La voz de El-Lil

By Pieter Brueghel the Elder. https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=22178101

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Muskat, como muchos otros puertos, da cobijo a los vagabundos de numerosas naciones que traen consigo sus peculiaridades y sus costumbres tribales. Los turcos se mezclan con los griegos y los árabes discuten con los hindúes. Las lenguas de medio Oriente resuenan en el ruidoso y maloliente bazar. Por lo tanto, no me pareció incongruente oír, al inclinarme sobre una barra atendida por un eurasiático sonriente, las notas musicales de una canción china sonando claramente a través del zumbido perezoso del tráfico nativo. Ciertamente no había nada tan sorprendente en esos tonos suaves como para provocar que el gran inglés que tenía a mi lado se sobresaltase, jurase y derramara su whisky con agua sobre mi manga.

Se disculpó y censuró su torpeza con rotundas obscenidades, pero noté que estaba alterado. Me interesaba como siempre me ha interesado su tipo; era un individuo gallardo, de más de seis pies de altura, hombros anchos, cintura estrecha, miembros pesados, el luchador perfecto, de rostro moreno, ojos azules y pelo tostado. Su estirpe es antigua en Europa, y su misma figura traía a la mente borrosos personajes legendarios —Hengist, Hereward, Cedric—, viajeros y luchadores natos salidos del molde bárbaro original.

Aún más, noté que estaba de humor parlanchín. Me presenté, pedí bebidas y esperé. El sujeto me dio las gracias, murmuró entre dientes, se bebió su licor apresuradamente y rompió a hablar de forma brusca.

—Usted se preguntará por qué un hombre adulto se siente tan repentinamente afectado por algo de tan poca monta… Bueno, reconozco que ese maldito gong me ha dado un susto. Es ese idiota de Yotai Lao, que trae sus espantosos pebetes y sus budas a una ciudad decente… Por medio penique sobornaría a algún fanático musulmán para cortarle esa garganta amarilla y hundir su maldito gong en el golfo. Y le contaré por qué odio ese chisme.

»Mi nombre es Bill Kirby. Fue en Jibuti, en el Golfo de Adén, donde conocí a John Conrad. Era un joven delgado y de ojos penetrantes, procedente de Nueva Inglaterra, y ya profesor, a pesar de su juventud. Era víctima de una obsesión, como la mayoría de los de su clase. Estudiaba los bichos, y era un bicho en concreto el que le había traído a la Costa Este; o más bien, la esperanza de encontrar al maldito animal, pues nunca dio con él. Sin duda podría haberme enseñado muchas cosas que debería saber, pero los insectos no están entre mis campos de interés, y al principio él hablaba, soñaba y pensaba en poca cosa más…

»Bueno, congeniamos desde el principio. Él tenía dinero y ambiciones y yo tenía algo de experiencia y un espíritu andariego. Montamos un safari pequeño, modesto pero eficiente, y deambulamos por las tierras ignotas de Somalia. Hoy en día se oye decir que ese país ha sido explorado exhaustivamente, y yo puedo demostrar que esa afirmación es una mentira. Encontramos cosas que ningún hombre blanco ha soñado jamás.

»Habíamos viajado durante casi un mes y nos habíamos metido en una parte del país que sabía que era desconocida para el aventurero medio. Los bosques de sabana y espinos dieron paso a lo que empezaba a ser la jungla auténtica, y los nativos que veíamos pertenecían a una raza de labios gruesos, frente estrecha y dientes de perro, para nada parecidos a los somalíes. Pero seguimos deambulando, y nuestros porteadores y askari empezaron a murmurar entre sí. Algunos de los negros habían hecho migas con ellos y les habían contado cuentos que les dieron miedo de seguir adelante. Nuestros hombres no hablaban de ello conmigo ni con Conrad, pero teníamos un criado en el campamento, un mestizo llamado Selim, y le dije que viera qué podía averiguar. Aquella noche vino a mi tienda. Habíamos montado el campamento en una especie de gran claro y habíamos construido una cerca de espinos; pues los leones estaban armando un buen jaleo entre los arbustos.

»—Amo —dijo en el inglés bastardo del que tanto se enorgullecía—, los negros está asusta a los porteadores y askari con hablar de yu-yu malo. Hablas de poderosa maldición yu-yu en el país al que vamos, y…

»Se paró en seco, empalideció, y mi cabeza se agitó con un movimiento brusco. De los laberintos oscuros y selváticos del sur salió susurrando una voz estremecedora. Era como el eco de un eco, pero al mismo tiempo era extrañamente distinguida, profunda, vibrante, melodiosa. Salí de mi tienda y vi a Conrad en pie delante de una fogata, tenso y atento como un sabueso de caza.

»—¿Has oído eso? —preguntó—. ¿Qué ha sido?

»—Un tambor nativo —contesté; pero ambos sabíamos que mentía. El ruido y el estrépito de nuestros nativos atareados con sus fuegos de cocina había cesado como si todos hubieran muerto de repente.

»Aquella noche no oímos más, pero a la mañana siguiente descubrimos que nos habían abandonado. Los negros habían levantado el campamento con todo el equipaje al que pudieron echar mano. Conrad, Selim y yo celebramos un consejo de guerra. El mestizo estaba muerto de miedo, pero el orgullo de su sangre blanca hizo que siguiera adelante.

»—¿Ahora qué? —pregunté a Conrad—. Tenemos armas y suficientes víveres para darnos una oportunidad digna de alcanzar la costa.

»—¡Escucha! —levantó la mano. Del otro lado del monte bajo volvió a llegar palpitante aquel susurro estremecedor—. Seguiremos adelante. No descansaré hasta que sepa qué produce ese sonido. Nunca había oído nada parecido en todo el mundo.

»—La jungla recogerá nuestros puñeteros huesos —dije. Él agitó la cabeza.

»—¡Escucha! —dijo.

»Era como una llamada. Se te metía en la sangre. Te arrastraba como la música de un faquir atrae a una cobra. Sabía que era una locura. Pero no discutí. Escondimos la mayor parte de nuestros macutos y emprendimos la marcha. Cada noche construíamos una cerca de espinos y nos sentábamos dentro mientras los grandes gatos aullaban y gruñían fuera. Y con mayor claridad a medida que penetrábamos cada vez más profundamente en los laberintos de la jungla, oímos aquella voz. Era profunda, suave, musical. Te hacía soñar con cosas extrañas; estaba cargada de una edad inmensa. Las glorias perdidas de la antigüedad susurraban en su esplendor. Reunía en su resonancia todo el anhelo y el misterio de la vida; toda el alma mágica de Oriente. Desperté en mitad de la noche para escuchar sus ecos susurrantes, y dormí para soñar con minaretes que se elevaban hasta el cielo, con largas hileras de adoradores de piel morena arrodillados, con tronos de pavo real con doseles púrpura y con carros dorados que retumbaban como truenos.

»Conrad por fin había encontrado algo que rivalizaba con sus bichos infernales por su interés. No hablaba mucho; cazaba insectos de forma ausente. Todo el día parecía estar en actitud de escucha, y cuando las profundas notas doradas llegaban rodando a través de la selva, se tensaba como un perro de caza que ha venteado el olor, mientras que sus ojos revelaban una mirada extraña para un profesor civilizado. ¡Por Júpiter, es curioso ver una influencia antigua y primigenia asomar a través del barniz del alma de un profesor de sangre fría, hasta tocar el flujo rojo de la vida que hay debajo! Era algo muy nuevo y extraño para Conrad; aquí había algo que no podía explicar con su moderna y aséptica psicología.

