Poetas

Poesía de Argentina

Poemas de Javier Adúriz

Javier Adúriz (Buenos Aires, 16 de abril de 1948 – Buenos Aires, 21 de abril de 2011), fue un poeta argentino. Se dedicó a la docencia y colaboró en varias publicaciones de poesía. Fue, además, director de la publicación León en el Bidet.

¿Oís el río?

¿Oís el río, Okusai? No está lejos.
Tiene el sonido ambiguo de la vida.
Son como cascotitos limpiándose
con la corriente, algo múltiple.

Prestá atención. Detrás del ruido
se ve el nacimiento rudo de las cosas,
eso íntimo, desesperado, casi, casi
enorme en su notoria nimiedad.

¿Oís, Okusai? ¿Ves? No necesito
que me pongas esa cara de tintorero
feliz. Dejate ir nomás, un poco.
¿O vinimos nada más que para esto?

Piercing

1.

Hijo, qué sorpresa me das
con ese sólido arito colgándote del iris.
Pasear un cuerpo atado a las pulsiones
es inquietante sí, por lo que sabe
a revuelta generacional…
Lo nuestro fue más ensoñado siempre.

¡De verdad!, no creo que hayamos sido
unos ilusos mejores o peores. Que yo sepa
el sol salía igual que para ustedes
mientras el mar batía los acantilados.
Fuimos masacrados nada más.
Quiero ser directo, disculpame.

La diferencia radica tal vez en los matices.
Como ayer, la historia hierve como ácido.
No te rías. Por qué buscar solución
en la materia, si la cuestión del espíritu urge.
Pero es cierto, no tenemos casi derecho a importunar:
la ley del fracaso no levanta la voz.

Aun así, guarda un vago consuelo
sostener pensamiento sobre casi todo.
Opinar fue la forma de ser libres. Sí,
más mentira para más verdad…
No me pegues. Nadie te quita la palabra
aun cuando sea tan gestual lo tuyo.

Y no sabés, querido, cuánto reconforta
que hayas resuelto confiarme el sueño.
Aplicarte un ancla en el escroto
no suena nada mal, habida cuenta
que parece otro gesto sobre el aquí y ahora,
esta turra injusticia que nos ahoga a todos,

eso tanto más viejo que nosotros,
que vos y yo.

2.

Viejo, siempre en estado de pancarta.
No entendés nada. (Tampoco hay tanto
que entender, poner el cuerpo nada más.)
Me hablás de espíritu. De qué espíritu
hablás. ¿No ves que eso de ser libre
brilla sólo en tu baldosa? ¿No ves
la radiación por todas partes?
Vivís entre abstracciones. No quiero ir
a tus libros ni al pasado. Entre otras cosas
porque ahí estás vos y tu ficción
de perdedores. No quiero terminar
llorando y ¿sabés?,
me voy a perforar el cuerpo y pintar
la carne hasta que se me dé la gana.
Digo,
¿por qué no fumamos uno de los buenos
y la seguimos disueltos en el humo?

El nadador

Las últimas piletas son agrias. Llueve
tanto o más de lo pensado, aun
cuando los jazmines revienten
y las enredaderas se aúpen a los árboles.
Creeme…, no se puede creer. Los huesos
hablan y el animal afina por debajo
una canción indescriptible. Igual,
no se quiere dejar de sonreír.
Hay algo en los recuerdos, vale decir,
en el seco ahora, en el puro y desaforado
ahora, que no importa demasiado
si el resto se vuelve confuso y breve,
fragmentario. Lo interesante está aquí,
en este aquí del tiempo, aunque la casa
finalmente esté sola… o vieja… o devastada.

El circo de las masas

La tele es una fiesta, circo y arena de las masas.
No es casual, hay que abombar, cerrar los ojos
y por la raja del párpado absorber el estímulo,
mandatos de compra y venta de equilibrio social.
Con artes combinadas, exhiben lo que sea
para mantener un orden delicado: que te dividas
y así reinar en el iris de la nada nula. Es fuerte
considerar que vivimos de acuerdo a estamentos
de consumo. Primer nivel, los usuarios compradores,
franja de la felicidad estúpida y compacta. Después,
como en Metrópolis, el escenario en sombra del abajo,
lo no visto y vivido por las multitudes, hombres
en racimo procurando su día sin poder entender.
Pero más abajo aún, los desechados. Los feos,
los enfermos, la discapacidad lacerante, lo inútil.

