El marido de Tom

Foto de Samantha Gades en Unsplash

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No voy a detenerme en las circunstancias que llevaron a que mi héroe y mi heroína se casaran. A pesar de que su noviazgo casi alcanzaba la perfección, tal y como ellos lo veían, la mayor parte de sus características lo convertían en común a ojos de otras personas. Es cierto que casi todo el mundo sonríe a las parejas con aprobación y ternura, pero solo los propios amantes son capaces de asombrarse al experimentar ese deleite sin precedentes.

Sin embargo, tal y como ha sucedido tantas otras veces, cuando por fin se casaron esa idílica situación dio paso a otra en la que primaba lo práctico. En lugar de compartir sus tareas haciéndolas de ese modo más llevaderas, descubrieron que las preocupaciones de la vida se habían duplicado. Esto provocó que nuestros amigos vivieran algunos momentos de angustia. De pronto comprendieron que no estaban en el cielo sino que aún se hallaban en la tierra y que se habían convertido en esclavos de nuevas leyes y limitaciones. En vez de ser más libres y más felices que nunca, habían asumido nuevas responsabilidades: habían fundado un nuevo hogar, por lo que de un modo u otro tenían que cumplir con las obligaciones que esto conllevaba. Recordaban con nostalgia su noviazgo y lo mucho que habían deseado por aquel entonces estar juntos contra el mundo, pero parecía que nunca habían sido tan conscientes como ahora de que formaban parte de la sociedad moderna. Desde que Adán y Eva estuvieron en el Paraíso, antes de la visita del demonio, nadie ha tenido la oportunidad de imitar a esa infeliz pareja. De alguna forma eran sinceros cuando repetían veinte veces al día que la vida no había sido nunca antes tan placentera, pero ambos tenían reservas mentales que podrían haberles delatado como mentirosos. En cierto modo se sentían algo decepcionados y se sorprendían a sí mismos preguntándose —aunque habrían muerto antes de admitirlo— si eran tan felices como habían esperado serlo. Lo cierto es que eran más felices que la mayoría de la gente, pues tenían una capacidad fuera de o común para disfrutar de las cosas. Durante un corto espacio de tiempo fueron como un barco velero que está dando bandazos y tiene que ir a la deriva durante unos pocos minutos antes de poder retomar el viento y cambiar el rumbo. Además, probablemente sentían lo mismo que cualquier persona que lleva mucho tiempo persiguiendo el objeto de su ambición o deseo. Bien sea una moneda, un cuadro, un volumen raro de una antigua edición de una obra de Shakespeare, un ascenso en el trabajo o un amor, cuando uno lo tiene fácilmente al alcance pierde el anhelo que sentía durante su persecución. La satisfacción, incluso cuando uno ha cenado bien, nunca es un sentimiento ni tan interesante ni tan excitante como el hambre.

Para empezar, mi héroe y mi heroína estaban razonablemente bien establecidos: los dos contaban con algo de dinero, aunque el Sr. Wilson tenía más. Durante un tiempo, su padre había sido un hombre rico, pero con el declive, unos años antes, de los intereses industriales, se había visto afectado sobre todo por culpa de terceras personas. En el momento de su muerte sus asuntos estaban en tal estado que todavía no se sabía si su herencia consistía en una gran suma o en una moderada. La Sra. Wilson, la madrastra de Tom, estaba parcialmente impedida, pues padecía de asma ocasional, pero se libró casi por completo de estos asuntos al residir en otra zona del país. Mientras vivía su marido, había aceptado su enfermedad como algo inevitable y apenas salía de casa, pero durante los últimos años había vivido en Filadelfia con su propia gente, haciendo breves y rápidas visitas de cuando en cuando. No había pasado el periodo voluntario de sufrimiento debido a la boda de Tom, pues aprobaba totalmente dicha unión. Tenía las suficientes propiedades, así que en ese sentido Tom y ella eran independientes. Su otra hijastra se había casado con un oficial de la marina y en aquella época se había marchado para pasar tres años (o menos) con su marido, que había sido enviado a Japón.