»Bueno, seguimos vagando en aquella búsqueda enloquecida, pues la maldición del hombre blanco es la de ir al Infierno para satisfacer su curiosidad. Entonces, bajo la grisácea luz de un temprano amanecer, el campamento fue asaltado. No hubo lucha. Simplemente, fuimos inundados y sumergidos por la fuerza del número. Debieron de deslizarse y rodearnos por todos los flancos; pues cuando quisimos darnos cuenta, el campamento estaba lleno de fantásticas figuras y yo tenía media docena de lanzas apuntándome al cuello. Me escocía terriblemente rendirme sin pegar un solo tiro, pero no había nada que hacer, y me maldije a mí mismo por no haber estado más alerta. Deberíamos haber esperado algo de ese estilo, dado el infernal repiqueteo que nos llegaba procedente del sur.

»Había al menos un centenar, y sentí un escalofrío cuando los miré de cerca. No eran negros y no eran árabes. Eran hombres esbeltos de estatura media, ligeramente amarillentos, de ojos oscuros y narices grandes. No tenían barba y llevaban las cabezas rapadas. Iban vestidos con una especie de túnicas, atadas a la altura de la cintura con un ancho ceñidor de cuero, y calzaban sandalias. También usaban una extraña variante de casco de hierro, acabado en punta, abierto por delante y que les caía casi hasta los hombros por detrás y por los lados. Llevaban grandes escudos reforzados con metal, casi cuadrados, y estaban armados con lanzas de hoja estrecha, arcos y flechas de forma extraña, y cortas espadas rectas como no había visto nunca antes… ni he vuelto a ver después.

»Nos ataron a Conrad y a mí de pies y manos y dieron muerte a Selim allí mismo: le abrieron la garganta como si fuera un cerdo mientras daba patadas y aullaba. Una visión espantosa; Conrad casi se desmayó y yo me atrevo a decir que empalidecí un poco. Luego partieron en la dirección hacia la que nos encaminábamos nosotros, obligándonos a caminar entre ellos, con las manos atadas a la espalda y las lanzas amenazándonos. Cargaron con nuestro escaso equipaje, pero por la forma en que llevaban las armas tuve la sensación de que no sabían para qué servían. Apenas intercambiaron una palabra entre sí, y cuando probé varios dialectos sólo obtuve como respuesta el aguijonazo de la punta de una lanza. Me sentía como si me hubiera capturado una banda de fantasmas.

»No sabía qué pensar de ellos. Tenían aspecto de orientales, pero no de los orientales con los que yo estaba familiarizado, no sé si me explico. África pertenece al Oriente pero no es lo mismo. Parecían más africanos que un chino. Es difícil de explicar. Pero diré esto: Tokio es oriental, y Benarés también, pero Benarés simboliza un Oriente distinto, perteneciente a una fase más antigua, mientras que Pekín representa a su vez otra distinta, y todavía más antigua. Estos hombres eran de un Oriente que yo nunca había conocido; formaban parte de un Oriente más antiguo que Persia, más antiguo que Asiria, ¡más antiguo que Babilonia! Sentía alrededor de ellos algo parecido a un aura, y me estremecía al pensar en los abismos de tiempo que simbolizaban. Pero también me fascinaban. Bajo los arcos góticos de una selva antiquísima, acuciado por orientales silenciosos de una especie olvidada durante Dios sabe cuántos eones, un hombre puede tener pensamientos fantásticos. ¡Casi me preguntaba si estos individuos eran reales, o sólo los fantasmas de guerreros muertos durante cuatro mil años!

»Los árboles empezaron a clarear y el terreno se fue inclinando. Por último llegamos a una especie de acantilado y vimos una imagen que hizo que tragáramos saliva. Contemplábamos un enorme valle rodeado enteramente por acantilados altos y escarpados, a través de los cuales varios arroyos habían abierto estrechos desfiladeros para alimentar un lago de buen tamaño en el centro del valle. ¡En el centro del lago había una isla y sobre esa isla había un templo, y en el extremo más alejado del lago había una ciudad! Y no se trataba de ninguna aldea nativa de barro y bambú. Parecía estar hecha de piedra, de un color marrón amarillento.

»La ciudad estaba amurallada y consistía en casas de construcción cuadrada y techos lisos, algunas aparentemente de tres o cuatro pisos de altura. Todas las orillas del lago estaban dedicadas a cultivos y los campos eran verdes y florecientes, alimentados por diques artificiales. Tenían un sistema de irrigación que me asombró. Pero lo más impresionante era el templo de la isla.

»Tragué saliva, abrí la boca y pestañeé. ¡Era la Torre de Babel hecha realidad! No tan alta ni tan grande como la habría imaginado, pero de unos diez pisos de alto, y plomiza e inmensa igual que sale en las imágenes, con la misma sensación intangible de maldad flotando sobre ella.

»Entonces, mientras permanecíamos allí en pie, de aquella inmensa masa de ladrillos salió flotando y atravesó el lago el estruendo profundo y resonante, ahora cercano y claro, y los mismos acantilados parecieron temblar con las vibraciones del aire cargado de música. Deslicé una mirada hacia Conrad; parecía sumido en la confusión. Pertenecía a esa clase de científicos que tienen el universo clasificado y etiquetado, y para los que todo tiene su rincón apropiado. ¡Por Júpiter! Se quedan de piedra cuando se enfrentan con lo paradójico-inexplicable-que-no-debería-existir, mucho más sorprendidos que los tipos corrientes y molientes como nosotros, que no tenemos muchas ideas preconcebidas sobre cómo son las cosas en general.

»Los soldados nos hicieron bajar por una escalera tallada en la piedra sólida de los acantilados, y atravesamos campos irrigados donde hombres con la cabeza afeitada y mujeres de ojos oscuros se detenían en sus tareas para mirarnos con curiosidad. Nos llevaron a una puerta grande con picaportes de metal donde un pequeño destacamento de soldados, equipado igual que nuestros captores, les salió al paso, y después de un corto parlamento fuimos escoltados hasta el interior de la ciudad. Se parecía mucho a cualquier otra ciudad de Oriente: hombres, mujeres y niños yendo y viniendo, discutiendo, comprando y vendiendo. Pero en conjunto mantenía ese mismo efecto de aislamiento, de inmensa antigüedad. No podía clasificar la arquitectura más de lo que podía entender el idioma. Las únicas cosas en las que podía pensar al mirar aquellos edificios achaparrados y cuadrados eran las chozas que ciertos pueblos mestizos de casta baja todavía construyen en el valle del Éufrates en Mesopotamia. Esas chozas puede que sean una evolución degradada de la arquitectura de aquella extraña ciudad africana.

»Nuestros captores nos llevaron directamente al mayor edificio de la ciudad, y mientras desfilábamos por las calles, descubrimos que las casas y los muros en realidad no eran de piedra, sino de una variedad de ladrillo. Fuimos conducidos a una sala de inmensas columnas ante la cual se erigían filas de soldados silenciosos, y ante un estrado hasta el que subían unos anchos escalones. Había guerreros armados detrás y a cada lado de un trono, un escriba estaba en pie a su lado, muchachas vestidas con plumas de avestruz se recostaban sobre los anchos escalones, y sobre el trono se sentaba un diablo de ojos hoscos que era el único de todos los hombres de aquella fantástica ciudad que llevaba el cabello largo. Lucía una barba negra, llevaba una especie de corona y tenía el rostro más altivo y cruel que jamás haya visto en hombre alguno. Un jeque árabe o un sha turco eran como un cordero a su lado. Me recordaba la representación que hacían algunos artistas de Baltasar o los Faraones, un rey que era más que un rey ante sus propios ojos y ante los de su pueblo, un rey que era a la vez rey, sumo sacerdote y dios.

