mandó así a este mundo? Claro, no reparé en esas cosas hasta que, de niña, empecé a odiar la imagen que me devolvían los espejos. Siempre sentí que algo faltaba. Había que añadir detalles que supe eran míos, que necesitaba para sentirme completa. Y los empecé a incorporar, a hurtadillas al principio, porque si papá me cogía, dejaba de ser papá el cariñoso y se volvía papá el chillón, su voz ronca, el rostro enrojecido, de animal rabioso, que no paraba de gritarme: ¡Maricón, los hombres no se pintan los labios, cojones! Gritos y caras rojas primero. Después, gritos, caras rojas y cintos. ¡Cuidado con llorar! Llorar es de maricones.

En la escuela, perdí la cuenta de la cantidad de cosas que me quitaron. Las meriendas, el almuerzo, la tranquilidad de salir de clases y llegar a la casa sin un moretón o el uniforme sucio después de que me arrastraran por el fango del patio. Me quitaron bastante y me dieron otro tanto, sobre todo motes e historias que ni yo misma me creí capaz de haber vivido en tan poco tiempo. Fui “la maricona”, “la hembrita”, “el pájaro”, “el negrito desviado”. ¡Qué cara me ha salido esta piel con la que tantos gozan! “Maricón y negro, para colmo”; decían. Fui de todo solo por tratar de ser yo misma. En el baño, sin importar cuánto mirara mi propio sexo, ellos siempre salían gritando que “la niña loca” andaba “mirándolos”. No mentiré, me gustaba un poco que me dijeran “la niña”; lo que odiaba era que convirtieran la palabra en un arma, cuando yo no lo veía de tal modo. Sí, odiaba ese uniforme, los pelos cortos y tener que modificar la voz, actuar mis movimientos, desplazarme como si el mundo estuviera repleto de púas y un paso de los que yo quería dar, un gesto de los que yo quería hacer, me costase una grieta en la carne o peor, una paliza fuera de la escuela, o más tarde en la casa porque al maquillaje de mamá le faltasen porciones o me cogieran, tarde en la noche, usando sus tacones o probándome su ropa ante el espejo, que, en esos momentos furtivos, parecía sonreírme, orgulloso de la reina que se le parapetaba delante. Los odié a todos y me odié a mí misma durante muchísimo tiempo, no por ser mujer, sino por andar encadenada a esa figura de la que no podía escabullirme, no sin arrastrar el resto de mí con ella.

Hay varios guardias en el corredor, también algunos reos. Todos me miran con mala cara. Deben guardar las apariencias. Los guardias, porque son guardias, en plena luz del día y rodeados de otros guardias. Algunos de ellos, ya solo conmigo, se deshacen de esos disfraces de tela y de carne. Y los reos no son tan diferentes, aunque sus motivos para mantener las apariencias van por otro rumbo. Le temen a El Semental. Conocen las reglas y el costo de romperlas. En la cárcel no reina esa línea divisoria entre orientaciones sexuales. No reina y al mismo tiempo, lo hace. Es una frontera difusa, un terreno minado. Y El Semental, dueño y señor de la galera, impuso una ley. El placer es más que bienvenido, aquí son todos hombres y un hombre necesita sexo. Además, entre las numerosas formas de pago en la cárcel, los favores sexuales ocupan un alto puesto y El Semental jamás se atrevería a ir contra la marea, no cuando él es uno de los principales beneficiados de ese sistema. Su única ley es que los hombres disfrazados de mujer equivalen al fondo de la cadena alimenticia. En su jerarquía, soy el eslabón débil, la lacra, la escoria entre escorias, cuyo único propósito es el de entregar mi cuerpo sin esperar nada a cambio, al menos no de él o de sus lacayos. Nunca, por su ley, me corresponderá ninguno tipo de respeto y cualquier intento de exigirlo traería serias consecuencias. Su código me provocó cierta gracia la primera vez que me lo dijeron, junto a la advertencia de que cuidara mi boca de andar diciendo cosas incorrectas, sobre todo frente a él. “Usted puede dar el culo si quiere, ser todo lo maricón que quiera, pero cuidado con demandar más de lo que te toca”. “Esto es una selva, hay que sobrevivir, alimentarse y gozar siempre que se presente la oportunidad, pero El Semental, como el rey, impuso sus reglas, y sin importar lo locas que suenen, más loco sería desobedecerlas”. Cuántas veces no me repitieron lo mismo estos reos que ahora me miran con desprecio, tal vez seguros de mi destino, de lo que me espera en esa galera a la que ya casi llegamos.