No es infrecuente que en muchos matrimonios una de las personas de la pareja que se ha escogido para pasar con ella toda la vida parezca haber salido perdiendo y que los familiares y amigos observen este hecho con malos presentimientos y una resignación mal disimulada. En este caso era la esposa la que podía haberse casado mejor, según la opinión pública. Afortunadamente, ella no pensaba lo mismo, ni antes de casarse ni después, y no creo que se le pasase por la cabeza imaginarse ejerciendo el tipo de carrera que hubiera sido la alternativa. Siendo hija única, se había salido casi siempre con la suya. Alguien dijo una vez que era una pena que no se hubiera visto obligada a trabajar para vivir, pues había heredado un talento fuera de lo común para el comercio. A la hora de cerrar un trato no regateaba de forma vergonzosa, pero sus conocimientos sobre el funcionamiento práctico de los negocios era preciso y ambicioso. Su padre, también un fabricante como el de Tom, lamentaba con frecuencia que fuese una chica en lugar de un chico. Una habilidad administrativa como la suya se desperdicia a menudo en la reducida esfera de las mujeres y puede llegar a ser más una desventaja que una ayuda. Era demasiado independiente y autosuficiente para casarse y podría parecer que necesitara más una esposa que un marido. La mayoría de los hombres prefieren mujeres cuyas naturalezas busquen y se aferren a las suyas para obtener protección. Pero a pesar de que Tom Wilson no deseaba que nadie le protegiera, amaba que su mujer poseyera esos atributos con los que otros hombres se hubiesen sentido incómodos. Lo cierto es que estaba completamente enamorado de su mujer, tal y como era. Era un habilidoso coleccionista de casi todo menos de dinero y durante gran parte de su vida había estado incapacitado por lo que se había convertido, confesaba entre risas, en algo parecido a una anciana. Había sufrido cojera de niño cuando quedó atrapado en una máquina del molino de su padre, junto a la cual había estado echándose la siesta una tarde. A pesar de que estaba ya casi restablecido de su lesión, habían tenido que transcurrir muchos años para que se curase. Había asistido a la universidad, pero estando allí sus ojos comenzaron a fallarle, por lo que se vio forzado a marcharse a mediados de su tercer curso, aunque había seguido manteniendo contacto con sus compañeros de clase, entre los cuales había sido uno de los favoritos. Era bastante haragán. Dudo mucho de que su ambición, excepto en el caso de lograr que Mary Dunn fuera su esposa, destacara alguna vez. Parecía tomarse los días según llegaban, sin esforzarse en que su trabajo diario sirviese para un gran fin y sin tener ningún plan ni propósito para el futuro. Por tanto, no hizo ninguna promesa de que fuera a llegar a ser ni distinguido ni importante. Cuando sus ojos se lo permitían, era un lector infatigable. A pesar de que él hubiera dicho que leía únicamente por placer, lo cierto es que disfrutaba con libros complicados a los que debía dedicar mucho tiempo.

La casa donde vivía pertenecía nominalmente a su madrastra, pero ella había dado por hecho que se establecería allí con su esposa y le aseguró que sería suya a todos los efectos. Tom se sentía profundamente unido a ese viejo lugar, el más agradable de la ciudad. Durante toda su soltería y desde el fallecimiento de su padre, había mantenido allí su residencia y había disfrutado de hacer algunas remodelaciones, pese a que ya era una casa cómoda y estaba amueblada con destacable buen gusto. Se decía de él que de no haber tenido mala salud o si hubiera sido un muchacho pobre, probablemente habría hecho algo con su vida. Lo cierto es que sus vecinos no le conocían bien: era algo reservado y no mostraba mucho interés en las conversaciones sobre temas cotidianos. Nadie sentía tanto afecto por él como por su mujer, aunque tampoco había motivos dignos de mención por los que no gustara a la gente.

