La piedra negra

“They formed a half-circle in front of the monolith.” Drawing by American illustrator Joseph Doolin (1896–1967) for “The Black Stone” in the November 1931 issue of Weird Tales

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Dicen que cosas horribles de Antaño todavía acechan
En los rincones oscuros y olvidados del mundo.
Y algunas noches las Puertas se abren para liberar
Seres enjaulados en el Infierno.

JUSTIN GEOFFREY

La primera vez que leí algo al respecto fue en el extraño libro de Von Junzt, el excéntrico alemán que vivió de forma tan peculiar y murió de manera tan atroz y misteriosa. Tuve la fortuna de acceder a sus Cultos Sin Nombre en la edición original, el llamado Libro Negro, publicado en Dusseldorf en 1839 poco antes de que el autor fuera víctima de un implacable Final. Los coleccionistas de literatura rara estaban familiarizados con los Cultos Sin Nombre principalmente a través de la traducción barata y defectuosa que fue pirateada en Londres por Bridewall en 1845, y por la edición cuidadosamente expurgada que publicó Golden Goblin Press en Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que me tropecé era una de las copias alemanas sin expurgar, con pesadas tapas de cuero y oxidados pasadores de hierro. Dudo que hoy queden más de media docena de volúmenes en todo el mundo, pues la cantidad que se publicó no fue muy grande, y cuando corrieron los rumores sobre la forma en que se produjo el fallecimiento del autor, muchos poseedores del libro quemaron sus ejemplares, aterrorizados.

Von Junzt pasó toda su vida (1795-1840) indagando en los temas prohibidos; viajó a los confines del mundo, consiguió acceso a innumerables sociedades secretas, y leyó incontables libros poco conocidos y esotéricos, y muchos manuscritos, en su versión original; en los capítulos del Libro Negro, que oscilan entre la deslumbrante claridad de exposición y la oscura ambigüedad, hay afirmaciones y alusiones capaces de helarle la sangre a un hombre racional. Leer lo que Von Junzt se atrevió a poner por escrito suscita incómodas especulaciones sobre lo que no se atrevió a contar. ¿Qué oscuras cuestiones, por ejemplo, contienen las páginas escritas con letra apretada que formaban el manuscrito inédito en el que trabajó sin descanso durante meses antes de su muerte, y que estaban rotas y desperdigadas sobre el suelo de la habitación cerrada en la que encontraron muerto a Von Junzt, con marcas de dedos afilados sobre la garganta? Nunca se sabrá, pues el más íntimo amigo del autor, el francés Alexis Ladeau, después de haber pasado una noche entera uniendo los fragmentos y leyendo lo que había escrito en ellos, los quemó hasta convertirlos en cenizas y se abrió la garganta con una navaja.

Pero los contenidos de lo publicado ya son bastante escalofriantes, aunque uno acepte la opinión generalizada de que sólo representan los desvaríos de un loco. En ellos, entre muchas otras cosas extrañas, encontré mención a la Piedra Negra, ese curioso y siniestro monolito que se yergue en las montañas de Hungría, y sobre el cual se acumulan las leyendas oscuras. Von Junzt no le dedicaba mucho espacio, ya que el grueso de su tétrica obra versa sobre cultos y objetos de oscura adoración que afirmaba seguían existiendo en sus días, y parece que la Piedra Negra representa a alguna orden o ser perdido hace siglos. Pero hablaba de ella como una de las llaves, una expresión que utiliza muchas veces, en diversas circunstancias, y que constituye uno de los puntos oscuros de su obra. Aludía brevemente a visiones singulares que se podían contemplar cerca del monolito en la noche del solsticio estival. Mencionaba la teoría de Otto Dostmann de que este monolito era una reliquia de la invasión de los hunos y que había sido erigido para conmemorar la victoria de Atila sobre los godos. Von Junzt contradecía esta afirmación sin dar ningún dato que la refutase, indicando tan sólo que atribuir el origen de la Piedra Negra a los hunos era tan lógico como suponer que Stonehenge había sido erigido por Guillermo el Conquistador.

Esta alusión a una antigüedad enorme picó mi curiosidad y, no sin cierta dificultad, conseguí localizar una copia mohosa y roída por las ratas de Restos de imperios perdidos (Berlín, 1809, editorial «Der Drachenhaus»), de Dostmann. Me decepcionó descubrir que la referencia de Dostmann a la Piedra Negra era aún más breve que la de Von Junzt, y que la despachaba en un par de líneas como artefacto relativamente moderno en comparación con las ruinas grecorromanas de Asia Menor, que eran su tema favorito. Reconocía su incapacidad para distinguir los personajes desfigurados que aparecían en el monolito, pero los consideraba inconfundiblemente mongoles. Sin embargo, a pesar de lo poco que averigüé por medio de Dostmann, sí hallé una mención al nombre de la aldea más próxima a la Piedra Negra, Stregoicavar, un nombre siniestro, que significaba algo parecido a Ciudad de Brujas.

Un examen minucioso de las guías y artículos de viajes no me proporcionó mayor información. Stregoicavar, que no aparecía en ninguno de los mapas que consulté, estaba en una región silvestre y poco frecuentada, apartada de los caminos de los turistas ocasionales. Pero encontré tema para mis reflexiones en el Folklore magiar de Dornly. En su capítulo sobre los mitos de los sueños, mencionaba la Piedra Negra y hablaba de cierta curiosa superstición referente a ella, en concreto la creencia de que si alguien duerme en las proximidades del monolito, esa persona se verá acosada eternamente por pesadillas monstruosas; y citaba relatos de los lugareños sobre personas demasiado curiosas que se aventuraron a visitar la Piedra durante la noche del solsticio estival, y que murieron enloquecidas por algo que habían visto allí.

