El último de los espíritus

Ilustración de John Leech

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El fantasma se acercó lento, serio, silencioso. Cuando llegó a su lado, Scrooge hizo una genuflexión, porque aquel espíritu parecía sembrar desolación y misterio por el aire mismo en el que se movía.

Iba envuelto en una larga túnica negra que le ocultaba la cabeza, el rostro, la silueta, y que sólo dejaba visible una mano extendida. De no ser por ello habría sido difícil separar su figura de la noche y distinguirla de la oscuridad que la rodeaba.

Cuando llegó a su lado Scrooge advirtió que era alto y majestuoso, y que su presencia misteriosa lo llenaba de un terror solemne. No supo nada más, porque el espíritu ni habló ni se movió.

—¿Estoy en presencia del espíritu de la Navidad futura? —preguntó Scrooge.

La aparición no respondió, pero señaló al frente con la mano.

—Os disponéis a enseñarme sombras de cosas que no han sucedido, pero que sucederán con el paso del tiempo —prosiguió Scrooge—. ¿No es así, espíritu?

La parte superior de la túnica se plegó por un instante, como si la aparición hubiera inclinado la cabeza. Tal fue su única respuesta.

Aunque acostumbrado ya para entonces a la compañía fantasmal, al cambista le inspiró tal temor aquella figura silenciosa que empezaron a temblarle las piernas y vio que apenas era capaz de mantenerse en pie cuando se dispuso a seguirlo. El espíritu hizo una pausa, como si advirtiese su situación y le diera tiempo para recuperarse.

Scrooge, sin embargo, se sintió peor. Le produjo un vago escalofrío de horror saber que detrás de aquella oscura mortaja había unos ojos fantasmales que no dejaban de mirarlo mientras él, por mucho que se esforzara, no veía más que una mano espectral y una gran cantidad de negrura.

—¡Fantasma del futuro! —exclamó—, os temo más que a ninguno de los espectros que conozco. Pero, como sé que os proponéis hacerme el bien, y como espero vivir para ser un hombre distinto del que era, estoy preparado para aceptar vuestra compañía y para hacerlo con el corazón agradecido. ¿No hablaréis conmigo?

No obtuvo respuesta. La mano seguía señalando al frente.

—¡Conducidme! —dijo Scrooge—. ¡Adelante! La noche se acaba deprisa, y para mí se trata de un tiempo precioso, lo sé. ¡Adelante, espíritu!

El fantasma se alejó como antes se había acercado. Scrooge lo siguió en la sombra de su túnica y le pareció que aquella sombra lo alzaba y lo llevaba con ella.

Apenas tuvo la sensación de entrar en la ciudad: más bien le pareció que la ciudad, por decisión propia, surgía a su alrededor y los rodeaba. Pero allí estaban, en el corazón de la metrópoli, en la Bolsa, entre los hombres de negocios que iban de un lado a otro, hacían sonar el dinero que llevaban en el bolsillo, conversaban en grupos, miraban el reloj y jugueteaban, pensativos, con sus grandes sellos de oro, tal como Scrooge los había visto en innumerables ocasiones.

El espíritu se detuvo junto a uno de los grupos que departían. Al fijarse en que la mano del espectro los señalaba, Scrooge se adelantó para escuchar su conversación.

—No —decía un individuo grande y gordo con una barbilla monstruosa—; no sé nada más. Sólo sé que ha muerto.

—¿Cuándo? —preguntó otro.

—Creo que anoche.

—Caramba, y ¿qué le pasaba? —preguntó un tercero, mientras sacaba una enorme cantidad de rapé de una caja muy grande—. Yo creía que no se moriría nunca.

—Vaya usted a saber —dijo el primero, con un bostezo.

—¿Qué ha hecho con su dinero? —preguntó un caballero de rostro colorado al que le colgaba una excrecencia de la punta de la nariz que se agitaba como la carúncula de un pavo.

—No he oído nada —dijo el individuo de la enorme barbilla, bostezando de nuevo—. Se lo habrá dejado a su sociedad mercantil. A mí no, desde luego. Es lo único que sé.

Aquella broma fue recibida con risas generalizadas.

—Será un funeral muy barato el que le hagan —dijo la misma persona—; porque, a fe mía, no sé de nadie que vaya a ir. ¿Qué tal si formamos un grupo de voluntarios?

—No me importa ir si está incluido el almuerzo —observó el caballero con la excrecencia en la nariz—. Pero tienen que darme de comer para que valga la pena.

Otra risa colectiva.

—Bien —dijo el primero que había hablado—, soy el más desinteresado de ustedes, según parece, porque nunca llevo guantes negros ni tomo nada al mediodía. Pero me ofrezco a ir, si hay alguien más que me acompañe. Pensándolo bien, casi estoy seguro de que yo era su amigo más íntimo, porque solíamos pararnos para hablar siempre que nos encontrábamos. ¡Hasta la vista!