Cuando nuestros amigos llevaban casados un tiempo, habiendo ya sobrevivido a la primera extrañeza del nuevo orden de las cosas y cumplido con sus obligaciones vecinales con tan buena disposición y generosidad que incluso Tom estaba mucho mejor considerado que nunca antes, se hallaban sentados junto al fuego de la biblioteca una noche tormentosa. La Sra. Wilson había estado leyendo a Tom las cartas que este había recibido en el correo vespertino. Entre ellas se encontraba una extensa misiva de su hermana desde Nagasaki, escrita con un manifiesto tono de reproche. Se quejaba de lo escasa que era su parte de la herencia de su padre y añadía que sus amistades americanas le habían asegurado que se estaban construyendo molinos más pequeños por todas partes y que el negocio empezaba a ir bien. Puesto que gran cantidad del dinero familiar había sido invertida en la fábrica, le parecía sorprendente y lamentable al leer las últimas cartas de Tom que este no pareciera tener ni la menor idea de cómo poner a cargo a la persona adecuada y de ese modo volver a trabajar. Le habían dicho que podría conseguir el ocho por ciento en su otra propiedad en lugar del cuatro, hecho que significaría una enorme diferencia para ella. Un capitán de la marina en un puerto extranjero estaba obligado a recibir invitados con frecuencia y Tom debería saber que el coste de la vida era mucho más alto para ellos que para él, y tendría que preocuparse por ellos. Esperaba que hablase con su madre para que ambos decidieran cuál era la mejor forma de proceder (puesto que ella había sido albacea, junto con Tom, del testamento de su padre).

Tom dejó escapar unas risitas, pero parecía afectado. Su mujer le había dicho algo parecido y su madre había hablado una o dos veces en sus cartas sobre la posibilidad de poner en marcha el molino de nuevo. Él no era un hombre de negocios y sus teorías acerca del estado del país le hacían dudar de si era seguro gastar el dinero que tendrían que gastar para la puesta a punto del molino.

—Piensan que al minuto de que se ponga en marcha estaremos ganando dinero a espuertas, como nuestro padre cuando éramos niños —dijo—. Pero antes de que podamos hacer nada vamos a tener que gastarnos un montón de dinero. Recuerdo que antes de que padre muriera tenía la intención de renovar la mayor parte de la maquinaria. Yo no tengo ni idea del negocio y lo hubiera vendido hace ya mucho tiempo si hubiese recibido una sola oferta que valiera la pena. Hoy en día solo se venden a buen precio los molinos más grandes. Además, tendríamos que traernos a un grupo de franco-canadienses, la gente que vive en esta parte del país ya no quiere trabajar en fábricas. Incluso los irlandeses se marchan al oeste en cuanto llegan al país y ya ni siquiera pisan estas tierras.

—Pero en el pueblo siguen viviendo muchos de los antiguos trabajadores —repuso la señora Wilson—. Jack Towne me preguntó el otro día si no íbamos a ponernos en marcha en primavera.

Tom se removió en su silla, nervioso.

—Te pondré a ti a cargo, si quieres —dijo medio enfadado, a lo que Mary le lanzó el periódico. Cuando él se lo tiró a ella, ya se había puesto otra vez de buen humor.

—¿Sabes, Tom? —dijo ella con una seriedad sorprendente—. Creo que nada me gustaría más en este mundo que dirigir un gran negocio. Odio las tareas domésticas, siempre lo he hecho y nunca había trabajado tanto en ellas como desde que estoy casada. Imagino que hablar en estos términos no resulta muy femenino, pero si pudiera librarme de todo esto sería completamente feliz. Si te vuelves rico cuando el molino vuelva a estar en funcionamiento, te rogaré que contrates a un ama de llaves para librarme de todo esto. Te lo aviso desde este momento. Creo que no llevo la casa tan bien como lo hacías tú antes de que yo llegara.

Tom parpadeó.

—Seré yo quien se lleve ese reconocimiento y no tú, Polly. Pero no puedes decir que no he sido paciente, a buen seguro que te he dicho más de una vez cómo cocinamos aquí, pero no pienso ser el coronel de tu cocina.

—Sé que hemos hecho lo que creíamos correcto —dijo su mujer en tono reflexivo—, pero pienso que hubiéramos sido incluso más felices si yo me hubiese librado de esto. Hay días en que me siento tan miserable que me estremezco solo de pensarlo. Nunca sé qué hacer para desayunar, y quizá no debiera decirlo, pero me es indiferente que haya polvo por la casa. Me tomo las tareas domésticas como el mayor castigo de mi vida —ambos se rieron ante esta confesión lastimera.

