Narrativa

Layla, o el detestable subterfugio de los silencios

Clapton is God
Clapton is God

En los sesenta, un graffiti común en Londres y Nueva York era “Clapton is God”.

George Harrison ―ese mismo, el que pretendía ser un maestro de la cítara, por más que Ravi Shankar protestase― fue un vocalista dulce ―”Something” lo confirma―, y un guitarrista competente ―quién lo duda―, pero le cedió la grabación del solo en la “While My Guitar Gently Weeps” del White Album a Eric Clapton. Simple accidente, ese día Clapton le había dado aventón a Harrison hasta la Abbey Road. Luego el mismo Eric compuso su famosa “Layla”, en homenaje a la esposa de George. Un triángulo ordinario, como todo en la geometría. 

No conocí en persona a George Harrison, ni mucho menos a Eric Clapton. Lo digo para aclarar que cuánto sé sobre aquel asunto es gracias a referencias.

La triste circunstancia de saber el mundo gracias a referencias nacidas de referencias. 

Jorge A. ―ese mismo, el que pretende ser un experto en memética, por más que sus amigos protesten― es un borracho tranquilo ―sus ronquidos lo confirman― y un escritor competente ―si bien él lo duda―, y su especialidad son los cuentos de horror y misterio, magia y tragedia, androides neuróticos y alienígenas transexuales. Está chiflado por el Egipto antiguo, sus dioses, templos y secretos. Por eso, tras conocer a una tal Anubis, pasó sus tres años de preuniversitario bebiendo los aires por ella, y a nadie le extrañó. La tal Anubis era una rubia alta y atlética, walkírica en fin, nada que ver con Egipto, pero eso no importaba ―¿cuándo ha importado?

Jorge A. es un amigo. Llega a mi casa a emborracharse en paz, y tras la segunda botella me cuenta por enésima vez la historia de su Anubis, ahora divorciada ―por tercera ocasión― y con tres hijos ―uno de cada matrimonio.

Por supuesto, ninguno es de mi amigo Jorge A.

Una vez oí Layla, de Clapton, y creo que jamás volví a escuchar otra canción.

Y una vez conocí a una tal Layla, y desde entonces empecé a frecuentar la casa de mi amigo Jorge A., y a emborracharme allí tranquilamente.

Mi Layla ahora está casada y va a dar a luz a unos preciosos jimaguas. 

Insisto en que serán preciosos. No puede ser de otra manera. 

Y aclaro, aunque lo sospecho innecesario; no está casada conmigo.

What’ll you do when you get lonely

And nobody’s waiting by your side?

Layla cazaba libélulas con las pestañas, aplaudía con las rodillas, tamborileaba en el piso con sus cabellos. Tenía la garganta seca por tanto humo y ron y polvo estático de cuarto sin ventanas, y necesitaba más.

Siempre necesitaba más. 

Layla reía llorando y gritaba cosas sin sentido. Layla bajo la lámpara de un millón de watts en su cuarto sin ventanas, decía preferir el silencio y fracasaba. Pedía más volumen, más colores. Layla descolorida y silenciosa me amenazaba con abrir sus piernas, se llenaba de aire los pulmones, se ensanchaba.

Digo todo esto para que comprendan: no puedo decir el color de sus ojos, su pelo, su voz. No los recuerdo. Layla era movimiento o inacción, pero jamás materia. Layla era todo cuanto faltaba en cualquier habitación, cualquier paisaje. Llegaba y entonces, solo entonces, el mundo era completo.

¿Cuántas veces no han llegado a un lugar, y dicho “aquí falta algo pero no sé qué es”? Y nunca supieron qué era. 

Bueno, eso que faltaba era Layla. 

Ahora lo saben.  

Por otro lado, 

Something in the way she knows, and all I have to do is think of her

Something in the things she shows me

Don’t want to leave her now, you know I believe and how 

Puedo decirles qué eran las manos de Layla. Eran aleteo inquieto sobre paredes opuestas, un peso que hundía los muebles, un lenguaje inventado solo para transmitirse a sí mismo. Entiendan. Puedo decirles qué eran sus manos, no cómo eran.

Y lo mismo su cara, sus hombros, sus pechos, sus pies. 

Eran justo, exactamente, lo que yo quería que fuesen.

Eran Layla.

Ella me preguntaba si era bonita. Es decir, si yo pensaba que era bonita.

Yo le respondía que era preciosa, lo más bello sobre la faz de este mundo y del otro.

Después del Taj Mahal, por supuesto.

Ahora, tantos años después, sospecho que el exceso de sinceridad es una inmadurez. 

