El cuento del colegial

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Como soy bastante joven —aunque vaya cumpliendo años, sigo siendo bastante joven—, no tengo ninguna aventura a la que recurrir. No creo que a ninguno de los presentes les interese saber que el reverendo es un carcelero, y ella una auténtica arpía, o lo mucho que cobran a los padres, sobre todo por los cortes de pelo y la atención médica. A uno de nuestros compañeros le quitaron doce chelines y seis peniques de su cuenta como pago por dos pastillas —supongo que ganarían seis chelines y tres peniques con cada una de ellas—, y él ni siquiera se las tomó, se limitó a esconderlas en la manga de su chaqueta.

En cuanto a la carne de vacuno, es una vergüenza. No es carne. La carne no es un puñado de nervios. La carne se puede masticar. Además, la carne lleva salsa, y jamás ves una gota en la nuestra. Otro de nuestros compañeros se fue a casa enfermo, y oyó cómo el médico de la familia le decía a su padre que lo único que podía explicar esa dolencia era la cerveza. Por supuesto que era la cerveza, ¡cómo no iba a serlo!

Sin embargo, la carne de vacuno y el viejo Quesero son cosas diferentes. Y la cerveza también. Y es del viejo Quesero de quien yo quería hablar; no de cómo nuestros compañeros ven destruida su salud para que otros aumenten sus ganancias.

Y es que basta con mirar la masa. No tiene nada de crujiente. Es sólida, como plomo mojado. Luego nuestros compañeros tienen pesadillas, y los demás muchachos les arrojan almohadas por despertarlos con sus gritos. ¿A quién puede extrañarle eso?

El viejo Quesero se levantó una noche dormido, se puso el sombrero sobre el gorro de dormir, cogió una caña de pescar y un bate de críquet y bajó a la sala, donde, como es natural, todos creyeron que era un fantasma. Bueno, jamás habría hecho eso si sus comidas hubieran sido sanas. Cuando todos empecemos a caminar dormidos, supongo que lo lamentarán.

El viejo Quesero no era ayudante del profesor de latín en aquella época; era un alumno. Cuando era muy pequeño, lo llevó al internado en la silla de posta una mujer que estaba siempre tomando rapé y zarandeándolo; era lo único que recordaba. Nunca pasó las vacaciones en casa. Sus cuentas (jamás tuvo un gasto extra) eran enviadas al banco, y el banco las pagaba; estrenó un traje marrón dos veces al año y sus primeras botas a los doce años. Y siempre le quedaron demasiado grandes.

En las vacaciones de verano, algunos compañeros que vivían cerca trepaban a los árboles que están detrás del muro del patio para ver cómo el viejo Quesero leía solo. Siempre fue tan suave como el té —y eso es mucho decir, ¿no?—, así que, cuando le silbaban, levantaba la vista y saludaba; y, cuando le decían: «¡Hola, viejo Quesero! ¿Qué has comido?, —él contestaba—: Cordero hervido»; y, cuando le preguntaban: «¿No te sientes solo, viejo Quesero?, —él respondía—: A veces me aburro un poco», y entonces ellos le decían: «¡Adiós, viejo Quesero!» y se bajaban del árbol. Por supuesto, era un atropello que no le dieran más que cordero hervido en vacaciones, pero así funcionaban las cosas. Y, cuando no le daban cordero hervido, le daban arroz con leche, simulando que era un festín. Y se ahorraban el carnicero.

Y así siguió el viejo Quesero. Aparte de la soledad, las vacaciones le acarreaban otro contratiempo; pues, cuando los demás alumnos empezaban a volver, a regañadientes, él se ponía muy contento de verlos; lo que era muy enojoso cuando ellos no compartían el sentimiento y le golpeaban la cabeza contra la pared, haciendo que le sangrara la nariz. Pero casi todo el mundo lo quería. Una vez se hizo una suscripción a su nombre; y, para que estuviera contento, le regalaron antes de vacaciones dos ratones blancos, un conejo, una paloma y un cachorro precioso. El viejo Quesero se echó a llorar, sobre todo poco después cuando los animales se comieron unos a otros.

Por supuesto, al viejo Quesero le pusieron todos los nombres de queso posibles —Gloster, Cheshire, Bola, Whiltshire, etcétera—, pero a él le daba igual. Y no es que fuera viejo por su edad, porque no lo era, sino que desde el principio lo llamaron así: viejo Quesero.

