Narrativa

Los cimientos

I

Pues sí, es como te lo cuento: ocho años se metió mi papá para construir la casa. Digo construirla porque tuvo que empezar casi de cero. Imagínate esto mismo, pero de madera, con techo de puntal alto y recubierto de tejas. Más o menos era así; puro estilo colonial, pero invadido por el comején, sin millonarias restauraciones que mantuvieran intacto el espíritu clásico. Esa casa, igual a otras tantas del barrio, había sido dejada a su suerte en las manos del tiempo. Y muchacho, pregúntale a cualquiera que te dirá lo mismo que yo: las casas se sienten los años más que quienes las viven.

Mis padres eran maestros de la vieja escuela y cuando aquello no se había inventado eso de la rectificación de errores ni mucho menos el aumento de salario al sector presupuestado. Claro, tampoco los sacos de cemento costaban como ahora, pero atreverse a construir o reparar ya era de por sí un acto casi clandestino, hasta podías ir preso, después de pagar la multa a la que sí nadie escapaba. ¿Concretera? Mijo, no, eso lo hacían los ricachones. Si la placa arriba de ti se tiró a pala. Como veinte hombres del barrio ayudaron, la mitad animados por la oferta de una botella de ron y la otra pensando solo en la merienda y el almuerzo. De dinero ni hablar. El poco que estaba a mano se hacía polvo entre la comida y los materiales. Hasta yo estuve metido en lo de la placa, de eso sí me acuerdo como si fuera hoy. Tenía diez años y cargué cubos de mezcla desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche. Al final, parecía más mezcla que niño y la vieja por poco pierde la mano dándome cepillo en el baño a medio terminar.

Pero esa placa fue una, la de la sala, todavía faltaba el resto de la casa, que tú viste cómo se alarga para atrás hasta llegar a la cocina comedor. Ya cuando terminamos en la sala, todo el mundo se pasó el resto de la noche tirado en el portal, brindando con la botella prometida y devorando la cena de mi madre, cuya paciencia de ama de casa andaba desvencijada entre tanto reguero y polvareda. Eran otros tiempos, mijo: la gente no se lo pensaba tanto para tirarle el cabo a un vecino. Ahora todo es cinco dólares, diez dólares y también jama por batir un poco de mezcla, que incluso ya viene preparada por la concretera. Hoy el sudor exige muchos términos para salir de los poros. Y cuidado con decirme lo contrario, que en aquella época la vida estaba mil veces más dura y no porque costara tan caro, sino porque eran tantas las trabas para resolver los problemas que muchas veces parecía más fácil ni alimentar la voluntad de irles arriba.

Después de la placa de la sala, el dinero se fue a pique y el mismo hueco por donde escapó, se trancó y no devolvió nada más. La casa quedó a medio hacer durante casi seis meses. Te partía el alma ver aquel híbrido, mitad concreto y mitad madera, igual a un cuerpo en un largo proceso de descomposición. Los huecos abiertos en el patio para los dados, los arquitrabes de las columnas ya listos, bueno, la mayor parte, porque las cabillas se perdieron del mercado negro; algunos sacos de arena tendidos en el cuarto designado almacén temporal de materiales, el olor a cemento que no se iba sin importar cuantos cubos de agua la vieja echara y le diera haragán.

Fue en esa época cuando a Fabián, el vecino de la esquina, le dio por ponerse a construir también. Yo nunca entendí la relación de mi papá con ese tipo. De niños eran amigos, jugaron juntos y quizás en honor a esos tiempos, se saludaban todos los días al tropezarse sus caminos. Pero Fabián era un tipo de dinero y olvídese de eso, un ricachón encajado en un barrio humilde casi siempre mira a todo el mundo desde un pedestal erigido por su propio ego. Fíjate si no era tan amigo de mi papá ni un carajo, que cuando el viejo andaba peleando con la construcción, ni una sola vez el tipo le tiró un cabo. Pasaba frente a la casa, nos veía batidos ya fuera con la mezcla, o armando los arquitrabes de las columnas; vaya, hasta algo tan fácil como la vieja barriendo el agua y mi papá y yo trayéndole los cubos y nada. Jamás brindarse a echar una mano, o vestirse de actor de teatro y extender la propuesta. El día de la placa en la sala ni salió de su casa, a pesar de que estaba ahí, porque hasta puso música y todo.

