Narrativa

Toda la tierra de vidrio

“Éste es el castigo más importante del culpable: nunca ser absuelto en el tribunal de su propia conciencia”. 

Juvenal

I

Los sonajeros de la puerta canturrean cuando el hombre entra al local. Enseguida huele una mezcla de comida y humo de tabaco.

Es un bar restaurant pequeño, uno más de los que se apretujan en la ciudad. Modesto, pero con clase. Las luces bajas, cuadros en las paredes, manteles rojos sobre las mesas circulares, la música susurrando. Al fondo está la barra. Detrás, una colección de licores alumbra la pared, dispuestos todos en un mueble que recuerda un librero.

La biblioteca de los curdas; piensa el hombre mientras deja atrás la diminuta pista de baile y el conjunto de mesas que anteceden el bar. Hay pocos clientes, tan solo un par de parejas en las mesas y un tipo sentado en el taburete al extremo derecho de la barra.

El hombre ocupa el del centro, justo delante del bartender, quien se echa al hombro el trapo con el que pulía el mostrador. Luce joven, tiene los cabellos oscuros y brillosos.

—¿En qué puedo ayudarlo? —dice con una sonrisa muy blanca y ensayada.

El hombre quiere darse un trago. Le hace falta darse un trago.

—¿Tienen café?

—De todo tipo —proclama con cierto orgullo el joven, que recoge aliento y empieza a recitar —: Expreso, cortadito, capuchino…

—¿A cómo es el expreso? —lo corta el hombre, sin dirigirle la mirada.

—Un CUC.

—¿Un qué? —ahora sí lo mira. Tiene la mano metida en el bolsillo trasero del pantalón, donde aguarda su billetera. Sus dedos estuvieron a punto de asirla, pero el costo de la bebida los ha paralizado. Ya empieza a comprender por qué el bar está vacío en plena tarde sabatina.

—Chama, tú sabes que yo soy cubano, ¿no? —dice al bartender, quien asiente con una leve sonrisa.

—A los extranjeros les cobramos dos —replica.

—¿Y qué café usan ustedes? ¿Importado, exportado, clavado?

El chiste no perturba la expresión jovial de su interlocutor.

—No se va a arrepentir —promete.

Finalmente, y suspirando, el hombre saca la billetera. Paga por adelantado, odia que los meseros le persigan para que liquide la cuenta. El joven agradece, se gira y enrumba sus pasos hacia la máquina de expresos.

El hombre presta oídos a la música que suena en el bar. Encuentra conocida la canción, aunque su mente no puede darle nombre ni autor, o fijar la fecha en la que la escuchó. Sí está seguro de que fue antes de ir preso.

—¿Qué canción es esa, muchacho? —pregunta.

El bartender, de espaldas, encoge los hombros.

—Si le digo le miento —contesta —. El jefe todos los días me deja la flash con una barbaridad de temas para ponerlos, pero la mayoría son de antes de mi tiempo. Y a mí lo clásico no me interesa, aunque, la verdad, no hace daño a nadie y hasta ahora ningún cliente se ha quejado.

Se gira:

—En un minutico está el café.

—Mira, en lo que se hace, ponme una caja de cigarros —dice el hombre y añade rápido—. Esas siguen valiendo sesenta kilos, ¿no?

—La H. Upmann sin filtro y la Popular azul sí. Las otras subieron a setenta.

—Sí, de eso ya me enteré. La comida para abajo y los cigarros pa’ arriba —suelta un bufido —. Al final, lo único que espanta al fumador es un buen susto, y a veces ni eso.

El bartender cabecea mientras deja la caja de cigarrillos, junto a un cenicero de cristal encima de la barra. Luego retorna frente a la máquina de expreso.

—Dígame si vale o no el cañita que le cobré —dice después, al colocar la taza de café y una vasija con azúcar delante del hombre, quien, a su vez, dedica unos segundos a observar la pequeña columna de humo que se alza de la bebida. Él nunca ha sido muy selectivo con el café. Realmente, solo le importan dos cosas: que no esté aguado y sí muy caliente; el resto lo considera relativo. A su juicio, la función del café es hervir el cansancio hasta hacerlo evaporarse.

