El primero de los tres espíritus

"Scrooge Extinguishes the First of The Three Spirits". John Leech, 1843

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Segunda estrofa

Cuando Scrooge se despertó, el mundo estaba tan oscuro que, al mirar desde la cama, apenas supo distinguir la ventana de las paredes opacas de su dormitorio. Y se esforzaba, con sus ojos de hurón, por penetrar la oscuridad cuando, en una iglesia vecina, sonaron los cuatro cuartos, de manera que esperó a que el reloj diera la hora.

Con gran sorpresa para él, la enorme campana no se detuvo en las seis; pasó a las siete, de las siete a las ocho y así, sucesivamente, hasta las doce; después se detuvo. ¡Las doce! Y él se había acostado pasadas las dos de la madrugada. El reloj estaba mal. Se le debía de haber helado la maquinaria. ¡Las doce!

Tocó el resorte de su reloj de repetición, para corregir el despropósito del otro. El pulso rápido de su maquinaria latió doce veces y luego se detuvo.

—¡Cómo! ¡No es posible —dijo Scrooge— que haya dormido todo un día y buena parte de la noche siguiente! ¡Tampoco es posible que le haya sucedido algo al sol y que sean las doce del mediodía!

Esta última posibilidad era tan alarmante que saltó de la cama y llegó a tientas hasta la ventana. Se vio obligado a quitar la escarcha con la manga de la bata para poder ver algo; y no fue mucho lo que distinguió. Apenas pudo comprobar que la niebla seguía siendo espesa y el frío intenso, y que no se oía ruido en la calle, ni estrépito de gente corriendo de aquí para allá, como sucedería si la noche hubiera desbancado al luminoso día y tomado posesión del mundo. Eso le supuso un gran alivio, porque, si ya no fuese posible contar los días, ¿no se convertirían sus letras de cambio «a tres días vista, páguese al señor Ebenezer Scrooge o a su orden», etcétera, etcétera, en algo de tan poco valor como los bonos de Estados Unidos?

Scrooge se acostó de nuevo y se puso a pensar y a pensar, y a dar una y mil vueltas a sus pensamientos, sin llegar a ninguna conclusión. Cuanto más pensaba, más perplejo se sentía; y, cuanto más se esforzaba por no pensar, menos lo conseguía.

El fantasma de Marley le preocupaba en grado sumo. Cada vez que decidía, después de madura reflexión, que todo era un sueño, su cerebro regresaba, como cuando se suelta un muelle poderoso, a su primera posición, y planteaba el mismo problema que era necesario volver a resolver: «¿Era o no era un sueño?».

Scrooge siguió en esta situación hasta que el carillón avanzó tres cuartos de hora más, momento en el que, de repente, recordó el aviso de Marley: iba a recibir una visita cuando el reloj diese la una. Decidió seguir despierto hasta que pasase la hora; y, si se tiene presente que dormir le resultaba tan poco factible como ir al Paraíso, ésa fue quizá la decisión más sensata que estaba a su alcance.

El cuarto de hora se le hizo tan largo que más de una vez tuvo el convencimiento de que debía de haberse adormilado sin darse cuenta y de que había dejado pasar la hora. El reloj, finalmente, resonó en su oído atento.

—¡Talán, talán!

—Y cuarto —dijo Scrooge, contando.

—¡Talán, talán!

—Y media —siguió.

—¡Talán, talán!

—Menos cuarto.

—¡Talán, talán!

—La una —dijo Scrooge, convencido de su triunfo—, y ¡nada más!

Lo dijo antes de que sonara la campana de la hora, que emitió, de inmediato, un tañido profundo, lúgubre, sonoro y melancólico. La luz iluminó al instante el dormitorio y se corrieron las cortinas de su cama.

Les repito que una mano invisible corrió las cortinas de la cama. No las cortinas de los pies, ni las que Scrooge tenía a la espalda, sino aquéllas hacia las que miraba. Las cortinas de su cama se corrieron y Scrooge, incorporándose desde una posición medio recostada, se encontró frente a frente con el visitante sobrenatural que las había abierto, tan cerca como, ahora, estoy yo de usted: y téngase en cuenta que, en espíritu, estoy pegado a su codo.

Era una figura extraña: semejante a un niño, aunque, más que un niño parecía un anciano visto a través de algún medio sobrenatural que le daba la apariencia de haberse alejado hasta quedar reducido a las proporciones de un niño. El cabello, que le cubría el cuello y le bajaba por la espalda, era blanco, como consecuencia de la edad; el rostro, sin embargo, sin una sola arruga, tenía el color de la primera juventud. Los brazos resultaban muy largos y musculosos; las manos, por su parte, también parecían poseer una fuerza poco común. Las piernas y pies, delicadamente formados, estaban, como los miembros superiores, al descubierto. El fantasma llevaba una túnica del blanco más inmaculado; y un lustroso cinturón, de hermoso brillo, le ceñía la cintura. Sostenía en la mano una rama de acebo fresco y muy verde y, en singular contradicción con aquel emblema invernal, su ropa se adornaba de flores estivales. Pero lo más extraño de todo era que de lo más alto de la cabeza le surgía un chorro de luz, brillante y clara, que hacía visible todo lo demás, y que era sin duda la ocasión de que utilizara, en los momentos de tristeza, un enorme apagavelas a modo de gorra, el cual sujetaba ahora bajo el brazo.

