Narrativa

Mi ángel zapador

A Eduardo Heras León, In Memoriam.
A mi tío Rey, veterano de guerra y zapador.

Ser zapador no es cosa fácil. Ahí la muerte no solo te ronda, la tienes a los pies; un mal paso y si acaso oyes la explosión que te mató. Con suerte, logras sobrevivir al estallido, aunque lo que quede de ti deseará haber muerto. De esto yo sí sé: he oído los gritos, he visto a hombres volverse nubes rojizas en lo que tarda el ojo humano en parpadear.

Y yo tengo miedo, más miedo que nunca. Porque soy un zapador, y acabo de pisar una mina.

Minutos atrás, la tropa se detuvo cuando por la radio nos notificaron que el sendero al frente estaba minado. El capitán ordenó a los zapadores adelantarse y resolver el problema. Mientras tanto, el resto de los soldados asumieron posiciones de combate. 

—La misma rutina —pensé, caminando en dirección al punto en el que estoy ahora—, donde hay minas, siempre se sospechan emboscadas.

Comenzamos a peinar el terreno con los instrumentos. Varios de mis compañeros realizaron detecciones y, rodilla en tierra, desactivaban los artefactos. Tarea complicada: requiere cabeza fría y paciencia, montones de paciencia. Todo sobre ser zapador es paciencia. Y de pronto, arrancó un tiroteo. Las balas surgían de los arbustos a la derecha del sendero. Me agaché, solté el detector y eché mano por el fusil que me colgaba del hombro; la lucha terminó antes de que pudiese usarlo. Solo una emboscada de retención, pensé; para tensar a los soldados y demorar el avance de las caravanas.

La gente celebraba la victoria y yo sonreí, agradecido por llevar once meses sin lamentar un rasguño. El capitán gritó que nos apurásemos, probablemente vendrían más enemigos. Aun de rodillas, calé el arma, recogí el detector. Y entonces cometo el mayor error de mi vida. Me incorporo y doy un paso, sin anteponer el detector. Oigo el clic de la mina anunciando que cobra vida, dispuesta a clamar la mía. Me convierto en una estatua. Nada estalla. Todavía no puedo creer que sigo vivo. A estas cabronas, las antipersonales, basta con pisarlas, y se acabó todo. La suerte me tendió una mano, esta no explotó.

¡Ay, Dios mío; cómo me gustaría que ahí terminara la historia!, pero no, todavía no libré. Ahora nace la incertidumbre: ¿qué sucederá si quito el pie, o si alguien intenta desarmarla? Por algún motivo, de entre la hiedra de pánico que abruma mis pensamientos, emerge un chiste, muy difundido entre mis compañeros, sobre los dos errores del zapador; uno: convertirse en zapador; dos: fallar. El primero fue una orden; y a esta hora venir yo a meter las patas en el que cuesta la vida.

¡Qué clase de comemierda, coño; quien no me conozca dice que hoy es mi primer día en la guerra, cojones!

Aviso a los demás y ellos pasan la noticia al capitán. Las órdenes navegan a mis espaldas. No puedo girarme, tampoco lo necesito. Sé que ocurre; lo reglamentario cuando se pisa una mina y esta no estalla: todos los hombres deben retroceder, y solo un zapador se acerca al infeliz para ayudarle a salir del problema.

 Transcurren los segundos, lentos, tortuosos. No muevo un músculo; esa es mi garantía de vida, la inmovilidad. Pero bueno, me pasa lo mismo que a cualquiera que necesita estarse quieto. Empiezan a surgir picazones, y las muy cabronas, si no las atiendo, se mudan a otros sitios, y con más ímpetu. Antes de pisar la mina, tenía la vejiga vacía; ahora, a duras penas resisto las ganas de mear. El pie, tenso, me suplica cambiarlo de posición. Carajo, chico; todo mi cuerpo, cuando más lo necesito, decide traicionarme.

Oigo pasos e instantes después, mis miedos decrecen cuando Angelito se me para enfrente. Él mira hacia el suelo y luego esboza una sonrisa:

—Te cacharreaste, ¿eh?

Sonrío, no debido al chiste, sino al trato que Angelito le ofrece a la situación. Da a entender que podrá resolverla; si alguien puede, es él: un tipo bajito, corpulento, de ojos claros y mirada noble, que ha pasado tres de sus veintiséis años desactivando minas en Angola. En eso, nadie le supera, pese a su locura. Sí, porque Angelito tiene ciertas peculiaridades: habla solo, fuma como una chimenea, si los alimentos no están organizados según su sistema, no come; las noches que duerme, sus pesadillas despiertan a medio campamento. Y la mejor prueba de su demencia me la reveló él mismo, al admitir que le gustaba estar aquí. En casa no había amigos o familia esperándolo, tampoco fue gran cosa en la sociedad; sin embargo, la guerra hizo retoñar su verdadero talento. Y de Angola nadie lo saca. Sí, lo cierto es que tiene un par de tornillos fuera de rosca. 