Entonces, cuando él empezó a reparar su casa, mi papá enseguida fue a ofrecerle ayuda, por lo menos en la mano de obra. Fabián le dijo que no, no era necesario, hermano. Poco después entendimos el porqué de su negativa, cuando vimos aparecer una brigada entera de construcción y aunque no te lo creas, su casa, más grande que la de nosotros, estuvo acabada en un mes; un mes, sí, así mismo, treinta días contaditos. Y hasta le añadió una segunda planta para hacer fiestas, preparar barbacoas y cosas de esas en las que los ricos tienen tiempo de invertir.

Un día no pude y más y le fui arriba a mi papá. Tenía que saber la razón de que conservara la amistad con Fabián, porque coño, mi viejo no era el mejor hombre del mundo ni nada de eso, pero era un tipo agradecido, compartidor y desinteresado. Esa, aunque no la dije ahorita, fue otra de las razones que pusieron a esos veinte hombres a tirarle el cabo con la placa de la sala. ¿Por qué juntarse con un tipo tan vanidoso y prepotente como Fabián, chico? ¿Por qué? Él se rio cuando le pregunté y apoyó las manos en las rodillas, para que su rostro se alineara con el mío, de once años en ese momento, y me dijo: “A veces conviene tragarse la verdad en beneficio de la diplomacia, pipo”.

En aquel momento no entendí nada. Empezaría a hacerlo cuando unas semanas más tarde, mi viejo se apareció en la casa con una caja de tabacos y me dijo que lo ayudara a enterrarla en el patio de la casa…

II

Fabián tiró los papeles sobre su escritorio con un aire de menosprecio. El gesto abrió mucho los ojos de Tomás, quien, del otro lado de la mesa, comenzó a organizar los documentos desperdigados.

—¿Tú crees que esto es un juego? —dijo a su jefe.

—Eso es mierda, chico —el otro volteó la silla giratoria para quedar de espaldas a él y se incorporó. Metía la mano en el bolsillo de su chaqueta negra, en busca de la caja de cigarros.

—Si fuera mierda no te lo hubiera traído.

—Es mierda, compadre —insistió Fabián, mientras encendía el cigarro. Luego se aproximó a la ventana de cristal y abrió una rendija para expulsar el humo —. Tú lo encontraste de casualidad.

—Si yo lo encontré, cualquier lo puede hacer. Eso de la casualidad es una historia mal contada —Tomás, ya con todos los papeles reunidos en una masa deforme, golpeó con ellos varias veces la mesa hasta llevarlos a un formato compacto. Finalmente, les colocó una presilla que conservara el orden alcanzado.

—No todo el mundo tiene tu ojo, chama —le recordó el gerente, que ni se molestó en mirarlo al proferir semejantes palabras. 

La rabia del auditor interno de la empresa, ya en pie de guerra por el hallazgo, acabó de tragarse los últimos pedazos de su paciencia:

—Yo no voy a joderme contigo, ¿me oíste, Fabián? —dijo al incorporarse de la silla, con los documentos bajo el brazo.

De nuevo sin mirarlo, pero con voz indiferente, hasta acompañada de una risa burlona, el otro replicó:

—Estate tranquilo que aquí nadie se va a joder.

—Pero ¿será posible? —Un toque a la puerta truncó el resto de la frase que pugnaba por salir de los labios de Tomás.

—Adelante —dijo Fabián, botando el cigarro por la ventana.

Su secretario entreabrió la puerta:

—Disculpe, jefe, lo buscan aquí afuera.

—¿Quién? —inquirió el gerente, quien solo movió los labios, sin otorgar sonido a su interrogante. 

—Un tal Mandy, él dijo que usted sabría.

—Ah, sí —Volvieron a cobrar vida sus palabras y ya, con el semblante más relajado, sacudió la mano—. Dile que entre.

Tomás, delante de él, no le quitaba los ojos de encima, ni siquiera cuando se abrió la puerta y entró el visitante, que permaneció a una distancia respetuosa, quizás indispuesto a interrumpir una reunión importante. Pero el gerente, ahora sentado en su silla giratoria, lo invitó a acercarse con un gesto.