Eso es todo lo que pude sacar de Dornly, pero mi interés se vio aumentado al percibir un aura inconfundiblemente siniestra alrededor de la Piedra. La sugerencia de que poseía una antigüedad oscura, la alusión repetida a acontecimientos antinaturales en la noche del solsticio estival, despertó algún instinto dormido en mi ser, igual que uno siente, en lugar de oírlo, el fluir de un río oscuro y subterráneo en la noche.

De pronto, comprendí la conexión entre esta Piedra y cierto poema extraño y fantástico escrito por el poeta loco, Justin Geoffrey, El pueblo del monolito. Mis pesquisas me proporcionaron la información de que Geoffrey había escrito el poema mientras viajaba por Hungría, y no pude dudar de que la Piedra Negra era el monolito al cual se refería en sus extraños versos. Releyendo sus estrofas, sentí una vez más la ahogada agitación de impulsos subconscientes que había notado cuando supe por primera vez de la Piedra.

Había estado buscando un lugar donde pasar unas breves vacaciones, de manera que me decidí a ir a Stregoicavar. Un tren de estilo obsoleto me llevó desde Temesvar hasta una distancia como mínimo aceptable de mi objetivo, y un viaje de tres días en un traqueteante coche de caballos me trasladó a la aldea situada en un fértil valle entre las montañas cubiertas de abetos.

El viaje en sí careció de incidentes, pero durante el primer día pasamos por el antiguo campo de batalla de Schomvaal, donde el valiente caballero polaco-húngaro, el conde Boris Vladinoff, libró su gallardo y fútil asalto final contra las huestes victoriosas de Solimán el Magnífico, cuando el Gran Turco arrasó Europa del Este en 1526.

El chófer del coche me señaló un gran montón de escombros en una colina próxima, bajo el cual, dijo, yacían los huesos del valiente conde.

Recordé un pasaje de las Guerras turcas de Larson. «Después de la refriega» (en la cual el conde con su pequeño ejército había rechazado el avance de la vanguardia turca) «el conde se irguió tras los muros medio derruidos del viejo castillo de la colina, dando órdenes para la disposición de sus fuerzas. Fue entonces cuando un lacayo le trajo una pequeña caja laqueada que habían arrebatado al cuerpo del famoso escribano e historiador turco, Selim Bahadur, que había caído en el combate. El conde extrajo de ella un pergamino y empezó a leer, pero no había avanzado mucho cuando empalideció y, sin decir una palabra, devolvió el pergamino a la caja y la introdujo en su capa. En ese mismo instante, una batería turca oculta abrió fuego por sorpresa. Las balas alcanzaron el antiguo castillo, y los húngaros quedaron horrorizados al ver que los muros se desplomaban cubriendo por completo al valiente conde. Sin líder, el gallardo y pequeño ejército fue hecho pedazos, y en los belicosos años que siguieron, los huesos del noble nunca fueron recuperados. Hoy, los nativos señalan un enorme y podrido montón de ruinas cerca de Schomvaal bajo el cual, según dicen, todavía descansa lo que los siglos hayan dejado del conde Boris Vladinoff».

Stregoicavar me pareció una aldea soñolienta y pacífica que parecía contradecir su siniestro apelativo; un remanso olvidado sobre el cual el Progreso había pasado sin detenerse. Las pintorescas casitas y los vestidos y modales aún más pintorescos de sus gentes eran propios de un siglo antes. Eran amistosos, levemente curiosos pero no inquisitivos, aunque los visitantes del mundo exterior eran extremadamente raros.

—Hace diez años vino otro americano y se quedó un par de días en la aldea —dijo el propietario de la posada donde me había instalado—, un hombre joven de modales raros —murmuró para sí mismo—. Creo que era poeta.

Supe que tenía que referirse a Justin Geoffrey.

—Sí, era poeta —contesté—. Y escribió un poema sobre un paisaje próximo a esta misma aldea.

—¿Sí? —el interés de mi anfitrión se había despertado—. Entonces, ya que todos los grandes poetas hablan y se comportan de forma extraña, este debe de haber obtenido gran fama, pues sus actos y conversaciones eran los más extraños que jamás haya visto en un hombre.

—Como es habitual en los artistas —contesté—, el reconocimiento le llegó en gran medida tras la muerte.

—Entonces, ¿ha muerto?

—Murió gritando en un manicomio hace cinco años.

—Es una lástima —suspiró mi anfitrión compasivamente—. Pobre muchacho. Miró demasiado tiempo la Piedra Negra.

El corazón me dio un respingo, pero disimulé mi aguda curiosidad y dije de forma casual:

—He oído hablar de esa Piedra Negra; está cerca de la aldea, ¿verdad?

—Más cerca de lo que querría un cristiano —respondió—. ¡Mire! —me llevó hacia una ventana enrejada y señaló las vertientes cubiertas de abetos de las amenazadoras montañas azuladas—. Allí, más allá de donde se ve la cara desnuda de ese acantilado que sobresale, se levanta esa maldita Piedra. ¡Ojalá se hiciera polvo y el polvo volase hasta el Danubio para ser arrastrado hasta las profundidades del océano más profundo! Una vez intentaron destruirla, pero todos los hombres que levantaron el martillo o el mazo contra ella tuvieron un final horrible. Así que ahora la gente la evita.