»Nuestros escoltas rápidamente se postraron ante él, y golpearon con sus cabezas la estera, hasta que pronunció una lánguida palabra dirigida al escriba y este personaje les hizo el gesto de que se levantaran. Lo hicieron, y el líder emprendió un largo galimatías dirigido al rey, mientras el escriba garabateaba como loco sobre una lápida de arcilla y Conrad y yo permanecíamos en pie como un par de borricos con la boca abierta, preguntándonos de qué iba todo aquello. Entonces oí una palabra repetida continuamente, y cada vez que la decía, nos señalaba. La palabra sonaba como “acadio”, y de pronto mi cerebro empezó a dar vueltas con las posibilidades que intuía. No podía ser… ¡y sin embargo tenía que ser!

»Como no quería interrumpir la conversación y tal vez perder la puñetera cabeza, no dije nada, y por último el rey hizo un gesto y habló, los soldados volvieron a hacer una reverencia y, agarrándonos, nos empujaron bruscamente, apartándonos de la presencia real hacia un pasillo con columnas, hasta cruzar una enorme cámara y llegar a una pequeña celda donde nos arrojaron y cerraron la puerta con llave. Allí sólo había un banco pesado y una ventana, fuertemente enrejada.

»—Cielos, Bill —exclamó Conrad—, ¿quién habría imaginado algo como esto? Es como una pesadilla… ¡o un cuento de las Mil y una noches! ¿Dónde estamos? ¿Quién es esta gente?

»—No vas a creerme —dije—, pero… ¿has leído algo sobre el antiguo imperio de Sumeria?

»—Por supuesto; floreció en Mesopotamia hace unos cuatro mil años. Pero qué… ¡por Júpiter! —exclamó, mirándome con los ojos abiertos como platos al comprender la relación.

»—Dejo a tu imaginación lo que puedan estar haciendo los descendientes de un reino de Asia Menor en el este de África —dije, buscando a tientas mi pipa—, pero ha de ser así… Los sumerios construían sus ciudades con ladrillo secado al sol. He visto hombres haciendo ladrillos y apilándolos para que se sequen a lo largo de la orilla del lago. El barro se parece mucho al que se puede encontrar en el valle del Tigris y el Éufrates. Probablemente fue por eso por lo que esta gente se estableció aquí. Los sumerios escribían en lápidas de arcilla arañando la superficie con una punta afilada, tal como estaba haciendo el muchacho de la habitación del trono.

»”Además fíjate en sus armas, sus vestidos y sus fisonomías. He visto su arte labrado en piedra y cerámica y me he preguntado si esas grandes narices eran parte de sus rostros o de sus cascos. ¡Y fíjate en ese templo del lago! Una pequeña réplica del templo erigido en honor del dios El-Lil en Nippur, el cual probablemente dio lugar a la leyenda de la Torre de Babel.

»”Pero lo que ha acabado de rematarlo ha sido que se refiriesen a nosotros como acadios. Su imperio fue conquistado y subyugado por Sargón de Acadia en el 2750 a. C. Si estos son descendientes de un grupo que huyó de su conquistador, es natural que, aislados en estas tierras interiores y separados del resto del mundo, llegaran a llamar acadios a todos los forasteros, al igual que las naciones orientales retiradas llaman a todos los europeos francos, en recuerdo de los guerreros de Martel que los hicieron retirarse en Tours.

»—¿Por qué crees que no los han descubierto hasta ahora?

»—Bueno, si hasta aquí ha llegado algún hombre blanco antes, tuvieron mucho cuidado de que no escapara para contar la historia. Dudo que ellos se aventuren muy lejos; probablemente crean que el mundo exterior está lleno de acadios sanguinarios.

»En aquel momento la puerta de nuestra celda se abrió para dejar pasar a una muchacha delgada, ataviada sólo con un cinto de seda y platillos dorados sobre los pechos. Nos traía comida y vino, y observé cómo se detuvo a contemplar a Conrad. Para mi sorpresa, nos habló en un somalí bastante aceptable.

»—¿Dónde estamos? —pregunté—. ¿Qué van a hacer? ¿Quién eres tú?

»—Soy Naluna, la bailarina de El-Lil —contestó; y lo parecía; era ligera como una pantera—. Lamento veros en este sitio; ningún acadio sale vivo de aquí.

»—Qué gente tan agradable —gruñí, aunque alegrándome de encontrar a alguien con quien pudiera hablar y a quien entender—. ¿Y cuál es el nombre de la ciudad?

»—Esto es Eridu —dijo—. Nuestros antepasados llegaron aquí hace muchas eras desde la antigua Sumeria, muchas lunas más al Este. Fueron expulsados por un rey grande y poderoso, Sargón de los acadios, del pueblo del desierto. Pero nuestros antepasados no querían ser esclavos como sus semejantes, así que huyeron, miles de ellos en un gran grupo, y atravesaron muchos países extraños y salvajes antes de llegar a estas tierras.

»Más allá de aquello, sus conocimientos eran vagos y se mezclaban con mitos y con leyendas improbables. Conrad y yo lo discutimos después, preguntándonos si los antiguos sumerios descendieron por la costa occidental de Arabia y cruzaron el Mar Rojo aproximadamente por donde ahora está Moka, o si pasaron por el istmo de Suez y bajaron por el lateral de África. Me inclino por la última posibilidad. Probablemente los egipcios los encontraran cuando venían de Asia Menor y los persiguieron hasta el sur. Conrad pensaba que podrían haber hecho la mayor parte del viaje por agua, porque, como decía, el Golfo Pérsico llegaba hasta aproximadamente ciento treinta millas más lejos de lo que llega ahora, y la Antigua Eridu era un puerto marítimo. Pero justo en aquel momento tenía otra cosa en la cabeza.

»—¿Dónde aprendiste a hablar somalí? —pregunté a Naluna.

»—Cuando era pequeña —contestó—, salí del valle y me perdí en la jungla, donde un grupo de saqueadores negros me capturaron. Me vendieron a una tribu que vivía cerca de la costa y pasé mi infancia con ellos. Pero cuando me convertí en muchacha, recordé Eridu y un día robé un camello y cabalgué a través de muchas leguas de sabana y selva, y así volví a la ciudad de mi nacimiento. En todo Eridu sólo yo sé hablar una lengua que no sea la mía, excepto los esclavos negros… y ellos no hablan, pues les cortamos la lengua al capturarlos. La gente de Eridu no se aventura más allá de las selvas, y no trafican con los pueblos negros que a veces nos encontramos, excepto para tomar algunos esclavos.

»Le pregunté por qué mataron al criado de nuestro campamento y dijo que estaba prohibido que blancos y negros se apareasen en Eridu y que a los vástagos de dicha unión no se les permitía vivir. No les gustó el color del pobre desgraciado.

»Naluna podía contarnos poco de la historia de la ciudad desde su fundación, aparte de los acontecimientos que se habían producido en el periodo comprendido por su propia memoria, que tenían que ver principalmente con asaltos dispersos a cargo de una tribu caníbal que vivía en las selvas hacia el sur, intrigas mezquinas de la corte y el templo, cosechas deficientes y cosas semejantes; el alcance de la vida de una mujer es muy parecido en todo Oriente, sea en el palacio de Akbar, de Ciro o de Asurbanipal. Pero descubrí que el nombre del gobernante era Sostoras y que era tanto sacerdote supremo como rey, igual que lo fueron los gobernantes de la antigua Sumeria, cuatro mil años antes. El-Lil era su dios, que moraba en el templo del lago, y el profundo retumbar que habíamos oído era la voz del dios, dijo Naluna.

»Por fin se levantó para marcharse, dirigiendo una melancólica mirada hacia Conrad, que estaba sentado como un hombre hipnotizado… por una vez sus malditos bichos habían desaparecido de sus pensamientos.

»—Bueno —dije yo—, ¿qué te parece todo esto, mi buen muchacho?

»—Es increíble —dijo él, agitando la cabeza—. Es absurdo; una tribu inteligente que ha vivido aquí durante cuatro mil años y no ha avanzado respecto a sus antepasados.

