Las crónicas Nemedias

Resumen del libro: "Las crónicas Nemedias" de

Las crónicas Nemedias son una serie de cuatro volúmenes que recopilan las historias originales de Conan escritas por Howard, ordenadas según la biografía del personaje y con nuevas traducciones que respetan el estilo y el contenido del autor original.

En estas páginas podremos acompañar a Conan en sus aventuras por la Era Hiboria, un mundo fantástico lleno de magia, monstruos, guerras y tesoros. Veremos cómo Conan pasa de ser un ladrón, un saqueador y un asesino a convertirse en rey de Aquilonia, el más poderoso de los reinos hiborios.

Conan es un personaje complejo, que combina la melancolía y el júbilo, la ira y la risa, la brutalidad y la nobleza. Es un hombre que vive según sus propias reglas, que no se deja intimidar por nadie y que siempre busca nuevos desafíos y emociones.

Las historias de Conan son un ejemplo de literatura pulp de calidad, con una narrativa ágil, poética y envolvente, que nos transporta a escenarios exóticos y peligrosos, donde el heroísmo y la supervivencia se dan la mano.

Si os gustan las historias de espada y brujería, no podéis dejar pasar la oportunidad de leer Las crónicas Nemedias, una obra imprescindible para los amantes del género y para los fans de Conan el Cimerio.

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BIENVENIDOS A LA ERA HIBÓREA

RODOLFO MARTÍNEZ

Robert E. Howard nació en 1906 en una pequeña población de Texas. Murió treinta años más tarde: se subió al coche y se pegó un tiro en la cabeza con un Colt calibre 38.

En esos treinta años hizo muchas cosas. Fue, especialmente, un prolífico autor de las revistas pulp de la época, las cuales inundó literalmente con sus relatos: de aventuras, históricos, picantes, de hazañas deportivas, de misterio, de terror, westerns… y especialmente narraciones fantásticas, concretamente del subgénero a menudo llamado «fantasía épica» (nombre propuesto por Michael Moorcock en 1961) o «fantasía heroica». Aunque en mi opinión el nombre más apropiado para el género es el de «espada y brujería», acuñado por Fritz Leiber, y que es lo bastante descriptivo de por sí para no tener que ahondar más en su significado.

En plena época de la Gran Depresión era el hombre más acaudalado de la pequeña población tejana en la que vivía, incluso teniendo en cuenta que varias revistas (especialmente Weird Tales, siempre con problemas de liquidez) le debían dinero. Era, también, un completo desconocido para la mayoría de los lectores ajenos al circuito de la literatura pulp, circuito del que intentó salirse varias veces (escribió La hora del dragón, su única novela de Conan, con destino a un editor inglés, pero el proyecto se malogró), siempre sin éxito. Era tremendamente prolífico y si unimos el material que publicó en vida con toda la obra que quedó inédita a su muerte tendríamos para llenar varias cajas de buen tamaño. Si a eso añadimos los poemas, las sinopsis de relatos que nunca llegó a escribir y los inicios de historias inacabadas, la fertilidad literaria de Howard resulta bastante apabullante.

Escribía relativamente de prisa, para un mercado que pagaba poco y con retraso, y que a menudo fraccionaba los pagos. Su estilo no siempre era pulido ni estaba bien acabado, y en ocasiones no le habría venido mal un repaso y la ayuda de un revisor de estilo competente. A veces era repetitivo, usaba clichés con frecuencia, tendía a reutilizar situaciones muy parecidas en relatos diferentes y a menudo abusaba de ciertos adjetivos, especialmente «dark» y «black».

No importaba, porque tenía algo no se podía suplir con revisiones y pulidos.

Era un narrador nato.

Sus páginas, incluso las de los relatos más manidos y rutinarios, rebosan vida, nervio, expresividad. Sus personajes, pese a ser delineados con rapidez a base de tres o cuatro rasgos destacados, parecen vivos y de carne y hueso. No importa lo que cuente: es capaz de meterse al lector en el bolsillo y mantenerlo enganchado e interesado de la primera página a la última.

Se pueden aprender muchas cosas en el oficio de escribir: el trabajo duro y la constancia pueden limar muchos defectos, ayudar en el manejo de numerosas técnicas y potenciar las cosas buenas que se tengan.

Pero se es un buen narrador o no se es. Y eso no se aprende; aunque puede mejorar, y mejora, con la práctica. Simplemente, algunas personas han nacido para contar historias y otras no.