—Tengo en la cabeza librarte de ellas —dijo Tom—. Siempre me gustó estar al mando de las tareas, para serte sincero, y sería mejor amo de casa. Lo he estado haciendo durante cinco años, aunque es cierto que llevar una casa en la que vive una sola persona no es lo mismo que encargarse de una en la que viven dos, siendo una de ellas mujer. Ya ves, has traído novedades al hogar. Por fortuna, las criadas están bien entrenadas, aunque creo que al principio les rompiste mucho los esquemas.

Mary Wilson sonrió vagamente, como si solo estuviera escuchando a medias. Golpeaba el suelo con el pie y miraba el fuego con intensidad. Lo avivó con fuerza.

—¿Y bien? —preguntó Tom tras haber esperado con la mayor paciencia de la que había sido capaz.

—¡Tom! Voy a proponerte algo. Mi deseo es que hagas lo que dices, lleves las riendas de todos los asuntos domésticos y me dejes poner en marcha el molino. Estoy segura de que podré dirigirlo. Por supuesto, contrataría a gente que supiera del tema para enseñarme. Estoy convencida de que nací para ello y de que me sentiría más realizada que nunca. Esto es lo que voy a hacer: yo misma pagaré todos los gastos de la puesta en marcha, creo que tengo el dinero suficiente o que lo puedo conseguir, y si transcurrido un año las cosas no van bien lo dejaré y tú podrás decidir cómo proceder. Si por el contrario lo he logrado, tu madre, tu hermana y tú podréis devolverme el dinero.

—Así que yo voy a ser la esposa y tú el marido —observó Tom, un tanto indignado—. Al menos, eso es lo que dirá la gente. Un matrimonio tan bien avenido. Y piensas que puedes hacer más trabajo en un día de lo que yo puedo hacer en tres. ¿Sabes que debes ir a la ciudad a comprar algodón? ¿Sabes que hay mil cosas en el negocio que desconoces?

—¿Y no las puedo aprender? —dijo Mary, de buen humor—. Tom, sabes que puedo hacerlo tan bien como tú, e incluso mejor, pues a mí me gustan los negocios y a ti no. Olvidas que fui la mano derecha de mi padre desde que tenía doce años y que me has dejado invertir mi dinero y parte del tuyo, sin haber metido hasta ahora la pata ni una sola vez.

Tom pensó que su mujer nunca había estado tan guapa ni tan rebosante de felicidad.

—La verdad es que no me importa. Será divertido escuchar los comentarios de la gente. Es una nueva forma de hacer las cosas, desde luego. Hoy en día las mujeres piensan que pueden hacerlo todo mejor que los hombres, pero al parecer yo soy el primer hombre al que le hubiera gustado ser una mujer.

—Pues claro que la gente se reirá —dijo Mary—. Pero también dirán que es muy propio de mí y que tengo mucha suerte por haberme casado con un hombre que acceda a mis deseos. No veo por qué esto no va a ser sensato: tú vivirás igual que antes de casarte en lo que respecta a los asuntos domésticos y si entonces era bueno que tuvieras esos conocimientos, no me puedo imaginar por qué ahora no, si a mí me hacen desgraciada y estoy desperdiciando mis talentos para el negocio mientras me ocupo de eso. ¿Qué más nos da lo que piense la gente?

—Imagino que es parecido a ver fumar a las mujeres: no es que esté mal, pero no es la costumbre del país. No me gusta la idea de que estés entre hombres de negocios. Por supuesto, nunca te acompañaría, la gente pensaría que soy idiota. Dirían que te has casado por intereses industriales y que te has aprovechado de mí. Ya me imagino mi orgullo herido de todas las formas posibles —manifestó Tom en tono quejumbroso. Después empezó a reírse—. Es uno de tus encantadores castillos en el aire, mi querida Polly, pero un viejo molino de ladrillo necesita mejores cimientos que las nubes. No, buscaré y contrataré a un hombre honesto con sentido común para que se ocupe. Supongo que es lo mejor que podemos hacer, pues es preferible que la maquinaria no esté apagada tanto tiempo, pero pretendo vender la fábrica tan pronto como pueda. Francamente, ojalá se incendiara, el seguro es el mejor precio que podríamos obtener por ella. ¡Menuda carta nos ha escrito Alice! Imagino que el capitán ha estado quejándose de su sueldo o que han dado muchas cenas en su buque. Si nos librásemos del molino, podríamos ir a visitarlos este invierno, eso sí que sería divertido.

