Narrativa

Tu olfato te guiará

Los dos puntos se disolvían en el verde que todos los martes les servía de fondo. El mismo verde de las moscas verdes sobre el cadáver de un perro, o el de las xilografías sobre las casas verdes de Kitagawa Utamaro. Un verde similar al de las frondas, tal vez dos o tres tonos por encima de aquel del trapo de nariz del bardo irlandés donde un tal Buck Mulligan limpiaba su navaja de afeitar. Precisamente de ese color y no de otro —un problema de elección—, el verde moco, entre la palidez del agua de la bahía de Dublín y la intensidad espesa de la bilis arrancada a estertores a un hígado putrefacto. ¡Qué manera de estirar aquellas veinticuatro horas! Las dos esferas, algo chatas, juntas y verdes, gemelas sobre una nariz rechoncha, danzaban de un lado a otro del estrado, esquivando con ágiles mudanzas y giros de bailarín chino los reflejos del sol de un azafrán insoportable sobre la pizarra, sobre los muñecos, las flechas, los garabatos y las ralladuras de yeso que supuestamente le servían de enlace a un concepto condensado por mil abreviaturas con los rasgos vaporosos de la escritura griega, de la caligrafía torpe del hipopótamo espejuelado que para hacerse comprender, untaba de vaselina cuanta frase le era posible trovar para un público dividido entre dos tipos de marmotas, las que sucumbían ante la fuerza de gravedad haciéndose un desplome de párpados, quijada, cabeza, tronco y extremidades sobre el pupitre —cuando no, y con mucho estrépito, sobre el piso—, y las que se empeñaban en apuntalar el cuerpo con los métodos más extravagantes: se mordían la lengua, se halaban las orejas, se pinchaban las piernas con alfileres, se quemaban con cigarros, se descalzaban los pies para colocarlos sobre tachuelas de punta, masticaban vidrio, sorbían tinta o se hacían picar el cuerpo por hormigas.

El profesor insistía en aburrir tras el verde ultramar de los cristales donde se hundía el aula reducida a reflejos verde-azules, a iridiscencias provocadas por los bordes pulimentados del cristal, por la armadura de metal meticulosamente plateado a fuerza de estopa y corindón. El verde jade cuyo propósito era el otear sin avisos, además de ocultar el otro de los ojos, sembrado de ralladuras rojas causadas por el humo, y el sepultar las arrugas en su cara de viejo verde. Estaba concentrado en su discurso y por ello no había visto a Alicia acercarse lento, desde el fondo, para ocupar un asiento en la primera fila. El muchacho quería observar cómo aquel profesor, con sus teorías, se mostraba capaz de transformar un cuento en “texto” y de texto pasarlo a círculos y cuadros unidos por líneas discontinuas que terminaban en saetas, corchetes, llaves, asteriscos, ojos, pelos y señales y así, las palabras que alguna vez fueron literatura se esfumaban como la aguja en el huevo, el huevo en el pato, el pato en el conejo… Entusiasmado con esa “su habilidad”, que llamaba “de relojero”, el profesor convertía al cristianismo un texto musulmán o demostraba que aquel famoso tratado de Darwin sobre la evolución humana ocultaba en sí (en el sí textual) una estupenda y entretenidísima novela de caballería, cuando no una de esas aventuras fabulosas como las de Chrétien de Troyes, por ejemplo. Alicia, que no entendía nada, aprovechando las protestas del gordo Moisés contra un rayo de luz solar atravesado en el camino de la tiza, inclinó la cabeza buscando verle las manos, ocultas tras las espaldas, pues sospechaba de ciertos sorbidos a escondidas porque si aquello que estaba diciendo pasaba por una distracción, al menos, en la escala del disparate, clasificaba rampante. Aunque es posible que Alicia haya inclinado la cabeza para esquivar las señas que un estudiante le hacía a cada rato sin obtener una respuesta pero, finalmente —estaba seguro de que le resultaría imposible contenerse—, estiró un brazo hacia él y recogió una nota que le había escrito el desconocido.

Ya comprendía Alicia por qué al preguntar por la clase del profesor Moisés, ninguno de los que estaban sentados a la entrada del edificio supo determinar a quién se refería él con ese nombre, y solo después de una descripción minuciosa del sujeto (gordo, viejo, detesta el sol, usa gafas verdes), dos estudiantes le indicaron “Ah, ¿te refieres al Cretino de Troya. Está en la segunda planta, frente al aula del Mono Maligno o el Señor Valdemar, como prefieras. Tu olfato te guiará”.