El grupo se dispersó y se mezcló con otros. Scrooge conocía a aquellas personas, y se volvió hacia su acompañante en busca de una explicación.

El fantasma se deslizó hasta otra calle. Con el dedo señaló a dos personas que conversaban. Scrooge escuchó de nuevo, pensando que quizá encontraría allí la explicación.

También conocía bien a aquellos dos, hombres de negocios muy acaudalados y personas importantes. Siempre se había esforzado por granjearse su aprecio, aunque desde el punto de vista de los negocios, por supuesto; estrictamente desde el punto de vista de los negocios.

—¿Qué tal le va? —dijo uno.

—¿Y a usted? —respondió el otro.

—¡Bien! —dijo el primero—. Al viejo tacaño le llegó por fin su hora, ¿no es eso?

—Eso me han dicho —replicó el segundo—. Mucho frío, ¿verdad?

—Lo normal en Navidad. Imagino que a usted no le gusta patinar.

—No, no. Tengo otras cosas en que pensar. ¡Buenos días!

Ni una palabra más. Aquel fue su encuentro, su conversación y su despedida.

Al principio a Scrooge le sorprendió que el espíritu concediera importancia a conversaciones en apariencia tan triviales; pero, convencido de que encerraban algún propósito oculto, se puso a considerar cuál podría ser. Difícilmente cabía suponer que tuvieran alguna conexión con la muerte de Jacob, su antiguo socio, porque se trataba de un suceso que pertenecía al pasado, y el campo de acción del nuevo espíritu era el futuro. Y tampoco le parecía que se pudieran referir a alguna otra persona estrechamente relacionada con él. Pero, seguro de que —se aplicaran a quien se aplicasen— encerraban alguna enseñanza moral en beneficio suyo, decidió atesorar todas las palabras que oía y todo lo que veía; y en especial observar su propia imagen cuando apareciese. Porque tenía la esperanza de que el comportamiento de su yo futuro le diera la clave que le faltaba y le facilitara la solución de aquellos enigmas.

Scrooge se buscó allí mismo, pero había otra persona en su lugar acostumbrado y, aunque el reloj señalaba la hora habitual de su presencia allí, no vio a nadie que se le pareciera entre la multitud que se acumulaba a la entrada de la Bolsa. No le sorprendió demasiado, sin embargo, porque estaba considerando un cambio de vida, y pensó y esperó descubrir en aquella circunstancia que, en efecto, sus nuevas resoluciones producían el efecto deseado.

Silencioso y oscuro, el fantasma seguía a su lado, la mano extendida. Cuando Scrooge salió de su pensativa búsqueda, se imaginó, por la posición de la mano, y su situación con respecto a sí mismo, que los ojos invisibles de su acompañante lo miraban con gran interés, lo que le hizo estremecerse y sentir un frío intenso.

Abandonaron aquel lugar tan concurrido para trasladarse a una zona oscura de la ciudad donde Scrooge no había puesto nunca los pies, si bien reconoció el sitio y su mala reputación. Las calles estaban sucias y eran estrechas; las tiendas y las viviendas, espantosas; la gente, medio desnuda, borracha, desaliñada, fea. Callejones y pasadizos oscuros, como otras tantas cloacas, vertían sus ofensivos olores, suciedad y vida sobre el laberinto de callejas; y todo el barrio respiraba la delincuencia, la basura y el sufrimiento.

En lo más profundo de aquel infame lugar había un local comercial de poca altura que sobresalía bajo el alero de una casa, en donde se compraba hierro, trapos viejos, botellas, huesos y restos grasientos. En el suelo, en el interior, se apilaban montones de llaves oxidadas, clavos, cadenas, goznes, limas, balanzas, pesas y residuos de hierro de todas clases. Misterios que a pocos les habría gustado investigar se generaban y escondían bajo montañas de trapos indecorosos, masas de grasa rancia y sepulcros de huesos. Sentado entre las mercancías con las que comerciaba, junto a una estufa de carbón, se hallaba un granuja de cabellos grises, cercano a los setenta años de edad, que se protegía del aire frío exterior por medio de una desastrada cortina hecha de andrajos heterogéneos y colgada de una cuerda; y allí fumaba su pipa con todo el sosiego de un tranquilo retiro.