Mary sonrió de nuevo con aire ausente. Tom tuvo el incómodo presentimiento de que el tema no se había acabado allí, pero no hablaron más de ello durante uno o dos días. Cuando la señora de Tom Wilson anunció, sin esperar que nadie le llevase la contraria, que estaba completamente decidida y que pretendía entrevistar a aquellos hombres que habían supervisado los distintos departamentos y que aún vivían en el pueblo para poner a punto el molino de inmediato, Tom se sintió desconcertado, pero no se opuso. Nada más desayunar, su mujer le tendió las llaves con formalidad y le dijo que había carne suficiente en casa para la cena. Al momento, escuchó las ruedas de su pequeño faetón traqueteando al descender la carretera. No sería sincera si asegurase que él no se sintió provocado. Al menos podría haber esperado a que le diera permiso formalmente. En un primer momento pensó en coger otro caballo, perseguirla y traerla de vuelta para que se sintiera ridícula, y de ese modo poner fin a todo ese asunto. Pero algo le dijo que ella sabía lo que se hacía y tomó la decisión de dejarle hacer las cosas a su manera. Su único pensamiento descortés hacia ella fue que si fallaba, no afectaría a nadie. Estaba seguro de que no haría nada impropio de una dama ni sería desconsiderada con la dignidad de su marido. Imaginaba que la gente se lo tomaría como otra de sus rarezas de mujer independiente, las cuales al final se ganaban su respeto, a pesar de que en un primer momento fueran motivo de chanza.

—Susan —llamó a su estimada sirvienta, que pasaba en aquel momento por la puerta con el recogedor—, dile a Catherine que me pregunte a mí lo que debe hacer en la casa, y lo mismo te digo a ti. Voy a encargarme yo de nuevo, como hacía antes de casarme. A mí no me supone ningún problema y a la Sra. Wilson no le gustan estas cosas. Además, se va a poner a trabajar y va a tener muchas cosas en la cabeza.

—De acuerdo, señor, muy bien, señor —aceptó Susan, deseosa de preguntar tantas cosas que se quedó completamente muda. Pero su señor parecía muy feliz y estaba claro que su mujer estaba de acuerdo. Se puso a barrer las escaleras mientras las subía, removiendo el polvo con entusiasmo, como si tratase de acabar con una colonia de insectos.

Tom se dirigió al establo y montó su caballo, que le estaba esperando para dar su acostumbrado paseo matinal a la oficina de correos. Descendió la carretera al galope buscando el faetón. Vio a Mary hablando con Jack Towne, que había sido un supervisor y un trabajador muy valorado por su padre. Parecía sorprendido y contento.

—Pues no estaba buscando trabajo de forma activa —explicaba—, gano lo suficiente para mantenernos a mi mujer y a mí, pero a los jóvenes les supondrá un aliciente encontrar trabajo cerca de casa. Mis sobrinos buscan algo que hacer, iban a ir a Lynn la semana que viene. Desde luego a mí me gustaría volver a trabajar donde siempre. Lo he echado de menos desde que cerramos.

—Siento haber tardado tanto en alcanzarte —se disculpó educadamente Tom ante su mujer—. Bien, Jack, ¿te ha contado la Sra. Wilson que va a poner en marcha el molino? Debes ayudarla todo lo que puedas.

—Delo por hecho —respondió el Sr. Towne cortésmente y sin mostrar sorpresa alguna.