Moisés continuaba la perorata: “Porque primero están los modernos pero más tarde llegaron los postmodernos y, apenas unos meses más, ya podremos darnos el lujo de hablar, sin vergüenza alguna, de los trans y luego disertaremos sobre los híper y los transhíper… así hasta duplicar y reduplicar los prefijos como los panes y los peces (y los bostezos). ¡Cómo si en una ciudad tan pequeña abundaran los escritores así como abundan las pulgas y los perros en los basurales! Pues sí, y no te asombres, chiquilla que te haces babas sobre la paleta de tu pupitre; cuando menos te lo esperas aparece uno y te asalta a mano armada con un texto. Hay sobrados texticulistas, tantos que ahorita habrá que agregar una nueva luz al semáforo: una para darles paso a los automóviles, otra para los peatones y otra para los hacedores de textualidades. ¿Y para los poetas? ¡Pero que ingenua eres, rubita! Para los poetas, que son una categoría aparte de los Caballeros Textarios, el alcalde hará construir pasos a nivel, restringirá el uso de las aceras para evitar aglomeraciones que entorpezcan la circulación del ciudadano excepcional (sería “común” si fuese texticulista). Los modernos circularán lunes y viernes; los posmodernos, sábados y domingos; las generaciones pasadas, sin distinción de grupo, podrán hacerlo el resto de los días, siempre que abonen una cuota prefijada y se comprometan a no publicar un OVNI bajo ninguna circunstancia, es decir, un Obtuso Ornatísimo Otoñizo Verso Naturalmente Inclasificable e Impublicable”. ¿Y para los antologadores? ¿Qué harán con ellos? ¡Cállate ya, déjalo terminar! “¡De verdad que eres cándida, rubita!, para los antologadores, el alcalde está pensando en los escuadrones de la muerte pero albergamos la esperanza de que se les perdone la vida y que su destino se resuelva por una ley bien restrictiva que les limite al máximo la producción: No más de diez antologías por persona. Prohibido antologar antologías. Prohibido antologar a menores de dieciséis meses de edad. Porque todo texto escrito por un ser humano —sea el papel donde probó el punto de la pluma antes de comprarla o una libreta de teléfonos o la lista de apuntes del bolitero de la esquina, incluso las cuentas diarias— es sensible de ser literaturizado, y cuando antologamos lo más reciente, ¿debemos, en consecuencia, incluirlo todo, hasta el gato?

Por ejemplo, rubita, ya está en circulación la Antología del aguacate maduro donde podrás encontrar a todos aquellos que han escrito ya sea sobre la fruta a punto de caer del árbol, como de la pulpa hecha trozos en una ensalada, lista para ser masticada y digerida. Pero, fíjate, como reacción a las exclusiones escandalosas de la primera, en válida protesta, una persona se ha ocupado de hacer la Antología del aguacate verde; mientras otra la ha preparado sobre el aguacate pintón, y está la del aguacate virtual, que dice reunir a quienes, sin haber hablado del aguacate, se sospecha pudieron haberlo hecho. Y aún quedan más, ¿qué me dices de ¡Somos de la Izquierda!, la antología de los escritores zurdos, y de El almohadón de plumas, la cuadragésimo tercera taifa de narradores y poetas gay? ¿Acaso habrás oído hablar de El falansterio fálico, la compilación de escritores machos a toda prueba, editada, corregida y mil veces ampliada por Falexis Falange? Es necesario que busquen y lean la famosa Represa de representativos, que en sus treinta y ocho volúmenes impresos en papel Biblia recoge lo más selecto de nuestra literatura comarcal más reciente, aunque al terminar de leerla habrán de lamentar ciertas ausencias, algunas personalidades de nuestra literatura que fueron pasadas por alto… ¿Es imperdonable como ejercicio de elección? Prométanme que pensarán en eso”.