—¿Qué hay tan maligno en ella? —pregunté con curiosidad.

—Está hechizada por el demonio —contestó incómodo y con un atisbo de escalofrío—. En mi infancia conocí a un joven que venía de las tierras bajas y se reía de nuestras tradiciones. En su imprudencia, visitó la Piedra en la Noche de San Juan, y al amanecer volvió tambaleándose hasta la aldea. Se había quedado mudo y loco. Algo había destrozado su cerebro y había sellado sus labios, pues hasta el día de su muerte, que no tardó en llegar, sólo habló para pronunciar terribles blasfemias o para balbucir galimatías.

»Mi propio sobrino, cuando era muy pequeño, se perdió en las montañas y durmió en los bosques cerca de la Piedra, y ahora que es adulto le torturan sueños tan horribles que a veces convierte la noche en una agonía con sus gritos y se despierta cubierto por un sudor frío.

»Pero hablemos de otra cosa, Herr; no es bueno meditar sobre semejantes asuntos.

Hice alusión a la evidente antigüedad de la posada y me contestó con orgullo.

—Los cimientos tienen más de cuatrocientos años; la casa original fue la única de la aldea que no quemaron cuando el diablo de Solimán arrasó las montañas. Aquí, en la casa que entonces se levantaba sobre estos mismos cimientos, se dice que el escriba Selim Bahadur instaló su base mientras saqueaban los alrededores.

Supe entonces que los actuales habitantes de Stregoicavar no descendían de la gente que lo habitaba antes del saqueo turco de 1526. Los musulmanes victoriosos no dejaron a ningún ser humano vivo en la aldea o sus proximidades cuando la arrasaron. Aniquilaron hombres, mujeres y niños en un holocausto rojo de asesinato, dejando un gran sector del país en silencio y completamente desierto. El pueblo actual de Stregoicavar descendía de robustos colonos de los valles inferiores que llegaron al pueblo en ruinas después de que los turcos fueron rechazados.

Mi anfitrión no hablaba del exterminio de los habitantes originales con demasiado rencor, y descubrí que sus antepasados de las tierras bajas habían contemplado a los montañeses con aún más odio y aborrecimiento que el que destinaban a los turcos. Fue bastante impreciso al referir las razones de ese enfrentamiento, pero dijo que los habitantes originales de Stregoicavar habían tenido el hábito de asaltar sigilosamente las tierras bajas y raptar muchachas y niños. Aún más, dijo que no eran exactamente de la misma sangre que su propio pueblo; los robustos magiares eslávicos originales se habían mezclado y casado con una raza aborigen degradada hasta que las estirpes se habían fundido, produciendo una indeseable amalgama. Él no tenía ni la menor idea de quiénes eran estos aborígenes, pero afirmaba que eran «paganos» y que habían vivido en las montañas desde tiempos inmemoriales, antes de la llegada de los pueblos conquistadores.

Di poca importancia a su relato; veía en él simplemente un paralelismo con la amalgama de tribus célticas y aborígenes mediterráneos de las colinas de Galloway, que dio lugar a la raza mezclada resultante que, bajo el nombre de picta, participa de forma tan extensa en las leyendas escocesas. El tiempo tiene un curioso efecto distorsionador sobre el folklore, y al igual que las historias de los pictos se entretejieron con las leyendas de una raza mongola más antigua, también a los pictos se adscribió la apariencia repulsiva de los rechonchos primitivos cuya individualidad se diluyó en los relatos pictos, y que al fin fueron olvidados; de la misma manera pensé que podía seguirse la pista de los supuestos atributos inhumanos de los primeros pueblos de Stregoicavar hasta mitos más antiguos y difusos de hunos y mongoles invasores.

La mañana posterior a mi llegada recibí indicaciones por parte de mi anfitrión, que me las dio con preocupación, y salí a buscar la Piedra Negra. Una caminata de un par de horas por las laderas cubiertas de abetos me condujo hasta un acantilado de piedra escarpada y sólida que cortaba bruscamente la montaña. Una estrecha senda lo rodeaba, y siguiéndola, contemplé el pacífico valle de Stregoicavar, que parecía dormitar, protegido a ambos lados por las grandes montañas azuladas. No aparecía ninguna cabaña ni ninguna señal de vivienda humana entre el acantilado sobre el que me encontraba y la aldea. Vi varias granjas desperdigadas por el valle, pero todas estaban al otro lado de Stregoicavar, que parecía acurrucado bajo las amenazadoras pendientes que ocultaban la Piedra Negra.

La cima de los acantilados resultó ser una especie de meseta muy frondosa. Me abrí camino a través de la densa vegetación durante un corto trecho y llegué a un amplio claro. En el centro del claro se levantaba una adusta silueta de piedra negra.