—Aún no sé mucho del negocio —explicó la señora Wilson, que se había sentido un poco sobrepasada con la jerga que Jack Towne había empleado para referirse a las diferentes salas y a la maquinaria, y con la abrumadora sensación de que en las siguientes semanas tendría que superar muchos escollos—. Para cuando el molino esté listo, yo también lo estaré —aseguró animándose. Tom, que comprendió cómo se sentía, no pudo evitar reírse mientras montaba a su lado—. Necesitaremos otro barril de harina, Tom, querido —le ordenó como castigo por su risa inoportuna.

Si en la larga espera perdió el valor o se desanimó ante los constantes gastos, no lo demostró. Al cabo de un tiempo, el molino arrancó y sus preocupaciones fueron disminuyendo, por lo que le dijo a Tom que antes del siguiente día de pago le gustaría viajar a Boston unos cuantos días, ir al teatro, divertirse y descansar. Estaba muy pálida y había adelgazado. Decía que no había trabajado tan duramente en toda su vida, pero nadie imaginaba lo feliz que era. Se alegraba muchísimo de haberse casado con Tom, ya que otros hombres se hubieran reído de ella.

—Yo me reí —admitió Tom—. Ahora, si no lloro por haberme arruinado, me consideraré afortunado.

Pero Mary parecía tranquila y confiada. Le dijo que en esos momentos no corrían ningún peligro.

Hubiera sido ridículo esperar beneficios el primer año, pero la familia de Nagasaki se había calmado. Todas las cartas del negocio llegaban dirigidas a Tom y quienes no estaban directamente implicados creían que él era el motor del renacimiento de la empresa. En ocasiones, hombres de negocios visitaban el molino y se quedaban boquiabiertos cuando la persona con la que se reunían era la señora Wilson, aunque pronto aprendieron a respetar su talento y su éxito. Recibía ayuda del empleado veterano, quien se había reincorporado rápidamente. Su éxito era rotundo. Se rieron de ella, como era de esperar, y la gente opinó que Tom debería estar avergonzado de sí mismo, pero pronto se dieron cuenta de que él no era el culpable y todos los reproches cayeron sobre su extraña mujer. Al poco tiempo no había un solo aspecto del molino que ella no comprendiese y al final del segundo año anunció con gran orgullo y sentimiento de triunfo que habían obtenido unos pequeños beneficios. Todo el mundo le dio la enhorabuena y pensó en su proyecto de distinta manera a como lo habían hecho en un principio. Tuvo muy buena suerte. Al final del tercer año estaba ganando dinero para sí misma y para sus amigos mucho más rápido que la mayoría de la gente. Comenzaron a llegar cartas de aprobación desde Nagasaki. Los Ashton habían recibido órdenes de quedarse en esa región y era evidente que estaban obligados continuamente a recibir cada vez más invitados. Además, sus hijos crecían a toda velocidad, por lo que su educación cada vez era más cara. El capitán y su mujer se felicitaban en secreto ante la perspectiva de que sus dos hijos, con toda probabilidad, heredasen algún día la jugosa propiedad de su tío Tom.

Durante un tiempo, Tom disfrutó tranquilamente de la vida y de sus propias aficiones. Al principio había estado nervioso, pues creyó que Mary iba a despilfarrar el dinero de ambos. Tampoco le gustaban las perspectivas, pues temía que el éxito en los negocios de su mujer fuera directamente proporcional a la pérdida de su feminidad. Pero a medida que pasó el tiempo, se dio cuenta de que no había nada que temer y aceptó la situación con filosofía. Abandonó su colección de grabados y se interesó más en la de monedas y medallas, a la que dedicaba la mayor parte de su tiempo libre. Viajaba a la ciudad con frecuencia en búsqueda de tales tesoros y acabó siendo conocido en algunos barrios como un habilidoso y experimentado numismático. Pero en cierto momento su hogar (que mientras la fiel anciana Catherine y su sobrina Susan fueron sus sirvientas casi se había mantenido solo y le había dado poco que hacer excepto encargar las cenas) se convirtió repentinamente en una gran carga para él. Catherine, que había estado con la familia durante muchos años, falleció tras una breve enfermedad y Susan escogió ese momento y no otro para casarse con un ayudante del molino. A esto siguió un deprimente periodo de experimentación. Durante una eternidad, una procesión de criaturas inútiles entró por una puerta de la cocina y salió por la otra. Su mujer no quería admitirlo, pero parecía que Tom se estaba volviendo cada vez más quisquilloso con los asuntos domésticos y que prestaba más atención a los pequeños detalles que antes. Cuando estaba cansada, a menudo deseaba que él no hablase tanto de los quehaceres de la casa. A veces parecía que era en lo único que pensaba.