No había terminado de explicar cuando un rayo de sol irritante —delgaducho como el hilo de baba que se desprendía de la boca de la rubita preguntona— se le plantó “entre ceja y ceja” sin hacer caso a la resistencia del vidrio coloreado. El profesor manoteó como si fuera a resolver la situación con aquellos pases mágicos cual brazadas de flamenco y, como nada resolvió, se fue a continuar su clase bien lejos de la pizarra gratinada de molesta claridad. Se ocultó en una esquina desde la cual apenas podía ver el criadero de marmotas pero, en cambio, escapaba con gran alivio de la persecución de los rayos de luz. Alicia dio un primer cabezazo, luego un segundo y un tercero, pero al comprobar que el estudiante que le había pasado la nota lo observaba con insistencia, se frotó los ojos y continuó mirando al profesor o, mejor dicho, en dirección al lugar donde, supuestamente, debía estar Moisés.

“…Pero les confieso que suelen suceder cosas aún peores… En cuestiones de textualidad, solo el infinito, por ejemplo…” pero afortunadamente tocó el timbre y el gordo dio por terminada la conferencia. Salió del escondite y fue a despertar a sus alumnos con dos palmadas y un llamado de “¡Atención, marmotas!”. Recogió los papeles, los guardó en una maleta verde, alzó, en señal de disgusto, un dedo contra los cristales de la ventana y le pidió a Alicia que lo acompañara porque deseaba presentarle a un profesor amigo, llamado Camilo, que en esos momentos debía estar concluyendo su clase. “Verás qué distinto de aquel otro que conociste en tu pueblo y de igual nombre”.

VERSÁTIL, VOLÁTIL, VOLUBLE, VIRTUAL

Te presentaré a un ser con la capacidad de ser doble o triple, tal vez cuádruple, polifacético, versátil, volátil, voluble, virtual. Ciertamente un homínido con demasiadas uves y doble uves, con un cuello terminado en una bifurcación (que, dado el caso, debiera escribir con uve), en una doble vía para su vida doble y rellena de dobleces. Un cuello, una cabeza y una protuberancia, varias —una grande, inmensa, y cinco o seis medianas como nacidas de un tronco único— en forma de arbolitos, de coliflores, de cebolletas chamuscadas, de bulbos deformes, atacados por las plagas o el ácido. Acerca de su apariencia de mono blanco, sus dedos curvos, atróficos, sus piernas triunfales (como el arco), capaces de albergar debajo un ejército de seis mil efectivos, supongo sean consecuencia de su naturaleza estofada de malignos tumores y venenos. Hablo de “suponer” porque siempre lo hemos visto así, ni más joven ni más viejo, ni más humano ni menos mono, sembradito de muecas, abscesos de tos, escupitajos de humor en el cesto de los papeles, cejijunto e insoportable cuando asoma por la puerta la nariz gangrenosa y estima que no le prestan la menor atención. De ser así, gargantea dos o tres veces, escupe en el piso y después da dos o tres bastonazos sobre la mesa para que alguien —casi siempre un discípulo en deuda— lo ayude a subir al estrado, claro, después dispensa al auxiliador para que pueda ir al baño a echar la vida en el inodoro.

Cuando nos daba clases, quedábamos en silencio y nos tapábamos la boca y la nariz con pañuelos perfumados porque el hedor a buitre tumefacto, indigesto de líquidos corrosivos, nos impedía respirar un aire medianamente puro. Víctimas del ambiente amoniacal que transpiraba el anciano, la dirección de la escuela y los profesores habían determinado dejarle el aula de la segunda planta, la última y la más cercana a unos baños cuyos inodoros casi siempre estaban tupidos y desbordados de mierda. Lo habían hecho con la intención de disimular la pena de tener en el claustro a semejante bicho letrinero, engendro de mofeta y sobacos de clochard.