Aunque ni siquiera esto, cuando Scrooge contempló a su visitante con detenimiento cada vez mayor, era su cualidad más extraña. Porque, si bien su cinturón centelleaba y relucía tan pronto por una parte como por otra, y lo que era claro en un momento se oscurecía acto seguido, la figura sufría las mismas fluctuaciones y se presentaba de maneras diversas: primero era una cosa con un brazo, después con una pierna, luego con veinte piernas; a continuación un par de piernas sin cabeza y acto seguido una cabeza sin cuerpo; y los miembros que desaparecían no dejaban silueta alguna visible en la densa oscuridad en la que se disolvían. A la larga, por un prodigio singular, la aparición volvía a ser la misma de antes, más precisa y visible que nunca.

—¿Sois, señor mío, el espíritu cuya visita me ha sido anunciada? —preguntó Scrooge.

—¡Lo soy!

La voz era suave y amable. Singularmente baja, como si en lugar de hallarse muy cerca, casi a su lado, se encontrase a gran distancia.

—¿Quién sois y a qué os dedicáis? —quiso saber Scrooge.

—Soy el fantasma de las navidades pasadas.

—¿Pasadas desde hace mucho? —inquirió Scrooge, fijándose en su reducida estatura.

—No; de tus navidades pasadas.

Quizás Scrooge no habría sabido explicarle a nadie el porqué, si se lo hubieran preguntado, pero sintió un gran deseo de ver al espíritu con su gorra, por lo que le suplicó que se cubriera.

—¡Cómo! —exclamó el fantasma—, ¿apagarías tan pronto, con manos mundanas, la luz que doy? ¿No basta con que seas uno de aquéllos cuyas pasiones fabrican esta gorra, y que me han forzado, a través de los siglos, a llevarla bien hundida sobre la frente?

Scrooge, respetuoso, negó toda intención de ofender y rechazó la posibilidad de haber «cubierto» al espíritu de manera deliberada en cualquier etapa de su vida. Después hizo de tripas corazón para preguntarle qué asunto le traía a su casa.

—¡Tu felicidad! —exclamó el fantasma.

Scrooge manifestó su agradecimiento, pero no pudo por menos de pensar que una noche de descanso sin interrupciones habría contribuido mucho más a procurarle semejante fin. El espíritu debía de oír sus pensamientos, porque dijo de inmediato:

—Tu salvación, si lo prefieres. ¡Ten cuidado!

Extendió la mano mientras hablaba y le tomó amablemente por el brazo.

—¡Levántate y sígueme!

Habría sido inútil que Scrooge objetara que el mal tiempo y la hora no eran propicios para un paseo a pie; que la cama estaba tibia, y el termómetro muy por debajo de cero; que se hallaba insuficientemente vestido con sus zapatillas, bata y gorro de dormir; y que estaba acatarrado en aquel momento. La presión, aunque tan suave como la de una mano de mujer, era imposible de resistir. Scrooge se alzó, pero, al descubrir que el espíritu se dirigía hacia la ventana, lo sujetó por la túnica, suplicante.

—Soy mortal —protestó—, y propenso a caer.

—Permite tan sólo que mi mano te toque ahí —dijo el espectro, colocándosela sobre el corazón—, porque eso bastará para sostenerte además en otras muchas pruebas.

Mientras el espíritu pronunciaba aquellas palabras, atravesaron la pared y se encontraron en una carretera rural, con campos a los lados. La ciudad había desaparecido por completo. No quedaba el menor rastro de ella y habían desaparecido, además, la oscuridad y la niebla, porque era un día de invierno claro y frío, con nieve en el suelo.

—¡Dios todopoderoso! —exclamó Scrooge, las manos unidas en un gesto de supremo asombro mientras miraba a un lado y a otro—. Me crié en este sitio. ¡Es aquí donde pasé mi infancia!

El espíritu lo contempló con simpatía. La presión de su mano, aunque había sido suave y de muy breve duración, aún la sentía el anciano. Scrooge captaba mil olores que flotaban en el aire, ¡cada uno de ellos relacionado con mil pensamientos, esperanzas, alegrías y preocupaciones olvidados desde hacía mucho, muchísimo tiempo!

—Te tiemblan los labios —dijo el fantasma—. Y ¿qué es eso que te ha aparecido en la mejilla?

Scrooge balbució, con una inusitada emoción en la voz, que no era más que un granito, y suplicó al fantasma que lo condujera donde quisiese.

—¿Te acuerdas del camino? —quiso saber el espíritu.

—¡Que si me acuerdo! —exclamó Scrooge con fervor—; podría recorrerlo con los ojos vendados.

—¡Qué extraño que lo hayas olvidado tantos años! —observó el fantasma—. Sigamos.

Avanzaron por la carretera, y Scrooge reconoció todas las puertas, los postes y los árboles, hasta que apareció en la distancia una pequeña población con su puente, su iglesia y su río sinuoso. Algunos caballitos de largas crines trotaban, acercándose, montados por niños; los pequeños llamaban, a su vez, a otros que, como ellos, se trasladaban en carros y calesines conducidos por granjeros. Todos estaban de excelente humor, y se gritaban unos a otros, hasta que los amplios campos se llenaron tanto de alegres músicas que el aire, frío y vigorizante, rió al oírlas.

—No son más que sombras de cosas que fueron —explicó el fantasma—. No saben de nuestra presencia.