Una palabra de más, un halago de menos, puede significar toda la diferencia.

Quién sabe.

Como quiera, después de tantos años, el Taj Mahal me importa un carajo.

Y Layla va a dar a luz jimaguas preciosos, y se los va a dar a alguien que, seguro, le habrá dicho mil y diez mil veces que ella es lo más precioso sobre la faz de este mundo y el otro, cien mil y setecientas mil veces más que el Taj Mahal.

A eso se le dice meter la pata.

Layla me preguntaba si yo estaba dispuesto a ir por ella hasta el fin del mundo.

Yo le decía que al fin del mundo y más allá.

Tal vez eso fue otro error. 

A Layla, como a toda persona con raptos de sensatez, le inquietaba el más allá.

Y la entiendo perfectamente.

Ahora, claro.

Layla, you’ve got me on my knees.

Mi amigo Jorge A., ceñudo y borracho, destrozaba con fruición su máquina de escribir, la hacía parir un cuento mecánico, donde seres mecánicos en un mundo mecánico se destrozaban unos a otros buscando un pedazo de sus cuerpos que no fuera destrozable. Querían entender el concepto de espíritu, alma, Dios. Querían encontrar a Dios. Por supuesto, como era un cuento de mi amigo Jorge A., los seres mecánicos fracasaban, y ―cito― “un silencio de sepulcro oxidado hincha lentamente los corazones inoxidables”. 

Desde extremos opuestos en la cama de mi amigo Jorge A., Layla y yo nos mirábamos y queríamos estar en otra parte. 

Pero afuera llovía.

Así que soportábamos a mi amigo Jorge A., quien nos leía en voz alta su cuento apenas terminado, y luego me preguntaba:

―¿Qué tú crees si se lo dedico a Anubis?

―¿Quién es Anubis? ―preguntaba Layla.

―Es lo que él quisiera encontrar dentro de sí mismo, y para eso se destroza todos los días y todos los días vuelve a armarse con una llave inglesa ―respondía yo.

―Pero, bueno, ¿qué les parece? ¿Se lo dedico? ―insistía él.

―Para variar, pudieras no dedicárselo.

―Pero quiero dedicárselo.

―Entonces hazlo, y ya no jodas.

―Tú nunca me vas a entender, Marco Antonio.

―Supongo que no ―aceptaba yo, y sacaba mi último cuento para leerlo en voz alta.

En mi cuento, una horda de faunos se sometían voluntariamente a la castración, y sustituían sus genitales por cascabeles. También había algo sobre unos extraterrestres que preñaban a una enfermera y la hacían engendrar un Cristo digital. Este Redentor vagaba por la Internet y predicaba por e-mail, y en forma de archivos .docx adjuntos. Luego un hacker marxista inventaba una vacuna y la distribuía gratis. Por eso llegaba el fin del mundo, como en una predicción maya anunciada en la sección meteorológica del noticiero de TV. Y luego los faunos tocaban sus cascabeles testiculares, y la música engendraba un universo nuevo, y ―cito― “el espíritu de Eric Clapton vagaba sobre las aguas”.

A Jorge A. le encantaba el cuento. Estaba borracho.

A mí también me encantaba. Estaba borracho.

Detalle encantador: estaba dedicado a Layla.

A Layla no le gustaba el cuento. Nunca había escuchado a Clapton. Y tenía hambre.

Por eso le dábamos a mi amigo Jorge A. cuarenta pesos, veinte para ron, veinte para dos pizzas, y lo entregábamos a la lluvia, con su paraguas agujereado, y apenas solos Layla y yo nos quitábamos la ropa y hacíamos el amor en la cama de mi amigo Jorge A.; o mejor dicho ―seamos honestos―, hablábamos de nosotros, nos comparábamos, los muslos, las costillas, los genitales, palpar y examinar, medir, conjeturar, dónde la piel más oscura, dónde las marcas de un elástico, dónde el lunar, éramos adictos a los lunares, sobre todo a nuestros lunares, quiero decir, a mis lunares y sus pecas, dónde sus pecas, las cosquillas, el olor, el calor, el roce ya más franco, y solo entonces el beso, como niños, de rodillas cara a cara y tomados de las manos, como niños, y solo luego las manos en los cuerpos, y los cuerpos en los cuerpos, sumisa y blandamente, en silencio.

Ella pretendía preferir el silencio. También yo. 

Ambos pretendíamos. 

Yo pretendía ser sincero. Ella pretendía preferirme. 