Lo de ser doble o triple lo he dicho por los gestos. Una era su estampa al entrar al aula y otra al desplazarse hasta su buró. Muy diferente si disertaba sobre el arte de hacer sonetos o cuando se divertía hablándonos de la pericia necesaria para fabricar el calembour y el palíndromo. Al hacer una pregunta, cerraba los ojos y con malignidad señalaba al azar: “tú”. Y si por casualidad atrapaba a un durmiente, se esforzaba por derribarlo de una mirada filosa de diablejo cuyo único fin era demostrarnos su capacidad de reprender con un mohín especial y exclusivo para cada uno, de forma que, aun sin mirarnos a la cara, aun cuando observaba las musarañas anidando en los celajes, sabíamos quién causaba el enfado del señor y a cuál de nosotros se le avecindaba una tragedia. Por cada nuevo conocido, el señor Valdemar se confería una máscara nueva, un rostro de estreno, y puedo jurarles que en una jornada común el hombrecillo reseco y tumoroso, era capaz de barajar más de mil expresiones distintas y hasta hubo semanas en que no le vi jamás hacer una mueca similar a la otra. Sin duda un artista. Tal vez varios hombres en uno, a pesar de su cuerpecito de gorgojo momificado, de sus piernas como palillos de dientes, de su cabeza arrugada como una pasa de ciruela. Hay quien hizo correr el chiste de que en el rostro del viejo, al igual que sobre la superficie del espejo del Doctor Heidegger —el personaje de Hawthorne—, se habían congregado —como a manera de castigo, como una forma de escrutarlo de manera perpetua— todos aquellos atormentados, hoy ya difuntos, a los cuales les convirtió la vida en un infierno porque no era otra su vocación sino la de enredar historias, cambiar los cursos naturales, el provocar las soluciones catastróficas, el insertar entre palabra y palabra el cuchillo oxidado, la punta de lanza, el trasmutar la comedia en tragedia, el ditirambo en libelo, la génesis en apocalipsis; ¿era un monstruo?, te preguntarás. No, un timorato, una liebrecilla arrinconada por el tirapiedras más inofensivo y, precisamente por eso, una persona en extremo peligrosa, una rata acechante. Mucho cuidado. De todos modos, yo solo he de contarte lo que vi, es decir, a lo que se enfrentó Alicia, y tú habrás de tener tu propia idea acerca del viejo, pues, según sus palabras: hay grandes diferencias entre lo dicho, lo existente fuera de lo dicho y la idea que se tiene de ello.

Como cariátides, Moisés y Alicia se pararon a la entrada del aula con la intención de esperar a que el profesor Camilo Valdemar terminara la clase. A diferencia del Cretino de Troya, el señor Valdemar no se dedicaba a la cría intensiva de marmotas. Sus estudiantes, acudiendo a no sé cuáles métodos de levitación, lograban mantenerse en pie (es un decir) los noventa minutos de conferencia. Excepcionalmente alguno cabeceaba pero enseguida el bastón del amo restallaba y la cabeza soñolienta se erguía de nuevo, buscando reconcentrarse junto a las otras hipnotizadas por el terror. Ninguno se atrevía a levantarse, ni a reclamar la salida por haber terminado la clase, ¡no!, pues el maligno disertaba sobre cualquier asunto (aunque no viniera al caso) por tal de hacerlos sufrir y para mostrar todo el esplendor de su naturaleza detestable.

Pero gracias a que Alicia se cansó de estar de pie y se marchó para sentarse en un banco del pasillo, Camilo —que “ardía” en deseos de ser presentado— concluyó y pidió a gritos un ayudante para poder bajar del estrado. Moisés se adelantó, le brindó un brazo, el profesor se enganchó cual mono a una rama y salieron al pasillo, donde Alicia leía la nota que le había dado el estudiante. Alicia esperaba.

No conversaron mucho, solo fue un intercambio de nombres y algunas zalamerías de compromiso que poco o más bien nada importan. Al ver que caminaban rumbo a las escaleras, el estudiante con disimulo le silbó a Alicia y él se limitó a palmear el bolso donde guardaba la nota que solo unos minutos antes había leído. El señor Valdemar, ahora apoyándose en el brazo de Alicia, lo obligó a marchar junto a él como si se conocieran desde toda la vida.

Ernesto Pérez Chang. La Habana, 1971. Narrador y editor

Ha obtenido, entre otros, el Premio David de Cuento 1999 por su libro Últimas fotos de mamá desnuda (Ediciones UNIÓN, 2000); el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2003 por su relato “Los fantasmas de Sade”; el Premio de Cuento La Gaceta de Cuba 2008 por “Escaleras de servicio” y el Premio Alejo Carpentier de Cuento 2011 por su libro El arte de morir a solas (Editorial Letras Cubanas, 2011). Ha publicado además Historias de seda (Relatos, Letras Cubanas y Áncora, España, 2003); Tus ojos frente a la nada están (Novela, Letras Cubanas) y Variaciones para ágrafos (Relatos, Ediciones UNIÓN).