Finalmente, le nombraron ayudante del profesor de latín. Aparecieron con él en clase una mañana a principios de trimestre, y lo presentaron a los alumnos como el «señor Quesero». Entonces nuestros compañeros decidieron que el viejo Quesero era un espía, y un desertor que se había pasado al enemigo, vendiéndose al mejor postor. No era ninguna excusa que se hubiera vendido por muy poco: dos libras y diez chelines, alojamiento y colada, según se comentó. Celebraron una reunión parlamentaria donde acordaron que sólo podían tenerse en cuenta los motivos mercenarios del viejo Quesero, y que era necesario «acuñar nuestra sangre para sacar dracmas». El Parlamento tomó la expresión de la escena en que Casio discute con Bruto[15].

Cuando se decidió con semejante determinación que el viejo Quesero era un gran traidor que había accedido a los secretos de nuestros compañeros para sacar tajada, se invitó a los alumnos más valientes a dar un paso al frente y enrolarse en una Sociedad que le hiciera la vida imposible. El presidente de la Sociedad fue el alumno más antiguo, un chico llamado Bob Tarter. Su padre estaba en las Antillas y, según él, nadaba en la abundancia. Tenía mucho ascendiente sobre nuestros compañeros, y escribió una parodia que comenzaba:

¿Quién por tan sumiso se hizo pasar

que apenas le oíamos hablar,

y resultó ser un soplón y delatar?

El viejo Quesero.

Y luego seguían más de doce versos que cantaba todas las mañanas junto a la mesa del nuevo maestro. Bob Tarter aleccionó también a uno de los más pequeños, un niño de mejillas sonrosadas que se llamaba Brass y era bastante alocado, para que una mañana se le acercara con su gramática latina y recitase: nominativus pronominum: viejo Quesero, raro exprimitur: nunca se sospechó, nisi distinctionis: que fuera un delator, aut emphasis gratia: hasta que demostró serlo, ut: por ejemplo, vos damnastis: cuando vendió a los alumnos. Quasi: como si, dicat: hubiera dicho, pretaerea nemo: ¡soy Judas! Todo aquello impresionó mucho al viejo Quesero. Nunca había tenido demasiado pelo; pero el poco que tenía empezó a clarear cada vez más. Se volvió más pálido y ojeroso; y a veces lo veían por las noches sentado ante su mesa con un largo pabilo en la vela y las manos en la cara, llorando. Pero ningún miembro de la Sociedad podía apiadarse de él, aunque tuviera ganas, porque el presidente decía que era la conciencia del viejo Quesero.

Y el viejo Quesero continuó así, ¡y qué vida tan triste llevaba! Por supuesto que el reverendo lo miraba por encima del hombro y ella, no digamos, porque era su forma de tratar a los profesores; pero él sufría sobre todo por nuestros compañeros, y a todas horas. Nunca se quejó de ello, que la Sociedad supiera; pero ese mérito no le fue reconocido porque el presidente dijo que era la cobardía del viejo Quesero.

No tenía más que una amiga en el mundo, que estaba casi tan desvalida como él, porque sólo era Jane. Jane era una especie de guardarropa para los alumnos, y vigilaba las taquillas. Había llegado como aprendiza —según algunos compañeros, venía de una institución benéfica, pero no lo sé— y, cuando su formación terminó, se quedó cobrando tanto al año. O tan poco, debería decir quizá, ya que esto es mucho más probable. Sin embargo, tenía ahorrado algún dinero en el banco, y era una joven muy amable. No era exactamente guapa; pero tenía un rostro expresivo, sincero y sonriente, y los alumnos le tenían mucho cariño. Era increíblemente limpia y alegre, e increíblemente paciente y simpática. Siempre que ocurría algo con la madre de algún muchacho, éste iba a enseñarle la carta a Jane.

Jane era amiga del viejo Quesero. Cuanto más se metía con él la Sociedad, más le consolaba ella. A veces le dirigía una mirada jovial desde su ventana que le infundía ánimos para toda la jornada. Salía del huerto (siempre cerrado con llave, ¡creedme!) por el campo de deportes, cuando podía hacerlo por el otro lado, sólo para volver la cabeza, como si quisiera decirle al viejo Quesero: «¡Arriba esa moral!». El cuartucho de él estaba siempre tan limpio y ordenado que todos sabían quién lo dejaba así mientras el viejo Quesero trabajaba; y, cuando los alumnos veían una empanada humeante en su plato a la hora de comer, comprendían indignados quién se la había enviado.

