Vista del amanecer en el trópico

Resumen del libro: "Vista del amanecer en el trópico" de

Posicionado entre la historia y la poesía en prosa, Guillermo Cabrera Infante repasa los avatares de su Cuba natal desde los tiempos en que la isla surgió del océano hasta los años inmediatamente posteriores a la Revolución. Entre medias, el territorio entra en la historia de la mano de su primera tragedia, el descubrimiento y la conquista, y va dejando documentos de barbarie conforme avanza en la senda de la civilización. En imágenes nítidas y deslumbrantes como diapositivas, Cabrera Infante ofrece viñetas inolvidables de la colonización, la guerra de independencia, la exploración, la tiranía y la moderna lucha política.

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LAS ISLAS SURGIERON DEL OCÉANO, primero como islotes aislados, luego los cayos se hicieron montañas y las aguas bajas, valles. Más tarde las islas se reunieron para formar una gran isla que pronto se hizo verde donde no era dorada o rojiza. Siguieron surgiendo al lado las islitas, ahora hechas cayos y la isla se convirtió en un archipiélago: una isla larga junto a una gran isla redonda rodeada de miles de islitas, islotes y hasta otras islas. Pero como la isla larga tenía una forma definida dominaba el conjunto y nadie ha visto el archipiélago, prefiriendo llamar a la isla isla y olvidarse de los miles de cayos, islotes, isletas que bordean la isla grande como coágulos de una larga herida verde.

Ahí está la isla, todavía surgiendo de entre el océano y el golfo: ahí está.

… la historia comienza con la llegada de los primeros hombres blancos, cuyos hechos registra.

FERNANDO PORTUONDO

PERO ANTES QUE EL HOMBRE BLANCO estaban los indios. Los primeros en llegar —venían, como todos, del continente— fueron los siboneyes. Después llegaron los tainos, que trataban a los siboneyes como criados. Los siboneyes no sabían labrar la tierra ni hacer utensilios: estaban todavía en la etapa colectora cuando llegaron los tainos. A su vez los tainos y siboneyes estaban a merced de los caribes, feroces guerreros caníbales, que hacían incursiones por el este de la isla. Los caribes eran bravos y orgullosos y tenían un lema: «Ana carina roto». —Solo nosotros somos gente.

Cuando llegaron los hombres blancos se maravillaron ante la visión de la isla: «Nunca tan hermosa cosa vido, lleno de árboles, todo cercado el río, fermosos y verdes…». Unos exploradores enviados a reconocer las inmediaciones regresaron elogiando la hospitalidad de los aborígenes, muchos de ellos «con un tizón en la mano, yerbas para tomar sus sahumerios» y también «aves de muchas maneras diversas» y «muchas maneras de árboles e yerbas e flores odoríferas» y «perros que no ladran». Los indígenas andaban semidesnudos hombres y mujeres y todos eran muy ingenuos. Tenían además la atroz costumbre de bañarse tanto que, informado el rey, originó una real cédula recomendándoles no bañarse demasiado, «pues somos de que eso les hace mucho daño».

Al llegar los descubridores había en la isla más de cien mil indios. Cien años después no llegaban a cinco mil, diezmados por el sarampión, la viruela, la influenza y los malos tratos, además del suicidio, que llegaban a cometer en masa. Hubo por otra parte encuentros entre los indios armados con arcos y flechas solamente y los visitantes, que montaban caballos y vestían armaduras, convirtiéndose en verdaderas máquinas acorazadas. Los indígenas a su vez regalaron a los conquistadores dos plagas: el vicio de fumar y la sífilis, que era endémica entre ellos.

Al principio los indígenas rebeldes tuvieron algún éxito, favorecidos por el terreno quebrado y conocido. Pero finalmente fueron vencidos por la espada y el caballo.

EN EL GRABADO SE VE LA EJECUCIÓN, más bien el suplicio, de un jefe indio. Está atado a un poste a la derecha. Las llamas comienzan ya a cubrir la paja al pie del poste. A su lado, un padre franciscano, con su sombrero de teja echado sobre la espalda, se le acerca. Tiene un libro —un misal o una biblia— en una mano y en la otra lleva un crucifijo. El cura se acerca al indio con algún miedo, ya que un indio amarrado siempre da más miedo que un indio suelto: quizá porque pueda soltarse. Está todavía tratando de convertirlo a la fe cristiana. A la izquierda del grabado hay un grupo de conquistadores, de armadura de hierro, con arcabuces en las manos y espadas en ristre, mirando la ejecución. Al centro del grabado se ve un hombre minuciosamente ocupado en acercar la candela al indio. El humo de la hoguera ocupa toda la parte superior derecha del grabado y ya no se ve nada. Pero a la izquierda, al fondo, se ven varios conquistadores a caballo persiguiendo a una indiada semidesnuda —que huye veloz hacia los bordes del grabado.

La leyenda dice que el cura se acercó más al indio y le propuso ir al cielo. El jefe indio entendía poco español pero comprendió lo suficiente y sabía lo bastante como para preguntar: «Y los españoles, ¿también ir al cielo?». «Sí, hijo», dijo el buen padre por entre el humo acre y el calor, «los buenos españoles también van al cielo», con tono paternal y bondadoso. Entonces el indio elevó su altiva cabeza de cacique, el largo pelo negro grasiento atado detrás de las orejas, su perfil aguileño todavía visible en las etiquetas de las botellas de cerveza que llevan su nombre, y dijo con calma, hablando por entre las llamas: «Mejor yo no ir al cielo, mejor yo ir al infierno».

Vista del amanecer en el trópico – Guillermo Cabrera Infante

Guillermo Cabrera Infante. Escritor cubano, se trasladó a La Habana con doce años, y publicó por primera vez con dieciocho. Se licenció en Periodismo y ejerció la crítica cinematográfica en la revista Carteles con el seudónimo G. Caín. Fundó y presidió la Cinemateca Cubana y fue director del Instituto del Cine. Cabrera Infante colaboró con el periódico clandestino Revolución en los años finales de la dictadura de Batista. Ya con Castro, fue director del Consejo Nacional de Cultura y subdirector del periódico Revolución, fundando el magazine cultural Lunes.

En 1963 fue nombrado agregado cultural en la embajada de Bruselas, y tras regresar a Cuba para el entierro de su madre, fue retenido cuatro meses, exiliándose después, primero a España y un año después al Reino Unido, en Londres, en donde continuó su labor literaria.

Pasó un tiempo en Hollywood, dedicándose a su pasión cinematográfica y continuó su trabajo literario en Londres. En 1979 obtuvo la nacionalidad británica. Entre otros premios, recibió el Cervantes en 1997.

De entre su obra cabría destacar títulos como Vista del amanecer en el trópico, Arcadia todas las noches, Mea Cuba o Ella cantaba boleros, entre otros.