La resaca
Resumen del libro: "La resaca" de Robert Louis Stevenson
«La misma temperatura en Inglaterra no hubiera chocado en pleno estío, pero era cruelmente fría para el Mar del Sur… Y aquellos tres hombres la sentían y tiritaban. Llevaban livianas ropas de algodón, las mismas en que habían sudado por el día, y aguantado los aguaceros tropicales; y para colmar su cuita, no habían desayunado, habían pasado por alto la comida y les había faltado la cena. Según la expresión corriente en el Mar del Sur, aquellos tres hombres estaban “sobre la playa”. La común desgracia les había hecho juntarse, reconociéndose por los tres seres más miserables, de habla inglesa, en Tahití; y más allá de su miseria, cada uno de ellos apenas sabía nada de los otros dos, ni siquiera sus verdaderos nombres. Los tres habían hecho un largo aprendizaje en su camino hacia la ruina…».
Estos tres personajes, protagonistas de La resaca, última obra publicada en vida de Robert L. Stevenson, tendrán la oportunidad de abandonar una Tahití inglesa, tripulando el Farallone, un barco a quien la peste ha dejado sin la tripulación blanca, con destino a Sidney con un cargamento de champaña, pero… Perú no está lejos y el champaña es una tentación demasiado fuerte…
I. Noche en la playa
Por toda la extensión de las islas del Paco, hombres dispersos, de muchas razas europeas, y salidos de casi todas las clases sociales, llevan el impulso de su actividad y diseminan enfermedades. Unos prosperan, otros vegetan. Los hay que han escalado las gradas de un trono y poseen islas y armadas. Muchos de ellos tienen que casarse para vivir, y una lozana y jocunda dama de color de chocolate los sustenta en pura ociosidad; y, vestidos a usanza indígena, pero conservando todavía algún rasgo extranjero en su indumento o en sus modales, acaso una sola reliquia —un monóculo, por ejemplo— del oficial y del caballero de otro tiempo, pasan la vida tumbados, a la sombra de las verandas techadas con hojas de palmera, y entretienen a una tertulia de isleños con los recuerdos de los teatros de variedades. Y aun hay otros, menos acomodaticios, no tan avispados, de peor suerte o quizá menos viles, a los que les sigue faltando el pan en aquellas islas de la abundancia.
En el extremo de la ciudad de Papeete, tres de estos últimos estaban sentados bajo un árbol —un purao—, en la playa.
Era tarde Ya hacía tiempo que la banda militar, terminado el concierto, se había marchado tocando por el camino, con una abigarrada tropa de hombres y mujeres, empleados de comercio y oficiales de marina, bailando a su zaga, los brazos en torno de los talles, y adornados con guirnaldas. Ya hacía tiempo que la oscuridad y el silencio habían ido avanzando de casa en casa por la minúscula ciudad pagana. Sólo resplandecían los faroles de las calles formando halos fosforescentes entre el follaje de las umbrosas avenidas, o trazando trémulos reflejos en las aguas del puerto. Un zumbar de ronquidos se oía por todo el muelle del Gobierno, entre las pilas de madera. Llegaba hasta la costa desde los pailebots, esbeltos y finos cúters, fondeados todos juntos como botecillos, con las tripulaciones tendidas sobre las cubiertas, bajo el cielo estrellado, o amontonadas en improvistas tiendas de lona entre el desorden de las mercancías.
Pero los que estaban bajo el purao no tenían pensamiento de dormir. La misma temperatura en Inglaterra no hubiera chocado en pleno estío, pero era cruelmente fría para el Mar del Sur. La naturaleza inanimada se daba cuenta de ello, y el aceite de coco estaba helado en la botella en todas las casas, a estilo de jaulas, de la isla; y aquellos tres hombres lo sentían también y tiritaban. Llevaban livianas ropas de algodón, las mismas en que habían sudado por el día y aguantado los aguaceros tropicales; y para colmar su cuita, no habían desayunado, habían pasado por alto de comida y les había faltado la cena.