Howard había nacido para ello, sin la menor duda, y lo demostró con creces a lo largo de su vida. No todo su trabajo es bueno, no todo es notable, seguro que una parte de él no es merecedora de pasar a la posteridad. Pero incluso sus relatos más manidos, más de fórmula, tienen algo que aún hoy hace que el pulso se nos acelere y no podamos parar de leer.

En las páginas que siguen intentaré analizar sus principales características como narrador, especialmente aquellas referidas a su más famoso ciclo narrativo (al fin y al cabo, estás ante una edición de las historias de Conan, amable lector), pero que pueden ser fácilmente extrapoladas a toda su obra.

Has de saber, oh príncipe

A lo largo de su vida Howard experimentó con varios personajes y creó distintos ciclos narrativos. Hay cierta tendencia a afirmar que todos los héroes howardianos están cortados por el mismo patrón y Sprague de Camp usó esa idea (quién sabe si fue el responsable de ella) como justificación para convertir relatos póstumos de Howard protagonizados por otros personajes en historias de Conan.

Al fin y al cabo, el mismo Howard lo había hecho. El primer relato de Conan, «El fénix en la espada», es la reelaboración de «¡Con esta hacha gobierno!», una historia de Kull que no había conseguido vender. «El extranjero negro», por otro lado, nació como historia de Conan; Howard no logró colocarle en ninguna revista y la transformó en un relato de bucaneros en el siglo XVII, con la misma fortuna editorial que la versión inicial.

Esa idea de los héroes intercambiables howardianos no es del todo falsa, aunque dista mucho de ser completa. Buena parte de sus protagonistas, es cierto, comparten abundantes elementos comunes que hacen que no sea complicado intercambiarlos entre sí. Son, casi siempre, personajes eminentemente físicos que desbordan un vitalismo feroz entreverado de melancolía.

Pero dentro de esa pauta encontramos diferencias evidentes. El exultante Conan de la Era Hibórea no es el meditabundo Kull de la era precataclísmica, el melancólico Bran Mak Morn de la Bretaña romana o el enloquecido Solomon Kane del siglo XVII, por citar algunos de sus personajes más famosos. ¿Han sido todos cortados de un patrón similar? Hasta cierto punto, pero cada uno tiene características diferenciadoras no solo por su entorno, su época y su biografía, sino por su carácter. A Conan le sería difícil comprender la tendencia a la meditación filosófica de Kull, y este a su vez no entendería el pesimismo brutal que permea cada pensamiento de Bran Mak Morn.

Como sea, de todos esos personajes Conan el cimerio es el más famoso; y sin duda a él dedicó Howard algunos sus mejores esfuerzos en la última etapa de su vida. Entre 1932 y 1936, gran parte del mejor material que salió de su máquina de escribir fue gracias a Conan.

De hecho, las aventuras y la biografía del bárbaro ocuparon suficiente espacio en la mente de Howard para que este se tomase la molestia de escribir un ensayo pseudohistórico con el fin de trazar las líneas maestras del escenario donde el cimerio habría vivido, esa ficticia Era Hibórea en la que «reinos resplandecientes se extendían por el mundo como mantos color zafiro tachonados de estrellas». Cuando los aficionados P. Schuyler Miller y John D. Clark le escribieron para hacerle llegar la biografía de Conan que habían desarrollado, Howard no tardó en responderles: dio por buenos gran parte de los eventos que ambos fans habían detallado, corrigió algunos y amplió otros, lo que demostraba que tenía claros los puntos principales del periplo vital de su personaje, incluyendo aquellos momentos sobre los que aún no había escrito… ni llegaría a hacerlo.

Por otro lado, en el momento de su muerte llevaba meses sin escribir ningún relato nuevo de Conan (el último sería «Clavos rojos»), en parte desanimado por el hecho de que la revista Weird Tales, que había publicado serializada su novela La hora del dragón, aún no le había pagado por ella.

Es muy posible que, de haber seguido vivo, hubiera dejado al cimerio abandonado a su suerte y se hubiera embarcado en un nuevo ciclo narrativo, sin duda algo relacionado con el wéstern, a juzgar por los intereses que mostraba en esa época, que incluso permean algunos de los mejores relatos de Conan. «Más allá del río Negro» y «Clavos rojos» no dejan de ser wésterns ambientados en la Era Hibórea. El segundo, de hecho, está inspirado en la guerra entre clanes que tuvo lugar en Nuevo México, en el condado de Lincoln, en 1878.