Siguieron quitándome cosas, incluso después de meterme presa. El primer día, en el calabozo, me arrebataron el vestido, luego sentí hasta en el espinazo el frío del agua que arrojaron sobre mi piel para borrar el maquillaje. Se rieron, dijeron que tenía que ir presentable al juicio, que yo era un hombre y como hombre debía presentarme al tribunal. Cortaron mis cabellos largos y me empotraron ropas grises, de macho. Me juzgaron como un hombre, me sentenciaron como un hombre y me mandaron a una prisión de hombres. La mujer, la negra, la puta, a una cárcel de machos. Recuerdo a los curas que vinieron de visita una vez, los mandaban a reforzar la moral religiosa de los presos. Se acercaron a todos los reos, uno por uno, trataron de “inclinarlos al camino de Dios”, buscar en El Señor un escape, la redención. A mí ninguno de esos curas se me acercó. Ignoraron a la mujer entre machos, a la negra, la figura discorde que, desde su camastro, los observaba ir de un extremo a otro predicando Su Palabra en las galeras. ¿Acaso su Dios era muy limpio y yo muy sucia? Ilusos. Los dejo con su deidad, tan ciega como sus adeptos. El Dios al que mando mis oraciones es de otra clase, no es propiedad de nadie. Yo sonreía entre tanto martirio, lograba burlarme de todos ellos desde mi silencio. Ninguno sabía que yo siempre estuve presa, aquí en estas carnes demasiado definidas, demasiado delatoras y que engañan a quienes me miran, que les muestran la imagen falsa que ellos asumen como legítima, porque son ciegos, porque no saben usar los ojos sin importar cuánto yo trate de sacar fuera —con maquillaje, pintalabios, ropas y zapatos, con ademanes y elegancia—lo que llevo dentro, quien soy y siempre seré.

Yo, una mujer, metida en una prisión de hombres. Leona entre leones, que ahora, entra de nuevo a la guarida donde me esperan el rey de la selva y sus secuaces. Me odian, me odian porque soy mujer, porque soy negra. Me odian porque me temen y me desean.

Estoy en las galeras. Mi entrada envenena el lugar con un silencio repentino. De entre las literas surge El Semental, lo siguen tres de sus lacayos, sus hienas. Los otros reos se apartan a su paso, un mar que se abre ante el avance de la bestia que lo subyuga sin esfuerzo. Unos meses atrás, así mismo se me acercó, pero no había tanta ira en su expresión como ahora. Vino con aires de diplomacia. No quería guerra, dijo, la sangre no le gustaba, por mucho que todos allí dijeran lo contrario. Ya él sabía porque yo estaba preso, que eso de asedio al turismo era una locura, que por andar con un extranjero querían tirarte a la cárcel. ¡Cuánta injusticia!, decía él. Yo, más bien, notaba la ironía: una mujer encarcelada con hombres. Sí, cuánta ironía, sonaba mejor. El Semental jugaba al comprensivo conmigo, explicó las reglas y dijo que mientras me comportara e hiciera lo que él pidiese, llegaría intacto a la calle, sería un hombre libre. Y no pude más, había resistido mucho. Esa vez, la ira apagó el miedo, solo por unos segundos, los suficientes. Desde el principio, llevaba equivocándose en las palabras, una y otra vez: Preso, intacto, ¿hombre? ¿En serio? ¿Hombre? ¡No! Presa, intacta, mujer. ¡Mujer! “¡Mujer, cojones! ¡Mujer!”, grité. Fue la última vez que grité aquí. Luego, estuve un mes en la enfermería, reviviendo la paliza de El Semental y sus hienas, los mismos que me lanzan ahora una mirada el doble de feroz que la que me arrojaron cuando les solté aquel grito.

Resistí, traté de acudir a la sensatez, pero no lo logré. Nunca lo he logrado. Soy una mujer, sin importar cuánto traten de arrebatarme lo que es mío. Aquí puede conseguirse de todo. Quien diga que en la cárcel es imposible resolver cualquier cosa, miente. Solo basta tener los contactos indicados y disponer de la moneda que exijan. Dinero, cigarrillos, una prenda, drogas y claro, especies. El pago en especies casi siempre destrona a sus competidores. Y en ese, soy una experta. Poco a poco, tocando una litera, tocando otra, jugando con el Conejo y con sus amigos, fui resolviendo lo que necesitaba, lo que era mío. Fui recuperando lo que me arrebataron, así fuese en una versión frágil de la anterior, de lo que poseía en el mundo real.

Y en las noches, cuando nadie miraba, me pintaba los labios, usaba mi maquillaje y volvía a ser yo, la mujer prisionera en una cárcel de hombres. Pero aquí, ningún secreto es secreto durante largo rato. Alguien le dijo a El Semental de mis actos nocturnos y él volvió a visitarme. Esta vez la diplomacia se fue por la borda. Después de la paliza y la violación en las duchas, se acuclilló a mi lado y solo dijo: “¿Sabes cuál fue tu primer error? Tratar de ser más mujer de la cuenta. Vuelves a retarme y te mato”.