Los alegres viajeros siguieron acercándose y, al aproximarse, Scrooge reconoció y nombró a todos y cada uno de ellos. ¿Por qué se alegró hasta límites insospechados? ¿Por qué le brillaron los ojos y el corazón le saltó en el pecho al verlos pasar? ¿Por qué le llenó de felicidad oír cómo, cuando se separaron en las distintas encrucijadas y caminos vecinales para dirigirse a sus hogares respectivos, se desearon unos a otros unas felices Pascuas? ¿Qué le importaba a Scrooge una Navidad feliz? ¡Al diablo con la Navidad! ¿Es que alguna vez le había servido de algo?

—La escuela no está del todo vacía —dijo el fantasma—. Sigue allí un niño solitario, olvidado de su familia.

Scrooge dijo estar al tanto. Y se le escapó un gemido.

Abandonaron la carretera principal para tomar un sendero que Scrooge recordaba a la perfección, y pronto se acercaron a un edificio de ladrillo de color rojo oscuro, con una torrecilla en la que colgaba una campana y coronada por una veleta. Era una casa grande, pero conservaba huellas de las vicisitudes de la fortuna, porque las espaciosas dependencias se utilizaban poco, las paredes estaban húmedas y cubiertas de musgo, las ventanas, rotas, y las puertas, deterioradas. Por los establos se paseaban las gallinas cacareando, y la hierba había invadido cocheras y cobertizos. Tampoco el interior se conservaba como antaño; porque, al entrar en el sombrío vestíbulo y lanzar una ojeada por las puertas abiertas de muchas habitaciones, los dos visitantes las encontraron mal amuebladas, frías y demasiado grandes. Olía a cerrado, y se percibía la desnudez glacial asociada de algún modo con el excesivo levantarse antes del amanecer y con la escasez de alimentos.

El fantasma y Scrooge cruzaron el vestíbulo hasta una puerta en la parte trasera del edificio que se abrió ante ellos y dejó al descubierto un aula larga, desnuda y melancólica, que aún se veía más desnuda por las hileras de bancos y pupitres de madera de pino. En uno de ellos un niño solitario leía cerca de un fuego insuficiente; y Scrooge se sentó en uno de los bancos y lloró el verse, tal como se encontraba por aquel entonces, pobre y olvidado.

Ni un solo eco dormido en la casa, ni un chillido ni una refriega de ratones detrás del revestimiento de madera, ni un goteo de hielo medio derretido del canalón en el triste patio trasero, ni un suspiro entre las ramas sin hojas de un álamo desalentado, ni el perezoso balanceo de una puerta en un almacén vacío, ni siquiera un simple chasquido producido por el fuego dejaron de tener su dulce influencia sobre el corazón de Scrooge y de facilitarle el libre curso de las lágrimas.

El espíritu lo tocó en el brazo, señalándole su yo infantil, concentrado en la lectura. De repente un individuo con ropaje exótico, un espectáculo maravillosamente real y preciso se detuvo en el exterior de la ventana, un hacha sujeta a la cintura y, conducido por la brida, un borrico cargado de leña.

—Pero ¡si es Alí Babá! —exclamó Scrooge, extasiado—. ¡El bueno de Alí Babá, un hombre honrado! ¡Ya lo creo que lo conozco! Unas navidades, cuando ese pobre niño se quedó aquí completamente solo, apareció, por primera vez, exactamente así. ¡Pobre niño! Y Valentín —dijo Scrooge—, y el bribón de su hermano, Orson; ¡ahí van! Y aquél, cómo se llamaba, al que dejaron dormido en paños menores, en la Puerta de Damasco; ¿acaso no lo veis? Y el palafrenero del sultán, a quien los genios pusieron cabeza abajo; ¡allí se le divisa, tal como digo! Le está bien empleado. Me alegro. ¡A quién se le ocurre casarse con la princesa!

Oír a Scrooge volcar todo el entusiasmo de su naturaleza en semejantes temas, con una voz singular, entre la risa y el llanto, y ver la animación que expresaba su rostro habría sido sin duda toda una sorpresa para sus colegas de Londres.

—¡Ahí está el loro! —exclamó Scrooge—. Cuerpo verde, cola amarilla y una cosa parecida a una lechuga creciéndole en lo alto de la cabeza, ¡ahí está! «¡Pobre Robinsón Crusoe!: —con esas palabras lo recibía cuando regresaba a casa después de circunnavegar la isla—. Pobre Robinsón Crusoe, ¿dónde has estado, Robinsón Crusoe?». El interpelado creyó que soñaba, pero estaba despierto. Se trataba del loro, ¿os dais cuenta? Ahí va Viernes, que corre hasta la cala porque peligra su vida. ¡Deprisa! ¡Ánimo! ¡Vamos!

Luego, pasando de una emoción a otra con una rapidez del todo ajena a su manera de ser, añadió: «¡Pobre chico!», y lloró de nuevo.

—Me gustaría… —murmuró acto seguido, metiéndose la mano en el bolsillo y mirando a su alrededor después de secarse las lágrimas con la manga—, pero ya es demasiado tarde.

—¿Qué sucede? —preguntó el espíritu.

—Nada —dijo Scrooge—. Nada. Anoche vino un muchacho a cantar un villancico delante de mi puerta. Me gustaría haberle dado algo: nada más.

El fantasma sonrió, pensativo, y agitó una mano, diciendo al mismo tiempo:

—¡Veamos otra Navidad!

El niño que había sido Scrooge creció con aquellas palabras, y la habitación se hizo un poco más oscura y más sucia. Se agrietaron puertas y ventanas; cayeron del techo trozos de yeso, y quedaron al descubierto los listones de madera; pero de cómo se producían todos aquellos cambios Scrooge sabía tan poco como ustedes. Sólo discernía que había sido exactamente así; que todo había sucedido así; que allí estaba él, de nuevo solo, mientras sus compañeros habían vuelto a casa para pasar unas alegres vacaciones.