—Echa para acá, Mandy —Entonces, dedicó una mirada superficial al subordinado—. Después seguimos.

El otro contrajo los labios y en sus sienes asomaron las venas de la frustración:

—Fabián… —empezó.

—Qué después seguimos, coño. Ahora vete.

Tomás se dio la vuelta y pasó de lado sin molestarse en reconocer la presencia de Mandy, quien ya se acercaba a la silla y tomó asiento luego de que se cerrara la puerta.

—Disculpa si corté algo importante, compadre —dijo a Fabián, quien se encogió de hombros, esbozando una mueca de desdén.

—No, chico, olvídate de eso —Se acomodó en su silla giratoria y pasó la mano por el traje negro—. Dime qué te trae por aquí.

—Coño, hermano, lo que traigo conmigo es tremenda pena —empezó Mandy, en cuyo semblante asomaron las garras de la incomodidad, que comprimieron su voz y lo cortaron a mitad de frase.

Fabian se inclinó sobre la mesa:

—Tigre, ¿y eso qué cosa es? ¿Nos conocemos hace cuánto?

—Treinta años.

—Y hasta más, así que deje esa pena y hable claro conmigo.

—Tú sabes que yo no soy de esto, Fabián, pero compadre, necesito que me tires un cabo con un dinero.

Al concluir, Mandy no despegó la mirada de su interlocutor. Sabía que la respuesta asomaría en su expresión mucho antes de lo que sus labios pudieran liberarla. Y lo que vio en esas facciones, lo caluroso trancarse en una capa de hielo, le convenció de su fracaso.

La excusa que llegó a continuación atrapó a Mandy en el reproche de haber alimentado esperanzas en el auxilio de su viejo amigo.

—Coño, hermano, me cogiste en un momento malo. El lío es que…

El otro asintió, obstruyendo al mismo tiempo las compuertas de sus oídos a palabras innecesarias; melodías de relleno en un concierto de violines. Fabián siguió listando las razones, todas de peso, para no cederle el dinero que le permitiría terminar la construcción de la casa. Durante unos segundos, Mandy le dio hilo a la idea de insistir, de recordarle la existencia de sus hijos, ambos pequeños, o de sus padres, ancianos, su pobre esposa, todos sometidos a esa suerte de limbo constructivo, el sueño postergado de una casa con un techo a prueba de huracanes sobre sus cabezas. Pero no, ¿para qué seguir?

Mandy devolvió el hilo al carrete, acabó de escuchar las justificaciones, dio las gracias por su atención a Fabián, pidió disculpas por las molestias, se levantó y al dejar la oficina, reconoció en el umbral al tipo que había salido cuando él llegó. Estaba peor que antes: el sudor en su frente y la frecuencia de su taconeo en el suelo translucían una impaciencia al borde de reventar. De nuevo ignoró a Mandy mientras tocaba la puerta de Fabián y se metía en la oficina sin esperar el “adelante”…

III

Unos días antes de aparecerse con la caja y tanto misterio, mi padre le había pedido dinero prestado a Fabián. De esto vine yo a enterarme un montón de años después, cuando el viejo agonizaba de una cirrosis hepática. En ese entonces, no sabía del préstamo ni tampoco de la negativa del vecino a darlo; lo que sí no se me escapó (ni al barrio entero) fue la fiesta que organizó el tipo esa misma noche. Fiesta, con todas las letras; a lo mejor en estos tiempos sea posible, pero en esa época, un reguero de cerveza y ron así no era fácil de ver, y menos en nuestro vecindario. Pobre del viejo mío, que se mantuvo estoico, sin mostrar incomodidad; ni siquiera puso a mi madre al tanto sobre su pedido de dinero a Fabián.

Seguía detenida la construcción aquella noche, en la que mi mamá casi perdió los nervios por la demora del viejo en regresar de la guardia en la escuela. Se apareció casi a las once de la noche, sudado y sucio, justificando la tardanza con una obra de caridad: había ayudado a Fabián a cambiar la goma ponchada de su carro. El día siguiente, por la tarde, él me estaba esperando cuando llegué de la escuela, con la caja de tabaco en la mano.