Bebe un sorbo, ante la mirada del joven, que ansioso, espera su veredicto:

—Y ¿qué le parece?

—Está bueno —admite el hombre; no obstante, sigue incrédulo ante el precio. Es un café, apretujado en una taza muy linda, pero tan pequeña que, en dos o tres tragos, quedaría desierta.

El bartender empieza a sonreír satisfecho cuando de repente, desvía la vista en dirección a las mesitas que anteceden la barra. Desde allí, la pareja le hace un gesto. Piden la cuenta.

—Con permiso —dice y se marcha a atenderlos.

El hombre rasga el envoltorio de la caja de cigarrillos y enciende uno. Tras la primera cachada, bebe otro poco de café, lo que acelera su apetito de fumar. Siempre le ha gustado esa reacción en cadena, tan similar a la que origina el beso de una mujer: la caza de un segundo, un tercero y centenares más.

Suenan los sonajeros a sus espaldas. Un nuevo cliente acaba de ingresar al bar, pero el hombre ni se molesta en ladear el cuerpo para ver quién es. Sigue sumido en su cigarro y el café, que ya comienza a enfriarse y perder la gracia.

Oye al taburete a su derecha resentirse cuando alguien lo ocupa. El sonido lo empuja a mirar en esa dirección. Mira solo un instante al nuevo cliente antes de devolver la vista al frente. Es una joven de cabellos cortos, lacios; tiene los ojos de un color verde intenso, facciones delicadas y aunque le falta la pretensión del maquillaje, así luce muy bella. Trae jeans y una blusa negra.

Ella se quita el bolso que le colgaba del hombro y lo pone sobre sus piernas. Deja escapar un largo suspiro que la hace parecer recién salida de un largo y angustioso día.

—¿Cómo está el café aquí? —pregunta al hombre.

Él, sin quitar los ojos de la bebida, responde:

—Bien caro…

II

—¿Me puedes explicar qué significa todo esto? —dijo Marcos.

Yinet, sentada a la mesa del comedor, señaló la silla que había al otro extremo:

—Siéntate, por favor.

Él estaba impávido. No podía entender como ella le pudo decir todas las cosas que dijo, tan campante y sonante y después pedirle, en el mismo tono, que se sentara. Qué tranquila su mujer. ¿Cuánto tiempo habría estado maquinando esa conversación?

Se sentó.

—Pregunta lo que quieras —dijo Yinet.

—¿Desde cuándo viene esto?

—Casi dos años.

—Dos años —repitió él en voz baja y por un instante, no habló. Su mente rondaba otra vez aquella leve sospecha que tuvo, casualmente dos años atrás, cuando notó a su esposa parecía distante en las visitas conyugales. Era algo ligero, que ni siquiera merecía llamarse insinuación, aunque sí logró mantenerlo despierto un par de noches hasta que finalmente, la confianza en la lealtad de su esposa y un par de cartas que recibió de ella confirmándosela, acabaron de convencerlo de lo ridículo de sus sospechas.

Y ahora esto.

—¿Dónde lo conociste?

—En el trabajo.

—¿Te lo hace bien?

Su esposa abrió mucho los ojos. Marcos parpadeó, aunque no desvió la mirada. Una parte de él lo reprochaba por formular semejante pregunta, pero la otra hallaba regocijo al vislumbrar la mueca de animal herido que producía Yinet.

—Marcos…

—¿Quién es? —la cortó él.

—Eso no te lo puedo decir, no por ahora.

—¿Qué? ¿Tienes miedo que le haga algo?

—Bueno, estuviste preso diez años.

—Sí, pensando que mi esposa era mía nada más —Marcos frunció el labio superior al ver como su esposa ponía de nuevo esa cara de lastimada—. Quítame la carita de mierda esa y dime quien es el tipo.

—No.

Él respiró hondo. Notaba la ira caminarle desde atrás de la nuca hasta las manos. Quería saltar de la silla y empezar a destrozar todo a su alrededor, agarrar a esa mujer que ya no reconocía, sacudirla y a través de maldiciones y reproches constantes y airados, forzarle un llanto de sincero pánico. Ansiaba perder los estribos, desaparecer en otra versión de sí mismo, despiadada y castigadora.