Ahora no leía ya, sino que se paseaba de arriba abajo por el aula, desesperado. Scrooge se volvió hacia el espectro y, con un triste movimiento de cabeza, miró de reojo hacia la puerta, muy nervioso.

La puerta se abrió; y una niñita, mucho más pequeña que el muchacho, entró corriendo, le echó los brazos al cuello, lo besó repetidas veces y se dirigió a él llamándolo «queridísimo hermano».

—¡He venido a llevarte a casa! —dijo la niña, entre palmadas de sus manos diminutas, el pecho sacudido por la risa—. Para llevarte a casa, ¿te das cuenta?

—¿A casa, mi pequeña Fan? —preguntó el muchacho.

—¡Sí! —respondió la niña, desbordante de alegría—. A casa de verdad. A casa para siempre. Nuestro padre está mucho más cariñoso que antes y ¡nuestro hogar es como el cielo! Me habló con tanta amabilidad una noche cuando me iba a acostar que me atreví a preguntarle una vez más si podías volver a casa, y dijo: «Sí, que vuelva», y me ha enviado con un coche para recogerte. ¡Te vas a convertir en persona mayor! —dijo la niña, abriendo mucho los ojos—, y no tendrás nunca que volver aquí; pero primero estaremos todos juntos estas navidades, y disfrutaremos más que nadie en el mundo.

—¡Eres toda una mujercita, mi pequeña Fan! —exclamó el Scrooge adolescente.

La niña aplaudió y rió de nuevo y trató de tocar la cabeza de su hermano, pero, como era demasiado pequeña, tuvo que renunciar, rió de nuevo y se puso de puntillas para abrazarlo. Luego empezó a arrastrarlo, con su impaciencia infantil, hacia la puerta; y él, que no tenía nada en contra de marcharse, la dejó hacer.

En el vestíbulo se oyó una voz terrible: «¡Bajen el baúl del alumno Scrooge!», y acto seguido apareció allí el director en persona, que fulminó al aludido con la mirada, rebosante de feroz condescendencia, y lo sumió en la confusión más absoluta al estrecharle la mano. Luego los condujo a él y a su hermana a una gélida sala para las visitas, la cosa más parecida a un pozo que haya existido nunca, un lugar donde los mapas de las paredes y los globos celeste y terráqueo en las ventanas parecían recubiertos de cera a causa del frío. Una vez allí, el director les ofreció una licorera con un vino extrañamente ligero y una bandeja con una tarta extrañamente pesada y procedió a administrar porciones de aquellas exquisiteces a los dos hermanos, al tiempo que enviaba a un exiguo criado para ofrecer un vaso de «algo» al cochero, quien respondió que daba las gracias al caballero, pero que, si era del mismo barril que había probado antes, mejor no. Como el baúl del alumno Scrooge ya estaba para entonces atado en lo alto del coche de caballos, los dos dijeron adiós al director de buena gana; e, instalados en el interior, recorrieron alegremente la avenida del jardín, mientras las ruedas veloces ocasionaban la caída de fragmentos de escarcha y nieve de los árboles de hoja perenne.

—Siempre una criatura delicada, a la que un soplo podría haber agostado —dijo el espectro—. Pero ¡tenía un corazón muy grande!

—Cierto —dijo Scrooge—. Tenéis razón. No lo voy a negar, espíritu. ¡Dios no lo permita!

—Murió casada —dijo el otro— y tuvo, creo, hijos.

—Un varón —respondió Scrooge.

—En efecto —dijo el fantasma—. ¡Vuestro sobrino!

Scrooge pareció turbarse, y respondió secamente:

—Sí.

Aunque acababan de dejar atrás en aquel momento el internado, estaban ya en las concurridas calles de una ciudad por donde pasaban en todas direcciones sombras humanas, por donde sombras de carros y de coches se disputaban la calzada y en donde se asistía a todo el tumulto y a los conflictos de una verdadera ciudad. Quedaba del todo claro, por los adornos de las tiendas, que también allí era de nuevo la época de Navidad; pero había caído la tarde y las calles estaban iluminadas.

El espíritu se detuvo delante de la puerta de cierto almacén y le preguntó a Scrooge si lo conocía.

—¡Conocerlo! —exclamó el interpelado—. ¡Fui aprendiz aquí!

Entraron. Al ver a un anciano caballero con gorra de estambre, sentado detrás de un pupitre tan elevado que si hubiese sido cinco centímetros más alto habría conseguido que la cabeza le chocara con el techo, Scrooge exclamó con gran emoción:

—Vaya, ¡si es el viejo Fezziwig! ¡Que Dios lo bendiga, Fezziwig vivo de nuevo!

El viejo Fezziwig dejó la pluma y miró el reloj, que marcaba las siete. Se frotó las manos; se ajustó el amplio chaleco; rió con toda su alma desde los pies a la coronilla; y llamó con voz sonora, jovial, rotunda, generosa:

—¡Eh, vosotros dos! ¡Ebenezer! ¡Dick!

Un Scrooge del pasado, convertido ya en adulto, acudió veloz, con su compañero de aprendizaje.

—¡Dick Wilkins, claro! —le comentó Scrooge al espectro—. ¡Ahí está, como en otro tiempo! Me tenía mucho afecto el bueno de Dick. ¡Pobrecillo! ¡Cuántos recuerdos!