Nunca me sentí más mujer que al volver aquella tarde a las galeras, tras recuperarme por segunda ocasión. Nunca me he sentido tan mujer. Nunca. Ni siquiera cuando salía a las calles de mi ciudad y todos los hombres caían rendidos a mis pies, cuando amenazaba matrimonios o demolía aparentes heterosexualidades. Ni siquiera cuando un hombre dijo amarme, ofrecer su vida por quedarse a mi lado, me sentí tan mujer. O cuando esos extranjeros derrochaban sus ahorros en las carnes que mis vestidos apretados anunciaban, ni siquiera entonces me sentí tan mujer como esa tarde, cuando caminé a través de la galera, con mis labios pintados, un pañuelo alrededor de la cabeza, los ojos y rostro maquillados. Así, delante de todos, avancé, como una reina ante sus súbditos, incrédulos de hallarse frente a su monarca. No El Semental, no sus hienas. Yo, yo era la reina, le emperatriz, yo era la mujer. A mí había que respetarme, admirarme. Ellos me dejaron caminar, hacer mi paseo de elegancia. Tal vez no quisieron aceptar lo que sus ojos les mostraban. Pero despertaron, en cierto punto, despertaron. El Semental y sus cuatro hienas, eran cuatro en aquel entonces. El día antes, en la enfermería, vino a visitarme Yoendris; traía lo que le había pedido, a cambio del calor de mi boca. Fue lo último que pagué en especies: aquel punzón que logré hundir bajo la barbilla de la primera hiena que vino a tratar de morderme. Lograron acabar conmigo, tirarme al suelo, pero luché. Ellos querían un hombre y les entregué una mujer. Luché como una, fui una fiera, herida y furiosa, sin dejar de mostrar las fauces. Mordí, arañé, grité, los maldije, les repetí, una y otra vez, lo que yo era, lo que soy. Los guardias me salvaron, Yoendris me salvó. Pudieron sacarme a tiempo.

Volví a la enfermería, luego al hoyo más de un mes. Y ahora, aquí estoy, en la galera. El Semental viene, lo siguen sus tres hienas. Me agarran por los brazos. No me resisto. Sigo teniendo miedo, pero mi sonrisa los engaña. El miedo no me lo puede arrebatar nadie. Lo cambiaría por todo lo que me han quitado. Pero esos tratos no valen ni en la cárcel ni en la vida. Todos los reos se acercan, quieren ver. “Sabes lo que te toca, ¿no?”, dice El Semental y yo no hablo. Solo me río, me sigo riendo, deseando que el cuchillo que veo asomar en la mano del rey de la galera logre cortar mi miedo junto a todo lo demás. Las hienas me bajan el pantalón. “¿Tú no querías ser mujercita?”, dice El Semental mientras su mano me agarra el sexo, “Vamos a volverte una ahora mismo.”

Cierro los ojos y trato de mantener la sonrisa. No lo logro. Las lágrimas empiezan a bajarme por las mejillas. Tiemblo y aprieto las manos, intento moverme, escapar al dolor, pero las hienas me tienen agarrado. “Mírame”, exige El Semental mientras corta. Abro los ojos y siento que el dolor amaina un poco al notar un detalle. El miedo sigue conmigo, pero también está con El Semental, en su semblante. Me teme ahora, porque le estoy sonriendo.

Me teme porque quizás se ha dado cuenta de que no me está quitando nada. Porque todo ya me lo arrebataron. A lo otro, a lo que es mío y de más nadie, su pobre cuchillo no logra llegar y él, solamente, está jugando con mi piel.

Noviembre 8, 2023

David Martínez Balsa. La Habana, 1991.

Contador de profesión, graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, y miembro de la Asociación Hermanos Saíz y de la UNEAC. Ganador del Premio David de Cuento 2017, el Premio Regino E. Boti de Literatura para niños y jóvenes 2021, el Premio Calendario 2022 en Narrativa y el Premio Internacional de Cuento Palíndromus 2023, finalista del Premio Eliseo Diego 2023 y mención en el Premio Internacional Fantoches 2023, además de ser finalista y recibir menciones en otros premios literarios nacionales e internacionales. Ha publicado los libros: Minutos de silencio (Ediciones Unión, 2019); Katabasis (Editorial Primigenios, 2021); Deambulantes (Editorial Primigenios, 2022); Escenarios (Iliada Ediciones, 2022); Triple C (Casa Editora Abril, 2023); Faunas (Editorial Laia, 2023); Visita al cuarto oscuro (Iliada Ediciones, 2023) y El Indio de las nueve vidas (Editorial Primigenios, 2023).