Luego las ropas, mirarnos y esperar, hasta que al fin la llave en la cerradura, un Jorge A. con la botella medio vacía, dos pizzas mojadas y frías, un Jorge A. dormido en su cama como un niño mecánico de Dios, haciendo ruiditos tiernos, solo y tranquilo, y Layla y yo lo dejábamos así, solo y tranquilo, salíamos a la calle mojada y fría, olorosa a spray de ozono, y seguíamos de la mano como niños, perdidos como niños en la ciudad perdida y olvidada, con un miedo extraño, la inquietud punzante de llegar tarde sin saber a dónde, la inquietud, tal vez, de no llegar.

Imposible recordar dónde había empezado todo, o cómo, o cuándo.

Parecíamos estar así desde siempre.

Y lo creíamos.

Al menos, yo lo creía.

Let’s make the best of the situation

Before I finally go insane.

Quiero ser un hombre que busca su amor, sin descanso ni mucha prisa, pero desesperadamente, por todos los planos y dimensiones del tiempo y el espacio. Pero no quiero encontrarlo. Quiero ser un hombre épica y desesperadamente en busca de su amor, pero sin encontrarlo jamás. Quiero una pesquisa, no el hallazgo. Quiero ser un hombre con esperanza, pero sin fe, porque sospecho que solo así seré un hombre feliz.

Quiero ser otro hombre, Layla. Y quiero, Layla, que seas otra mujer. 

Sospecho que eso podría funcionar.

Tal vez porque siempre parece funcionar para todos aquellos que no somos nosotros.

Layla, I’m begging, darling please.

Nos sentábamos en la esquina, a mirar sorprendidos cómo de repente allí, donde antes los niños retozaban en los aparatos chirriantes de un parquecito, había nacido un quiosco de periódicos. Tres meses después habría un puesto de viandas en lugar del quiosco. Pasados cuatro meses, el puesto de viandas sería sustituido por un consultorio médico. El consultorio duraría medio año ―todo un récord―, hasta que a alguien se le ocurriese levantar una de esas tiendas modernas de quita y pon, de plástico y metal, cosméticos baratos y cachivaches ferreteros. 

La semana pasada esa misma esquina era un deslumbrante tugurio de sombrillas, turistas, cerveza y música enlatada. 

Hoy es un solar yermo, crece la hierbita, los niños juegan y los perros dormitan panza arriba. Un cartel que han puesto anuncia ―cito―: “Aquí se levantará un conjunto escultórico en homenaje a los Mártires de Bujumburi, donado por la Asociación de Artistas Democráticos Independientes de Burundi”.

De haberlo sabido entonces, hubiéramos pensado en venir a la inauguración. 

Pero imposible planificar un futuro que nunca es el mismo.

En todo caso, por aquel entonces Layla y yo nos sentábamos en la esquina, y leíamos los periódicos diseccionados tras el cristal del quiosco.

Nos intrigaba leer los mismos titulares y noticias una y otra vez, escritos por distintas personas, y sospechábamos ser víctimas de un complot, una conjura sediciosa, destinada a hacernos creer que nadie conocía la verdad.

Pero nosotros sabíamos la verdad.

Quiero decir que preferíamos no saber nada. Preferíamos el silencio.

Al menos, lo pretendíamos.

Una mujer solía llegar, muy temprano en las mañanas, a comprar el periódico, tras pasar por la panadería. En una jaba llevaba el pan calientico, y me quemaba los labios de solo olerlo e imaginarlo. 

―Deberían arrestarla por posesión de sustancias ilegales ―decía yo.

―¿Qué significa eso? ―se inquietaba Layla.

―Es opio. El pan es el opio de la gente. ¿No has leído a Hemingway…? ―yo le enarcaba las cejas―. Bueno, un tipo americano. Viajaba, pescaba, y era más borracho que mi amigo Jorge A.. Ya está muerto. Él escribió eso… 

―Tú eres un tipo extraño, Marco Antonio ―Layla me miraba preocupada.

―Te quiero ―replicaba yo, y ella sonreía, apartando la vista.

Please don’t say we’ll never find a way

And tell me all my love’s in vain.

Mi amigo Jorge A. me recibió hace poco en su casa con los ojos como platos.

―Anubis me llamó por teléfono ―explicó―. Quiere verme… Quiero decir, a mí y a otros amigos de cuando estudiábamos. Nos está localizando y, bueno…

―Y vas a ir.

―Sí, qué carajo ―Jorge A. trató de buscar alguna camisa limpia en su escaparate, al mismo tiempo que intentaba despegarse la botella de la mano. 

La botella era muy, muy persistente. 