—¡Vamos, hijos míos! —dijo Fezziwig—. Se acabó el trabajo por hoy. Nochebuena, Dick. ¡Navidad, Ebenezer! ¡A poner los postigos —gritó a continuación, dando una fuerte palmada— en menos que canta un gallo!

¡No creerían ustedes el ímpetu con que los dos jóvenes se pusieron a la tarea! Salieron disparados a la calle con los postigos, uno, dos, tres; los colocaron en su sitio, cuatro, cinco, seis; colocaron las barras y las chavetas, siete, ocho, nueve; y regresaron al interior antes de que nadie pudiera contar doce, resoplando como caballos de carreras.

—¡Adelante! —exclamó el viejo Fezziwig, bajando con extraordinaria agilidad de su elevado pupitre—. ¡Despejad la habitación, hijos míos, para que tengamos sitio en abundancia! ¡Manos a la obra, Dick! ¡No te quedes atrás, Ebenezer!

¡Despejar! No había nada que los dos jóvenes no hubiesen retirado, o no hubiesen podido retirar, en presencia del viejo Fezziwig. Terminaron en un minuto. Todo lo que era transportable se despachó como si se tratara de retirarlo para siempre de la vida pública; el suelo se barrió y se fregó, se despabilaron las lámparas, se acumuló combustible para el fuego; y el almacén se convirtió en una sala de baile todo lo acogedora, cálida, seca y luminosa que se pueda desear en una noche de invierno.

Enseguida apareció un violinista con sus partituras, se subió al elevado pupitre, lo convirtió en estrado para la orquesta y se puso a afinar el instrumento con sonidos semejantes a dolores de estómago. Entró a continuación la señora Fezziwig, con una amplia sonrisa de gran solidez. La siguieron las tres señoritas Fezziwig, también sonrientes y encantadoras. A continuación los seis jóvenes pretendientes cuyos corazones se dedicaban a romper. Acto seguido, todos los jóvenes de ambos sexos empleados en el negocio. La doncella con su primo, el panadero. La cocinera con el lechero, amigo íntimo de su hermano. El aprendiz del inmueble de enfrente, de quien se sospechaba que su patrón no le daba suficiente de comer, tratando de esconderse detrás de la criada de dos puertas más allá, de quien se sabía con certeza que su señora le tiraba de las orejas. Todos fueron entrando, uno tras otro; algunos con timidez, otros desafiantes, algunos con gracia, otros con torpeza, algunos a empujones, otros arrastrados; todos entraron, en cualquier caso, y de todas las maneras posibles. Veinte parejas empezaron a bailar a la vez; cogidos de la mano media vuelta y de regreso por el otro lado; la mitad se adelanta y luego retrocede; vueltas y más vueltas en diferentes estadios de agrupamiento afectuoso; la primera pareja de más edad gira siempre en el sitio que no toca; la nueva pareja que la sustituye empieza de nuevo tan pronto como llega allí; al final todas son primeras parejas, ¡sin nadie en la fila de enfrente para ayudarles! Alcanzado tal resultado, el viejo Fezziwig da palmadas para detener la danza y exclama: «¡Muy bien!», momento en que el violinista hunde el rostro acalorado en una jarra de cerveza, especialmente preparada para ese fin. Nada más reaparecer, sin embargo, desprecia el descanso y comienza de nuevo, aunque todavía no hay nadie dispuesto a bailar, como si al anterior violinista se lo hubieran llevado a casa, exhausto, sobre un postigo, y él fuera un músico nuevo, llegado para reemplazarlo, y dispuesto a hacer que todo el mundo se olvide de él o a morir en el intento.

Hubo más danzas, y juegos de prendas, y de nuevo se bailó, y hubo tartas, y ponche caliente de vino con limón y especias, y un gran trozo de asado frío y otro, enorme, de carne hervida fría, y después pasteles de carne y cerveza en abundancia. Pero la gran sensación de la noche llegó después del asado y el hervido, cuando el violinista (¡un zorro viejo, sin la menor duda! ¡Una persona que sabía su oficio, y ni ustedes ni yo habríamos podido enseñárselo!) atacó sir Roger de Coverley. Salió entonces el viejo Fezziwig a bailar con la señora Fezziwig. De primera pareja, además; y con un trabajo hercúleo por delante; veintitrés o veinticuatro parejas a las que dirigir; personas con las que no se podía jugar; personas decididas a bailar y que no tenían la menor intención de ir al paso.

Pero aunque hubieran sido el doble, o cuatro veces más, el viejo Fezziwig habría estado a la altura, y lo mismo la señora Fezziwig, quien, por su parte, era digna de ser su compañera en todas las acepciones del término. Si eso no es alabanza por todo lo alto, que alguien me sugiera otra mejor, y la utilizaré. Las pantorrillas de Fezziwig brillaban con luz propia. Resplandecían como lunas en cada paso del baile. Se podía predecir, en cualquier momento, lo que iba a suceder con ellas a continuación. Y mientras el viejo Fezziwig y su esposa desgranaban toda la danza, adelante y atrás, de la mano con vuestra pareja, reverencia y saludo, el sacacorchos, enhebrar la aguja y vuelta al punto de partida; Fezziwig ejecutaba los trenzados del baile con tanta destreza que parecía hacer guiños con las piernas, y luego volvía a poner los pies en el suelo tan derecho como un huso.