Dadas las circunstancias, la Sociedad decidió, después de muchas reuniones y debates, que debía pedirse a Jane que le hiciera el vacío al viejo Quesero; y que, si se negaba, debían condenarla también al ostracismo. De modo que se eligió una delegación, encabezada por el presidente, para comunicar a Jane la votación que la Sociedad se había visto dolorosamente obligada a celebrar. La joven les inspiraba un gran respeto por todas sus virtudes y, según decían, en una ocasión había abordado al reverendo en su propio estudio y había conseguido librar a un alumno de un castigo muy severo gracias a su buen corazón. Así que a la delegación no le gustaba demasiado aquel cometido. Pero cumplieron con su deber, y el presidente informó a Jane de su decisión. Al oírla, Jane se puso roja como la grana, rompió a llorar y respondió al presidente y a la delegación, de un modo muy poco habitual en ella, que eran una panda de jóvenes salvajes y malvados; luego echó del cuarto a la respetable comisión. En consecuencia, se escribió en el libro de la Sociedad (con un código indescifrable ante el temor de que fuera descubierto) que toda comunicación con Jane quedaba prohibida; y el presidente señaló a los miembros lo mucho que ponía eso de manifiesto el debilitamiento del viejo Quesero.

Pero Jane era tan fiel al viejo Quesero como desleal éste a los muchachos —en opinión de ellos, en todo caso—, y continuó siendo su única amiga. Esto irritó sobremanera a la Sociedad, porque Jane era una pérdida tan grande para ellos como una ganancia para su amigo; así que, aún más airados con él, lo trataron peor que nunca. Finalmente, una mañana, el viejo Quesero no se sentó en su mesa de trabajo; y, cuando fueron a su cuarto y lo encontraron desierto, corrió el rumor entre los pálidos rostros de nuestros compañeros de que el viejo Quesero, no pudiendo más, se había levantado muy temprano y se había ahogado.

Las miradas misteriosas del profesorado después del desayuno y la evidencia de que nadie esperaba al viejo Quesero confirmaron su teoría a la Sociedad. Algunos miembros empezaron a debatir si el presidente sería colgado o sólo deportado de por vida, y la cara del presidente reflejó una gran inquietud por saber cuál sería la decisión. No obstante, dijo que un jurado de su país destacaría su valor; y que, cuando se dirigiera a éste, pediría a sus integrantes que se llevaran la mano al corazón y dijeran, como británicos, si estaban conformes con los delatores, y hasta qué punto les gustaría ser su víctima. Algunos miembros de la Sociedad le aconsejaron huir hasta que encontrara un bosque donde pudiera cambiarse la ropa con un leñador, y embadurnarse el rostro con moras; pero la mayoría pensaba que, si no daba su brazo a torcer, el padre —al estar en las Antillas y nadar en la abundancia— sobornaría a quien fuera para que lo dejaran libre.

El corazón de nuestros compañeros latió a gran velocidad cuando el reverendo entró con aire de romano, o de capitán general, con la regla; como hacía siempre que iba a soltarles un discurso. Pero su temor fue mucho menor que su asombro cuando escucharon que el viejo Quesero, «durante tantos años nuestro querido y respetado amigo, amén de compañero de peregrinaje en las placenteras llanuras del conocimiento», dijo de él (¡Oh, sí! ¡Yo diría que todo eso!), era el huérfano de una joven a la que su padre había desheredado por contraer matrimonio sin su consentimiento, y cuyo marido había fallecido; como ella se había muerto de pena, su desdichado bebé (el viejo Quesero) se había criado a expensas de un abuelo que jamás había accedido a verlo, ni de bebé, ni de niño, ni de hombre. Y ese abuelo acababa de morir, algo que le estaba bien empleado —este comentario es mío—, y, al no dejar testamento, toda su inmensa fortuna era de pronto y para siempre ¡del viejo Quesero! Nuestro querido y respetado amigo y compañero de peregrinaje en las placenteras llanuras del conocimiento… —el reverendo terminó una retahíla de fastidiosas citas diciendo—: volverá a vernos dentro de quince días, fecha en que desea despedirse de nosotros de un modo más personal. Tras estas palabras, miró con severidad a nuestros compañeros, y se marchó solemnemente.