—Ayúdame a enterrar esto antes de que llegue tu madre —dijo.

Ni me atreví a preguntar, pues nunca antes había visto esa expresión en la cara de mi padre. Eran sus facciones de siempre, pero tan rígidas y diferentes, como si estuvieran metidas a la fuerza tras una máscara. Sin protestar, me cambié de ropa y le ayudé. Cogimos un poco de cemento que quedaba en el fondo del último saco, preparamos la mezcla y enterramos la caja en un hueco que abrimos en el patio. Sí, allí lo ves, es ese de ahí. Después de sacar la caja para enseñártela, no lo he vuelto a sellar.

Ay, Dios mío, disculpa la risa, es que me estoy acordando de la sospecha que se trepó a mi cabeza al ser testigo del secretismo del viejo con aquello. Pensé que en la caja había un tesoro, o algo por el estilo. Y en cierta forma fue así, un tesoro raro que necesitaba sepultura para rendir frutos. Pero bueno, no tuve mucha oportunidad de dejar volar la imaginación, pues al día siguiente, empezaron a ocurrir cosas que desviaron mi atención de la misteriosa caja.

La primera fue el camión que se parqueó de madrugada frente a la casa, repleto de materiales. Yo salí junto a mi padre cuando el chofer tocó la puerta. Y nunca he olvidado las palabras del visitante:

—Aquí le traigo la mitad de las cosas —dijo—. Dice Fabián que por la tarde manda el resto, con la brigada de albañiles.

IV

Lo supe por el olor, Fabián. Fue por eso. A lo mejor, como has sido tan adepto a distanciarte de las cosas terrenales, no lo reconocías. O lo hacías, pero no hallabas un nombre que ponerle. Los plebeyos sí conocemos de la muerte, siempre, de una forma o de otra, tenemos que acercarnos a ella y respirar hondo sus esencias. Ahora mismo no recuerdo si el hedor me llegó al detenerme junto a tu carro, o si fue cuando me acerqué al maletero. La mente es así de tramposa, Fabián, a veces cuando notas que has ido por el camino incorrecto, olvidas cuales puertas atravesaste para llegar ahí. Y generalmente, ya no hay vuelta atrás en ese punto, hermano.

¿Qué nos puso en el mismo lugar y momento? Mira, mejor ni distraernos en debates: culpemos a la casualidad, las demás razones vienen con sus coartadas de incredulidad y escepticismo; ni yo mismo me trago el cuento ese del destino ni la mano del diablo de por medio, aunque no podemos negar que se le erizan a uno los vellos detrás de la nuca al revisitar esa noche, con la mente serena, y distinguir la manera extraña en la que todo coincidió. Ese día, yo tuve guardia en la escuela y viré tarde a la casa, en mi bicicleta. Cogí la calle que rodeaba el campo detrás del barrio para evitar el tráfico. Una calle recóndita, estrecha y apenas transitada, donde tú estabas, agachado junto a la rueda delantera de tu carro.

Había una docena de postes de luz en esa zona, pero solo uno funcionaba y su frágil asedio a las penumbras casi no permitía distinguirnos el uno del otro, pero ni todos los postes encendidos hubieran limpiado la oscuridad de esa noche, ¿no estás de acuerdo, Fabián? Recuerdo la clase de calor que hacía, ni siquiera dando pedales hasta alcanzar la velocidad máxima en mi bicicleta se lograba un poco de brisa que aliviara los sudores. El cambio en tu cara al verme allí. Me resultó extraño ese susto repentino en tus ojos, y luego un alivio gradual.

—¿Andas ponchado? —te dije.

—Sí, compadre.

—Espera, deja tirarte un cabo —ni le presté atención al retorno del pánico a tus facciones. Ya había bajado de la bicicleta y la dejaba tendida en la acera. Pensé en decirte que por lo menos prendieras las luces del carro para ver mejor lo que hacíamos, pero me callé, suponiendo que por algo no estaban encendidas. Y supuse bien.

Cuando te apartaste para cederme el puesto de mecánico aficionado, agarré la llave de clan que yacía en el suelo y enseguida, mi tiempo de chofer en el servicio militar rindió frutos, pues un detalle saltó a la vista.