Según la expresión corriente en el Mar del Sur aquellos tres hombres estaban sobre la playa. La común desgracia les había hecho juntarse, reconociéndose por los tres seres más miserables, de habla inglesa, en Tahití; y más allá de su miseria, cada uno de ellos apenas sabía nada de los otros dos, ni siquiera sus verdaderos nombres. Los tres habían hecho un largo aprendizaje en su camino hacia la ruina; y cada uno de los tres, en alguna etapa de su caída, se había visto obligado, por vergüenza, a adoptar un alias. Y sin embargo, ninguno de ellos había comparecido nunca ante un Tribunal de justicia; dos, eran hombres de amables virtudes, y uno de éstos, sentado allí arrecido, bajo el purao, guardaba en el bolsillo un destrozado «Virgilio».
Verdad es que si hubiera sido posible sacar dinero del libro, Robert Herrick habría ya sacrificado, mucho tiempo antes, aquella su última posesión; pero la demanda de literatura, tan característica en algunas partes del Pacífico, no se extiende hasta las lenguas muertas; y más de una vez el «Virgilio», que no podía trocarse por una comida, le había consolado del hambre. Lo repasaba tendido a la larga, y con el cinturón apretado, en el suelo de la antigua prisión, buscando pasajes favoritos y descubriendo otros nuevos que sólo le parecían menos bellos porque les faltaba la consagración del recuerdo. O se detenía en sus vagabundeos sin fin por el campo, se sentaba al borde de una senda mirando, al otro lado del mar, las montañas de Eimeo, y abría al azar la «Eneida», buscando suertes. Y si el oráculo —como es costumbre de los oráculos— respondía con palabras ni muy precisas ni muy alentadoras, al menos visiones de Inglaterra surgían en tropel en la mente del desterrado: la bulliciosa sala del colegio, los verdes campos de recreo, las vacaciones en casa, y el perenne rumor tumultuoso de Londres, y la chimenea familiar, y la blanca cabeza de su padre. Que es el sino de esos graves, sobrios, autores clásicos, con lo que entablamos forzado y a veces penoso conocimiento en las aulas, diluirse en nuestra sangre y penetrar en la substancia misma de la memoria; y así, una frase de Virgilio, no habla tanto de Mantua y de Augusto, como de rincones de la tierra natal y de la propia juventud, ya irrevocablemente perdida, del estudiante.
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Robert Louis Stevenson.Conocido como uno de los más destacados novelistas británicos del siglo XIX, nació el 13 de noviembre de 1850 en Edimburgo, Escocia, y falleció el 3 de diciembre de 1894 en Samoa. Este prolífico autor, cuya influencia en la literatura perdura hasta el día de hoy, dejó una marca indeleble en el mundo literario con su versatilidad y su pasión por la narración.
Stevenson es ampliamente reconocido por su contribución a géneros literarios diversos, desde novelas de aventuras e históricas hasta cuentos y poesía. Su obra más icónica, "La isla del tesoro", es un ejemplo magistral de narrativa de aventuras que ha cautivado a lectores de todas las edades a lo largo de generaciones. Además, su novela de horror psicológico, "El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde", explora temas profundos sobre la dualidad de la naturaleza humana y ha dejado una huella duradera en la literatura de terror.
Stevenson también demostró un interés apasionado por los viajes, lo que se refleja en sus crónicas de viaje y sus aventuras personales por el Pacífico Sur. Estas experiencias se tradujeron en obras como "Cuentos de los Mares del Sur", que ofrecen una visión fascinante de las culturas y paisajes de las islas del Pacífico.
Además de su destreza como novelista, Stevenson era un ensayista perspicaz, y su obra ensayística abordó temas diversos, desde la moralidad hasta la política. Su compromiso con cuestiones sociales y su valiente defensa del Padre Damián, un misionero católico en Hawai, en su carta abierta, demuestran su disposición a utilizar su voz para abordar temas importantes de su tiempo.
A lo largo de su vida, Stevenson luchó contra problemas de salud, incluida la tuberculosis, pero su determinación por vivir y crear fue insuperable. Su capacidad para combinar aventura, misterio y profundidad emocional en sus escritos le ha ganado un lugar perdurable en la literatura universal. La figura de Stevenson sigue siendo un faro de inspiración para escritores y amantes de la literatura en todo el mundo, y su legado literario perdura como un tesoro invaluable en la historia de la literatura británica.