Pero sus ojos seguían mostrándole a Yinet, una mujer, su mujer. La única razón por la que había resistido todos aquellos años tras las rejas.

Y así fue que lo supo Marcos. Debajo de toda esa superficie contaminada de ira y malos pensamientos reposaba, escondida en la oscuridad, la certeza de que no lastimaría a su esposa. No podría.

Pero tampoco iba a permanecer allí, sometiéndose por voluntad propia a semejante martirio.

Se levantó de la silla.

—¿Adónde vas? —dijo ella de inmediato.

—Te conviene que me vaya —repuso él y le dio la espalda para salir de la casa.

No habían transcurrido ni cinco horas desde su liberación.

III

El hombre exhala el humo del cigarro y con el rabillo del ojo, nota que la recién llegada al bar lo está mirando fijo. Ella ha pedido un café al bartender, quien de espaldas a los dos, opera la máquina de expreso.

—¿Me prestas uno? 

Él ladea la vista hacia la muchacha, que sonríe.

—Claro —empuja la caja de cigarrillos, que se desliza por la barra hasta llegar a la joven—. Aunque me sorprende que fumes esto.

—Las mujeres también tenemos derecho a los fuertes, ¿no? Además, yo nunca he sido muy quisquillosa con los cigarros. A fin de cuentas, ninguno discrimina a la hora de comerte los pulmones, ¿verdad?

—Anjá.

El hombre oye el cliqueo de la fosforera y segundos después, la suave exhalación de la muchacha. Le dirige una mirada de reojo; luce satisfecha.

—Cómo me hacía falta esto, por Dios —dice, con el humo todavía escapando de su nariz y boca.

—Un día duro, ¿eh? 

—Ni se lo imagina —Ella coge la caja de cigarros y estira el brazo para devolvérsela—. Yo soy Heidi.

—Marcos.

El bartender se gira hacia ellos y deja la taza de café encima de la barra. La muchacha agradece, aunque no paga todavía. Tres clientes entran al bar y buscan sitio en una de las mesas. Enseguida, el bartender corre a atenderlos.

—Y usted, ¿cómo ha tenido el día? —pregunta la muchacha, una vez quedan a solas.

—Con bastantes altibajos —dice Marcos. De hecho, esa es la razón que lo ha conducido al bar. Afuera, en el mundo real, donde sigue sintiéndose como el invitado que nadie quiere en la fiesta, los altibajos parecen darle caza.

En ese sitio está a salvo de ellos.

—De eso yo sí sé —replica Heidi, cabeceando.

Tú no sabes nada, piensa el hombre, quien, silencioso, apaga su cigarro en el cenicero de cristal.

Pero ya lo pica la curiosidad. Quiere saber si los “altibajos” de la muchacha llegan a compararse en lo más remoto a los suyos; o más bien, comprobar que no lo son.

—Ah, ¿sí? —dice solamente. Ha puesto el cebo con esas dos palabras. Solo resta esperar y ver si su interlocutora lo muerde y abunda otro poco sobre el tema.

—Sí, mire —Heidi se acomoda en el taburete y el hombre ríe para sus adentros, igual a un pescador que nota el hilillo de la vara retorcerse —. Yo soy pintora y hace ya un año que estoy intentando que una galería exponga mis cuadros. Hasta el sol de hoy, nada. Todo el que ve mis cuadros dice que le encantan; me llenan de elogios, que si tengo talento, que si esto que si lo otro; pero cuando los pongo al juicio de los expertos, ninguno los encuentra lo suficientemente dignos como para colgarlos en una pared y dejar que otros los vean.

—Esa es dura —asiente el hombre, pensando en lo que le sucedió a él el primer día que ingresó a la prisión.  

—Y para colmo —sigue ella, que parece no haberlo escuchado —, mi novia no quiere salir del armario.

Lo coge de sorpresa la revelación, aunque sus gestos faciales no lo demuestran.

—Novia, ¿eh?

—Sí, parece que ambos compartimos los mismos gustos, en café y mujeres.

Heidi se ríe de su propio chiste; el hombre la acompaña, aunque con menos entusiasmo. Parte de él agradece el interés sexual de la joven. En un principio supuso que se sentía atraída hacia él, cosa que lo predispuso. No está de ánimo para ningún tipo de roce, ni siquiera sexual.