Al dar el reloj las once concluyó aquel baile casi familiar. El señor y la señora Fezziwig ocuparon sus puestos a ambos lados de la puerta, y, mientras estrechaban la mano a cada uno de los participantes a medida que salían, les desearon unas felices pascuas. Cuando todo el mundo se hubo retirado, a excepción de los dos aprendices, hicieron lo mismo con ellos; y así las voces alegres se fueron apagando y los muchachos se acomodaron en sus modestos lechos, situados bajo un mostrador en la trastienda.

Durante todo aquel tiempo Scrooge se comportó como un enajenado. Su corazón y su alma estaban en la escena y con su yo de otro tiempo. Corroboró todo, lo recordó y lo disfrutó íntegramente, sometido a la más extraña de las agitaciones. Tan sólo al final, cuando dejó de tener delante los rostros encendidos de su otro yo y de Dick, se acordó del espectro, y se dio cuenta de que lo miraba con gran atención y que la luz sobre su cabeza brillaba con extraordinaria intensidad.

—Una cosa de poca monta —dijo el espíritu— lograr la gratitud eterna de esa pobre gente.

—¡De poca monta! —repitió Scrooge.

El espíritu le hizo una señal para que escuchara a los dos aprendices, que se deshacían en alabanzas de Fezziwig y, después de que Scrooge le obedeciera, prosiguió:

—¿No te parece cierto? No se ha gastado más que unas cuantas libras del dinero que utilizáis vosotros, los mortales: tres o cuatro, quizá. ¿Acaso tan pequeña cantidad merece semejantes alabanzas?

—No es eso —replicó Scrooge, sulfurado por la observación de su acompañante y hablando sin darse cuenta como su antiguo yo—. No se trata de eso, espíritu. Fezziwig tiene el poder de hacernos felices o desgraciados; de lograr que nuestro trabajo nos resulte ligero o pesado; un placer o un sufrimiento. Digamos que ese poder descansa en las palabras y en las miradas; en cosas tan ligeras e insignificantes que es imposible enumerarlas y sumarlas, pero ¿qué importancia tiene? La felicidad que procura es tan grande como si costase una fortuna.

Scrooge sintió la mirada del espíritu y guardó silencio.

—¿Qué sucede? —preguntó éste.

—Nada especial —respondió Scrooge.

—Debe de ser algo —insistió su interlocutor.

—No —dijo Scrooge—. Nada. Me gustaría poder decirle ahora una palabra o dos a mi empleado. Sólo eso.

Su yo de otro tiempo apagó las lámparas en el momento en que expresaba aquel deseo; y el espectro y el cambista se encontraron al aire libre.

—Me queda poco tiempo —señaló el espíritu—. ¡Deprisa!

Aquella exhortación no se dirigía ni a Scrooge ni a ninguna otra persona visible, pero su efecto fue inmediato. Porque Scrooge volvió a encontrarse ante otro de sus yos. Un Scrooge mayor; un hombre en la flor de la vida. Su rostro no tenía aún los rasgos severos y rígidos de años ulteriores, pero ya empezaba a dar señales de preocupación y avaricia. Había un movimiento inquieto, ávido, impaciente en su mirada, que mostraba la pasión, enraizada ya, y en qué dirección se proyectaría la sombra del árbol en crecimiento.

No estaba solo: a su lado se sentaba una hermosa joven vestida de luto, en cuyos ojos brillaban lágrimas que resplandecían gracias a la luz despedida por el espíritu de las navidades pasadas.

—Poco importa —dijo la muchacha dulcemente—. A ti, menos todavía. Otro ídolo me ha desplazado; y, si te alegra y conforta en el futuro, como yo habría tratado de hacerlo, no tengo motivos fundados para lamentarme.

—¿Qué ídolo te ha desplazado? —replicó él.

—El becerro de oro.

—¡He aquí la estupenda imparcialidad del mundo! —dijo él—. Con nada se muestra tan cruel como con la pobreza; pero tampoco hay nada que asegure una condena tan severa como la búsqueda de la riqueza.

—Temes demasiado al mundo —respondió ella dulcemente—. Tus otras esperanzas han quedado sumergidas para evitar ser víctima de sus sórdidos reproches. He visto desaparecer una a una tus aspiraciones más nobles, hasta que la pasión principal, el lucro, te ha dominado. ¿No estoy en lo cierto?

—Y ¿qué tiene de malo? —se defendió él—. Aunque me haya vuelto más prudente, ¿qué hay de malo en ello? No he cambiado en lo que a ti se refiere.

La joven negó con la cabeza.

—¿He cambiado?

—Nuestro compromiso es antiguo. Lo contrajimos cuando los dos éramos pobres y nos conformábamos con serlo a la espera de que, con el tiempo, mejorase nuestra situación en el mundo gracias a nuestra laboriosidad perseverante. Tú has cambiado. Cuando lo hicimos eras otra persona.

—Sólo un muchacho —dijo él, molesto.

—Tus mismos sentimientos te dicen que ya no eres el mismo —replicó la joven—. Yo sí lo soy. Lo que nos prometía felicidad cuando formábamos un solo corazón sólo causa dolor ahora que tenemos dos. No voy a decir cuántas veces y con qué amargura he pensado en esto. Baste con que sepas que lo he meditado y que te devuelvo la libertad.

—¿La he pedido alguna vez?

—Con palabras, no. Nunca.

—¿De qué manera, entonces?

—Con un cambio en tu manera de ser; con otra forma de ver las cosas; con el ambiente distinto en el que se mueve tu vida y con una esperanza distinta de la que era el propósito principal de nuestra existencia. Porque ya no te importa nada de lo que hacía valioso mi amor. Sin ese compromiso entre nosotros —prosiguió la joven, mirándolo con dulzura, pero con fijeza—, dime, ¿me buscarías y tratarías ahora de conquistarme? ¡No, claro que no!