Scrooge y el fantasma se presentaron ante aquel individuo al mismo tiempo que una mujer se introducía sigilosamente en la tienda con un pesado fardo. Pero apenas había cruzado el umbral cuando una segunda mujer, con una carga similar, entró también; y casi de inmediato la siguió otro sujeto, vestido de negro desteñido, que se sorprendió tanto a la vista de las dos primeras, como ellas se habían sobresaltado al reconocerse. Después de un breve intervalo de mudo asombro, en el que el viejo de la pipa se reunió con los tres, todos se echaron a reír.

—¡Que pase delante la asistenta! —exclamó la que había entrado en primer lugar—. La lavandera será la segunda y el contratista de pompas fúnebres el tercero. ¡Fíjese, Joe, viejo tunante, qué casualidad! ¡Nos hemos reunido aquí los tres sin habérnoslo propuesto!

—¡No podíais haber elegido un sitio mejor! —dijo el viejo Joe, sacándose la pipa de la boca—. Pasad al salón. Tú hace ya mucho tiempo que tienes aquí el paso franco, no hace falta decirlo; y los otros dos tampoco son desconocidos. Esperad a que cierre la puerta de la tienda. ¡Ah! ¡Cómo chirría! No hay en toda la casa un trozo de metal tan oxidado como sus goznes, estoy seguro; ni huesos tan viejos como los míos. ¡Ja, ja! Todos hacemos honor a nuestra vocación, nos acoplamos bien a nuestro oficio. Pasad al salón. Pasad al salón.

El salón era el espacio situado detrás del biombo de trapos viejos. Joe avivó el fuego con una barra de hierro procedente de una vieja escalera y, después de despabilar (porque era de noche) la lámpara, que humeaba, con la caña de su pipa, se la volvió a meter en la boca.

Mientras hacía todo aquello, la mujer que ya había hablado dejó en el suelo el fardo que llevaba, y se sentó, con aire desenvuelto, en un taburete; luego se cruzó de brazos y miró, desafiante, a los otros dos.

—¿Qué le parece, señora Dilber? —preguntó—. Todo el mundo tiene derecho a cuidarse. Él lo hacía siempre.

—¡Cierto, muy cierto! —dijo la lavandera—. Más que nadie.

—¿Qué sucede, entonces? —exclamó la asistenta—. No se me quede mirando como si tuviera miedo, mujer; ¿quién va a enterarse? No le vamos a ir con el cuento a nadie, imagino yo.

—No, claro que no —dijeron al unísono la señora Dilber y el hombre de negro—. Faltaría más.

—¡Muy bien, entonces! —exclamó la asistenta—. No se hable más. ¿Quién sale perjudicado por la pérdida de unas pocas cosas como estas? Un muerto no, desde luego.

—Por supuesto que no —dijo la señora Dilber, riendo.

—Si hubiera querido conservarlas, viejo avaro que era —prosiguió la asistenta—, ¿por qué no se portó como una persona normal mientras vivía? Si lo hubiera hecho, habría tenido a alguien para cuidarlo a la hora de la muerte, en lugar de quedarse más solo que un perro hasta el último estertor.

—Eso que dice usted es la pura verdad —dijo la señora Dilber—. Dios le ha dado su merecido.

—Me habría gustado traer un fardo más grande —dijo la asistenta—; y habría sido así, pueden estar seguros, si consigo echar el guante a algo más. Abra el bulto, Joe, viejo tunante, y dígame lo que vale. Con toda franqueza. No me da miedo ser la primera, ni que lo vean ellos. Sabíamos muy bien, antes de reunirnos aquí, que a quien madruga Dios le ayuda. No es ningún pecado. Abra el bulto, Joe.

Pero la cortesía de sus amigos no lo podía permitir; y el individuo vestido de negro desvaído, lanzándose primero al asalto, presentó su botín. No era abundante. Un sello o dos, un plumier, un par de gemelos de camisa y un broche de poco valor, nada más. El viejo Joe examinó los objetos por separado, los valoró y escribió con tiza en la pared las cantidades que estaba dispuesto a pagar por cada cosa y que luego sumó hasta alcanzar el total.

—Esa es su cuenta —dijo Joe—, y no le daría seis peniques más aunque me ahorcaran por no hacerlo. ¿Quién viene ahora?

La señora Dilber era la siguiente. Sábanas y toallas, un traje, dos cucharillas de plata para el té pasadas de moda, unas pinzas para el azúcar y unas botas. Su cuenta quedó reflejada en la pared de la misma manera.

—Siempre doy demasiado a las señoras. Es una debilidad mía, y así es como me arruino —dijo el viejo Joe—. Ahí tiene su cuenta. Si me pide un penique más, e insiste en regatear, me arrepentiré de ser tan generoso y le rebajaré media corona.

—Y ahora deshaga mi bulto, Joe —dijo la primera mujer.

Joe se arrodilló porque así le resultaba mucho más fácil abrir el atado y, después de soltar un buen número de nudos, extrajo un rollo grande y pesado de paño oscuro.