Hubo una gran consternación entre los miembros de la Sociedad. Muchos querían dimitir, y otros empezaron a decir que jamás habían pertenecido a ella. Sin embargo, el presidente se mantuvo firme, y declaró que todos debían resistir o caer juntos. Y que, para abandonar la nave, tendrían que pasar por encima de su cadáver; pretendía así animar a la Sociedad, pero no lo consiguió. El presidente prometió también meditar sobre la situación en que se encontraban y darles su opinión y consejo al cabo de unos días. Esto despertó una gran expectación, ya que sabía mucho del mundo por tener un padre en las Antillas.

Después de días y días de mucho pensar, y de llenar su pizarra de soldaditos, el presidente convocó a nuestros compañeros y dejó las cosas claras. Según él, era evidente que, cuando el viejo Quesero regresara, lo primero que haría para vengarse sería acusar a la Sociedad, y pedir que los azotaran a todos. Después de contemplar con alegría el tormento de sus enemigos, y de regodearse con sus gritos de dolor, es muy probable que invitara al reverendo, con el pretexto de conversar, a una estancia privada —por ejemplo, la sala de los padres, donde estaban los dos grandes globos terráqueos que no se usaban nunca— y allí le reprochara los engaños y vejaciones que había sufrido en sus manos. Al final de sus observaciones haría señas a un boxeador profesional escondido en el pasillo, que se abalanzaría sobre el reverendo hasta dejarlo inconsciente. Después el viejo Quesero le regalaría algo a Jane de entre cinco y diez libras, y se marcharía de la institución diabólicamente victorioso.

El presidente explicó que no tenía nada que decir en lo tocante a la sala o a Jane; pero, en lo tocante a la Sociedad, su consejo era resistir hasta la muerte. Con semejante perspectiva, recomendó que llenaran de piedras todos los pupitres disponibles, y que la señal de ataque al viejo Quesero fueran sus primeras palabras de queja. El temerario consejo levantó el ánimo de la Sociedad, y fue seguido unánimemente. Clavaron un poste más o menos de la misma altura que el viejo Quesero en el campo de deportes, y todos nuestros muchachos practicaron con él hasta que estuvo lleno de abolladuras.

Cuando llegó el día de la visita, y cada uno ocupó su puesto, todos los muchachos se sentaron temblorosos. Habían discutido y discrepado mucho sobre cómo aparecería el viejo Quesero; aunque la opinión general era que llegaría en una especie de carruaje triunfal tirado por cuatro caballos, con dos lacayos con librea sentados delante, y el boxeador profesional disfrazado sentado detrás. Así que nuestros compañeros esperaban oír unas ruedas. Cosa que nunca ocurrió, ya que el viejo Quesero se presentó andando, y entró en el colegio sin previo aviso. Más o menos como siempre, vestido únicamente de negro.

—Caballeros —dijo el reverendo, presentándolo—, nuestro durante tanto tiempo querido y respetado amigo y compañero de peregrinaje en las placenteras llanuras del conocimiento quiere dirigiros unas palabras. ¡Atención, caballeros, todos sin excepción!

Todo el mundo metió con disimulo la mano en el pupitre y miró al presidente. El presidente estaba preparado, y tenía al viejo Quesero en su punto de mira.

Pero el viejo Quesero lo único que hizo fue acercarse a su vieja mesa, mirarlos con una sonrisa extraña como si estuviera a punto de llorar, y empezar a decir con voz suave y temblorosa:

—¡Mis queridos compañeros y amigos!

Todos los alumnos sacaron la mano del pupitre, y el presidente de pronto se echó a llorar.

—Mis queridos compañeros y amigos —repitió el viejo Quesero—, ya sabéis la suerte que he tenido. He pasado tantos años bajo este techo (toda mi vida hasta el momento, podría decir) que espero que os hayáis alegrado por mí. Jamás podría disfrutar de mi fortuna sin felicitaros también a vosotros. Si alguna vez no nos hemos entendido, os ruego, queridos muchachos, que nos perdonemos y lo olvidemos. Siento un gran cariño por vosotros, y estoy seguro de que me correspondéis. Con el corazón repleto de gratitud, quisiera estrechar la mano de cada uno de vosotros. He vuelto para hacerlo, si os parece bien, mis queridos muchachos.

Como el presidente se había puesto a llorar, varios muchachos siguieron su ejemplo; pero cuando el viejo Quesero se dirigió a él por ser el alumno más antiguo, le puso la mano izquierda cariñosamente en el hombro y le dio la derecha, el presidente dijo:

—No lo merezco, señor; a decir verdad, no lo merezco.