Era de forma octogonal, de unos cinco metros de altura y de aproximadamente medio metro de grosor. Era evidente que antaño había sido muy pulimentada, pero ahora la superficie estaba muy mellada, como si se hubieran hecho enormes esfuerzos para derribarla; sin embargo, los martillos habían hecho poco más que desprender pequeños pedazos de piedra y mutilar los caracteres que en tiempos era evidente que habían subido en espiral a lo largo del tronco, hasta llegar a lo alto. Hasta una altura de tres metros y medio desde la base, estos caracteres estaban casi completamente borrados, de manera que era muy difícil seguir su dirección. Más arriba se distinguían con mayor claridad, y conseguí seguir la mayor parte de su trayecto alrededor del tronco y examinarlos a corta distancia. Todos estaban desfigurados en mayor o menor grado, pero estaba seguro de que no simbolizaban ningún idioma que sea recordado hoy en día sobre la faz de la Tierra. Estoy bastante familiarizado con todos los jeroglíficos conocidos por los investigadores y filólogos y puedo decir, con absoluta certeza, que esos caracteres no se parecían a nada de lo que yo hubiera oído hablar o hubiese leído al respecto. Lo más parecido a ellos que había visto eran unos burdos arañazos en una roca gigantesca y extrañamente simétrica en un valle perdido del Yucatán. Recuerdo que cuando indiqué esas marcas al arqueólogo que me acompañaba, sostuvo que eran bien el producto natural de las inclemencias del tiempo, bien los ociosos garabatos de algún indio. Ante mi teoría de que la roca fuera realmente la base de alguna columna desaparecida hacía mucho, simplemente se rio, haciéndome notar sus dimensiones, que sugerían que, si hubiera sido construida siguiendo las reglas más elementales de la simetría arquitectónica, se trataría de una columna de más de trescientos metros de altura. Pero no me quedé convencido.

No diré que los caracteres de la Piedra Negra fueran similares a los de aquella roca colosal del Yucatán; pero los unos sugerían a los otros. En cuanto a la sustancia del monolito, aquí también quedé desconcertado. La piedra de la que estaba compuesto era de un negro pálido y brillante, cuya superficie, donde no estaba mellada y desgastada, producía una curiosa ilusión de semitransparencia.

Pasé allí la mayor parte de la mañana y me marché desconcertado. No se me ocurría ninguna relación entre la Piedra y ningún otro artefacto del mundo. Era como si el monolito hubiera sido erigido por manos extrañas, en una época distante y alejada de la comprensión humana.

Regresé a la aldea con mi interés intacto. Ahora que había visto algo tan singular, mi deseo de investigar más a fondo el tema se veía estimulado, y quería averiguar con qué extrañas manos y para qué extraño propósito se había erigido la Piedra Negra en aquel pasado remoto.

Busqué al sobrino del posadero y le interrogué sobre sus sueños, pero se mostró impreciso, aunque deseoso de ayudar. No le importaba hablar de ellos, pero era incapaz de describirlos con la menor claridad. Aunque soñaba los mismos sueños continuamente, y aunque eran espantosamente vividos, no dejaban ninguna impresión reconocible en sus pensamientos despiertos. Sólo los recordaba como pesadillas caóticas a través de las cuales inmensos torbellinos de fuego arrojaban horribles lenguas flamígeras y un tambor negro aullaba incesantemente. Sólo una vez había visto en ellos la Piedra Negra, y no en la ladera de una montaña, sino irguiéndose como una torre sobre un inmenso castillo negro.

En cuanto al resto de los aldeanos, descubrí que no se sentían inclinados a hablar de la Piedra, con la excepción del maestro de escuela, un hombre dotado de una educación sorprendente, que pasaba mucho más tiempo que los demás en el mundo exterior.

Se sintió muy interesado por lo que le conté sobre las observaciones de Von Junzt acerca de la Piedra, y estuvo de acuerdo con el autor alemán en la supuesta edad del monolito. Creía que antaño había existido un aquelarre en las cercanías y que posiblemente todos los aldeanos originales habían sido miembros de ese culto de la fertilidad que amenazó con minar la civilización europea y dio origen a los relatos de brujería. Citó el mismo nombre del pueblo para demostrar su teoría; dijo que originalmente no se llamaba Stregoicavar; según las leyendas, sus fundadores lo habían llamado Xuthltán, que era el nombre aborigen del lugar sobre el cual se construyó la aldea hacía muchos siglos.

Este hecho volvió a provocarme un sentimiento indescriptible de incomodidad. El nombre bárbaro no sugería conexión alguna con ninguna raza escita, eslava o mongola a la cual deberían haber pertenecido los pueblos aborígenes de estas montañas bajo circunstancias naturales.

Que los eslavos y los magiares de los valles inferiores creían que los habitantes originales de la aldea habían sido miembros del culto a la brujería era evidente, decía el maestro, atendiendo al nombre que le dieron, nombre que siguió siendo utilizado incluso después de que los antiguos habitantes hubieran sido aniquilados por los turcos, y la aldea reconstruida por una estirpe más pura y sana.

No creía que los miembros del culto hubieran erigido el monolito, pero sí creía que lo utilizaban como centro de sus actividades, y repitiendo vagas leyendas que habían sobrevivido a la invasión turca propuso la teoría de que los degenerados aldeanos lo habían empleado como una especie de altar sobre el cual ofrecían sacrificios humanos, utilizando como víctimas a las muchachas y niños arrebatados a sus propios antepasados en los valles inferiores.

Descartaba los mitos sobre acontecimientos extraños en la noche del solsticio estival, al igual que una curiosa leyenda acerca de una extraña deidad que el pueblo-brujo de Xuthltán se decía que había invocado con cánticos y con rituales de flagelación y sacrificio.

Dijo que nunca había visitado la Piedra en la noche del solsticio estival, pero que no temía hacerlo; lo que quiera que hubiera existido o hubiese tenido lugar allí en el pasado, hacía mucho que había sido engullido por las brumas del tiempo y el olvido. La Piedra Negra había perdido su significado excepto como vínculo con un pasado muerto y polvoriento.