El Scrooge de otro tiempo pareció reconocer, aunque a regañadientes, la verdad de esta suposición. Pero dijo, haciendo un esfuerzo:

—Tú crees que no.

—Me encantaría pensar de otra manera si pudiera —respondió ella—, ¡bien lo sabe Dios! Para que me haya rendido a una verdad tan penosa, ha de tener sin duda una fuerza irresistible. Pero, si estuvieras libre hoy, mañana, ayer, ¿podría creer que elegirías a una chica sin dote, tú que, hasta en las confidencias más íntimas, no dejas de medirlo todo de acuerdo con el principio del lucro? O, si la eligieras, si olvidaras por un momento para hacerlo el principio que siempre te guía, ¿acaso no sé con toda certeza que llegarían enseguida tu arrepentimiento y tu pesar? Estoy convencida y por ello te devuelvo la libertad. Y lo hago de todo corazón, por amor al que fuiste en otro tiempo.

Scrooge se disponía a responder, pero la joven siguió hablando sin mirarlo.

—Cabe, el recuerdo del pasado casi me lo hace esperar, que sufras algo. Será durante un tiempo breve, muy breve, y acabarás por prescindir con gusto del recuerdo, como de un sueño inútil del que ha sido una suerte despertar. ¡Ojalá seas feliz en la vida que has elegido!

La joven se fue y los dos espectadores de la escena también se alejaron.

—¡Espíritu —exclamó Scrooge—, no me mostréis nada más! Llevadme a casa. ¿Por qué disfrutáis torturándome?

—¡Una sombra más! —exclamó el fantasma.

—¡Ninguna más! —gritó Scrooge—. Basta. No quiero verla. ¡No me mostréis nada más!

Pero el fantasma, implacable, lo sujetó por los dos brazos y le obligó a ver lo que sucedía a continuación.

Estaban en otra escena y lugar; una salita, no muy amplia ni lujosa, pero muy cómoda. Cerca del fuego de la chimenea se hallaba una joven muy bella, tan parecida a la anterior que Scrooge creyó que era la misma, hasta que vio a su antigua novia, ahora convertida en madre de familia, sentada frente a su hija. El ruido era indescriptible, porque había allí más niños de los que Scrooge, en su estado de agitación, era capaz de contar; y, a diferencia de la celebrada manada de la que habla el poema, no se trataba de cuarenta niños comportándose como uno, sino de que cada uno de los presentes se comportaba como cuarenta. El resultado era increíblemente estrepitoso, pero a nadie parecía preocuparle; más bien, por el contrario, madre e hija reían complacidas y disfrutaban mucho con el espectáculo; y esta última, al participar a la larga en los juegos de los pequeños, se vio muy pronto dominada por unos jóvenes malhechores que la trataron sin piedad. ¡Qué no habría dado yo por ser uno de ellos! Aunque nunca podría haberme mostrado tan cruel, ¡por supuesto que no! Ni por todo el oro del mundo habría aplastado aquellos cabellos trenzados, ni le habría deshecho el peinado; en cuanto al precioso zapatito, tampoco se lo habría quitado, Dios me bendiga, ni para salvar la vida. Por lo que respecta a medirle el talle por juego, como hacía aquella prole audaz, tampoco me habría resultado posible; habría temido que, en castigo por semejante herejía, el brazo se me torciera para siempre. Y, sin embargo, me habría complacido, más allá de toda ponderación, lo reconozco, tocar sus labios; hacerle una pregunta, para que hubiese tenido que abrirlos; contemplar sus pestañas, sin provocar su sonrojo, mientras miraba al suelo; dejar sueltas las ondas de sus cabellos, un centímetro de los cuales habría sido para mí el más precioso de los recuerdos: en resumen, me habría gustado, lo confieso, que me fuese permitido disfrutar con ella de la libertad de un niño, sin dejar de ser lo bastante hombre para apreciar semejante privilegio en todo su valor.

Pero enseguida se oyó llamar a la puerta, y siguieron de inmediato tal tumulto y tal confusión que la joven de rostro sonriente y ropa en desorden fue trasladada hacia allí en el centro del grupo ruidoso y animado, justo a tiempo de recibir al padre, que, acompañado por un dependiente, regresaba a casa cargado de juguetes y regalos de Navidad. ¡Imagínense los gritos, los forcejeos, el asalto del que fue objeto el indefenso portador de los obsequios! Se le subieron encima utilizando sillas a modo de escaleras de mano para registrarle los bolsillos, lo desposeyeron de paquetes cuidadosamente envueltos, lo sujetaron por la corbata, se le abrazaron al cuello, le golpearon la espalda y le dieron patadas en las piernas sin otra intención que manifestarle su incontenible afecto. ¡Con qué gritos de asombro y de júbilo se recibió la aparición de lo que guardaba cada uno de los paquetes! ¡La consternación producida por el terrible anuncio de que el bebé había sido sorprendido en el acto de introducirse en la boca una sartén de juguete, además de temerse que se hubiera tragado un pavo de mentirijillas, pegado a una bandeja de madera! ¡El inmenso alivio de descubrir que se trataba de una falsa alarma! ¡Imposible describir la alegría, la gratitud, el entusiasmo! Baste decir que poco a poco los niños y sus emociones salieron de la sala uno tras otro, subieron por la escalera hasta la parte alta de la casa y, una vez allí, se acostaron y renació la calma.