La popularidad de Conan, ya grande entre los lectores de fantasía pulp, aumentó poco a poco tras la muerte de su creador. Gnome Press publicó en los años cincuenta cinco volúmenes, algunos de ellos editados por el escritor de ciencia ficción L. Sprague de Camp, que recopilaban todo el material que Howard había llegado a publicar sobre el cimerio y recogían algún relato inédito. La edición se completaba con dos libros más: uno era un pastiche escrito por el sueco Björn Nyberg y revisado por De Camp y el otro incluía relatos inéditos de otros personajes de Howard que De Camp había transformado en historias de Conan.

En la siguiente década De Camp, ayudado por su colega Lin Carter, emprendió la tarea de compilar una nueva edición con aspiraciones de definitiva, al menos desde su punto de vista. Entre los dos prepararon para su publicación todo lo que Howard había escrito sobre el cimerio, tanto relatos publicados en vida como historias póstumas, desarrollaron las sinopsis de cuentos que no se habían llegado a escribir, completaron otros de los que solo existía el inicio y siguieron transformando relatos inéditos de diferentes personajes howardianos en aventuras de Conan. Además, completaron todo aquel material con historias propias que hicieron encajar en diferentes momentos de la biografía del bárbaro.

Hay mucho que decir sobre la pertinencia del trabajo de Carter y De Camp. Lo reprochable no es tanto la escasa calidad de sus pastiches conanescos (que ciertamente resultan rutinarios y apagados cuando se los compara con la exuberante vitalidad del material original) como el que metieran mano en los textos de Howard y cambiaran el estilo (a veces en pequeñeces absurdas que solo se justifican por el afán de cambiar el texto lo suficiente para argumentar una autoría compartida) además de alterar otras veces parte de la trama.

Eso es ir mucho más allá de lo que sería una labor meramente editorial, por no mencionar lo discutible de su proceder en cuanto a transformar relatos inéditos de Howard protagonizados por otros personajes en historias de Conan. En ocasiones la modificación a la que sometieron los textos originales fue excesiva, algo que quedó patente gracias a la edición de Berkley de 1977 coordinada por Karl Edward Wagner, en la que, por primera vez desde la publicación original de los relatos, el lector pudo asomarse a los textos del texano sin los añadidos ni las «mejoras» de Carter y De Camp.

Al respecto resulta revelador el relato «El extranjero negro», rebautizado por Sprague de Camp como «El tesoro de Tranicos». Ya hemos dicho que Howard no logró vender esa historia de Conan y la transformó en una aventura de piratas en tiempos históricos, aunque no tuvo mejor fortuna que con la versión original.

De Camp recupera a Conan y su entorno y publica el relato en 1953 en la revista Fantasy Magazine. En el proceso realiza varios cambios de cierta importancia, además de podar con generosidad el texto para adaptarlo a una longitud más conveniente de cara a su publicación en una revista. Con el tiempo, De Camp recupera la longitud original del relato para su inclusión en Conan el usurpador, dejando, eso sí, las modificaciones que había efectuado en la primera versión.

De estas, una de las más relevantes es que exponga, nada más iniciar la novela corta, la identidad del personaje que aparece en la primera secuencia, dejando claro desde el principio que se trata de Conan, en una maniobra narrativa torpe y absurda que le resta buena parte del suspense al relato. No contento con eso, hace aparecer en escena a Tot-Amón (ausente del texto howardiano) y cambia el final: en lugar de hacerse con un barco y reemprender su carrera como pirata, en la versión de De Camp Conan decide ir a Aquilonia y unirse a la rebelión contra el rey. Estos dos cambios no afectan a la trama general del relato y tienen como objetivo darle más densidad y profundidad al entramado vital del cimerio, pero no dejan de ser de cierto calado y nada tienen que ver con lo que el creador de la historia tenía en mente.

Hay quien piensa que, con todos sus excesos y defectos, el trabajo de ambos autores fue fundamental para que el cimerio alcanzara la popularidad de que goza hoy, y que fue su edición de la saga de Conan la que lo llevó más allá de los fans de la literatura pulp y lo acercó al gran público. Patrice Louinet, en su Guía de Robert E. Howard (Sportula, 2022), sostiene que, en realidad, Conan se habría popularizado mucho antes sin De Camp. De hecho, esas historias tardaron tanto en publicarse porque muchos editores se negaban a aceptar los relatos de Howard si venían acompañados de los pastiches de De Camp. Donald A. Wollheim, por ejemplo, que habría estado encantado de publicar los relatos de Conan en la editorial Ace Books, no tenía ningún interés en los escritos por De Camp.