Fue una noche cuando regresaba de una visita al maestro, aproximadamente una semana después de mi llegada a Stregoicavar, cuando de pronto me vino a la cabeza: ¡aquella era la noche del solsticio! El momento justo que las leyendas relacionaban con atroces alusiones a la Piedra Negra. Me alejé de la taberna y crucé rápidamente la aldea. Stregoicavar estaba en silencio; los aldeanos se retiraban temprano. No vi a nadie mientras salía con rapidez de la aldea y me internaba entre los abetos que enmascaraban las laderas montañosas con una susurrante oscuridad. La ancha luna plateada colgaba sobre el valle, inundando los riscos y laderas con una luz extraña y recortando en negro las sombras. No corría viento alguno entre los abetos, pero se percibía un roce y un susurro misterioso e intangible. Seguramente, en noches semejantes en el pasado, me decía mi caprichosa imaginación, brujas desnudas habían volado en escobas mágicas a través del valle, perseguidas por sus obscenos amantes demoniacos.

Llegué a los barrancos y me sentí algo perturbado al observar que la engañosa luz de la luna les prestaba una apariencia sutil. No lo había notado antes, pero bajo la extraña luz no parecían tanto acantilados naturales como las ruinas de muros ciclópeos levantados por titanes, sobresaliendo por la vertiente de la montaña.

Sacudiéndome esta alucinación con dificultad, llegué hasta la meseta y titubeé un momento antes de sumergirme en la temible oscuridad de los bosques. Una especie de tensión expectante dominaba las sombras, como un monstruo invisible que aguantara el aliento para que no se le escape su presa.

Me sacudí la sensación (comprensible, teniendo en cuenta lo escalofriante del lugar y su maligna reputación) y me abrí camino a través del bosque, experimentando la desagradable sensación de que me seguían. Llegué a detenerme una vez, seguro de que algo húmedo y volátil me había rozado la cara en la oscuridad.

Llegué al claro y vi el alto monolito elevando su adusta figura sobre la hierba. Al extremo de los bosques, en el lado que daba a los barrancos, había una piedra que formaba una especie de asiento natural. Me senté, pensando que probablemente fue aquí donde el poeta loco, Justin Geoffrey, había escrito su fantástico El Pueblo del Monolito. Mi anfitrión creía que era la piedra la que había provocado la demencia de Geoffrey, pero las semillas de la locura habían sido sembradas en el cerebro del poeta mucho antes de que llegara a Stregoicavar.

Una mirada al reloj me indicó que la medianoche estaba próxima. Me recosté, esperando cualquier manifestación fantasmal que pudiera producirse. Un fino viento nocturno se levantó entre las ramas de los abetos, con la extraña sugerencia de tenues flautas invisibles susurrando una melodía escalofriante y maligna. La monotonía del sonido, unida a la atención con que observaba el monolito, me provocaron una especie de autohipnosis; me adormecí. Luché contra la sensación, pero el sueño me venció a pesar de mí mismo; el monolito parecía oscilar y bailar, extrañamente distorsionado ante mi mirada, y por último caí dormido.

Abrí los ojos y quise levantarme, pero permanecí inmóvil, como si una mano gélida me hubiera dejado indefenso. Un terror frío me dominó. El claro ya no estaba desierto. Estaba atestado de una silenciosa muchedumbre de personas extrañas, y mis ojos dilatados percibieron detalles extravagantes y bárbaros en sus ropas que mi razón me decía que resultaban arcaicos y olvidados incluso para esta región atrasada. Sin duda, pensé, se trataba de aldeanos que habían venido para celebrar alguna especie de fantástico cónclave. Pero otra mirada me dijo que esta gente no era el pueblo de Stregoicavar. Pertenecían a una raza más baja y achaparrada, de frente más estrecha, de rostros más anchos y embotados. Algunos tenían rasgos eslavos o magiares, pero esos rasgos estaban degradados como si fueran resultado de haberse mezclado con alguna estirpe extraña y más vil que no pude clasificar. Muchos llevaban pieles de bestias salvajes, y su apariencia general, tanto la de los hombres como la de las mujeres, era de una brutalidad sensual. Me aterrorizaban y me repelían, pero no me prestaban atención. Estaban formados en un gran semicírculo enfrente del monolito, y emprendieron una especie de cántico, agitando los brazos al unísono y entretejiendo sus cuerpos rítmicamente de cintura para arriba. Todos los ojos estaban fijos en lo alto de la Piedra que parecían estar invocando. Pero lo más extraño de todo era lo apagado de sus voces; a menos de cincuenta metros de mí, cientos de hombres y mujeres levantaban inequívocamente la voz en un cántico salvaje, pero esas voces me llegaban como un débil murmullo indistinguible que parecía proceder de un punto muy remoto en el espacio… o en el tiempo.

Delante del monolito se erigía una especie de brasero del cual se elevaba ondulante un humo amarillento, vil y nauseabundo, que se arremolinaba de forma curiosa en una espiral alrededor de la negra columna, como una serpiente enorme y movediza.

A un lado del brasero yacían dos figuras. Una muchacha, completamente desnuda y atada de pies y manos, y un niño, que aparentaba apenas unos meses de edad. Al otro lado del brasero se acuclillaba una espantosa bruja con una especie de raro tambor negro sobre su regazo; este tambor lo golpeaba con golpes lentos y ligeros de las palmas abiertas, pero yo no podía oír el sonido.