—Y ¿esto qué es? —dijo Joe—. ¡Cortinas de cama!

—¡Claro! —respondió la asistenta, riendo e inclinándose hacia delante sin descruzar los brazos—. ¡Cortinas de cama!

—¿No me va a decir que te las ha llevado, con anillas y todo, mientras él estaba allí tumbado? —preguntó Joe.

—¡Claro que sí! —replicó la otra—. ¿Por qué no?

—Naciste para hacer fortuna —dijo Joe—, y sin duda lo conseguirás.

—Desde luego no me temblará la mano cuando pueda lograr algo sin más esfuerzo que extenderla, tratándose de un personaje como él, de eso puede estar seguro, Joe —replicó la mujer con frialdad—. Que no se le caiga el aceite sobre las mantas, hágame el favor.

—¿Las mantas del difunto? —preguntó Joe.

—¿De quién le parece que puedan ser? —replicó la asistenta—. No es probable que se resfríe por no tenerlas, diría yo.

—Espero que no se haya muerto de nada contagioso, ¿eh? —dijo el viejo Joe, deteniéndose en su tarea y alzando la vista.

—No se preocupe —replicó la otra—. No me gustaba tanto su compañía como para entretenerme con cosas tan íntimas si así fuera. ¡Ah! Puede repasar esa camisa hasta que le duelan los ojos, porque no encontrará ningún agujero ni ningún sitio donde esté raída. Es la mejor que tenía, y de muy buena calidad por añadidura. La habrían desperdiciado, de no haber sido por mí.

—¿A qué llamas desperdiciar? —preguntó el viejo Joe.

—Ponérsela para enterrarlo, por supuesto —replicó la asistenta con una risotada—. Alguien fue lo bastante estúpido para hacerlo, pero se la quité. Si el algodón no es bueno para irse a la tumba, es que no sirve para nada. Al cadáver le sienta igual de bien. No puede quedar más feo que con esta.

Scrooge escuchaba horrorizado aquel diálogo. Mientras seguían reunidos en torno a su botín, a la escasa luz que les proporcionaba la lámpara del anciano, los contempló con una indignación y una repugnancia que difícilmente podrían haber sido mayores aunque se hubiese tratado de demonios espantosos, dispuestos a vender el cadáver mismo del difunto.

—¡Ja, ja! —rió la misma mujer cuando el viejo Joe, sacando una bolsa de franela, contó en el suelo el dinero que le correspondía a cada uno—. ¡Así es como termina todo, no lo duden! ¡Consiguió asustar a propios y extraños cuando estaba vivo, y ahora nos aprovechamos, una vez muerto! ¡Ja, ja, ja!

—¡Espíritu! —dijo Scrooge, estremecido de pies a cabeza—. Ya veo. El caso de este pobre desgraciado podría ser el mío. Mi vida lleva esa misma dirección. ¡Cielo misericordioso! ¿Qué es esto?

Scrooge retrocedió, lleno de terror, porque la escena había cambiado y ahora casi tocaba una cama: un lecho desnudo y sin cortinas en el que, bajo una sábana harapienta, yacía algo que, pese a su mudez, se anunciaba ya con un lenguaje terrible.

La habitación estaba muy oscura, demasiado en sombras para examinarla con precisión, aunque Scrooge la recorrió con la vista obedeciendo a un impulso secreto, ansioso de saber qué clase de habitación era. Una luz pálida, procedente del exterior, caía directamente sobre la cama; y en ella yacía el cadáver de un hombre despojado, robado, abandonado de todos, que nadie velaba y por el que nadie lloraba.

Scrooge se volvió hacia el espíritu. Su mano firme apuntaba a la cabeza del difunto. El sudario estaba tan descuidadamente colocado que la menor modificación, el simple movimiento de un dedo por parte de Scrooge, habría dejado el rostro al descubierto. El cambista lo pensó, advirtió lo sencillo que sería y deseó hacerlo con toda su alma; pero le era tan imposible apartar aquel velo como despedir al espectro que lo acompañaba.

¡Ah, muerte, muerte terrible, fría y rígida, instala aquí tu altar y adórnalo con todos los terrores que tienes a tu disposición, porque ese es tu dominio! Pero de la cabeza amada, reverenciada, honrada, no puedes cambiar un solo cabello para tus terribles propósitos o para hacer odioso ni uno sólo de sus rasgos. No es que la mano no pese y caiga cuando se la suelta; ni que el corazón y el pulso no se hayan detenido, sino que la mano estaba abierta, era generosa y sincera; el corazón valiente, cálido y compasivo; era un verdadero corazón de hombre el que latía en ese pecho. ¡Golpea, muerte implacable! Y ¡verás cómo de la herida brotan sus buenas obras para sembrar el mundo con vida inmortal!