Pero cuando Angelito se enfrenta a una mina, hay ingenio, inventiva, quizás genialidad.

Lo veo arrodillarse y remover la tierra en torno a mi pie izquierdo. Sus manos operan con extrema delicadeza hasta dejar a la vista el plástico de la mina.

—Vamos a ver… —dice y se quita la mochila donde lleva los instrumentos de desarme. Su expresión irradia una seguridad que me reconforta. 

— ¿Qué crees? —pregunto— ¿Puedes hacer algo?

—Siempre se puede, mi hermano.

Ya con los instrumentos fuera, Angelito trabaja en la mina. Ejerce la precisión y limpieza de un cirujano

— ¿Y la mujer y las niñas? —dice, con la vista fija en su tarea. Termina de usar una herramienta, agarra otra y continúa: —¿Cuándo fue la última vez que recibiste carta?

Sé que intenta calmarme. No creo que funcione. De todas formas, le sigo el juego. La mención de mi familia, por un instante, multiplica el miedo que tengo a morir hoy, aquí mismo, sin besar a mi esposa, sin ver cuánto han crecido mis hijas. ¿Bastará la pericia de mi compañero para regalarme otro día soñando con retornar a ellas?

—La semana pasada me llegó la última —contesto—. Por allá todo marcha bien. La mayor de las niñas cumplió cuatro años anteayer. 

Angelito no replica. Está otra vez hundido en su mundo; eso siempre lo ha hecho resaltar entre los otros zapadores del pelotón: además de su experiencia y disposición temeraria a jugarse el pellejo, lo acompaña la capacidad de bloquear todo a su alrededor, excepto la mina a la que se enfrenta. Sí, sí, ¡él me saca de esto! ¿Qué pasa, eh? ¡No hay explosivo que derrumbe a este zapador! 

—No, no, ¡me cago en la madre que la parió, chico! —es Angelito quien, ante mi mirada atónita, maldice, se incorpora y tira sus instrumentos al suelo.

—¿Qué pasa, Angelito? —la voz me tiembla de mala manera— ¿Qué pasa?

—¡Que esta mina no es convencional, le pusieron una cubierta falsa para joder al que intente echársela!

—Es una ‘’caza bobos’’, ¿no?

Angelito asiente.

—De las que matan a los curiosos —murmura. 

—¿Entonces no puedes desarmarla?

—Mi hermano, cualquier intento la detona.

Y yo, de zopenco, la activé. Madre santa, ahora sí que me jodí. ¿Cómo se sentirá dejar de ser persona, en un santiamén? ¿Dará tiempo a que duela? Mira que yo he visto, pero siempre me consideré afortunado por no tener que sentir… Ay, Padre Nuestro, que estás en el… ¡No, ni cojones!; aquí no se puede acabar esta mierda; no me da la gana de morirme. ¿Llegar tan lejos y terminar convertido en un ataúd sin nada dentro, sobre el que llore mi gente? Ni carajo.

Miro a Angelito.

—Coño, compadre, tú eres un genio en estas cosas —digo, con el llanto tintineando en mi voz— ¿No hay nada que puedas inventar pa’ sacarme de esta candela? 

Mi pregunta flota en el aire durante varios segundos. Finalmente, Angelito se me acerca.

—Mira, tú sabes que cuando pisas una mina y no explota, casi siempre significa que tiene desperfectos, pero con las ‘’caza bobos’’, nada está dicho. Aquí veo dos opciones —dice —: La primera es que saltes lo más lejos posible. Tienes que ser muy rápido.

—¿Qué tan rápido?

—Una vez que quites el pie, tendrás un segundo, máximo dos para alejarte.

— ¿Y si lo hago, crees que salga entero?

—A lo sumo, pierdes una pierna.

— ¡Coño, asere!

—Ah, pero ¿qué tú quieres que te diga? Malo es quedarse con la cabeza na’ má.

Respiro hondo e intento recuperar la calma. 

—Mira, hazme el favor y dime la segunda opción.

—¡UNITA! —grita de pronto el capitán. 