Sin embargo, lo intriga el intenso y riesgoso desenvolvimiento de la muchacha, quien, en menos de media hora, le ha revelado sus vicisitudes a un completo desconocido.

—¿Te puedo preguntar algo, Heidi?

—Claro.

—¿Por qué me cuentas esto?

Ella esboza una mueca de vergüenza.

—Si lo estoy cansando…

—No, no, es que me has dicho cosas bastantes personales.

Las arrugas de preocupación desaparecen del ceño de la joven.

—Ay, eso es un defecto mío —aspira del cigarro y lo abandona en el cenicero —. Después de un día tedioso, me da por explotar con el primero que tengo delante. Hoy le tocó a usted, y de nuevo, perdóneme si lo aburro con tanta muela.

—No, para nada —si esa es la primera conversación normal que ha sostenido desde que salió de la cárcel.

—Además, dicen que hablar con un extraño de tus problemas ayuda mucho —continúa ella.

—¿En serio? —el tono del hombre señala su incredulidad.

—De verdad —insiste Heidi. Se pasa la mano por la cabeza, para echar atrás los cabellos que le han caído sobre el rostro —. A ver, pruébelo conmigo.

Una presión aparece en el pecho del hombre. 

—No creo que funcione, de veras.

—Vamos, ¿cómo lo sabe si no intenta? Atrévase. Dígame un problemita suyo, no tiene que ser tan grande. Verá que después, sentirá aunque sea un poquito de alivio.

—Está bien –él respira hondo y enciende otro cigarro —. Hace diez años cometí un error, maté un hombre y me condenaron a prisión. Salí dos semanas atrás y aquí estoy, hablando contigo en un bar que cobra un dólar por una tacita de café.

La muchacha baja la vista un instante, traga en seco. Luego de una larga pausa en la cual el hombre da una cachada al cigarro, Heidi se aclara la garganta.

—¿Y, se siente mejor?

Marcos exhala el humo. No dice nada, porque no hay nada qué decir.

IV

—Calladito —te dice el hombre y sientes una leve y fría presión en el cuello. Tragas y tu nuez de Adán coquetea con el cuchillo que te han puesto en la garganta—. Calladito o te abro el cuello.

Por encima del hombro del tipo que te amenaza, ves a sus tres compañeros. Todos sonríen.

—¿Qué quieren? —preguntas.

—Coño, hermano, darte la bienvenida, ¿qué pasa? Aquí somos gente educada.

Tienes la espalda contra la pared del cuarto de duchas. No hay nadie, excepto ustedes cinco.

—Dicen por ahí que mataste a un bicicletero —te dice el del cuchillo.

El miedo termina de adueñarse de ti cuando oyes esas palabras.

—¿Es por eso que hacen esto? ¿Eres familia del muchacho?

Los cuatro hombres se ríen de ti.

—Óiganlo, caballero, dice que si somos familia del muerto —dice el del cuchillo y te mira directo a los ojos —. Mira, socio, si alguno aquí fuera familia del difunto, ya tú andarías del otro lado, pidiéndole disculpas al tipo por echártelo. No, de verdad que te trajimos aquí pa’ darte la bienvenida, igual que a los demás.

—¿A los demás?

—Sí, te explico… Antes de nosotros, quien mandaba en el tanque era un chamaco que entró con nueve meses a cumplir y terminó jalando casi quince años. Empezó un niñito, pero salió hecho una leyenda. Mira, primero se echó al tipo más rankeado hasta ese momento: un negrón que era un edificio, ¿se acuerdan del ‘’pisa flores’’, caballeros? —los otros tres asienten—. El chama lo mató a la semana de entrar. Ahí cogió sus punticos. Después se echó a otros tres que intentaron tumbarle la corona, y ya nadie tuvo los cojones de tocarlo. Nada más su presencia metía miedo.