―No voy para nada… Tú sabes, quiero verla y ya, hablar un poco, saber si está bien con sus cosas, el trabajo, la vida…

―Vas para enterarte de cuántas veces se acostó con sus maridos antes de casarse con ellos. Vas para saber de qué tamaño tenían el pene, y si tenían pelo en la espalda o eran miopes. Vas para averiguar si alguno de ellos le cogió el culo virgen, y cuál de ellos fue, o si fueron todos. Vas para investigar si ya es una experta del sexo oral, y cuántos decalitros de semen ha digerido. Vas, en resumen, para ver si todas esas manipulaciones y penetraciones han cambiado en algo a tu Anubis, y para considerar si vale la pena intentar recobrar lo que nunca fue tuyo, en caso de que logres engañarte y convencerte de que tu Anubis no ha cambiado en nada y sigue siendo la misma, sin un solo átomo de diferencia.

Jorge A. me miró como un perro agazapado y a punto de morder:

―Coño, Marco Antonio, nunca supuse que fueras tan brutal ―y sacudió el cabezón―. Coño, mi hermano.

―Tú no sabes lo que es ser brutal, Georgie dear ―le repliqué―. Tú no sabes ni carajo, ni te lo imaginas.

―No me vas a entender nunca, y te lo he dicho ―insistió él―. Sí, no te rías. Es diferente. Tú, por lo menos, te acostaste con tu Layla.

Tenía razón, y eso quedaba más allá de cualquier sospecha. ¿Y qué es lo que se hace cuando alguien tiene razón?

Le solté cuatro patadas y una mordida. 

Él me espantó un solo piñazo. Pero como pesaba ―y aún pesa― cuarenta kilogramos más, ahí terminó todo.

Luego nos emborrachamos, y él se fue a investigar a su Anubis, y yo me quedé con una punzada muy, muy grande en el pecho.

Un reflejo del piñazo, supongo.

Layla, darling won’t you ease my worried mind.

Layla besaba a Ernesto. Y besaba a Juan Carlos. Y besaba a Adrián. 

Besos en la boca, quiero decir. Besos, abrazos en el sofá y carcajadas.

También besaba a Ileana, y a Daniela.

Los mismos besos.

Yo la miraba besar y besar, y me encantaba ver cómo besaba.

Alguien tenía la genial idea de apagar las luces y subir el volumen.

With the lights out, it’s less dangerous 

Here we are now, entertain us

I feel stupid and contagious…

Alguien descubría que se terminaba el ron. Alguien proponía una colecta. Alguien me daba los billetes. Yo de repente descubría mi ferviente vena filantrópica, y salía del apartamento, del edificio y del barrio, a buscar la botella.

Al regresar, el edificio estaba cerrado. Gritaba hacia el balcón, pero ni caso.

Ooh love Ooh lover boy, What’re you doing tonight, hey boy? 

Set my alarm, turn on my charm, 

That’s because I’m a good old fashioned lover boy

Andaba las calles siguiendo una pauta, tratando de no omitir esquina alguna. Orinaba tras un contenedor del que salían ronquidos. Metía los zapatos en los charcos. Al fin encontraba ―qué bonitos― cuatro teléfonos públicos en un portal. Los cuatro ―qué bonitos― funcionaban. Hundía las manos en los bolsillos, y las sacaba vacías. 

Qué bonito.

Volvía a andar las calles, todo ojos y más ojos, tratando de no omitir ningún brillo, ningún reflejo. Y andaba y andaba. En círculos, en cuadrados, en trapecios… Carajo. Todo el santo día las había visto, de cinco o veinte centavos, dormidas en la roña de las calles. 

El fatalismo recurrente, sospecho.

Encontraba al fin una, deformadita y lastimosa, y entonces invertía otra hora, deformadito y lastimoso, ya a las tantas de la madrugada, en volver a localizar aquellos bonitos teléfonos. 

Al rayar del alba los descubría, elegía uno y lo alimentaba, apretaba las teclas, alguien descolgaba:

Twisting and turning, your feelings are burning, you’re breaking the girl

She meant you no harm

―¿Marco Antonio?

―Oye, voy para allá, ábranme la puerta de abajo.

Regresaba raudo y feliz ―¿no es así como se dice?―, y allí estaba el edificio, el balcón arriba, la puerta. 

Cerrada.

Layla me llamaba desde arriba.

No, desde el balcón, no. Más arriba. Desde la azotea.

Ella, por supuesto, siempre necesitaba más. 

―¡Marco Antonio! ¡Vete!

―¡Aquí traigo el ron! ¡Acaben de abrir!