Ninguna voz pronunció aquellas palabras en los oídos de Scrooge, pero las oyó cuando contempló el lecho. Su pensamiento fue: si este hombre pudiera alzarse ahora, ¿en qué pensaría por encima de todo? ¿En la avaricia, en la dureza de corazón, en la avidez de las ganancias? ¡Terrible riqueza la que le habían conseguido aquellas pasiones!

Abandonado en una casa oscura y vacía, sin un solo hombre, ni mujer, ni niño que dijeran: «Fue amable conmigo en esto o en aquello y por el recuerdo de una palabra cariñosa lloraré su pérdida». Un gato arañaba la puerta y había un ruido de ratas que roían bajo la piedra del hogar. Qué era lo que querían en el cuarto del difunto y por qué estaban tan inquietos y trastornados, Scrooge no se atrevía a imaginarlo.

—¡Espíritu! —exclamó—, ¡qué lugar tan terrible! Aunque lo abandone no olvidaré sus lecciones, os lo aseguro. ¡Vayámonos!

Pero el fantasma siguió señalando la cabeza con un dedo inmóvil.

—Os entiendo —replicó Scrooge—, y lo haría si pudiera. Pero no me es posible. No puedo.

De nuevo pareció que el espectro lo miraba.

—Si hay alguna persona en la ciudad que sienta alguna emoción por la muerte de este hombre —dijo Scrooge dominado por la angustia—, mostrádmela, ¡os lo ruego!

El fantasma extendió por un momento, como si fueran unas alas, su oscura túnica; al recogerla de nuevo, dejó al descubierto una habitación iluminada por la luz diurna, donde se hallaba una madre con sus hijos.

La mujer esperaba a alguien con angustiada impaciencia, porque paseaba de un lado a otro sin descanso; se sobresaltaba con cualquier ruido; miraba por la ventana; consultaba la hora; trataba, aunque en vano, de trabajar con la aguja; y apenas soportaba las voces de los niños que jugaban.

Finalmente se oyeron los golpes tanto tiempo esperados. La madre corrió hacia la puerta para encontrarse con su marido, un hombre apesadumbrado, de rostro agobiado por las preocupaciones, aunque todavía joven. Ahora, sin embargo, había en él una notable expresión; algo así como un profundo júbilo del que se avergonzaba y que se esforzaba por reprimir.

Se sentó para tomarse la cena que su mujer, para que no se enfriase, había dejado cerca del fuego; y, cuando ella le preguntó, casi sin voz, qué noticias traía (cosa que sólo hizo después de un largo silencio), pareció avergonzarse de responder.

—¿Son buenas o malas? —dijo ella para facilitarle la tarea.

—Malas —respondió el otro.

—¿Estamos completamente arruinados?

—No. Todavía hay esperanzas, Caroline.

—Si se apiada —dijo ella, sorprendida—, ¡claro está! Si ha sucedido un milagro semejante, puede esperarse cualquier cosa.

—Ya no se apiadará —dijo su marido—. Ha muerto.

La mujer era una criatura dulce y paciente si había que dar crédito a la expresión de su rostro; pero su alma sintió gratitud al oír aquello, y así lo dijo, uniendo las manos. Rezó pidiendo perdón un momento después, y se sintió culpable; pero lo primero que dijo le salió del corazón.

—Fue lo que me contó la mujer medio borracha de la que te hablé anoche cuando traté de verlo para obtener una prórroga de una semana; y lo que creí una simple excusa para evitarme ha resultado ser cierto. No sólo estaba muy enfermo entonces: agonizaba ya.

—¿A quién se le traspasará nuestra deuda?

—No lo sé. Pero para entonces habremos conseguido el dinero; e, incluso aunque no fuera así, tendríamos muy mala suerte si encontrásemos de nuevo un acreedor tan despiadado. ¡Esta noche dormiremos tranquilos, Caroline!

Sí. Por mucho que procurasen disimularlo, su corazón se había librado de un peso terrible. Los rostros de los niños, silenciosos a su alrededor para oír lo que apenas entendían, se iluminaron; ¡la muerte del acreedor devolvía un poco de felicidad a una familia! La única emoción, causada por aquel suceso, que el espíritu podía mostrar a Scrooge era de júbilo.

—Permitidme presenciar la expresión de algún sentimiento de ternura relacionado con una muerte —dijo Scrooge—, o esa habitación oscura que acabamos de abandonar estará siempre presente en mi recuerdo.