“Nosotros trabajamos con él y ahora que se fue, cogimos el mando. Pero si te soy franco, hermano, el tipo tenía demasiados conceptos de altura que aquí no valen. El ‘’pisa flores’’ se distinguía por cogerle el culo a todo el que entrara que fuera casi un niño. Cuando el muchacho lo mató, instauró un nuevo código; sonar o enfriar a quien lo mereciera; ya sabes, pedófilos, violadores, asesinos fríos y por ahí pa’ allá. A los que tuvieron razones de menor peso para tanquear, los llevaba suave. Vaya, tú que según las malas lenguas hiciste lo que hiciste por accidente, en su régimen sobrevivías y si entrabas en gracia con el tipo, podías decir que estabas protegido. Nosotros, seguros a su lado, nunca nos quejamos; pero la verdad, mi socio, nunca nos jugó ese sistemita de ser piadoso con un sector específico; eso suena a favoritismo. Aquí en el tanque, todo el mundo recibe el mismo tratamiento. Y así son las cosas desde que el tipo se piró y yo y estos tres que ves atrás de mí cogimos las riendas del asunto. A todo el que entra, le damos la bienvenida.”

El del cuchillo te quita el arma del cuello y se coloca detrás de sus secuaces.

—Denle la bienvenida, muchachos —les dice.

Los pies te tiemblan, también tu voz:

—¿Qué van a hacer? —intentas retroceder. No importa que la pared lo impida, tu cuerpo solo se echa atrás, fuera de control, desesperado por escapar de lo que tienes delante.

Los tres secuaces caminan hacia ti, sonrientes. Detrás de ellos, el tipo del cuchillo ondea su arma.

—Si te resistes, te doy la despedida —advierte justo antes de que uno de los tipos te haga ladear la cabeza con un puñetazo. Cierras los ojos, notas un escozor en la nariz, seguido de una humedad caliente que te baja a los labios. Pruebas tu propia sangre, la escupes. Una patada te arrodilla. El aire escapa de ti. Toses. Apoyas las manos en el suelo del baño. Las notas húmedas. Alguien te levanta la cabeza.

—Cuando te desmayes, paramos —dice el del cuchillo —. Pero tranquilo, que sabemos dónde dar para evitar que eso pase muy rápido.

El cabecilla retrocede y uno de sus secuaces se adelanta. Te mira un instante, luego su puñetazo te hace caer boca arriba. Sentiste un crujido en tu boca al caer. Ladeas el cuerpo. Hay algo en tu lengua. Lo escupes. Es un molar.

Gimes cuando te patean. Otro puñetazo, otra patada. Risas entre cada golpe. La vista se te nubla, cada rincón de tu cuerpo duele. Tienes miedo, pánico. Estás seguro de que vas a morir.

Pero no acabas de desmayarte…

V

—¿Y cómo se siente la libertad? —pregunta la muchacha.

El hombre contesta sin mirarla.

—Prometía mucho.

—Sí, supongo que sea difícil ajustarse a la vida normal.

—Ni te imaginas —dice Marcos y lo deja ahí. En realidad, está de acuerdo con Heidi, aunque también considera que a veces, es el mundo quien impide al ex convicto ajustarse a la vida en libertad y no a la inversa. Al menos en su caso, ha sido así.

—¿Le gustaría hablar de su tiempo en prisión?

Él sonríe para esconder su desagrado ante la pregunta.

—No.

¿Qué tendría para decir? Le revuelve el estómago tan solo pensar en abrir la boca para relatar sus vivencias en la cárcel. ¿Su historia tendría algo diferente a la de cualquier otro preso? Tal vez alguna que otra variación, pero, a fin de cuentas, las raíces serían las mismas. El mismo cliché con distintas palabras. La prisión representó un infierno que gradualmente se fue tornando más soportable, o empezó bien y se complicó; estaban aquellos que de principio a fin vivieron el peor calvario y por supuesto, no podían faltar los que una parte oscura de sí mismos disfrutaba del encierro y una vez fuera, parecían resueltos a buscar una forma de regresar tras las rejas.

En su caso, Marcos vivió etapas buenas y malas durante los diez años que pasó en un cuarto cuya puerta eran barrotes. Pero aún es muy pronto para recorrer los pasajes de la memoria. A lo mejor en el futuro, cuando su mente haya conseguido fabricar una suerte de filtro, a través del cual extraer los buenos recuerdos sin correr el riesgo de que uno malo se cuele. Algún día, él y los socios del barrio romperán a carcajadas a expensas de sus fábulas carcelarias, de esos breves momentos de luz entre tanta mugre. Sin embargo, aun hoy, a dos semanas de su liberación, Marcos tiene bastantes sombras encima y sabe que si lograra evocar un buen recuerdo, otro malo vendrá adherido a él, como un parásito sin remedio inmediato.