Angelito señala a mi derecha; veo asomar en la distancia, las siluetas de un conjunto de carros de combate. ¡Llegarán en diez minutos, cuidado si no menos! En una fracción de segundo, siento que toda la serenidad y hombría de las que he hecho gala se van a la mierda; quedan solo el desespero, la necesidad apremiante de… ¡Quiero salir de aquí, quiero salir de aquí! ¡Sácame, Angelito, sácame!

—¡La segunda opción, Angelito! ¡Dime cuál es!

Él no contesta. Con la vista gacha, avanza hasta quedar a mis espaldas, y dice:

—Quítate, con cuidado, el fusil y el porta cargadores. Tenemos que aligerar el peso, o esto no cuadra.

—¿Qué cosa?

—¡Haz lo que te digo!

Mientras obedezco, la vista se me escurre a la derecha. ¡El enemigo está casi aquí! Los carros de combate, en su avance, convierten los arbustos en alfombra de bienvenida para los soldados que vienen detrás.

Acabo de tirar el fusil y el porta cargadores al suelo.

—¡Relájate lo más que puedas! —pide Angelito; su voz me llega más débil, debe haberse alejado más de dos metros. 

No entiendo lo que ocurre. Él, detrás de mí, guarda silencio. De pronto, escucho sus botas retumbar contra el suelo, las escucho cada vez más cerca, más rápido. ¡Angelito está corriendo hacia mí! Siento un golpe en la espalda, mis pies se apartan del suelo y un estruendo me estampa a las penumbras.

Comienzo a recobrar los sentidos. Un dolor, terrible, aclara que no he muerto. Estoy en el suelo, de lado. Mis oídos emiten un pitido que promete ser eterno. Siento que la cabeza me va a explotar. Miro hacia abajo, con miedo a lo que puedo encontrar. Conservo las dos piernas, pero los pantalones están plagados de agujeros sanguinolentos. Como si reparar en mis heridas las espabilase, empiezan a doler de tal manera que no puedo acallar los gritos. Vomito ‘’pingas’’ y ‘’cojones’’. Intento moverme, fracaso. El aire apesta a humo y tierra. No veo a Angelito.

Escucho un sonido familiar. Son las ruedas de un carro de combate. Se detiene a mi izquierda. Enseguida una voz que reconozco ordena:

—¡Vamos, levanten a ese hombre! —es el capitán.

Cuatro hombres se acercan. Dos me alzan y transportan al vehículo. Los otros disparan hacia los arbustos a la derecha; por ahí viene la kuacha. Alcanzo oír una segunda orden antes de caer en la inconciencia:

—¡Cojan también a Angelito!

Cuando recupero los sentidos, me encuentro en el interior del carro. El bamboleo constante indica que nos movemos. A mi lado, un médico de campaña atiende mis heridas y dictamina que viviré. Quiero preguntar por Angelito; las palabras no me llegan a la garganta.

—Mantente callado —aconseja el médico.

Toso un par de veces, ladeo la cabeza. Entonces lo veo. Es él, tendido a mi derecha, Angelito. Sus ojos me miran. Muevo mi mano para apretar la suya, tanteo y tanteo, nada. Vuelvo a mirarle el rostro. Las quemaduras han disfrazado su identidad, no obstante, su mirada, intacta en aquellos ojos verdes, me asegura que es él. Quiero agradecerle, una y otra vez. 

Un soldado se acerca a nosotros; sujeta una manta oscura. Yo venzo las restricciones que me impone el dolor, y logro alzar la cabeza varios segundos, los suficientes para entender.

—Angelito… —pronuncio su nombre una última vez, antes de que el soldado cubra con la manta lo que queda de su cuerpo.

Sí, ser zapador es un trabajo difícil, de verdad que lo es. Y no solo para los que mueren cumpliéndolo…

David Martínez Balsa. La Habana, 1991.

Contador de profesión, graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, y miembro de la Asociación Hermanos Saíz y de la UNEAC. Ganador del Premio David de Cuento 2017, el Premio Regino E. Boti de Literatura para niños y jóvenes 2021, el Premio Calendario 2022 en Narrativa y el Premio Internacional de Cuento Palíndromus 2023, finalista del Premio Eliseo Diego 2023 y mención en el Premio Internacional Fantoches 2023, además de ser finalista y recibir menciones en otros premios literarios nacionales e internacionales. Ha publicado los libros: Minutos de silencio (Ediciones Unión, 2019); Katabasis (Editorial Primigenios, 2021); Deambulantes (Editorial Primigenios, 2022); Escenarios (Iliada Ediciones, 2022); Triple C (Casa Editora Abril, 2023); Faunas (Editorial Laia, 2023); Visita al cuarto oscuro (Iliada Ediciones, 2023) y El Indio de las nueve vidas (Editorial Primigenios, 2023).