El fantasma lo condujo a través de varias calles con las que sus pies estaban familiarizados y, a medida que avanzaban, Scrooge miraba a un lado y a otro con la esperanza de reconocerse, pero no se vio por ningún sitio. Entraron en la casa del pobre Bob Cratchit, el hogar que ya había visitado en una ocasión anterior; y encontraron a la madre y a los niños sentados en torno al fuego.

Silenciosos. Muy silenciosos. Los pequeños Cratchit, siempre tan bulliciosos, estaban en un rincón, inmóviles como estatuas, la mirada pendiente de Peter, que tenía un libro delante. La madre y las hijas cosían. Pero ¡todos estaban muy callados!

—«Y tomando un niño lo puso en medio de ellos[8]».

¿Dónde había oído Scrooge aquellas palabras? No eran parte de un sueño. El muchacho tenía que haberlas leído en voz alta en el momento en que el espíritu y él cruzaban el umbral. ¿Por qué no seguía adelante?

La madre dejó su labor sobre la mesa y se cubrió la cara con las manos.

—El color de esa tela me hace daño a los ojos —dijo.

¿El color? ¡Ah, pobre Tim!

—Ahora ya están mejor —dijo la mujer de Cratchit—. Trabajar a la luz de la vela los fatiga; pero por nada del mundo me gustaría que lo notase vuestro padre cuando vuelva a casa. Debe de estar al llegar.

—Se retrasa ya —respondió Peter, cerrando el libro—. Pero creo que estas últimas tardes camina más despacio que de ordinario, madre.

Volvieron a quedarse en silencio. Finalmente la mujer de Cratchit dijo con voz alegre y firme, que sólo se quebró una vez:

—Lo he visto pasear con… lo he visto pasear muy deprisa con el pequeño Tim a hombros, ya lo creo.

—Yo también —exclamó Peter—. A menudo.

—Lo mismo que yo —exclamó otro. Todos lo habían visto.

—Como pesaba tan poco no era difícil llevarlo —continuó la madre, pendiente de su labor—, y lo quería tanto que no era una molestia, en lo más mínimo. ¡Vuestro padre está ya en la puerta!

Corrió a recibirlo; Bob, con su bufanda —la necesitaba el pobrecillo—, entró en la sala. Tenía el té listo muy cerca del fuego, y todos se esforzaron por serle de utilidad. Luego los dos Cratchit más jóvenes se le sentaron en las rodillas y apoyaron la mejilla sobre el rostro de su padre al tiempo que decían: «No pienses más en ello, papá. ¡No sufras!».

Bob se mostró muy alegre y prodigó las buenas palabras a toda la familia. Se fijó en la labor que su mujer había dejado sobre la mesa y alabó la laboriosidad y la rapidez de la señora Cratchit y de las niñas. Habrían acabado mucho antes del domingo, dijo.

—¡El domingo! Entonces, ¿has ido hoy, Robert? —preguntó la esposa.

—Sí, querida —respondió Bob—. Me gustaría que hubieses podido ir. Te habría consolado ver qué sitio tan verde hemos elegido. Pero tendrás muchas ocasiones. Le he prometido que iré allí andando un domingo. ¡Mi niñito, mi pobre niñito! —exclamó Bob—. ¡Pobrecito mío!

Se echó a llorar sin poder remediarlo. Para evitarlo quizás habría hecho falta que no se sintiera tan cerca de su hijo.

Salió y subió a la habitación del piso alto, alegremente iluminada y con adornos navideños. Había una silla colocada muy cerca del cuerpo del niño, y señales de que alguien había estado allí recientemente. El pobre Bob se sentó en ella y, después de pensar un poco y de serenarse, besó la cara de su hijo. Se resignó con lo que había sucedido y volvió a bajar con rostro alegre.

Toda la familia se reunió en torno al fuego y conversaron; las chicas y la madre trabajaban como siempre. Bob les habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino del señor Scrooge, a quien apenas había visto más que una vez, pero que, al encontrárselo por la calle, como lo había visto un poco… «pero sólo un poco alicaído, ya sabéis», dijo Bob, le preguntó qué había sucedido para apenarlo.

—Por lo cual —continuó Bob—, y dado que es el caballero más afable que pueda pensarse, se lo conté. «No sabe cuánto lo siento, señor Cratchit —me dijo—, y lo lamento de todo corazón por su excelente esposa». Por cierto, no sé cómo se ha enterado de eso.

—¿Enterado de qué, cariño?

—Vaya, de que eres una esposa excelente —replicó Bob.

—¡Eso lo sabe todo el mundo! —exclamó Peter.