»—Te ha picado el bichito del progreso —le dije con cinismo, llenándome la pipa de tabaco—. Estás pensando en el ritmo de crecimiento de hongo de tu propio país. No puedes generalizar con un país oriental desde un punto de vista occidental. ¿Qué me dices del famoso largo sueño de China? En cuanto a estos muchachos, olvidas que no son ninguna tribu, sino el último resto de una civilización que duró más de lo que ha durado ninguna posterior. Alcanzaron la cima de su progreso hace miles de años. Sin ningún intercambio con el mundo exterior y sin sangre nueva para removerla, esta gente se está hundiendo poco a poco. Apuesto a que su cultura y su arte son muy inferiores a los de sus antepasados.

»—¿Entonces por qué no han caído en el barbarismo absoluto?

»—Tal vez lo hayan hecho, a todos los efectos —contesté, empezando a chupar de mi vieja pipa—. No me dan la impresión de ser los vástagos que uno esperaría de una civilización antigua y honorable. Pero recuerda que crecieron lentamente y que su retroceso tiene que ser igualmente lento. La cultura sumeria era extraordinariamente vital. Su influencia se deja sentir en Asia Menor aún hoy en día. Los sumerios ya tenían su civilización cuando nuestros malditos antepasados alternaban con osos de las cavernas y tigres de dientes de sable, por así decirlo. Al menos los europeos no habían alcanzado aún los primeros hitos en el camino del progreso, fueran quienes fuesen sus vecinos animales. La antigua Eridu era un puerto marítimo de importancia ya en el 6500 a. C. Desde entonces hasta el 2750 a. C. es bastante tiempo para cualquier imperio. ¿Qué otro imperio duró tanto como el sumerio? La dinastía acadia establecida por Sargón duró doscientos años antes de ser derrocada por otro pueblo semita, los babilonios, que tomaron prestada su cultura de la Sumeria acadia igual que Roma más tarde robó la suya de Grecia; la dinastía Kassita de los elamitas suplantó a los babilonios originales, luego vinieron los asirios y los caldeos… Bueno, ya conoces la rápida sucesión de dinastías en Asia Menor, una tras otra, un pueblo semítico doblegando al anterior, hasta que los verdaderos conquistadores asomaron por el horizonte oriental, los medas y los persas, los cuales estarían destinados a durar poco más que sus víctimas.

»”¡Compara cada uno de estos fugaces reinos con el largo reino fantástico de los antiguos sumerios presemíticos! Decimos que la era minoica de Creta fue hace mucho tiempo, pero por entonces el imperio sumerio de Erech ya empezaba a decaer ante el poder emergente de la Nippur sumeria, antes de que los antepasados de los cretenses hubieran abandonado la Era Neolítica. Los sumerios tenían algo de lo que los sucesivos hamitas, semitas y arios carecían. Eran estables. Crecieron lentamente y si les hubieran dejado solos habrían decaído tan lentamente como estos muchachos están decayendo. Aun así, he observado que esta gente ha hecho un progreso; ¿has observado sus armas?

»”La Antigua Sumeria estaba en la Edad del Bronce. Los asirios fueron los primeros en utilizar el hierro para algo distinto de los ornamentos. Pero estos muchachos han aprendido a trabajar el hierro, me aventuraría a decir.

»—Pero el misterio de Sumeria sigue intacto —intervino Conrad—. ¿Quiénes son? ¿De dónde han venido? Algunas autoridades sostienen que eran de origen dravidiano, igual que los vascos…

»—A mí no me pega, muchacho —dije yo—. Aunque aceptáramos una posible mezcla de sangre aria o turania en los descendientes dravidianos, puedes ver a simple vista que esta gente no pertenece a la misma raza.

»—Pero su idioma…

Conrad empezó a discutir, lo cual es una forma estupenda de pasar el rato mientras esperas que te metan en la olla, pero no sirve para mucho excepto para reforzar tus propias ideas originales.

»Naluna volvió de nuevo con comida hacia el anochecer, y esta vez se sentó junto a Conrad y observó cómo comía. Al verla así sentada, con los codos sobre las rodillas y el mentón sobre las manos, devorándole con sus ojos grandes y brillantes, le dije al profesor en inglés, para que ella no me entendiera:

»—Esta chica está encaprichada contigo; síguele el juego. Es nuestra única oportunidad.

»Se sonrojó como una maldita colegiala.

»—Tengo prometida en América.

»—Al cuerno con tu prometida —dije yo—. ¿Es ella la que va a conservar nuestras puñeteras cabezas sobre nuestros miserables hombros? Te digo que esta chica está embobada contigo. Pregúntale qué van a hacer con nosotros.

»Lo hizo y Naluna dijo:

»—Vuestro destino descansa en el seno de El-Lil.

»—Y el cerebro de Sostoras —murmuré yo—. Naluna, ¿qué ha sido de las pistolas que nos arrebataron?

»Respondió que estaban colgadas en el templo de El-Lil como trofeos de la victoria. Ninguno de los sumerios era consciente de su utilidad. Le pregunté si los nativos con los que a veces luchaban habían usado pistolas alguna vez y me dijo que no. No me costó creerlo, ya que había muchas tribus salvajes en aquellas tierras perdidas que apenas habían visto a un hombre blanco. Pero parecía increíble que ninguno de los árabes que habían hecho incursiones en Somalia durante mil años no hubiera tropezado con Eridu y hubiera disparado. Pero resultó que era verdad; era otro de esos caprichos del destino, como los lobos y los gatos monteses que todavía se encuentran en el estado de Nueva York, o aquellos extraños pueblos prearios con los que uno se encuentra en pequeñas comunidades en las colinas de Connaught y Galway. Estoy seguro de que se habían producido grandes incursiones de esclavistas apenas a unas millas de Eridu, pero los árabes no la habían encontrado y no les habían dejado grabado el significado de las armas de fuego.

»Así que le dije a Conrad:

»—¡Síguele la corriente, bobo! Si puedes persuadirla para que nos deslice un arma, tendremos una mínima oportunidad.

»Así que Conrad hizo de tripas corazón y empezó a hablar a Naluna de forma más bien nerviosa. No sé qué tal se le habría dado, pues no era precisamente un donjuán, pero Naluna se arrimó a él, para su bochorno, y escuchó su titubeante somalí con el alma asomándole por los ojos. El amor florece repentina e inesperadamente en Oriente.

»Sin embargo, una voz perentoria procedente del exterior de nuestra celda hizo que Naluna diera un salto y saliera con gran precipitación. Mientras se iba, apretó la mano de Conrad y le susurró al oído algo que él no pudo entender, aunque sonó muy apasionado.

»Poco después de que se fuera, la celda volvió a abrirse y apareció una hilera de silenciosos guerreros de piel morena. Una especie de jefe, a quienes el resto llamaban Gorat, nos hizo gestos para que saliéramos. Bajamos por un pasillo largo y oscuro con columnatas, en perfecto silencio excepto por el suave roce de sus sandalias y las pisadas de nuestras botas sobre las baldosas. Alguna antorcha ocasional que ardía sobre las paredes o en un nicho de las columnas iluminaba el camino vagamente. Por fin desembocamos en las calles vacías de la ciudad silenciosa. Ningún centinela recorría las calles o los muros, ninguna luz asomaba desde dentro de las casas de techo liso. Era como recorrer las calles de una ciudad fantasma. No tengo ni idea de si cada noche en Eridu era así, o si la gente permanecía en el interior porque era una ocasión especial y terrible.

»Descendimos por las calles hacia el lado del lago que daba a la ciudad. Allí atravesamos una pequeña puerta del muro, sobre la cual, observé con un leve escalofrío, estaba tallada una calavera sonriente, y nos encontramos fuera de la ciudad. Un ancho tramo de escalones descendía hasta el borde del agua y las lanzas a nuestras espaldas nos hicieron descender por ellos. Allí esperaba un bote, un extraño navío de proa alta cuyo prototipo debió de surcar el Golfo Pérsico en los tiempos de la Antigua Eridu.