Cuando la señora Wilson empezó a trabajar en la fábrica, tomó la decisión de consultar a Tom todos los temas de importancia, pero pronto resultó evidente que se trataba de una mera formalidad. Él trató caballerosamente de mostrar un profundo interés que en realidad no sentía, así que su mujer se rindió y le habló cada vez menos de esos asuntos. Dijo que le gustaba dejar los negocios a un lado cuando llegaba a casa y cogió la costumbre de echarse una siesta en el sofá de la biblioteca mientras Tom, que no podía hacer uso de sus ojos bajo la luz de una lámpara, se sentaba a fumar sin más delante de la chimenea. Cuando eran recién casados, su mujer siempre le leía los periódicos de la tarde y después continuaban con algún libro de Historia o de Filosofía, disciplinas en las que ambos estaban interesados. Los dos recordaban con cariño aquellas tardes de los inicios de su vida matrimonial y en ocasiones se decían que tenían que retomar el hábito de leer juntos. Mary estaba tan cansada por la tarde que Tom no se atrevía a proponer un paseo. Aunque no era un hombre especialmente sociable, le gustaba visitar a sus vecinos del pueblo de vez en cuando. Pese a que no le apasionaba el mundo de los negocios y lo desconocía casi todo sobre él, con el tiempo deseó que su mujer le contara sus planes y lo que estaba haciendo, o al menos cómo iban las cosas. Creía que su mano derecha, el viejo señor Jackson, estaba más en su cabeza que él. Se pasaba el día hablando de lo que pensaba Jackson. Se percató con disgusto de que ella daba por hecho que a su marido el bienestar de su propiedad le resultaba indiferente, lo cual le hacía sentirse como un jubilado dependiente a pesar de que, cuando tenían invitados en casa, lo cual no era raro, nada en las formas de ella daba a entender que se considerase la cabeza de familia. Era difícil encontrar faltas en su mujer aunque hay que reconocer que él tampoco las buscaba.

No obstante, siendo este estado de las cosas completamente antinatural, seguro que el lector espera descubrir que al final estas cambiaron. El primer ataque del enemigo vino a manos de una anciana que vivía cerca. Una mañana, cuando Tom conducía a toda prisa hacia el pueblo (para enviar una carta en la que pedía a su representante que se hiciese a cualquier precio con una moneda de cobre que llevaba persiguiendo mucho tiempo), ella le detuvo para preguntarle si esa semana habían hecho levadura y si tendrían a bien darle una taza, pues la suya se le había estropeado. Tom se enfureció de inmediato y le deseó mentalmente un inmerecido destino, pero le dijo que fuese a preguntar a su cocinera. Este pequeño retraso, además de herir su dignidad, hizo que perdiera el correo y al final, su deseada moneda de cobre. Ese día resultó nefasto para él. Era miércoles. Puesto que los primeros días de la semana había llovido, la colada estaba retrasada. Mary llegó al hogar de indignante buen humor. Se había encontrado con una antigua compañera de escuela que regresaba a casa de las montañas junto con su marido y primero les había llevado a conocer la fábrica, donde se habían divertido y habían disfrutado mucho y ahora les había invitado a casa a cenar. Tom les dio una cordial bienvenida y demostró su habitual hospitalidad, pero en cuanto estuvo a solas con su mujer se quejó:

—Podrías haberte acordado de que hoy las chicas están más ocupadas de lo normal. Ojalá pusieras más interés en las cosas de casa. Las chicas han estado haciendo la colada, no sé qué tipo de cena podremos ofrecer a tus amigos. Habría estado bien que hubieras traído unos bistecs. Yo mismo he estado ocupado y no he podido bajar al pueblo. Pensé que solo tomaríamos un almuerzo.