—¡Muy bien dicho, hijo mío! —aprobó Bob—. Espero que así sea. «Lo lamento de todo corazón —dijo— por su excelente esposa. Si puedo serle de ayuda en alguna cosa —añadió dándome su tarjeta—, aquí es donde vivo. Por favor, venga a verme». Pero lo que ha hecho nuestro encuentro tan agradable ha sido, más que lo que pueda hacer por nosotros —prosiguió Bob—, su manera amable de tratarme. De verdad parecía como si hubiera conocido a nuestro pequeño Tim, y sintiera de verdad lo mismo que nosotros.

—¡Estoy segura de que es un alma buena! —dijo la señora Cratchit.

—No tendrías la menor duda, querida mía —replicó Bob—, si lo vieras y hablaras con él. No me sorprendería en absoluto, fíjate en lo que te digo, que le consiguiera a Peter un puesto mejor.

—Escucha lo que dice tu padre —dijo la señora Cratchit.

—Y luego —exclamó una de las chicas— Peter buscará la compañía de alguien y se instalará por su cuenta.

—¡Guárdate tus ocurrencias! —replicó Peter, sonriendo.

—Antes o después —dijo Bob—, es una cosa que puede pasar; aunque sobra tiempo para eso, hijo mío. Pero, como quiera y cuando quiera que nos separemos unos de otros, estoy seguro de que no nos olvidaremos del pobre Tim, ¿verdad que no?, ni de esta primera separación.

—¡Nunca, papá, nunca! —exclamaron todos.

—Y sé también —prosiguió Bob—, estoy convencido, queridos míos, de que, cuando recordemos su paciencia y su bondad, aunque no era más que un niño pequeño, será difícil que nos peleemos, porque tendríamos que olvidarnos de él para hacerlo.

—¡No, nunca, papá! —repitieron todos.

—Me hacéis muy feliz —dijo Bob—, ¡feliz de verdad!

La señora Cratchit lo besó, lo besaron sus hijas, los Cratchit más jóvenes hicieron lo mismo, y Peter le estrechó la mano. ¡Alma de Tim, tu esencia infantil venía de Dios!

—Espíritu —dijo Scrooge—, algo me dice que se acerca el momento de separarnos. Lo sé, aunque ignoro cómo sucederá. Decidme, ¿a quién hemos visto en su lecho de muerte?

El fantasma de la Navidad futura lo transportó, como antes —aunque a una época diferente, pensó Scrooge: de hecho no parecía que hubiese un orden en aquellas últimas visiones, excepto que se situaban en el futuro—, a los lugares donde se reunían los hombres de negocios, pero él no estaba entre los presentes. A decir verdad, el espíritu no se detuvo en ningún sitio, sino que siguió su camino, como para llegar lo más directamente posible a su meta, hasta que Scrooge le suplicó que se detuviera un momento.

—Este patio —dijo— que atravesamos tan deprisa es desde hace tiempo el lugar donde trabajo. Reconozco la casa. ¡Dejadme ver lo que seré en días venideros!

El espíritu se detuvo; su mano señalaba en otra dirección.

—La casa está ahí —exclamó Scrooge—. ¿Por qué me hacéis signo de ir más allá?

El dedo inexorable no experimentó cambio alguno.

Scrooge se acercó, presuroso, a la ventana de su oficina y miró dentro. Seguía siendo una oficina, pero no la suya. Los muebles eran otros y la persona sentada en la silla no era él. El espectro seguía en la misma posición.

Volvió con él y, mientras se preguntaba el porqué de su desaparición y cuál habría sido su destino, lo acompañó hasta que llegaron a una verja de hierro. Scrooge se detuvo para mirar a su alrededor antes de entrar.

Un cementerio. Allí, por tanto, yacía bajo tierra el desdichado cuyo nombre estaba a punto de saber. Un lugar muy adecuado. Encajonado entre casas; invadido por las malas hierbas, que son la muerte y no la vida de la vegetación; asfixiado por un exceso de sepulturas; buen ejemplo de las consecuencias de un apetito desmedido. ¡Un lugar impagable!

El espíritu se detuvo entre las tumbas y con el dedo señaló una. Scrooge avanzó temblando. El espectro seguía siendo exactamente el mismo, pero el cambista temió descubrir un significado nuevo en su figura solemne.

—Antes de que me acerque más a la lápida que señaláis —dijo Scrooge—, contestadme a una pregunta: ¿son estas las sombras de las cosas que serán o sólo las sombras de las que podrían ser?

El espectro, por toda respuesta, bajó la mano señalando el sepulcro que tenía al lado.

—Las acciones humanas anuncian siempre ciertos resultados, que pueden hacerse inevitables si se persevera en ellas —dijo Scrooge—. Pero, si cambian, cambiará el resultado. ¡Decidme que también es ese el caso con lo que os disponéis a mostrarme!

El espíritu siguió tan inmóvil como siempre.