»Cuatro negros descansaban sobre sus remos, y cuando abrieron la boca vi que les habían cortado la lengua. Nos llevaron al bote, nuestros guardias subieron y emprendimos un extraño viaje. En el lago silencioso nos movíamos como en un sueño, cuyo silencio era interrumpido sólo por el suave murmullo al atravesar el agua de los remos largos, finos y chapados en oro. Las estrellas salpicaban el abismo azul oscuro del lago con puntos plateados. Miré hacia atrás y vi el enorme bulto negro del templo cernirse sobre las estrellas. Los desnudos y mudos esclavos tiraban de los remos y los guerreros silenciosos se sentaban delante y detrás de nosotros con sus lanzas, sus cascos y sus escudos. Era como el sueño de alguna ciudad fabulosa de la época de Harún-al-Rashid, o de Solimán-ben-Daud, y pensé qué malditamente incongruentes resultábamos Conrad y yo en aquel escenario, con nuestras botas y nuestros pantalones sucios y andrajosos.

»Tomamos tierra en la isla y vi que estaba rodeada de ladrillos; se levantaba desde el borde del agua en anchos tramos de escaleras que trazaban un círculo alrededor de la isla entera. El conjunto parecía más antiguo, incluso, que la ciudad; los sumerios debieron de construirla cuando descubrieron el valle, antes de empezar con la ciudad misma.

»Subimos por los escalones, que estaban desgastados por el paso de pies incontables, hasta un enorme conjunto de puertas de hierro que se abría en el templo, y aquí Gorat depuso su lanza y su escudo, se tumbó sobre el vientre y golpeó con su cabeza cubierta por el casco el inmenso umbral. Alguien debía de estar observando desde una tronera, pues desde lo alto de la torre resonó una profunda nota dorada y las puertas se abrieron silenciosamente para revelar una entrada oscura, iluminada por antorchas. Gorat se levantó y abrió el paso, y nosotros le seguimos con aquellas malditas lanzas aguijoneándonos la espalda.

»Ascendimos un tramo de escaleras y desembocamos en una serie de galerías construidas en el interior de cada piso, que ascendían en espiral. Al mirar hacia arriba, el edificio me pareció mucho más alto y grande que lo que parecía desde fuera, y la penumbra imprecisa y medio iluminada, el silencio y el misterio, me provocaron escalofríos. La cara de Conrad relucía pálida en la semioscuridad. Las sombras de épocas pasadas se apelotonaban sobre nosotros, caóticas y horrendas, y me sentí como si los fantasmas de todos los sacerdotes y víctimas que habían recorrido aquellas galerías durante cuatro mil años salieran a nuestro paso. Las inmensas alas de dioses oscuros y olvidados flotaban sobre aquel espantoso cúmulo de antigüedad.

»Llegamos al piso superior. Había tres círculos de altas columnas, el uno dentro del otro, y debo decir que para ser columnas construidas con ladrillos secados al sol, eran curiosamente simétricas. Pero no tenían nada de la gracia o la belleza abierta de, por ejemplo, la arquitectura griega. Estas eran tétricas, macabras, monstruosas, parecidas a las egipcias, no tan inmensas pero aún más formidables en su desnudez, una arquitectura que simbolizaba una época en que los hombres aún seguían en las sombras del alba de la Creación y soñaban con dioses monstruosos.

»Sobre el círculo interno de las columnas había un techo curvo, casi una cúpula. Cómo la construyeron, o cómo llegaron a adelantarse a los arquitectos romanos en tantas eras, no puedo saberlo, pues resultaba una variación llamativa respecto al resto de su estilo arquitectónico, pero allí estaba. Y de este techo con forma de cúpula colgaba una gran cosa redonda y brillante que atrapaba la luz de las estrellas en una red plateada. ¡Supe entonces qué habíamos estado siguiendo durante tantas millas enloquecidas! Era un gran gong: la voz de El-Lil. Parecía de jade, aunque hasta el día de hoy no he podido estar seguro. Pero fuera lo que fuese, era el símbolo sobre el que se apoyaban la fe y el culto de los sumerios, el símbolo del dios mismo. Y sé que Naluna decía la verdad cuando nos dijo que sus ancestros lo trajeron consigo en aquel largo y espantoso viaje, hacía eras, cuando huyeron de los jinetes salvajes de Sargón. ¡Durante cuántos eones antes de aquel momento oscuro debió de colgar en el templo de El-Lil en Nippur, Erech o la Antigua Eridu, emitiendo sus melodiosas amenazas o promesas sobre el valle fantástico del Éufrates, o a través de la espuma verde del Golfo Pérsico!

»Nos hicieron permanecer en pie dentro del primer anillo de columnas, y procedente de las sombras, como si él mismo fuera una sombra del pasado, salió el viejo Sostoras, el rey-sacerdote de Eridu. Iba ataviado con una larga túnica verde, cubierta de escamas como las del pellejo de una serpiente, que se fruncía y rielaba con cada paso que daba. Sobre la cabeza llevaba un casco de plumas ondulantes y en la mano sujetaba un mazo dorado de mango largo.

»Tocó el gong ligeramente y ondas doradas de sonido fluyeron sobre nosotros como una ola que nos ahogara en su exótica dulzura. Y entonces llegó Naluna. No me enteré de si salía de detrás de las columnas o si aparecía a través de alguna trampilla en el suelo. En un instante el espacio ante el gong estaba vacío, y al siguiente ella estaba bailando como un rayo de luna sobre un estanque. Iba vestida con un tejido ligero y resplandeciente que apenas velaba su cuerpo sinuoso y sus miembros esbeltos. Bailó ante Sostoras y la Voz de El-Lil como las mujeres de su raza habían bailado en la antigua Sumeria cuatro mil años antes.

»No puedo ni empezar a describir aquella danza. Hizo que me helase y temblara y ardiese por dentro. Oí a Conrad respirando a bocanadas y estremeciéndose como un junco al viento. Desde algún lado llegaba música que era antigua cuando Babilonia era joven, música tan elemental como el fuego en los ojos de una tigresa, y tan carente de alma como una medianoche africana. Y Naluna bailaba. Su danza era un torbellino de fuego, viento y pasión, y de todas las fuerzas elementales. De todos los fundamentos básicos y primigenios, absorbía los principios subyacentes y los combinaba en un movimiento de peonza. Hizo que el universo se estrechara hasta condensar su significado en la punta de una daga, y sus pies ágiles y su cuerpo resplandeciente destejieron los laberintos del único Pensamiento central. Su danza aturdía, exaltaba, enloquecía e hipnotizaba.

»Mientras giraba y se contorsionaba, era la Esencia elemental, una y parte de todos los impulsos poderosos y de todos los poderes activos o dormidos: el sol, la luna, las estrellas, el ciego ascenso a tientas de las raíces ocultas hacia la luz, el fuego del horno, las chispas del yunque, el aliento del cervato, las garras del águila. Naluna bailaba, y su baile era el Tiempo y la Eternidad, el ansia de la Creación y el ansia de la Muerte; el nacimiento y la disolución en uno, la edad y la infancia combinadas.

»Mi mente atónita rehusó conservar más impresiones; la muchacha se fundió en un parpadeo de fuego blanco ante mis ojos borrosos; entonces Sostoras hizo sonar una nota ligera en la Voz y cayó a sus pies, como una sombra blanca y temblorosa. La luna empezaba a resplandecer sobre los acantilados de Oriente.