No se oyeron más que sollozos y llantos en el colegio. Todos los muchachos exclamaron que no lo merecían de un modo muy similar; pero el viejo Quesero, haciendo caso omiso, se acercó alegremente a todos los alumnos, y después saludó a todos los profesores, dejando al reverendo para el final.

Entonces un chiquillo que gimoteaba en un rincón, y que estaba siempre castigado, gritó con voz aguda:

—¡Viva el viejo Quesero! ¡Hurra!

El reverendo lo miró encolerizado.

—El señor Quesero —le corrigió.

Pero el viejo Quesero declaró que le gustaba mucho más su antiguo nombre, y todos los muchachos se unieron a los vítores; y, durante no sé cuántos minutos, se oyó un gran estruendo de pies y manos y los mayores rugidos aclamando al viejo Quesero.

Después les esperaba un auténtico festín en el comedor. Aves de corral, lenguas, confituras, frutas, gelatinas, dulces, negus[16], templos de azúcar cande, chucherías, galletas… —comed lo que podáis y guardad en el bolsillo lo que os guste— y todo a expensas del viejo Quesero. Luego hubo discursos, un día entero de vacaciones, toda clase de juegos repetidos dos y tres veces, burros, pequeños carruajes tirados por ponis para conducir, cena para todos los profesores en Las Siete Campanas (veinte libras por cabeza, según calcularon los alumnos), una fiesta anual fijada para esa fecha, y otra el día del cumpleaños del viejo Quesero —el reverendo tuvo que acceder delante de todos para que nunca pudiera echarse atrás— y todo costeado por el viejo Quesero.

Y los alumnos ¿no fueron en masa a vitorearlo en la puerta de Las Siete Campanas? ¡Oh, no!

Pero falta algo más. No miréis al siguiente narrador porque no he terminado. Al día siguiente, la Sociedad decidió hacer las paces con Jane y disolverse luego. Pero ¡Jane se había ido!

—¿Qué? ¿Que se ha ido para siempre? —preguntaron los alumnos con caras largas.

—Por supuesto —fue la única respuesta que obtuvieron.

Y nadie les dio más explicaciones. Finalmente, el alumno más antiguo se encargó de preguntar al reverendo si era cierto que nuestra vieja amiga Jane se había ido. El reverendo (que tiene una hija en casa, pelirroja y de nariz respingona) contestó gravemente:

—Sí, señor, la señorita Pitt se ha ido.

¡Mira que llamar a Jane señorita Pitt! Algunos dijeron que la habían despedido por quedarse con dinero del viejo Quesero; y otros que había entrado a servir en casa del viejo Quesero por diez libras al año. Lo único que nuestros compañeros sabían es que se había marchado.

Dos o tres meses después, una tarde, un carruaje descapotable se paró en el campo de críquet, justo detrás del muro, con una dama y un caballero en su interior, que pasaron mucho tiempo en pie viendo el partido. Nadie se fijó en ellos, hasta que el chiquillo que estaba siempre castigado abandonó, en contra del reglamento, su puesto de vigilancia y dijo:

—¡Es Jane!

Los once jugadores de cada equipo olvidaron inmediatamente el partido, y corrieron a aglomerarse alrededor del carruaje. ¡Era Jane! ¡Y menudo sombrero llevaba! Y ¿podéis creer que se había casado con el viejo Quesero?

No tardó en ser muy normal que, estando nuestros compañeros en mitad de un partido, vieran un carruaje detrás de la parte baja del muro, justo antes de la parte alta, con una dama y un caballero mirando por encima. El caballero era siempre el viejo Quesero, y la dama era siempre Jane.

La primera vez que los vi fue de ese modo. Había habido muchos cambios entre nuestros compañeros de aquella época, y ¡resultó que el padre de Bob Tarter no nadaba en la abundancia! No tenía nada. Bob se hizo soldado, y el viejo Quesero compró su licencia. Pero lo del carruaje seguía igual. El carruaje se paraba, y los muchachos dejaban de jugar nada más verlo.

—Así que, después de todo, nunca me condenasteis al ostracismo —dijo la dama, riendo, cuando los niños se encaramaron al muro para estrecharle la mano—. ¿Seguro que no lo haréis nunca?

—¡Nunca, nunca! —gritaron por doquier.