Scrooge se arrastró hacia él, temblando mientras avanzaba; y, siguiendo la dirección del dedo, leyó, sobre la lápida de la descuidada sepultura, Ebenezer Scrooge, su nombre.

—¿Soy yo el difunto que yacía en aquel lecho? —exclamó, de rodillas.

El dedo del espectro pasó de señalar la tumba a señalarlo a él y luego de nuevo a la tumba.

—¡No, espíritu! ¡No, no!

El dedo no se movió.

—¡Escuchadme! —exclamó Scrooge, agarrando con fuerza su túnica—. No soy el hombre que era. Gracias a vuestras enseñanzas no seré ya el hombre que iba a ser. ¡Para qué mostrarme esto si debo abandonar toda esperanza!

Por primera vez la mano pareció temblar.

—Espíritu benévolo —prosiguió Scrooge, mientras se prosternaba ante él—. Sé que intercedéis y que os apiadáis de mí. Aseguradme que todavía puedo cambiar esas sombras que me habéis mostrado si mi vida emprende otro camino.

La mano se movió de nuevo, en un gesto de aliento.

—Celebraré la Navidad en mi corazón y me esforzaré por vivir sus enseñanzas todo el año. Viviré en el pasado, en el presente y en el futuro. Los espíritus que los encarnan a los tres se esforzarán conmigo y nunca desoiré las lecciones que me enseñen. ¡Os lo ruego, decidme que puedo borrar lo que está escrito en esa lápida!

Dominado por la angustia, se apoderó de la mano del espectro, que intentó soltarse, pero que él retuvo con fuerza inusitada. El fantasma, sin embargo, más enérgico aún, lo rechazó.

Mientras alzaba las manos en una última súplica para cambiar su destino, observó un cambio en la capucha y en la túnica del espíritu, que se encogieron, se derrumbaron y quedaron reducidas a la columna de una cama.

Fin

Charles Dickens. Nacido el 7 de febrero de 1812 en Portsmouth, Inglaterra, se erige como uno de los más influyentes y aclamados novelistas de la literatura victoriana. Su vida y obra resplandecen con una complejidad que captura los matices de su época y trasciende las barreras temporales, dejando un impacto perdurable en la literatura y la sociedad.

Dickens experimentó una infancia turbulenta marcada por la pobreza y las dificultades. Su padre fue encarcelado por deudas, lo que llevó al joven Charles a trabajar en una fábrica de betún y a vivir momentos de penuria que dejaron una huella profunda en su sensibilidad hacia los desfavorecidos. Estas experiencias se reflejaron de manera tangible en sus obras, impregnando sus historias con una empatía sincera hacia los marginados y una denuncia de las injusticias sociales.

A pesar de las adversidades, Dickens demostró una mente aguda y un amor por la literatura desde una edad temprana. Sus experiencias juveniles en la fábrica y su posterior educación informaron su perspectiva única sobre la vida y la humanidad. A medida que maduraba, su carrera literaria despegó con la publicación de su primera obra serializada, "Los papeles póstumos del Club Pickwick", en 1836. Este trabajo, caracterizado por su humor y su aguda observación de la sociedad, le otorgó una notoriedad repentina y lo catapultó al estrellato literario.

La pluma de Dickens destiló una maestría en la creación de personajes memorables y vibrantes, como Oliver Twist, Ebenezer Scrooge y David Copperfield. Sus tramas cautivantes a menudo revelaban las profundidades de la condición humana y criticaban las desigualdades sociales y las instituciones opresivas. Además, su estilo narrativo meticuloso, su habilidad para tejer múltiples tramas y su capacidad para alternar entre comedia y tragedia confirman su estatus como un maestro de la narración.

El autor también fue un pionero en la publicación serializada, lo que permitía a un público más amplio acceder a sus historias. Sus novelas fueron consumidas con avidez por las masas, tanto en Inglaterra como en el extranjero, y su influencia se expandió más allá de la literatura, impactando en la conciencia social y política de la época.

Dickens no solo fue un autor prolífico, sino también un activista y filántropo comprometido. Sus lecturas públicas atrajeron multitudes y recaudaron fondos para obras de caridad, y abogó por reformas sociales, educativas y laborales. Su incansable dedicación al bienestar de los menos privilegiados se manifestó en su ficción y en sus acciones en la vida real.

La vida de Charles Dickens llegó a su fin el 9 de junio de 1870, pero su legado se mantiene vibrante. Sus obras siguen siendo estudiadas, adaptadas y amadas en todo el mundo, y su capacidad para conmover, entretener y estimular la reflexión perdura en las páginas de sus novelas. A través de su escritura y su compromiso social, Dickens se inmortalizó como un titán literario que trasciende el tiempo y las fronteras, dejando una marca indeleble en la literatura y en la conciencia colectiva.