Un sonido estridente hace a los pensamientos del hombre trastabillar y esfumarse. Mira a su derecha. La joven hurga en el bolsillo de sus jeans y extrae un celular. Lo manipula a velocidad supersónica. Una sonrisa asoma en su rostro.

—Mi novia —dice a Marcos —. Discúlpeme.

Se baja del taburete y camina hacia la puerta del bar, en busca de una mejor cobertura; con una mano sujeta el celular y con el dedo índice de la otra se tapa el oído opuesto mientras habla.

—¿Usted está viendo eso, compadre? —la voz del bartender hace al hombre girar la cabeza al frente —. Qué desperdicio de mujer, hermano.

—Dame otro café, anda —dice el hombre. Lo asaetean las ganas de darse un trago. Qué coño, de darse unos cuantos. Pero no puede. Juró que no lo haría después de que un trago lo volviera un asesino.

La muchacha vuelve a la barra cuando el bartender acaba de dejarle la nueva taza de café delante de Marcos, quien comienza a endulzar la bebida.

Heidi no toma asiento. En cambio, saca un dinero y lo deja encima del mostrador.

—Quédese con el vuelto —dice al bartender y luego encara al hombre —. Bueno, ya me voy caminando que Mara salió temprano del trabajo.

—Vaya usted.

—Ha sido un placer conocerlo, Marcos, de verdad.

—Lo mismo digo, y buena suerte con tus altibajos.

—A usted también, y ya verá que poquito a poco se va acostumbrando. Mientras tanto, no pierda la fe.

—Eso va para ti también.

Heidi se acerca a él y le planta un beso en la mejilla. Luego, sale del bar.

El hombre coge la taza de café, lo sopla antes de beberlo. Luego guarda la caja de cigarrillos y deja el dinero de la cuenta en la barra.

—¿Se va? —dice el bartender.

Marcos asiente.

Su libertad lo espera…

VI

La empleada de Recursos Humanos es una mujer gorda, cincuentona, que usa grandes espejuelos. Pero su voz tiene un raro efecto: oírla te tranquiliza.

—¿Cuántos años de experiencia laboral dice que tiene? —me pregunta.

—Doce.

—¿Nivel de escolaridad?

—Licenciado en Economía.

—¿Tuvo cargo en los centros laborales en los que laboró?

—Sí, de segundo jefe del departamento de Economía.

—¿Trajo su diploma de la Universidad?

—Sí —hurgo en mi maleta y le entrego un conjunto de documentos.

—¿El expediente laboral?

—Se lo di ahí también.

—Bien… —tras una pausa, la mujer me mira— ¿Me dice la razón por que la dejó su último trabajo?

Llegó el momento. Respiro hondo y contesto.

—No lo dejé. Me dieron la baja.

—¿Por qué?

—Porque estuve preso diez años —digo sin tapujos. He descubierto que no importa cómo lo digas, el efecto de la palabra ‘’preso’’ sigue siendo el mismo.

Ahí está. Veo el cambio en la cara de mi interlocutora, que echa el cuerpo atrás y se quita los espejuelos. Ha dejado de consultar mis documentos. No lo necesita.

—Lo siento —tartamudea, aunque rápidamente recupera el control de su voz—. En esta empresa no necesitamos económicos. Todas las plazas están llenas.

—¿Y por qué aceptó verme si no hay plazas?

—No hay en Economía —puntualiza ella.

—¿En qué hay entonces?

La mujer se retuerce en la silla. Intenta buscar una salida.

—No sabría decirle. Eso debo consultarlo con el director.

—Búsquelo, yo espero.

—Es que él no está.

—Ya veo —no trato de insistir, pero me jugaría la condicional a que el tipo si anda por aquí. A fin de cuentas, no creo que él tenga una opinión muy distinta a la de su subordinada. Quizás ofrezca una respuesta con un mejor nivel cultural y llena de grandilocuencia. Total, un “no” es no, sin importar qué disfraz le pongan.