—Esta llave no sirve, hermano —te dije, agitando la herramienta. Tú, de pie a mi lado, tenías la misma cara de mierda que yo debí tener después de atragantarme con tu rechazo a un préstamo de dinero—. ¿No hay otra?

Y contestaste, por instinto, y sé que fue el instinto quien habló, porque si hubieras dejado al juicio tomar la palabra, no habrías dicho lo que dijiste:

—Está en el maletero.

Me incorporé y fui hacia allí; entonces tu juicio, sonámbulo hasta el momento, se despertó de súbito y pataleando, te hizo gritar:

—¡No, espérate un momento!

Pero fue muy tarde, Fabián. Ya mi pulgar estaba hundido en el botón de la tapa del maletero. Tu alarido solo me hizo retroceder, perplejo, mientras la tapa del maletero se levantaba igual a una caja de sorpresas frente al expectante cumpleañero. Pero compadre, de verdad te juro que ahora mismo no recuerdo si fue antes o después de abrir el maletero que sentí el olor a muerto.

V

Siempre la misma vergüenza al atravesar las puertas del laboratorio de computación de la escuela. Yo era el director, el máximo cabecilla, el jefe de jefes; aun así, me sentía un dinosaurio obligado a ocupar una jaula en el Zoológico Nacional cuando todos aquellos ojos se fijaban en mí, invitados por el sonido de la puerta al abrirse. Luego, las frentes se cubrían de arrugas mientras en sus razonamientos de adolescente no entraba la lógica de un viejo subiéndose al ring a echarle pelea a una computadora.

Al cabo de unos segundos, logré deshacerme de los nervios y enfilar hacia el profesor que estaba sentado a la mesa en el fondo del local. Tenía delante una laptop.

—¿Qué se le ofrece, jefe?

—Necesito ver lo que hay aquí —le mostré el disco dentro de un envoltorio de papel.

—Siéntese en aquella máquina.

—Coño, Alfredito ¿no puedes ponerlo ahí mismo? Es nada más ver lo que tiene y ya.

—Está bien —extendió la mano y le entregué el disco. Mientras lo deslizaba en el lector, me coloqué a su lado, frente a la laptop. Sentía mi corazón latir a todo tren y su ritmo no aminoró, ni siquiera luego de que el profesor abriera la solitaria carpeta que contenía el CD.

—Son imágenes —dijo, pero tras abrir una, se corrigió de inmediato—. Disculpe, no, son documentos escaneados.

Me acerqué un poco a la pantalla, reparando, al mismo tiempo, en el olvido de mis espejuelos en la casa.

—¿Tú entiendes algo de eso?

—La verdad, no. Parecen documentos oficiales. Cuentas y cosas así. Algunas partes están resaltadas con marcador.

—Coño, Alfredito, necesito otro favor.

—Dígame.

—Necesito que me imprimas eso.

—Jefe, ¿usted se volvió loco?

Sí, resultó ser que unas empalagosas plegarias y la promesa de unas vacaciones después, ya yo no estaba tan loco y tenía bajo el brazo, ocultos en un file, los documentos impresos; la tinta era tenue y la calidad del papel bien pobre, pero, aun así, un ciego los encontraría legibles o al menos, olería lo que arrastraban…

VI

La casa se acabó de construir en menos de un mes. Yo no podía creérmelo y la vieja andaba en las nubes. Fabián pasó de ser el egocéntrico vecino al santo patrón de las causas constructivas. Fue, sin decirte mentiras, lo más cercano posible a la magia. El dinero tiene esas propiedades. Y claro, la magia sabe cobrarle a quien se aproveche de ella, casi siempre sin advertirle del costo de usarla insolentemente. En este caso, se mostró en la adopción, por parte de mi padre, de un nuevo hábito, casi al mismo tiempo que se dio el fino a la última pared. Él siempre fue un bebedor sano, amigo del ron si acaso en alguna que otra ocasión especial, pero sabía despegarse de la botella a tiempo de no acabar ahogada su personalidad en los vendavales del licor.