»Los guerreros nos agarraron. A mí me ataron a una de las columnas exteriores. A Conrad lo arrastraron hasta el círculo interior y lo ataron a una columna directamente frente al gran gong. Vi a Naluna, blanca bajo el resplandor creciente, mirarle cansinamente, y luego lanzarme a mí una mirada llena de significado, mientras desaparecía de la vista entre las oscuras y tétricas columnas.

»El viejo Sostoras hizo un gesto y de las sombras salió un marchito esclavo negro que parecía increíblemente viejo. Tenía los rasgos ajados y la mirada vacía de un sordomudo, y el sacerdote-rey le ofreció el mazo dorado. Entonces Sostoras retrocedió y se puso a mi lado, mientras Gorat hacía una reverencia y retrocedía aún más. De hecho, parecía malditamente ansioso por alejarse cuanto pudiera de aquel siniestro anillo de columnas.

»Hubo un tenso momento de espera. Miré al otro lado del lago a los acantilados altos y tétricos que rodeaban el valle, a la ciudad silenciosa bajo la luna creciente. Era como una ciudad muerta. La escena entera era irreal, como si Conrad y yo hubiéramos sido transportados a otro planeta, o de regreso a una época muerta y olvidada. Entonces el negro mudo golpeó el gong.

»A1 principio fue un susurro bajo y suave que fluía desde debajo del firme mazo del negro. Pero rápidamente creció en intensidad. El sonido sostenido y creciente se volvió crispante, se hizo insoportable. Era más que un simple sonido. El mudo había provocado una cualidad vibratoria que se introducía en todos los nervios y los hacía pedazos. Se hizo más y más alta hasta que sentí que la cosa más deseable del mundo era la sordera absoluta, ser como aquel mudo de ojos vacíos que ni oía ni sentía el horror hecho de sonido que estaba creando. Aun así, vi que el sudor perlaba su frente de simio. Seguramente algún rumor de aquel cataclismo devastador reverberaba en su propia alma. El-Lil nos hablaba y la muerte estaba en su voz. ¡Sin duda, si uno de los dioses terribles y negros de las eras pasadas pudiera hablar, hablaría con semejante lengua! No había ni piedad, ni misericordia, ni debilidad en su rugido. Tenía la confianza de un dios caníbal para quien la humanidad era sólo un juguete y una marioneta a la que hacer bailar en su cuerda.

»El sonido puede llegar a ser demasiado profundo, demasiado chillón o demasiado grave para que el oído humano lo registre. No ocurría así con la voz de El-Lil, que fue creada en alguna era inhumana cuando brujos oscuros sabían cómo hacer pedazos cerebro, alma y cuerpo. Su profundidad era insoportable, su volumen era insoportable, pero el oído y el alma estaban vivos a su resonancia y no quedaban piadosamente entumecidos y aturdidos. Y su terrible dulzura excedía la resistencia humana; nos ahogaba en una onda asfixiante de sonido que estaba recubierta de colmillos dorados. Tragué saliva y forcejeé bajo el sufrimiento físico. Detrás de mí podía notar que incluso el viejo Sostoras se había puesto las manos sobre los oídos, y que Gorat se arrastraba sobre el suelo, oprimiendo la cara contra los ladrillos.

»Y si así era como me afectaba a mí, que estaba apenas dentro del círculo mágico de columnas, y a aquellos sumerios que estaban fuera del círculo, ¿qué le estaría haciendo a Conrad, que estaba dentro del anillo interior y bajo ese techo abovedado que intensificaba cada nota?

»Hasta el día que muera, Conrad no estará más cerca de la locura y de la muerte que entonces. Se retorció en sus ligaduras como una serpiente con la espalda rota; su cara estaba espantosamente contorsionada, sus ojos dilatados, y la espuma salpicaba sus labios lívidos. Pero en aquel infierno de sonido dorado y agónico, no podía oír nada, sólo podía ver su boca abierta y sus labios flácidos y espumosos, abiertos y retorcidos como los de un imbécil. Pero sentí que estaba aullando como un perro moribundo.

»Oh, las dagas de sacrificio de los semitas hubieran sido misericordiosas. Incluso el espeluznante horno de Moloc era más soportable que la muerte que prometía aquella vibración aniquiladora y desintegradora que armaba a las ondas sonoras con garras venenosas. Sentí que mi propio cerebro se volvía quebradizo como el cristal helado. Sabía que algunos segundos más de aquella tortura provocarían que el cerebro de Conrad saltase hecho añicos como una copa de cristal y que muriese con el desvarío negro de la locura absoluta. Y entonces, algo me hizo regresar de golpe de los laberintos en los que me había perdido. Era la firme presa de una mano pequeña sobre la mía, tras la columna a la que me habían atado. Sentí un tirón en mis cuerdas como si el filo de un cuchillo estuviera siendo aplicado a ellas, y mis manos quedaron libres. Noté que apretaban algo contra mi mano y una alegría feroz me invadió. ¡Reconocería la culata familiar de mi Webley 44 entre un millar!

»Me moví como un relámpago y pillé por sorpresa a todo el grupito. Me aparté de la columna y derribé al negro mudo atravesándole el cerebro con una bala, me giré y disparé al viejo Sostoras en el vientre. Cayó, vomitando sangre, y solté una descarga directamente sobre las aturdidas filas de soldados. A esa distancia no podía fallar. Tres de ellos cayeron y el resto reaccionó y se dispersó como una bandada de pájaros. Al instante, el sitio había quedado vacío, excepto por Conrad, Naluna y yo, y los hombres caídos en el suelo. Era como un sueño, con los ecos de los disparos todavía reverberando, y el acre aroma de la pólvora y la sangre cortando el aire.

»La chica soltó a Conrad y él cayó sobre el suelo gimoteando como un idiota moribundo. Le agité, pero tenía un resplandor enloquecido en los ojos, y espumajeaba como un perro rabioso, así que le arrastré, deslicé un brazo debajo de él y salí hacia las escaleras. Aún no habíamos salido del lío, ni mucho menos. Bajamos por las anchas, tortuosas y oscuras escaleras esperando en cualquier momento sufrir una emboscada, pero aquellos muchachos debían de tener miedo, porque salimos de aquel templo infernal sin interferencia alguna. Fuera de los portales de hierro, Conrad se derrumbó y yo intenté hablarle, pero no podía ni oír ni hablar. Me volví hacia Naluna.

»—¿Puedes hacer algo por él?

»Sus ojos relampaguearon bajo la luz de la luna.

»—¡No he desafiado a mi pueblo y mi dios y traicionado a mi culto y mi raza para nada! Robé el arma de humo y fuego y os liberé, ¿verdad? ¡Le amo y no le perderé ahora!

»Volvió corriendo al templo y salió casi al instante con una jarra de vino. Afirmó que tenía poderes mágicos. No lo creo. Creo que Conrad simplemente sufría una especie de shock provocado por la cercanía de aquel ruido espantoso y que el agua del lago le habría hecho tanto bien como el vino. Pero Naluna derramó algo de vino entre sus labios y le echó un poco sobre la cabeza, y pronto estuvo gruñendo y maldiciendo.

»—¡Mira! —dijo ella, triunfante— ¡El vino mágico ha disuelto el hechizo que El-Lil le había impuesto!

»Y le echó los brazos alrededor del cuello y le besó vigorosamente.

»—Dios mío, Bill —gruñó, sentándose y sujetándose la cabeza—, ¿qué clase de pesadilla es esta?

»—¿Puedes caminar, viejo amigo? —pregunté—. Creo que hemos metido el dedo en un maldito avispero y será mejor que nos larguemos zumbando.

»—Lo intentaré.

»Se levantó tambaleante, con Naluna ayudándole. Oí un roce siniestro y un susurro en la boca negra del templo y pensé que los guerreros y sacerdotes del interior estaban reuniendo valor para atacarnos. Descendimos los escalones con grandes prisas hasta donde aguardaba el bote que nos había traído a la isla. Ni siquiera los remeros negros seguían allí. Había un hacha y un escudo dentro y agarré el hacha e hice agujeros en el fondo de los otros botes que estaban amarrados al lado.