El ritmo de los cuerpos que se agitaban se hizo más rápido, y al espacio que había entre la gente y el monolito saltó una joven desnuda de ojos incandescentes y largo pelo negro suelto. Girando de forma mareante sobre la punta de los dedos, cruzó el espacio abierto y cayó postrada ante la Piedra, donde quedó inmóvil. Al momento siguiente una figura fantástica la siguió: un hombre de cuya cintura colgaba una piel de macho cabrío, y cuyos rasgos estaban cubiertos en su totalidad por una especie de máscara hecha con la cabeza de un enorme lobo, de manera que parecía un monstruoso ser de pesadilla, horriblemente compuesto de elementos tanto humanos como bestiales. En la mano llevaba un puñado de largas varas de abeto unidas por el extremo, y la luz de la luna refulgía sobre una cadena de oro pesado enrollada al cuello.

Una cadena más pequeña que colgaba de ella sugería alguna especie de colgante que faltaba.

El gentío agitó los brazos violentamente y pareció redoblar sus gritos cuando esta grotesca criatura correteó a través del espacio abierto con muchos saltos y cabriolas fantásticos. Al llegar ante la mujer que yacía junto al monolito, empezó a azotarla con las varas, y ella se levantó de un salto y se lanzó a practicar los pasos del baile más increíble que yo haya visto jamás. Su torturador bailó con ella, siguiendo el ritmo salvaje, imitando cada uno de giros y sus saltos, mientras descargaba incesantemente crueles golpes sobre su cuerpo desnudo. Con cada golpe gritaba una sola palabra, una y otra vez, y toda la gente la gritaba en respuesta. Podía ver cómo se movían sus labios, y el débil y lejano murmullo de sus voces se mezcló y fundió en un grito distante, repetido una y otra vez con éxtasis babeante. Pero no pude distinguir cuál era esa palabra única.

Los bailarines salvajes giraron en remolinos mareantes, mientras los observadores, sin moverse de su sitio, seguían el ritmo de su baile agitando los cuerpos y entrecruzando los brazos. La locura aumentó en los ojos de la saltarina y se reflejó en los ojos de los testigos. El frenesí vertiginoso del baile enloquecido se hizo más salvaje y extravagante, se convirtió en una cosa bestial y obscena, mientras la vieja bruja aullaba y aporreaba el tambor como una demente, y las varas chasqueaban una melodía del diablo.

La sangre corrió por las extremidades de la bailarina, pero esta no parecía sentir los azotes excepto como estímulo para nuevos y descabellados movimientos: saltó en medio del humo amarillo que ahora parecía abrazar a ambas figuras saltarinas, y pareció que se mezclara con esa niebla espantosa y se cubriera con ella como un velo. Entonces, emergiendo a plena vista, seguida de cerca por la cosa bestial que la azotaba, explotó en un estallido indescriptible de movimientos dinámicos y enloquecedores, y en la misma cresta de esa oleada enloquecida, se desmoronó repentinamente sobre la hierba, temblando y jadeando como si se sintiera completamente abrumada por sus frenéticos esfuerzos. Los latigazos continuaron con implacable violencia e intensidad, y ella empezó a arrastrarse sobre su vientre hacia el monolito. El sacerdote, pues así es como le llamaré, la siguió, azotando su desprotegido cuerpo con toda la fuerza de su brazo mientras ella se contorsionaba, dejando un oscuro rastro de sangre sobre la tierra pisoteada. Alcanzó el monolito, y boqueando y jadeante lo abrazó con ambas manos y cubrió la fría piedra de feroces besos ardientes, como en una frenética y atroz adoración.

El fantástico sacerdote dio un salto enorme, desechando las enrojecidas varas, y los adoradores, aullando con espumarajos en la boca, se atacaron los unos a los otros con dientes y uñas, desgarrándose las vestimentas y la carne con la pasión ciega de la bestialidad. El sacerdote recogió al niño con su largo brazo, y gritando de nuevo ese Nombre, arrojó el bebé lloriqueante al aire y aplastó su cabeza contra el monolito, dejando una espantosa mancha sobre la negra superficie. Horrorizado, vi cómo abría el cuerpecito con sus brutales dedos desnudos y cómo lanzaba puñados de sangre contra la columna. Después, arrojó el cadáver enrojecido y despedazado al brasero, extinguiendo la llama y el humo bajo una lluvia carmesí, mientras los brutos enloquecidos aullaban una y otra vez el Nombre. Repentinamente, todos se postraron, retorciéndose como serpientes, mientras el sacerdote abría sus manos sanguinolentas como en señal de triunfo. Abrí al boca para gritar mi horror y mi aborrecimiento, pero sólo emití un seco castañeteo. ¡Una cosa monstruosa y enorme con forma de sapo se agazapaba en lo alto del monolito!

Vi su perfil hinchado y repulsivo contra la luz de la luna, y sobresaliendo en lo que habría correspondido al rostro de una criatura natural, sus enormes ojos parpadeantes que reflejaban toda la lujuria, la codicia abismal, la crueldad obscena y la maldad monstruosa que ha acechado a los hijos de los hombres desde que sus antepasados se agitaban ciegos y sin pelo en las copas de los árboles. En aquellos ojos espantosos se reflejaban todas las cosas execrables y todos los secretos viles que duermen en las ciudades bajo el mar, y que se esconden de la luz del día en la negrura de las cavernas primordiales. Y así, esa cosa aborrecible que el atroz ritual, el sadismo y la sangre habían convocado desde el silencio de las colinas, pestañeó y miró impúdicamente a sus bestiales adoradores, que se arrastraron en detestable humillación ante ella.