Mary tenía hambre, pero no dijo nada excepto que todo saldría bien. No importaba, quizá podrían tomar unas latas de sopa.

Ella solía ir a la ciudad con frecuencia para comprar o examinar algodón, así como para ver nueva maquinaria. Regresaba a casa con bonitos muebles y cuadros nuevos, además de tener el tacto de recordar los gustos de su marido, pero de alguna manera Tom tenía la inquietante sospecha de que ella podía arreglárselas muy bien sin él en lo referente a sus deseos y esperanzas vitales más profundas, y de que sus preocupaciones más importantes tenían que ver con asuntos que no compartían. Parecía haber fundido su vida con la de su mujer. Había perdido interés por las cosas que ocurrían fuera del ámbito doméstico, sentía que se estaba oxidando y quedando desfasado, que se había perdido mucho de la vida, que su existencia era un completo fracaso. Un día le sobrevino el pensamiento de que esa había sido casi con exactitud la experiencia de la mayoría de las mujeres y se preguntó si verdaderamente resultaba más decepcionante y vergonzoso para él que para las propias mujeres. “Puede que algunas se conformen con esa vida”, se dijo con frialdad. “La gente piensa que las mujeres están diseñadas para esos quehaceres por naturaleza, pero no sé por qué yo he hecho tanto el ridículo”.

Una vez vio su vida desde esa perspectiva, se sintió cada día más degradado y se planteó qué podía hacer al respecto. En cierto momento, llevado por una nueva y extraña compasión, fue a visitar el pequeño panteón familiar. Era uno de esos días apacibles pero sombríos que se dan a veces a principios de noviembre, cuando la pálida luz del sol es como la patética sonrisa de un rostro triste. Se sentó durante mucho tiempo sobre la hierba medio congelada que había junto a la tumba de su madre.

Regresó a casa al anochecer. Su madrastra, quien justo esos días les estaba haciendo una visita, mencionó que había estado revisando algunas de sus cajas que había guardado hacía ya mucho tiempo en el desván.

—Todo tiene un aspecto fantástico allí arriba —dijo con su voz sibilante (que siempre le ponía muy nervioso y ese día aún más), y añadió sin intención de herir sus sentimientos—, siempre has sido un amo de casa excelente.

—¡Estoy harto de esas tonterías! —exclamó él, con una indignación sorprendente—. Mary, quiero que arregles tus asuntos para poder dejarlos como tarde dentro de seis meses. Voy a pasar este invierno en Europa.

—¡Pero Tom, querido! —exclamó su mujer—. No puedo abandonar mi negocio bajo ningún concepto en…

Pero vio que la expresión que tenía su semblante, normalmente tan plácido, reflejaba algo más que determinación, por lo que se abstuvo de continuar hablando.

Y tres semanas después emprendieron el viaje en barco.

FIN

Sarah Orne Jewett. (1849-1909) fue una destacada novelista y cuentista conocida por sus obras regionalistas ambientadas en South Berwick, Maine. Con raíces en Nueva Inglaterra, su familia la familiarizó con la región y sus habitantes mientras acompañaba a su padre, un médico, en sus rondas. Su educación en la Academia Berwick y su amor por la naturaleza influyeron en su escritura.

Jewett publicó su primera historia en el Atlantic Monthly a los 19 años y ganó renombre a lo largo de las décadas de 1870 y 1880. Su estilo se centraba en vívidas viñetas de la vida rural, enfocándose en el color local sobre la trama. Obras como "La tierra de los abetos puntiagudos" (1896) y "A White Heron" (1886) reflejan su habilidad descriptiva y su interés en las voces y vidas de las mujeres.

Mantenía una estrecha relación con la escritora Annie Fields, viviendo juntas en lo que se consideraba un "matrimonio de Boston". Un accidente en 1902 puso fin a su carrera literaria, y Jewett murió en 1909 debido a las complicaciones de un ataque al corazón. Su casa es ahora un museo llamado Sarah Orne Jewett House, preservando su legado literario y su conexión con Nueva Inglaterra.