Y ahora Scrooge contempló la escena con más atención que nunca, cuando el dueño de la casa, en quien se apoyaba tiernamente la hija, se sentó con ella y con su madre delante del fuego de la chimenea; y, cuando se le ocurrió que otra criatura parecida, tan llena de gracia y con un futuro tan prometedor, podría haberlo llamado padre, y haber convertido en primavera el triste invierno de su vida, sintió que las lágrimas le dificultaban la visión.

—Belle —dijo el marido, volviéndose hacia su esposa con una sonrisa—, esta tarde he visto a un antiguo amigo tuyo.

—¿A quién?

—¡Adivina!

—¿Cómo voy a saberlo? ¡Espera! Ya lo sé —añadió, riéndose como él—. El señor Scrooge.

—Ni más ni menos. Pasé por delante de la ventana de su despacho y, como no estaba cerrada y tenía encendida una vela, difícilmente podía dejar de verlo. Su socio se halla al borde de la muerte, según dicen; y él estaba allí solo. Completamente solo en el mundo, tengo entendido.

—¡Espíritu —suplicó Scrooge con la voz quebrada—, alejadme de aquí!

—Ya te dije que sólo eran sombras de cosas que han sido —replicó el fantasma—. Son lo que son, ¡no me culpes a mí!

—¡Llevadme de aquí! —exclamó Scrooge—. ¡No lo soporto!

Se volvió hacia el espectro y, al ver que lo miraba con un rostro en el que, de alguna extraña manera, había fragmentos de todos los rostros que le había mostrado, se arrojó contra él.

—¡Dejadme! Devolvedme a mi casa. ¡No me atormentéis por más tiempo!

En el forcejeo, si es que se puede llamar forcejeo a una situación en la que al espíritu, sin visible resistencia por su parte, no le molestaban en absoluto los esfuerzos de su adversario, Scrooge observó que su luz brillaba cada vez con más fuerza; y, al relacionar vagamente aquello con la influencia que tenía sobre él, se apoderó del apagavelas y, con un movimiento brusco, se lo hundió en la cabeza.

El espíritu se ocultó tan bien debajo del apagavelas que su figura desapareció por completo; pero, aunque Scrooge siguió apretando con todas sus fuerzas, no consiguió ocultar la luz, que siguió brotando en ondas que se extendían, sin interrupción, a su alrededor. El viejo cambista tuvo conciencia de su total agotamiento, le invadió una irresistible somnolencia y enseguida se encontró en su dormitorio. Hizo un último esfuerzo para hundir más el apagavelas, la mano se le relajó y sólo pudo tumbarse en la cama antes de caer en un profundo sueño.

Fin

Charles Dickens. Nacido el 7 de febrero de 1812 en Portsmouth, Inglaterra, se erige como uno de los más influyentes y aclamados novelistas de la literatura victoriana. Su vida y obra resplandecen con una complejidad que captura los matices de su época y trasciende las barreras temporales, dejando un impacto perdurable en la literatura y la sociedad.

Dickens experimentó una infancia turbulenta marcada por la pobreza y las dificultades. Su padre fue encarcelado por deudas, lo que llevó al joven Charles a trabajar en una fábrica de betún y a vivir momentos de penuria que dejaron una huella profunda en su sensibilidad hacia los desfavorecidos. Estas experiencias se reflejaron de manera tangible en sus obras, impregnando sus historias con una empatía sincera hacia los marginados y una denuncia de las injusticias sociales.

A pesar de las adversidades, Dickens demostró una mente aguda y un amor por la literatura desde una edad temprana. Sus experiencias juveniles en la fábrica y su posterior educación informaron su perspectiva única sobre la vida y la humanidad. A medida que maduraba, su carrera literaria despegó con la publicación de su primera obra serializada, "Los papeles póstumos del Club Pickwick", en 1836. Este trabajo, caracterizado por su humor y su aguda observación de la sociedad, le otorgó una notoriedad repentina y lo catapultó al estrellato literario.

La pluma de Dickens destiló una maestría en la creación de personajes memorables y vibrantes, como Oliver Twist, Ebenezer Scrooge y David Copperfield. Sus tramas cautivantes a menudo revelaban las profundidades de la condición humana y criticaban las desigualdades sociales y las instituciones opresivas. Además, su estilo narrativo meticuloso, su habilidad para tejer múltiples tramas y su capacidad para alternar entre comedia y tragedia confirman su estatus como un maestro de la narración.

El autor también fue un pionero en la publicación serializada, lo que permitía a un público más amplio acceder a sus historias. Sus novelas fueron consumidas con avidez por las masas, tanto en Inglaterra como en el extranjero, y su influencia se expandió más allá de la literatura, impactando en la conciencia social y política de la época.

Dickens no solo fue un autor prolífico, sino también un activista y filántropo comprometido. Sus lecturas públicas atrajeron multitudes y recaudaron fondos para obras de caridad, y abogó por reformas sociales, educativas y laborales. Su incansable dedicación al bienestar de los menos privilegiados se manifestó en su ficción y en sus acciones en la vida real.

La vida de Charles Dickens llegó a su fin el 9 de junio de 1870, pero su legado se mantiene vibrante. Sus obras siguen siendo estudiadas, adaptadas y amadas en todo el mundo, y su capacidad para conmover, entretener y estimular la reflexión perdura en las páginas de sus novelas. A través de su escritura y su compromiso social, Dickens se inmortalizó como un titán literario que trasciende el tiempo y las fronteras, dejando una marca indeleble en la literatura y en la conciencia colectiva.