Entonces, el sacerdote de la máscara bestial levantó con sus manos brutales a la muchacha atada que se agitaba débilmente y la ofreció al horror del monolito. Y mientras la monstruosidad se relamía, lujuriosa y babeante, algo cedió en mi cerebro y caí piadosamente desmayado.

Abrí los ojos en un amanecer blanco y silencioso. Todos los sucesos de la noche volvieron a mi cabeza y me levanté de un salto, y luego miré a mi alrededor con asombro. El monolito se erguía adusto y silencioso sobre la hierba que se ondulaba, verde y sin pisotear, bajo la brisa de la mañana. Unos pocos pasos me llevaron al otro lado del claro; aquí habían saltado y brincado los bailarines hasta que el suelo tenía que haber quedado pelado, y aquí la devota se arrastró dolorosamente hasta la Piedra, dejando un riachuelo de sangre sobre la tierra. Pero no aparecía ninguna gota carmesí sobre la hierba intacta. Temblando, miré el lado del monolito contra el cual el bestial sacerdote había aplastado al niño raptado, pero allí no aparecía ninguna mancha oscura ni ningún grumo sangriento.

¡Un sueño! Había sido una pesadilla enloquecedora… o si no… me encogí de hombros. ¡Qué vivida claridad para ser un sueño!

Regresé en silencio a la aldea y entré en la posada sin ser visto. Me senté a meditar sobre los extraños sucesos de la noche. Cada vez me sentía más inclinado a descartar la teoría del sueño. Lo que había visto era una ilusión carente de sustancia material alguna, eso era evidente. Pero creía que había visto la sombra reflejada de un acontecimiento ocurrido en una espantosa realidad de épocas pretéritas. Mas ¿cómo podía confirmarlo? ¿Qué prueba podía demostrar que mi visión había sido una reunión de horribles espectros en lugar de una pesadilla originada en mi cerebro?

Como en respuesta, un nombre relampagueó en mi cabeza: ¡Selim Bahadur! Según la leyenda, este hombre, que había sido soldado además de escriba, había gobernado la división del ejército de Solimán que había arrasado Stregoicavar; era bastante lógico. En ese caso, había partido directamente desde aquel lugar devastado hasta el sangriento campo de batalla de Schomvaal, escenario de su fin. Di un salto y lancé una exclamación: aquel manuscrito que fue arrebatado del cuerpo del turco, y que hizo temblar al conde Boris, ¿no podría contener algún relato de lo que los turcos conquistadores encontraron en Stregoicavar? ¿Qué otra cosa podría haber conmovido los nervios de acero del aventurero polaco? Y como nunca se habían recuperado los huesos del conde, ¿no sería posible que la caja laqueada, con su misterioso contenido, todavía yaciera oculta bajo las ruinas que cubrían a Boris Vladinoff? Empecé a hacer la maleta con furiosa precipitación.

Tres días más tarde me encontraba alojado en un pueblecito a escasas millas del antiguo campo de batalla. Cuando salió la luna, empecé a trabajar con brutal intensidad en la gran pila de piedras desmoronadas que coronaban la colina. Fue una tarea agotadora. Al recordarlo ahora no alcanzo a entender cómo pude hacerlo, aunque trabajé sin pausa desde que salió la luna hasta el amanecer. Cuando el sol empezaba a elevarse, aparté el último montón de piedras y miré los restos mortales del conde Boris Vladinoff, apenas unos tristes fragmentos de huesos desmenuzados, y entre ellos, aplastada hasta haber perdido su forma original, se hallaba una caja cuya superficie laqueada la había preservado de la degeneración completa a lo largo de los siglos.

La agarré con frenético entusiasmo, y de regreso, en mi habitación de la posada, abrí la caja y encontré el pergamino relativamente intacto. Había algo más en la caja, un pequeño objeto achatado envuelto en seda. Estaba impaciente por indagar en los secretos de las páginas amarillentas, pero el agotamiento me lo impidió. Desde mi partida de Stregoicavar, apenas había dormido, y los terribles esfuerzos de la noche anterior se combinaron para doblegarme. A pesar de mí mismo, me vi obligado a tumbarme en la cama, y no me desperté hasta la puesta de sol.

Ingerí una cena apresurada, y luego, a la luz de una vela temblorosa, me dispuse a leer los caracteres turcos que cubrían el pergamino. Fue un trabajo difícil, pues no estoy muy versado en el idioma, y el estilo arcaico del relato me desconcertaba. Pero mientras me esforzaba por entenderlo, alguna palabra o frase suelta me llamaban la atención y un horror oscuramente creciente me atrapaba en su zarpa. Apliqué mis energías a la tarea con gran intensidad, y a medida que el relato se hacía más claro y tomaba una forma más tangible, la sangre se me helaba en las venas, el vello se me erizaba y la lengua se me resecaba en la boca.

Por último, cuando la aurora gris se deslizaba a través de la ventana enrejada, dejé el manuscrito y desenvolví la cosa cubierta de seda. Mirándola con ojos fatigados, supe que la autenticidad de todo el episodio quedaba confirmada, incluso aunque hubiera sido posible dudar de la veracidad de aquel terrible manuscrito.

Devolví ambas cosas obscenas a la caja, y no descansé, ni dormí ni comí hasta que la caja fue lastrada con piedras y arrojada a la corriente más profunda del Danubio que, si Dios quiere, la habrá llevado de regreso al Infierno del que salió.