Una fiesta. El noticiero colorido de un programa pasó
el otro día, con narrador transido y música blandita,
lo asombroso: hubo que llevar una grúa a cierta casa
para rescatar a una obesa de su cama. Con claridad
se veía el bulto de algo que era sufriente. El error
de la naturaleza y aun así, con reflexión y ansia.
Adónde va esta cosa malograda de carne, adónde.
A quién le importa, si estamos fijos, subyugados
de tornasol local y siniestra exhibición publicitaria
dándole máquina a un afán, cuya norma es no saciar.
Qué hábiles y oscuros procesos se ponen al tablero
cuando vemos lo que vemos, distraídos de todo.
Un fascismo social, con otros gorros y entorchados,
es lo que vemos ahí. El abandono de nosotros mismos.
Sí, tal vez con apagar la tele, se venga al trote y pronto

la revolución…

Coro

La prolijidad, desdichado lector,
no se corresponde con la índole
de mi carácter. Me maldispone
trabajar de prólogo, (amén
de este atavío arlequinesco).

Digo: como pueblo
soy una caricatura del primer mundo.
Debiera componer un mundo, ¿no?

Ahora salgo para advertir una razón:
la melancolía no era el único pasto
de las aves. Comedia o no,
cada quien arrastra el trayecto de su risa.

Lo supo Aristófanes, frente a la amargura
ateniense; y el inefable Fidel Pintos,
cuya fealdad sin palabra
nos consolaba de nosotros mismos.

Está dicho: para un pueblo joven, lo risible
compromete innumerables músculos.

Leda llora el cocoliche

Meledetto il Kaiser, Leda, perqué llorá.
No ai visto qui a arribato il signore
Pane… El mismo, cittadino a la Floresta,
coloquialista americano, tutto un bardo…

No, no e’ un ganso. Lo ganso sono ansare
qui grídano di notte e moléstano la cuadra.
Leda, Leda, abrile le gambitte, si e’
un capomastro di prestigio, alto e forte:

un vero Jove… Ma qué importa si usa
cocoliche. Noi, no siamo tan nobile, ¿no?…
¿Cóme que volete un argentino?

¡Mala pécora, si questo paese dá merda!
Guardáte al Gínsbero, nene, lo bitinique,
que me si’strola la verdolería.

Puerta

Ahí estás, cerrada igual que un párpado,
como si detrás no hubiera
un evaporado país, tronar de un corno
de la fantasía:
llanura,
mueca o sonrisa
para cada ahogado acontecer.

Raja,
con esplendor vibrando
en el hábito de lo efímero,
cada línea, cada línea,
como el dolor
pidiendo aire, corriendo el cerrojo
de una indestructible
eternidad
desmantelada.

Merry melodies

Pobre Penteo, sos un cocodrilo.
Batís tu cauda con un ritmo tierno.
Hundís el pecho, entrás en el infierno
de la palabra dicha con estilo.

Cursás, igual que un nauta, el codicilo
moviendo las manitas y los remos;
tu piel se ablanda, obra del eterno
remolino del río detenido.

Mientras, en torno tuyo unas formitas
efímeras se visten de grotescos
sobando al dios amor. De pronto miran.

Ves tu tierra y hermanos, la colina
burda de lo real: llevan honestos
tu cabeza deforme en una pica.

Solos, vertiginosa condición…

Solos, vertiginosa condición
de solos, salida cerrada
que no se comprende, que no consigo
mudo, a redobles de sangre,
comprender.

El deseo, el amor
que hubiste por las cosas, humo
disolvente de todo el pasado,
de todo este hoy
que ya fue y que será
y que ahora es aire.

Porque quién puede, quién acierta
acaso
a descifrar la vida,
este cuerpo de imágenes
que a diario mueren
desde tus ojos,
al hombre detenido
y su cigarro acabándose,
tanta pasmosa sucesión
de carne y espíritu
en su decadencia.

Ahora estás cerca, hermano,
y todo pasa
o queda; uno tras otro
quedan, por buscarse,
hombres y días
abrazados a su ceniza eterna:

como vos, como yo, precisamente
solos de conciencia.

Elogio de nosotros mismos

Nosotros, los que mentimos a diario,
los que encarnamos el difícil arte
de la locuacidad vacía,
nosotros, los embaucadores
de sordos,
temblones mediocres del infinito
abismo, los artistas consumados
de la transmutación y la astucia,
raza de enanos
irredentos, de perdularios
a domicilio, nosotros,
los sabios, los mezquinos, paralíticos
de la alegría, los entusiastas
del odio, los magníficos,
los elegidos desde siempre
para juzgar y condenarnos.

Deliciosa inteligencia.