Nadie lo entendió en aquel momento y lo triste es que mis abuelos se fueron con la imagen muy vívida de su hijo transformado en ese espectro cuyas palabras siempre venían acompañadas de aliento etílico. Perdió su puesto en el Partido y en la escuela lo toleraron durante otros dos años antes de botarlo por trabajar ebrio. Le cambió el rostro, sus ojos siempre extraviados en la búsqueda del equilibrio que la constante ingestión de ron le robaba; verlo caminar inspiraba un temor persistente a que se desplomara en cualquier momento. Nunca hizo daño a nadie; no era ese tipo de borracho. Simplemente se ponía contento, no paraba de reír y por lo general, cuando la bebida terminaba de devorar la última pizca de sus sentidos, lo dejaba tirado en el primer asiento a mano, ya fuera en la sala, el cuarto o el comedor.

Cuando él murió, cinco años después de acabar la construcción de la casa, no fui de los que le culparon o reprocharon por su adicción a la bebida. Nunca pude culparlo de nada. Siempre tuve en mi mente al viejo cariñoso y preocupado, que largó el pellejo trabajando para ver a su familia bajo un techo decente, el profesor que hacía a sus alumnos olvidarse del tedio de hallarse en un salón de clases cuando en realidad solo quieren andar en la calle, gastando el tiempo en otros asuntos. Tras una vida entera de penurias y trabajo, ¿acaso mi padre no merecía celebrar? ¿No merecía echar una cana al aire?

Muchas nociones cambiaron cuando, al cabo de un año de su muerte, decidí reabrir ese hueco en el patio y sacar la vieja caja de tabacos…

VII

Di marcha atrás, horrorizado de lo que había en el maletero, de lo poco que la oscuridad dejaba oportunidad de distinguir, pero entre eso y el olor no hacían falta mayores detalles. Tuve miedo, más miedo que nunca, pero no tanto de la bolsa negra ni de los dedos que asomaban de su interior; miedo de ti, Fabián, que estabas ahí, tan cerca de mí. Miedo de ti, que habías hecho eso.

No escuchaba nada; la noche y sus ruidos habituales habían desaparecido completamente. Solo quedaba mi corazón, que parecía latirme en todo el cuerpo y en cada golpe el instinto vociferaba una súplica: “vete pal el carajo de aquí; corre, comemierda”. Lo que me permitió escapar del trance fue el golpe en mi talón cuando, al retroceder, tropecé con la goma de la bicicleta, aun tendida en la acera.

Te miré, Fabián, te miré como se mira a los monstruos que, en el fondo, nunca esperas ver aparecer a través de las puertas del closet. Una mezcla de pánico e incredulidad mantenían mi boca entreabierta y mi entrecejo fruncido; creo que hasta en cierto punto mi cabeza empezó a moverse sola, en un gesto de negación. Entonces tuve miedo de nuevo, miedo por mí, pues te acercaste con las manos hacia delante, como si quisieras agarrarme. Eché atrás, casi a punto de levantar la bicicleta y dar pedales hasta que el pavimento calcinase las gomas hasta la médula. Pensé que me matarías. Y tú diste otro paso antes de que tu expresión firme se aguase en lágrimas y cayeras de rodillas al suelo.

—Me iba a caminar, Mandy… —murmuraste, cabizbajo, tus ojos renuentes a subirse al estrado para un tope cara a cara con el juicio en los míos—. Traté de convencerlo, pero no entendió.

—¿Qué hiciste?

—Compadre… —finalmente me concediste el privilegio de contemplar tu expresión de horror, ahora un poco disipada por la leve molestia que te provocó mi pregunta—. No seas ingenuo que ya estás muy viejo para eso… ¿Cómo cojones tú crees que yo tengo lo que tengo?