»Mientras, el gran gong había empezado a resonar de nuevo y Conrad gruñó y se estremeció, pues cada nota le arañaba los nervios que tenía a flor de piel. Esta vez era una nota de alarma y vi las luces relampagueando en la ciudad y oí un repentino murmullo de gritos flotando a través del lago. Algo siseó suavemente junto a mi cabeza y cortó el agua. Una mirada rápida me reveló que Gorat estaba ante la puerta del templo, doblando su pesado arco. Me subí de un salto, Naluna ayudó a Conrad a entrar y nos alejamos a toda prisa con el acompañamiento de varias flechas procedentes del simpático Gorat, una de las cuales arrancó un mechón de pelo de la hermosa cabeza de Naluna.

»Yo me ocupé de los remos mientras Naluna llevaba el timón y Conrad estaba tirado en el fondo del bote, gravemente enfermo. Vimos una flota de botes saliendo de la ciudad, y cuando nos descubrieron bajo la luz de la luna se oyó un grito de rabia concentrada que me heló la sangre en las venas. Nos dirigíamos al lado opuesto del lago y les llevábamos una buena ventaja, pero de aquella forma estábamos obligados a rodear la isla, y apenas la habíamos dejado a popa cuando de un rincón salió una gran lancha con seis guerreros; vi a Gorat en la proa con su maldito arco.

»No me quedaban cartuchos de sobra, así que me apliqué a los remos con todas mis fuerzas, y Conrad, con la cara un tanto verdosa, tomó el escudo y lo fijó a la popa, lo cual fue nuestra salvación, porque Gorat estuvo a un tiro de flecha de nosotros todo el tiempo que tardamos en cruzar el lago, y dejó aquel escudo tan lleno de flechas que parecía un maldito erizo. Uno habría pensado que tendrían suficiente después de la carnicería que había hecho con ellos en el tejado, pero nos perseguían como sabuesos que van detrás de una liebre.

»Les llevábamos una buena ventaja, pero los cinco remeros de Gorat impulsaban su bote a través del agua como si fuera una carrera de caballos, y cuando llegamos a la orilla, no estaban ni a media docena de brazadas detrás de nosotros. Mientras desembarcábamos, comprendí que las opciones pasaban por presentar batalla allí mismo y ser derribados plantando cara, o ser alcanzados como conejos mientras huíamos. Ordené a Naluna que huyera pero se rio y sacó un puñal; ¡era una mujer con dos pares de narices, aquella muchachita!

»Gorat y sus camaradas llegaron a tierra con un clamor de gritos y un remolino de remos; ¡se desparramaron por la costa como una banda de malditos piratas y la batalla empezó! La suerte acompañó a Gorat en la primera embestida, pues fallé el disparo y maté al hombre que había detrás de él. El martillo cayó sobre un casquillo vacío y solté la Webley y agarré el hacha cuando se nos echaron encima. ¡Por Júpiter! ¡Todavía se me enciende la sangre al recordar la furia violenta de aquella pelea! ¡Los recibimos con el agua hasta las rodillas, mano a mano, pecho a pecho!

»Conrad descalabró a uno con una piedra que sacó del agua, y con el rabillo del ojo, mientras lanzaba un mandoble a la cabeza de Gorat, vi a Naluna saltar como una pantera sobre otro, y ambos cayeron juntos en un remolino de extremidades y un relámpago de acero. La espada de Gorat buscaba mi vida, pero la desvié con el hacha y él perdió pie y cayó, pues el fondo del lago allí era de piedra sólida, y traicionero como el pecado.

»Uno de los guerreros embistió con una lanza, pero tropezó con el camarada que Conrad había matado, su casco se escurrió y le aplasté el cráneo antes de que pudiera recuperar el equilibrio. Gorat se había levantado y venía por mí, y el otro levantaba su espada con ambas manos para administrar un golpe de muerte, pero no llegó a conectarlo, pues Conrad agarró la lanza que había sido abandonada y le ensartó limpiamente por detrás.

»La hoja de Gorat me hurgó en las costillas al buscar mi corazón; me giré a un lado, y su brazo estirado se rompió como una rama podrida bajo mi golpe, pero le salvó la vida. Era valiente; todos eran valientes o nunca se habrían lanzado al ataque contra mi pistola. Gorat se revolvió de un salto como un tigre enloquecido por la sangre, lanzando un golpe hacia mi cabeza. Me agaché y evité la fuerza plena del golpe pero no pude eludirlo por completo, y me abrió la cabeza con una hendidura de tres pulgadas, limpia hasta el hueso; aquí está la cicatriz que lo demuestra. La sangre me cegaba y contraataqué como un león herido, ciego y terrible, y por puro azar conecté un golpe de lleno. Sentí cómo el hacha aplastaba metal y hueso, el mango se astillaba en mi mano y allí quedó Gorat muerto a mis pies en un horripilante revoltijo de sangre y sesos.

»Me sacudí la sangre de los ojos y eché un vistazo buscando a mis compañeros. Conrad estaba ayudando a Naluna a levantarse y me pareció que ella se tambaleaba un poco. Había sangre en su pecho, pero podría proceder del puñal rojo que sujetaba con una mano manchada hasta la muñeca. ¡Dios! Al recordarlo ahora, todo aquello fue un poco repugnante. El agua que nos rodeaba estaba llena de cadáveres y teñida de un rojo espeluznante. Naluna señaló al otro lado del lago y vimos los botes de Eridu deslizándose hacia nosotros; a mucha distancia todavía, pero acercándose rápidamente. Nos condujo hasta un camino alejado del borde del lago. Mi herida sangraba como sólo podía sangrar una herida en el cuero cabelludo, pero aún no me sentía débil. Me sacudí la sangre de los ojos, vi a Naluna tambalearse mientras corría e intenté echarle el brazo alrededor para enderezarla, pero ella me hizo retirarme.

»Se dirigía a los acantilados, y los alcanzamos sin aliento. Naluna se inclinó sobre Conrad y señaló hacia arriba con la mano temblorosa, respirando con grandes bocanadas sollozantes. Entendí lo que quería decir. Una escala de cuerda conducía hacia la parte superior. Hice que subiera la primera, con Conrad detrás, y yo fui a continuación, retirando la escala a mi paso. Estábamos a mitad de camino cuando los botes tomaron tierra y los guerreros desembarcaron precipitadamente en la orilla, lanzando flechas mientras corrían. Pero estábamos bajo la sombra de los acantilados, lo que hacía imprecisa su puntería, y la mayoría de las saetas se quedaron cortas o se rompieron contra la pared del acantilado. Uno me alcanzó en el brazo izquierdo, pero me sacudí la flecha y no me detuve a felicitar al tirador por su puntería.

»Una vez estuvimos sobre el borde del acantilado, subí la escala y la solté, y luego me volví para ver a Naluna tambalearse y desmoronarse sobre los brazos de Conrad. La depositamos suavemente sobre la hierba, pero cualquiera que tuviese un poco de vista podía darse cuenta de que estaba en las últimas. Le limpié la sangre del pecho y la examiné horrorizado. Sólo una mujer con mucho amor podía haber llevado a cabo aquella carrera y aquel ascenso con una herida como la que aquella muchacha tenía bajo el corazón.

»Conrad acunó su cabeza en su regazo e intentó decir algunas palabras entrecortadas, pero ella le echó los brazos débilmente alrededor del cuello y atrajo su cara hacia la de ella.