No fue un sueño lo que soñé la noche del solsticio estival en las colinas de Stregoicavar. Por suerte para Justin Geoffrey, él sólo se entretuvo allí bajo la luz del sol y después reanudó su camino, pues si hubiera contemplado aquel espantoso cónclave, su desequilibrado cerebro habría sucumbido aun antes de cuando lo hizo. Cómo pudo resistir mi propia cordura, es algo que no sé explicar.

No, no fue un sueño. Contemplé una atroz fiesta de devotos muertos desde hacía mucho, que volvieron del Infierno para adorar como lo hacían antaño; eran fantasmas que se inclinaban ante un fantasma, pues el Infierno hace mucho que reclamó a su execrable dios.

No sé por medio de qué horrible alquimia o blasfema brujería se abren las Puertas del Infierno en esa única noche escalofriante, pero mis propios ojos lo han visto. Y sé que no vi nada vivo aquella noche, pues el manuscrito con la cuidadosa letra de Selim Bahadur narraba con gran detalle lo que él y sus tropas encontraron en el valle de Stregoicavar; y yo leí, descritas con todo detalle, las atroces obscenidades que la tortura arrancó de labios de los adoradores que gritaban; y también supe de la tétrica cueva negra perdida en las colinas donde los horrorizados turcos arrinconaron a una cosa-sapo vociferante, monstruosa e hinchada, y cómo la mataron con fuego y acero antiguo, bendecido en los tiempos remotos por Mahoma, y con encantamientos que eran antiguos cuando Arabia era joven. Ni siquiera la firme mano del viejo Selim pudo evitar el temblor al tomar nota de los cataclísmicos y devastadores aullidos de muerte de la monstruosidad, que no pereció sola; pues una decena de sus exterminadores perecieron con ella, en formas que Selim no quiso o no pudo describir.

Ese ídolo achaparrado, labrado en oro y envuelto en seda, era una imagen suya, y Selim lo arrancó de la cadena dorada que colgaba del cuello del sumo sacerdote de la máscara cuando murió.

¡Menos mal que los turcos limpiaron aquel valle espantoso con antorchas y acero purificadores! Visiones como las que esas amenazadoras montañas han contemplado pertenecen a la oscuridad y los abismos de eones perdidos. No, no es el temor a la cosa-sapo lo que me hace temblar en la noche. Está atrapada en el Infierno con su nauseabunda horda, libre sólo durante una hora en la noche más extraña del año, como he visto. Y de sus adoradores, nada queda.

Es la comprensión de que hubo un tiempo en que cosas semejantes se agazapaban como bestias sobre las almas de los hombres lo que trae el sudor frío a mi frente; y temo volver a hojear las páginas de la abominación de Von Junzt. ¡Pues ahora comprendo su repetida alusión a las llaves! ¡Sí! Las Llaves de las Puertas Exteriores, eslabones que nos unen con un pasado espantoso y, ¿quién sabe?, tal vez con esferas espantosas del presente. Y comprendo por qué el sobrino del posadero, acosado por las pesadillas, vio en su sueño la Piedra Negra como una torre en un ciclópeo castillo negro. Si los hombres excavasen alguna vez en aquellas montañas, podrían encontrar cosas increíbles bajo la capa de sus laderas, pues la cueva donde los turcos atraparon a la… cosa… no era realmente una cueva, y tiemblo al pensar en el gigantesco abismo de eones que debe extenderse entre esta época y el tiempo en que la tierra se agitó y levantó, como una ola, aquellas montañas azules que, al erigirse, envolvieron cosas impensables. ¡Que ningún hombre quiera extirpar jamás esa espantosa torre que los hombres llaman la Piedra Negra!

¡Una Llave! Sí, es una Llave, símbolo de un horror olvidado. Ese horror se ha esfumado en el limbo del que salió arrastrándose, aborreciblemente, en el amanecer negro del mundo. Pero ¿qué hay de las otras escalofriantes posibilidades apuntadas por Von Junzt? ¿Qué hay de la monstruosa mano que le arrancó la vida? Desde que leí lo que Selim Bahadur escribió, ya no dudo de nada de lo que aparece en el Libro Negro. El hombre no siempre ha sido el amo de la Tierra. ¿Lo es ahora? ¿Qué formas sin nombre pueden acechar en este mismo instante en los rincones oscuros del mundo?

Fin

Robert E. Howard. Escritor estadounidense nacido el 22 de enero de 1906 en Peaster, Texas, y fallecido el 11 de junio de 1936 en Cross Plains, localidad del mismo estado. Su nombre completo fue Robert Ervin Howard. Conocido especialmente por las historias de corte fantástico que publicó en la revista Weird Tales, también cultivó la temática histórica, como por ejemplo en Las puertas del imperio, una historia ambientada en la época de Saladino. La creación más importante de Howard fue, definitivamente, Conan, un héroe bárbaro que aparece en diversas historias situadas en una época ficticia denominada Era Hyboria o Primera Era (que empezaría tras el hundimiento de la Atlántida).

Tras el suicidio del autor en 1936 al conocer la inminente muerte de su madre han sido numerosos los autores que han continuado la labor de escribir acerca de este personaje, creando una mitología propia que se cuenta entre las más extensas de la fantasía heroica literaria. Conan ha sido adaptado en varias ocasiones al cine, así como a la televisión, el cómic, etc., convirtiéndose en uno de los iconos más significativos del siglo XX.