Bueno, disculpa mi ingenuidad hasta hoy, Fabián, pero creía conocerte, o por lo menos a cierto niño tímido, tan inteligente que su destreza mental pasó de ser un arma a esgrimir a una corona de espinas. Tú conoces a ese niño, Fabián; te acuerdas de él y no vayas a jugarme la carta del poder amnésico de los años; esas cosas siempre se quedan con uno, ocultas, en silencio, pero fáciles de revivir, con increíble nitidez. Olvida el tiempo transcurrido, solo basta atreverse a rozar esos sectores del pasado, solo un vistazo, sin importar lo efímero y ya se desbordan en cascada, sin compasión, las meriendas robadas, las burlas en los turnos de educación física, esos empujones a propósito, en busca de una queja que justificara el bofetón, el desafío. Tuve lástima de ti en ese entonces, Fabián; además de mi amigo, también eras mi vecino y no soportaba la imagen de un niño que le temía a su propia mente y a la maravillosa habilidad de usarla con tanta maestría desde pequeño. Mira que la gente quiere poseer dones y talentos fuera de lo ordinario, pero nadie se imagina lo caro que salen a veces, ¿verdad? Te defendí en varias ocasiones y tú supiste ser agradecido de mi bondad. En aquellos tiempos, sabías agradecer, Fabián; veías en ello un gesto humano, no una deuda con plazos de pago y riesgo de aumento de intereses en caso de demoras. 

Pasaron los años y comenzamos a distanciarnos, tú a una escuela, yo a otra; coincidíamos en el barrio, pero nunca sería lo mismo. Ya cuando te dieron ese puesto, el de gerente en una empresa con inversionistas extranjeros, un puesto glorificado, pues la palabra “extranjeros” cargaba el futuro de perspectivas de gran abundancia, murieron los últimos vestigios de aquel niño. Empezaste a vestir trajes, desertaste de las guaguas y ahora eran los carros; incluso la ropa de andar en la casa traía marcas comercializadas en tiendas que la gente del barrio tildaba de museos. Convertido en un seudorrecluso que hizo de los saludos trofeos a entregar a personas elegidas según tu veredicto arbitrario, un juez avaricioso despojado de toda imparcialidad. A mí nunca me negaste el saludo, aunque hablemos claro, la frecuencia de saludos no fortalece ni crea amistades, es tan solo un frágil intercambio de formalidades entre conocidos.

Y ahora has vuelto, mi pobre Fabián; ahí está el niño, respirando agitado en tu expresión, tus facciones rejuvenecidas y deformes en las de ese muchacho que se sabe la respuesta a la pregunta del profe, pero el miedo a una golpiza “si se hace el sabihondo”, mantiene sus manos pegadas a la mesa, su vista gacha y el corazón ansioso de que alguien conteste para escapar del debate interno, pues quiere decir la respuesta, quiere hablar y que ello no tenga costos. ¡Qué rara luce esta máscara ahora sobre tu rostro, Fabián! Ese niño acobardado que ya no es inocente, que ya murió y ahora, cuando es muy tarde, persigue una resurrección que tú mismo llevaste a los páramos de lo imposible.

—Ayúdame, compadre —suplica el niño en tu cara. Él, un pobre gorrión que se sabe muerto si reducen su cielo a los barrotes de una jaula.  

—Levántate —dije al hombre, intentando borrar al niño que seguía mirándome, exigente. El niño que yo sabía perdido pero cuyo fantasma ahora me acechaba sin reparos. — ¿Qué harás con esto?

Señalaste el otro lado de la acera, que daba a una pendiente, la cual descendía hasta perderse en la oscuridad. Comprendí al instante mientras mis oídos reparaban en el murmullo que ascendía desde las aguas dulces del río, invisibles entre las penumbras.

—Vamos —dije—. Dale, que se nos va el tiempo.

Y me hundí bajo el capó para agarrar la bolsa negra. Agarré el extremo entreabierto por el que asomaban una mano y los cabellos del pobre desdichado que osó amenazar con delatar al verdadero Fabián, que tan bien ocultaste tras la fachada de ese niño deseoso de salvación.

Fue difícil bajar esa loma, ¿recuerdas? ¿Recuerdas que se nos cayó la bolsa varias veces? ¿Recuerdas que fuiste igual al resto de nosotros, los plebeyos, maldiciendo, cagándote en la madre de todos los santos habidos y por haber? Y seguro recuerdas cuando la segunda vez que se nos cayó la bolsa, algo escapó de su interior, pero la noche y nuestra frustración nos hicieron pensar que era su billetera y yo, sin molestarme en examinarla más minuciosamente, la metí en el bolsillo de mi pantalón.