En aquel momento yo no entendí sus palabras, aunque ahora por supuesto que sí. Pero me encantó su rostro, y lo amable que era, y no pude evitar mirarla —y al viejo Quesero también— cuando los muchachos nos apiñamos felices a su alrededor.

Enseguida se dieron cuenta de que yo era un alumno nuevo, así que también me encaramé al muro y les estreché la mano como los demás. Me alegré de verlos tanto como mis compañeros, y en un instante me pareció conocerlos de siempre.

—Sólo faltan quince días para las vacaciones —dijo el viejo Quesero—. ¿Quién se queda? ¿Alguno de vosotros?

Muchos dedos me señalaron, y muchas voces gritaron:

—¡Él!

Pues era el año en que estabais fuera del país; y os aseguro que me sentía muy desgraciado.

—¡Oh! —dijo el viejo Quesero—. Pero este lugar es tan solitario en vacaciones… Será mejor que venga a casa.

Así que fui a su preciosa casa, y no pude ser más feliz. Los dos saben cómo tratar a los niños, ¡ya lo creo! Cuando te llevan al teatro, por ejemplo, te llevan de veras. No llegan cuando ya ha empezado, ni salen antes de que termine. Y también saben cómo educar a un niño. ¡Mirad al suyo! Aunque todavía sea muy pequeño, ¡qué maravilloso es! Bueno, después de la señora Quesero y del viejo Quesero mi preferido es su hijo.

Y ya os he contado lo que sé del viejo Quesero. Aunque no sea mucho, me temo, ¿verdad?

Fin

Charles Dickens. Nacido el 7 de febrero de 1812 en Portsmouth, Inglaterra, se erige como uno de los más influyentes y aclamados novelistas de la literatura victoriana. Su vida y obra resplandecen con una complejidad que captura los matices de su época y trasciende las barreras temporales, dejando un impacto perdurable en la literatura y la sociedad.

Dickens experimentó una infancia turbulenta marcada por la pobreza y las dificultades. Su padre fue encarcelado por deudas, lo que llevó al joven Charles a trabajar en una fábrica de betún y a vivir momentos de penuria que dejaron una huella profunda en su sensibilidad hacia los desfavorecidos. Estas experiencias se reflejaron de manera tangible en sus obras, impregnando sus historias con una empatía sincera hacia los marginados y una denuncia de las injusticias sociales.

A pesar de las adversidades, Dickens demostró una mente aguda y un amor por la literatura desde una edad temprana. Sus experiencias juveniles en la fábrica y su posterior educación informaron su perspectiva única sobre la vida y la humanidad. A medida que maduraba, su carrera literaria despegó con la publicación de su primera obra serializada, "Los papeles póstumos del Club Pickwick", en 1836. Este trabajo, caracterizado por su humor y su aguda observación de la sociedad, le otorgó una notoriedad repentina y lo catapultó al estrellato literario.

La pluma de Dickens destiló una maestría en la creación de personajes memorables y vibrantes, como Oliver Twist, Ebenezer Scrooge y David Copperfield. Sus tramas cautivantes a menudo revelaban las profundidades de la condición humana y criticaban las desigualdades sociales y las instituciones opresivas. Además, su estilo narrativo meticuloso, su habilidad para tejer múltiples tramas y su capacidad para alternar entre comedia y tragedia confirman su estatus como un maestro de la narración.

El autor también fue un pionero en la publicación serializada, lo que permitía a un público más amplio acceder a sus historias. Sus novelas fueron consumidas con avidez por las masas, tanto en Inglaterra como en el extranjero, y su influencia se expandió más allá de la literatura, impactando en la conciencia social y política de la época.

Dickens no solo fue un autor prolífico, sino también un activista y filántropo comprometido. Sus lecturas públicas atrajeron multitudes y recaudaron fondos para obras de caridad, y abogó por reformas sociales, educativas y laborales. Su incansable dedicación al bienestar de los menos privilegiados se manifestó en su ficción y en sus acciones en la vida real.

La vida de Charles Dickens llegó a su fin el 9 de junio de 1870, pero su legado se mantiene vibrante. Sus obras siguen siendo estudiadas, adaptadas y amadas en todo el mundo, y su capacidad para conmover, entretener y estimular la reflexión perdura en las páginas de sus novelas. A través de su escritura y su compromiso social, Dickens se inmortalizó como un titán literario que trasciende el tiempo y las fronteras, dejando una marca indeleble en la literatura y en la conciencia colectiva.