Quizá la popularidad del personaje fuera del mundillo del pulp tuvo más que ver con la acertadísima elección de un portadista que, además, cambiaría para siempre el paradigma visual de Conan y de la fantasía épica en general. Las espectaculares portadas de Frank Frazetta contribuyeron bastante más al éxito de la edición de Conan realizada por Lancer Books que el trabajo de Carter y De Camp, diría yo.

Roy Thomas, que había comprado los libros precisamente por las portadas de Frazetta, pero no los había leído, fue el responsable de que Marvel editase en 1972 un cómic basado en las aventuras del cimerio. Thomas no tardó en subsanar su error y, desde la primera palabra de Howard que leyó, se convirtió en fan incondicional del autor texano. Fue guionista de la serie regular durante diez años y algo más de cien números (a los que hay que añadir su trabajo en la revista en blanco y negro La espada salvaje de Conan, en las tiras de prensa y en los primeros números de Conan Rey) y puso su importante grano de arena en la popularización del personaje. Su actitud hacia el material howardiano fue siempre de respeto y su trabajo como guionista de las aventuras del más famoso de los bárbaros fue en general excelente, teniendo en cuenta las licencias que el mercado y las limitaciones del medio en esa época lo obligaron a tomar con la obra de Howard. De hecho, su Conan es bastante más cercano al personaje original, en espíritu y en fuerza narrativa, que el de Carter y De Camp.

Podemos discutir si versiones posteriores en cómic, como el Conan de Busiek o el de Truman para Dark Horse, son mejores que la de Thomas. O incluso si todos ellos son superados por la reciente versión de Glénat. Pero es innegable que, sin Thomas, Smith y Buscema, las demás versiones del cimerio en el cómic habrían sido muy distintas.

El espaldarazo definitivo a la popularidad del personaje se lo daría en 1982 la película de John Milius Conan el bárbaro, que de paso lanzó a la fama a Arnold Schwarzenegger. El filme contó con un excelente diseño de producción, un reparto interesante y un buen guion que recogía varios momentos icónicos de la vida de Conan, aunque en realidad tenía poco que ver con este y a veces estaba en las antípodas de personaje de Howard. Eso no le impidió ser durante casi veinte años, hasta el estreno en 2001 de La comunidad del anillo de Peter Jackson, el estándar por el que se medía cualquier producción audiovisual de fantasía épica.

Hubo después una secuela de menguante calidad y un spin-off infecto dedicado a Red Sonja, por no mencionar un reciente remake de escasa fortuna (pese a que Momoa es más Conan en medio segundo en pantalla que Schwarzenegger en dos películas completas), un par de series de animación tirando a patéticas y una de imagen real no mucho mejor. Pese a la poca suerte que ha tenido en la pantalla, más allá de la primera película, su aparición en los medios audiovisuales ha sido el toque final que lo ha convertido en un icono popular conocido en todo el mundo. Cualquiera que vea un individuo musculoso con melena negra al viento, vestido con un taparrabos y armado con una enorme espada piensa inmediatamente en Conan, lo quiera o no.

Las crónicas Nemedias

Robert E. Howard. Escritor estadounidense nacido el 22 de enero de 1906 en Peaster, Texas, y fallecido el 11 de junio de 1936 en Cross Plains, localidad del mismo estado. Su nombre completo fue Robert Ervin Howard. Conocido especialmente por las historias de corte fantástico que publicó en la revista Weird Tales, también cultivó la temática histórica, como por ejemplo en Las puertas del imperio, una historia ambientada en la época de Saladino. La creación más importante de Howard fue, definitivamente, Conan, un héroe bárbaro que aparece en diversas historias situadas en una época ficticia denominada Era Hyboria o Primera Era (que empezaría tras el hundimiento de la Atlántida).

Tras el suicidio del autor en 1936 al conocer la inminente muerte de su madre han sido numerosos los autores que han continuado la labor de escribir acerca de este personaje, creando una mitología propia que se cuenta entre las más extensas de la fantasía heroica literaria. Conan ha sido adaptado en varias ocasiones al cine, así como a la televisión, el cómic, etc., convirtiéndose en uno de los iconos más significativos del siglo XX.