Ya después, cuando dejamos al río la tarea de transportar tus miedos a senderos más lejanos que te acercaran a una coartada sostenible, cada cual siguió su camino. Fue en mi casa, Fabián, dónde me di cuenta. Acababa de quitarme la ropa para entrar al baño y noté aquello en el bolsillo del pantalón, relegado a un olvido temporal debido a nuestra lúgubre faena. Lo saqué y allí me devolvió la vista un sobre de papel, con un disco dentro…

VIII

Llegué a la casa y cogí una vieja caja de tabaco, abandonada en un rincón del escaparate. Allí escondí el disco, con la promesa de enterrarlo al día siguiente. Esa misma noche pasé por casa de Fabián y le deslicé bajo la puerta de su casa el file con los documentos y los últimos vestigios de conciencia que todavía me quedaban; también había una nota, redactada con mi puño y letra, con el listado de los materiales necesarios para terminar la construcción de la casa…

IX

—¿Tú sabes lo que me estás diciendo?

—¿Tengo que repetirlo?

—Asere, tú no puedes hacerme esto.

—¿Qué, vas a matarme a mí también? ¿Aquí, en la sala de mi casa? Si quieres inténtalo, pero antes de que me pongas las manos arriba, le grito al barrio lo que hiciste.

—Mandy, compadre, tú no eres de esto.

—Yo tú no me hago ideas. Hasta hace dos días, yo pensaba que tú no eras de retorcerle el pescuezo a un tipo. Y ese tipo te tenía jodido, tanto que logró escanear los documentos que te comprometían.

—¿Eso fue lo que se cayó de la bolsa?

—Buen testamento dejó tu auditor interno.

—¿Y esto qué significa? ¿Cemento, polvo de piedra, losas, arena?

—Tú sabes lo que es.

—Anja…

—No te hagas el bobo, Fabián. ¿O también tengo que explicarte adonde puedo mandar ese disco si las cosas se enredan mucho entre nosotros?

—Coño, Mandy, si tú haces eso también te caen una pila de años encima.

—Pero a ti te van a caer más y a mí lo que sí no va a caerme encima es el techo ese que tú ves allá arriba, ni a mí ni a los míos, así que decide…

X

Ese disco que tienes en la mano; sí, eso es lo único que había en la misteriosa cajita enterrada en el patio de la casa. Lo increíble es que han pasado ya casi diez años y ese bicho sigue intacto. Nada más lo puse en la computadora, abrió enseguida. Deja que veas lo que hay ahí, no hace falta ser tan económico universitario para darse cuenta y menos con el reguero de manchas de plumón que dejó el auditor para señalar las verdades dentro de la mentira. Cuántas cosas explica ese disco: la construcción de esta casa, el alcoholismo con el que mi viejo se castigó, todo el dinero de Fabián. Todo, todo está ahí.

¿Fabián? Sigue allí, en la misma casa en la esquina, un poco más viejo y otro poco más rico, pensando en hacer una tercera planta y comprarse un carro particular de esos modernos. Si puedes, cuando lleves a tu gente ahí y lo monten en la patrulla, no le digas que fui yo quien te dio el disco. Dile mejor que fue mi viejo, su amigo Mandy, que todavía hoy sigue cumpliendo por habernos puesto un techo sobre la cabeza…

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Los cimientos – David Martínez Balsa

David Martínez Balsa. La Habana, 1991.

Contador de profesión, graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, y miembro de la Asociación Hermanos Saíz y de la UNEAC. Ganador del Premio David de Cuento 2017, el Premio Regino E. Boti de Literatura para niños y jóvenes 2021, el Premio Calendario 2022 en Narrativa y el Premio Internacional de Cuento Palíndromus 2023, finalista del Premio Eliseo Diego 2023 y mención en el Premio Internacional Fantoches 2023, además de ser finalista y recibir menciones en otros premios literarios nacionales e internacionales. Ha publicado los libros: Minutos de silencio (Ediciones Unión, 2019); Katabasis (Editorial Primigenios, 2021); Deambulantes (Editorial Primigenios, 2022); Escenarios (Iliada Ediciones, 2022); Triple C (Casa Editora Abril, 2023); Faunas (Editorial Laia, 2023); Visita al cuarto oscuro (Iliada Ediciones, 2023) y El Indio de las nueve vidas (Editorial Primigenios, 2023).