—¿A usted el sistema penal no le dio un trabajo después de su liberación? —quiere saber la mujer. Me dio la patada y ahora se me hace la preocupada.

—Sí, pero puedo buscar un mejor lugar, ¿no?

A pesar de que el horario es asequible y el salario no da razón a quejas, no me gusta mucho eso de chapear.

—Claro.

—Bueno, gracias por atenderme.

—De nada.

Ojalá ella quitara esa cara de susto. Ojalá todos la hubiesen quitado en los otros cinco sitios a los que he ido buscando trabajo. Coño, estuve preso, no en el Partido Nazi.

Salgo de la empresa y me encamino a la parada. A mitad de camino, veo un bar. Y entro.

VII

El hombre baja de la guagua. Está a dos cuadras de su casa. Algunos vecinos lo saludan, con una mezcla de temor y curiosidad. Lo conocen de años, inclusive varios lo vieron crecer, pero todavía tienen que acostumbrarse a esa nueva versión de él: El ex convicto que regresa a casa, más musculoso y curtido que antes, más frío y peligroso, pues proviene de un sitio en el que ser peligroso no está mal visto, como mismo en la guerra matar no es un delito ni los soldados son asesinos.

Llega a la casa. A la casa de sus padres. La otra, la que compartía con su esposa, ya no es suya. Tiene que lidiar con un divorcio, lo esperan viajes al bufete, la búsqueda de un abogado capaz, el homérico tedio de la burocracia cuyo único propósito es poner en papel que el amor entre dos personas ha muerto. Pero aun el hombre no ha sepultado su matrimonio; lo sigue velando, de pie ante el ataúd, con los ojos fijos en lo que solía ser. Le sigue doliendo evocarla sin poder vivirla una vez más.

Abre la puerta de la casa de sus padres, donde vive temporalmente hasta que pueda resolver un apartamento. La vieja no está. Él mira el reloj y la hora le dice adonde ha ido su señora madre. La bodega abrió harán unos treinta minutos y los mandados no se pueden quedar sin coger. Pobre de su mamá, marchita y viviendo bajo el auspicio de una pensión de la que no sabe quejarse. Ella es de la Vieja Guardia, de los que no protestan y esperan resignados; de los que gritan “presente” en la cola del pan. ¿Qué fuera de su vieja sin la libreta de abastecimientos? Antes se divorciaría de su marido que de esa libretilla que todos los meses le llena las jabas de los mandados.

Su madre lo adora. Lo hace porque no sabe odiar a su único hijo, ni nunca aprenderá, sin importar cuántos motivos él le dé.

El hombre entra a la habitación que lo vio crecer, que lo vio amar a una mujer por primera vez. Un cuarto lleno de buenos recuerdos. Se sienta en la cama. Prende un cigarro. Mientras exhala el humo, lleva una mano al rostro y coloca los dedos sobre los ojos cerrados. 

Empieza a llorar porque le hace falta, porque él sabe algo que los demás ignoran cuando le pasan de lado y dicen: ya fulano salió de la cárcel.

Él sabe que está preso todavía…


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Katabasis

David Martínez Balsa. La Habana, 1991.

Contador de profesión, graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, y miembro de la Asociación Hermanos Saíz y de la UNEAC. Ganador del Premio David de Cuento 2017, el Premio Regino E. Boti de Literatura para niños y jóvenes 2021, el Premio Calendario 2022 en Narrativa y el Premio Internacional de Cuento Palíndromus 2023, finalista del Premio Eliseo Diego 2023 y mención en el Premio Internacional Fantoches 2023, además de ser finalista y recibir menciones en otros premios literarios nacionales e internacionales. Ha publicado los libros: Minutos de silencio (Ediciones Unión, 2019); Katabasis (Editorial Primigenios, 2021); Deambulantes (Editorial Primigenios, 2022); Escenarios (Iliada Ediciones, 2022); Triple C (Casa Editora Abril, 2023); Faunas (Editorial Laia, 2023); Visita al cuarto oscuro (Iliada Ediciones, 2023) y El Indio de las nueve vidas (Editorial Primigenios, 2023).