―¡Vete, Marco Antonio! ¡No subas! ¡Yo no quiero!

I look at the world and I notice it’s turning, while my guitar gently weeps

With every mistake we must surely be learning, still my guitar gently weeps   

―¡Pero Layla qué carajo te pasa acaba de abrir baja y ábreme coño carajo!

―¡Que te vayas y no jodas más! ¡No quiero que me jodas más!

―¡¿Que te joda o que me joda?! 

―¡Que no jodas, por favor!

Oh Darling, please believe me, I’ll never do you no harm

Un arbustico florido de la azotea elegía entonces aquel día, aquella hora, para suicidarse, y se destrozaba en la acera a un metro de mí, con maceta y tierra y todo. 

Yo sospechaba que sería apropiado abandonar aquella acera, antes de que la epidemia de suicidio se extendiese a los demás habitantes floridos o espinosos de la azotea.

Sin embargo,

You know the day destroys the night, night divides the day

Tried to run, tried to hide

Break on through to the other side

Break on through to the other side 

le gritaba:

―¡Esta noche paso por tu casa!

Pero ella solo sacudía la cabeza, una cabecita muy histérica y ciega por allá arriba, y se escondía, y yo no volvía ya a verla ni esa noche ni ninguna otra noche ni ningún otro día ni en lado oscuro o iluminado alguno del mundo.

…won’t you ease my worried mind.

Acabo de enterarme de que la esposa de George se llamaba Pattie Boyd, y ella y Eric se casaron ―al fin― en 1979.

Se divorciaron en 1988.

Como quiera, George se fue de gira en 1991, acompañado por Eric. George murió diez años después. Cáncer. Eric sigue coleccionando premios Grammy.

No sé qué se habrá hecho de Pattie.

Mi amigo Jorge A. le está dedicando su último cuento a Anubis.

―La gente cambia mucho con los años, Marco Antonio, mucho, demasiado.

Quiere decir que con los años mucha gente, demasiada, pasa por la gente, por sobre y por dentro de la gente, y por eso vemos a la gente cambiada.

Sin embargo, él le dedica el cuento, y lo guarda en una gaveta. 

A veces quisiera tener tantas gavetas como mi amigo Jorge A. O al menos una bien grande, donde acostarme a dormir largamente, para luego despertar y empezar a corregir, quiero decir, a tachar y tachar frases y palabras y puntos y comas hasta borrarme del todo.

Ya estoy cansado de ser leído por la gente, y sospecho que la gente prefiere leer otras cosas.

También sospecho que hasta los libros que leo, están aburridos de leerme. Por eso todos terminan como no quiero que terminen. Por eso mismo ya nunca los termino de leer.

―Uno de estos días te lo cuento todo, Jorgito ―le propongo―. Uno de estos días.

―Mejor no ―se levanta a atender el teléfono―. Sí… Sí, él está aquí.

Cojo el auricular.

―Marco Antonio, soy yo, Layla.

―Ah, hola.

―Oye, estoy buscando un libro y no lo encuentro… ¿Tú has mirado, si entre las cosas que dejé en tu casa…?

―En mi casa no hay nada tuyo.

―Ah, bueno, está bien.

―¿Era eso?

―Sí, era eso.

―Okey.

―Bueno, entonces, chao. Un beso.

―Sí. Un beso. Chao.

Encuentro al amigo Jorge A. en su portal, riendo mientras chupa su botella.

Se la pido y me la cede.

Chupamos.

Hablamos un poco de literatura, géneros, cine, la vida y la gente.

―La gente cambia, Marco Antonio. La gente cambia.

―Es verdad ―concedo―. La gente cambia.

Y a menos que estemos muy locos, o muy borrachos, preferiremos callar a hablar largo y tendido sobre eso. 

Por eso chupamos y chupamos, en silencio, siempre en silencio, y luego saldremos a buscar otra botella.

Michel Encinosa Fú. La Habana, 1974. Narrador y editor

Ha obtenido, entre otros, el Premio Ernest Hemingway 2002; el Premio Calendario 2006 por partida doble (Cuento y Ciencia Ficción); los Premios Cirilo Villaverde y Hermanos Loynaz 2008; el Premio de Cuento Fundación de la Ciudad de Matanzas 2008 y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2011. Entre sus libros publicados están Sol negro (Extramuros, 2001); Niños de neón (Letras Cubanas, 2001); Dioses de neón (Letras Cubanas, 2006); Vivir y morir sin ángeles (Letras Cubanas, 2009) y Casi la verdad (Ediciones Matanzas, 2009).