»—No llores por mí, amor mío —dijo, mientras su voz se debilitaba hasta convertirse en un suspiro—. Igual que fuiste mío una vez, volverás a serlo en el futuro. En las chozas de barro del Viejo Río, antes de que existiera Sumeria, cuando atendíamos a las bandadas de pájaros, éramos como uno. En los palacios de la Antigua Eridu, antes de que llegaran los bárbaros desde Oriente, nos amamos el uno al otro. Sí, en este mismo lago hemos flotado en eras pasadas, viviendo y amando, tú y yo. Así que no solloces, amor mío, pues, ¿qué es una pequeña vida cuando hemos conocido tantas y conoceremos tantas más? Y en cada una de ellas, tú eres mío, y yo soy tuya.

»”Pero no debéis demoraros. ¡Escuchad! Ahí abajo claman por vuestra sangre. Pero como la escala ha sido destruida, sólo hay otro camino por el que pueden subir a los acantilados, el sitio por el que os llevaron hasta el valle. ¡Aprisa! Regresarán a través del lago, ascenderán las colinas y os perseguirán, pero podéis escapar de ellos si sois rápidos. Y cuando oigas la voz de El-Lil, recuerda que, viva o muerta, Naluna te ama con un amor más grande que el de cualquier dios.

»”Pero he de pedirte un favor —susurró, sus párpados pesados cerrándose como los de un niño con sueño—. Te ruego que pongas tus labios sobre los míos, mi señor, antes de que las sombras me envuelvan por completo; luego déjame aquí y marchad, y no llores, oh mi amor, por lo que… sólo… es… una… vida… para… nosotros… que… nos… hemos… amado… en… tantas…

»¡Conrad lloró como un niño y yo también lo hice, por Judas, y le abriré la cabeza al borrico que se ría de mí por ello! La dejamos con los brazos cruzados sobre el pecho y con una sonrisa en su rostro encantador, y si hay un cielo para los cristianos, allí está ella junto a los mejores, lo juro.

»Bueno, nos alejamos tambaleantes bajo la luz de la luna y mis heridas seguían sangrando y yo estaba casi agotado. Lo único que me mantenía en marcha era una especie de instinto de supervivencia propio de una bestia salvaje, imagino, pues si alguna vez he estado próximo a dejarme caer y morir, fue entonces. Puede que hubiéramos avanzado una milla cuando los sumerios se jugaron su último as. Creo que habían comprendido que habíamos escapado de sus garras y llevábamos demasiada ventaja para ser atrapados.

»En todo caso, de pronto ese maldito gong empezó a resonar. Me dieron ganas de aullar como un perro rabioso. Esta vez era un sonido distinto. Nunca he visto ni oído un gong antes o después cuyas notas pudieran transmitir tantos significados distintos. Era una llamada insidiosa, un ansia horripilante, pero a la vez una orden perentoria para que regresáramos. Amenazaba y prometía; si su atracción había sido grande antes de que estuviéramos en aquella torre de Babel y sintiéramos su pleno poder, ahora era casi irresistible. Era hipnótica. Ahora sé cómo se sienten encantados por la serpiente algunos pájaros y cómo la misma serpiente se siente cuando los faquires tocan la flauta. No puedo ni empezar a hacerle entender el abrumador magnetismo de aquella llamada. Hacía que uno quisiera contorsionarse y cortar el aire y regresar corriendo, ciego y aullante, como una liebre que corre hacia las fauces de una pitón. Tuve que combatirlo como un hombre lucha por su alma.

»En cuanto a Conrad, le había atrapado en sus garras. Se detuvo y se meció como un borracho.

»—Es inútil —murmuró con voz apagada—. Me tira de las fibras del corazón; ha encadenado mi cerebro y mi alma; reúne todo el encanto maligno del universo. Debo volver.

»Y empezó a desandar dando tumbos el camino por el que habíamos venido, en dirección a la mentira dorada que flotaba hasta nosotros procedente de la selva. Pero pensé en la muchacha Naluna, que había dado su vida para salvarnos de aquella abominación, y una furia extraña me dominó.

»—¡Escucha! —grité—. ¡No puedes hacerlo, maldito estúpido! ¡Has perdido la chaveta! ¡No lo consentiré! ¿Me oyes?

»Pero no prestó atención, apartándome con los ojos de un hombre hipnotizado, así que le di una buena: un derechazo directo a la mandíbula que le tumbó, completamente inconsciente. Me lo eché sobre el hombro y continué tambaleante mi camino, y pasó casi una hora hasta que despertó, bastante cuerdo y agradecido por lo que había hecho.

»Bueno, no volvimos a saber nada de la gente de Eridu. No tengo ni idea de si llegaron a seguirnos. No podríamos haber huido más rápido de lo que lo hicimos, pues escapábamos del horrible y espeluznante susurro melodioso que nos acosaba desde el sur. Por fin llegamos al lugar donde habíamos escondido nuestro equipaje, y así, armados y mínimamente equipados, emprendimos el largo viaje hacia la costa. Puede que haya leído u oído algo sobre dos demacrados vagabundos que fueron recogidos por una expedición de cazadores de elefantes en las tierras ignotas de Somalia, desorientados e incoherentes por las penalidades. Bueno, estábamos casi muertos, lo reconozco, pero estábamos perfectamente cuerdos. Lo de incoherentes fue porque intentamos contar nuestra historia y los malditos idiotas no quisieron creerla. Nos dieron palmaditas en la espalda y nos hablaron con mucha suavidad y nos dieron whisky con agua. Pronto nos callamos, al ver que sólo íbamos a conseguir que nos tacharan de mentirosos o de lunáticos. Nos llevaron de regreso a Yibuti, y ambos acabamos hartos de Afrecha para una temporada. Yo me embarqué hacia la India y Conrad fue en dirección opuesta; estaba impaciente por regresar a Nueva Inglaterra, donde espero que se haya casado con aquella muchachita americana y que ahora viva felizmente. Un muchacho estupendo, a pesar de sus malditos bichos.

»En cuanto a mí, hasta el día de hoy no puedo oír ninguna clase de gong sin sobresaltarme. En aquel largo y espantoso viaje, no respiré tranquilo hasta que estuvimos fuera del alcance de aquella Voz repugnante. A saber lo que una cosa como esa puede hacerte en la cabeza. Acaba con cualquier idea racional.

»A veces, todavía oigo aquel gong infernal en sueños, y veo aquella silenciosa y aborreciblemente antigua ciudad de la Torre de Babel en aquel valle de pesadilla. A veces me pregunto si todavía me sigue llamando, a lo largo de los años. Pero es una tontería. El caso es que esta es la historia y si no me cree, no le culpo en absoluto.

Pero yo prefiero creer a Bill Kirby, pues conozco a su raza desde Hengist en adelante, y sé que él es como el resto: veraz, agresivo, profano, inquieto, sentimental y directo, un verdadero hermano de los vagabundos, luchadores y aventureros Hijos del Hombre.

Fin

Robert E. Howard. Escritor estadounidense nacido el 22 de enero de 1906 en Peaster, Texas, y fallecido el 11 de junio de 1936 en Cross Plains, localidad del mismo estado. Su nombre completo fue Robert Ervin Howard. Conocido especialmente por las historias de corte fantástico que publicó en la revista Weird Tales, también cultivó la temática histórica, como por ejemplo en Las puertas del imperio, una historia ambientada en la época de Saladino. La creación más importante de Howard fue, definitivamente, Conan, un héroe bárbaro que aparece en diversas historias situadas en una época ficticia denominada Era Hyboria o Primera Era (que empezaría tras el hundimiento de la Atlántida).

Tras el suicidio del autor en 1936 al conocer la inminente muerte de su madre han sido numerosos los autores que han continuado la labor de escribir acerca de este personaje, creando una mitología propia que se cuenta entre las más extensas de la fantasía heroica literaria. Conan ha sido adaptado en varias ocasiones al cine, así como a la televisión, el cómic, etc., convirtiéndose en uno de los iconos más significativos del siglo XX.