El sacrificio

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A Jorge Mañach

I

Con las velas hinchadas por un viento glacial, el negro «drakkar» de crujientes cordajes, surcaba, majestuoso, el océano de plomizas olas.

La nave alargada y ligera cortaba las ondas con bravura, dejando tras de sí una sinuosa estela de espuma. Su proa estaba rematada, a usanza noruega, por una cabeza de dragón, toscamente labrada en un tronco de encina, cuyos ojos saltones y fauces desdentadas estaban cubiertas por la verde pincelada de una minúscula vegetación marina. Aunque esta testa tuviese un aspecto torpe y fuese de gran fealdad, Ulrico el Temerario, rudo viking e incansable navegante, pirata a veces y defensor de justos según los casos, se complacía en mirarla como el genio protector de su barco, y durante sus correrías pasaba casi todo el tiempo junto a ella. Esa tarde, el marino miraba con atención el horizonte gris… De pronto, al asaltarle un recuerdo, se sonrió irónicamente:

—No zarpes hoy, pues te acontecerá una gran desgracia —le había dicho la vieja finlandesa, bruja según decían, que vivía en el puerto a costa de la credulidad de los marinos y pescadores.

«¿Alguna desgracia?», pensaba Ulrico… «¿Qué podía temer del Mar?». Estaba en el Mar como el seno de las planicies nevadas… Siempre miraba con cariño las olas que acudían sin tregua de lo ignoto, como los soldados de una armada poderosa y múltiple. ¡El Mar era la vida; era la acción! Encerraba en sí tanta poesía como todos los poemas de aquellos bardos que relataban las proezas de los dioses antiguos; más grandezas que los hechos heroicos de las divinidades adoradas antes de la llegada del santo cuyas palabras habían convertido a los forzudos noruegos en la fe del Salvador… ¡La sinfonía del Mar! El entrechocar de sus mazas producía una música de harmonía incomparable; sus rumores tenían una cadencia que apenas igualaban los cantos de las esquilas… Y el viking pensaba complacer, en los días que pasaría frente a esta incomparable y caprichosa compañera de su existencia, antes de ver las costas remotas de Groenlandia, antaño descubiertas por su abuelo Erico el Rojo, y a las que iba ahora en pos de riquezas.

De repente su faz barbuda, cubierta por un enorme casco de cuero, tomó una expresión de inquietud al divisar sobre el horizonte un punto negro que se movía velozmente. Con gran estupefacción, vio que ese punto, al acercarse, se convertía poco a poco en una embarcación de pocas dimensiones, sobre cuyas combadas velas relucían varias cruces rojas.

—¡El «drakkar» de Araldo! —exclamó.

Y sintió hervir en su memoria un cúmulo de odios antiguos… ¡Otra vez en su camino! ¡A centenares de leguas de Islandia, el orgulloso jefe del clan adverso se tropezaba una vez más con él, llevando igual rumbo; yendo tal vez a la misma tierra!… En ese instante recordó una vieja historia; evocó su pasado amor por la blonda Hansa; su bélica expedición por las playas de Irlanda en busca de bienes, y su vuelta, hallando a la mujer deseada en poder de otro; en manos de Araldo… Bruscamente le asaltó una idea feroz. De una ojeada abarcó su buque de quilla férrea, con sus grandes dimensiones y enormes velámenes y la comparó con la embarcación de su enemigo, pequeña, pequeña al lado de la suya… Además, estaban a enorme distancia de toda tierra… ¿Quién sabría nunca nada?…

Llamó a su viejo piloto y le dio una orden breve. Mas este lo miro con estupor:

—¿Darle caza?… Pero ¡es imposible, gran viking! Conozco los pacíficos designios de Araldo; sé que llevan en el barco algunas santas reliquias para depositarlas en un pequeño monasterio que se ha edificado en Groenlandia.

Viendo que Ulrico titubeaba, el anciano marino añadió:

—Según he oído decir, un venerable monje, llamado Guenolo, guarda en ese «drakkar» un cofre que contiene un trozo de la verdadera cruz; varios huesos de mártires y otros sagrados objetos… ¿Qué nos sucedería si causáramos la pérdida de todas estas cosas?…

El viking pareció reflexionar; pero luego exclamó con furor:

—¡Calla! ¡Abusas continuamente de mi paciencia, porque sabes que respeto en ti al compañero de armas de mi padre! Esta vez dirigiré yo mismo el «drakkar»; ¡pero nada te salvará de los grillos, te lo aseguro!

Ulrico el Temerario corrió a la popa, donde empuñó fieramente la barra del timón, gritando a los marinos:

—¡Todo el mundo a su puesto! ¡Aseguren los cordajes!

Y la nave cambió bruscamente de dirección, lanzándose al encuentro del otro barco.

II

Comenzó una caza feroz. La embarcación de Araldo esquivó la embestida de la de Ulrico, merced a su ligereza, y huyó hacia el Norte con todas las velas extendidas. El viking, siempre en el timón, dirigía las maniobras a gritos. Cada vez que veía flaquear a algún marinero, lo cubría de injurias… El viento se hacía más frío y azotaba cruelmente los rostros mojados por el agua salada. Las olas aumentaban de tamaño a cada instante, levantando en sus crestas a las dos naves, con un continuo y monótono movimiento que entorpecía algo sus marchas y hacía rechinar sus maderas. Durante varias horas se prolongó esta trágica carrera, hasta que, al anochecer, la nave perseguidora comenzó a acercarse insensiblemente a la de Araldo.

Reinaba casi la completa obscuridad, y el jefe, de un humor atroz, veía el momento en que habría de abandonar su intento por falta de luz. Del barco fugitivo no se distinguía más que la mancha blanca de las velas destacándose sobre la negrura del mar… Pero, de pronto, el viking tuvo un sobresalto de alegría… El «drakkar» enemigo había virado bruscamente hacia el Este, creyendo no ser visto ya por los cazadores. Ulrico maniobró el timón con tal suerte que, variando algo de dirección, encaminó su nave hacia un punto donde irremisiblemente se encontrarían ambas.

—¡No se mueva nadie! —ordenó.

Después de un instante de espera ansiosa, se sintió un enorme topetazo, seguido por un estruendo de tablas rotas, de agua atorbellinada y de gritos de terror. El «drakkar» perseguidor había casi cortado en dos al de Araldo con su sólida quilla… El barco atacado empezó a inclinarse lentamente sobre un costado; su mástil cayó como una maza; sus cuerdas estallaron y un momento más tarde sólo flotó sobre el mar un informe montón de maderos a los cuales se asían desesperadamente algunos marineros. Sobre los restos del destrozado casco, se irguió entonces una sombra cubierta por un largo sayal ensangrentado. Levantó brazos, y gritó con fuerza increíble:

—¡Ulrico el Temerario! ¡Sacrílego! ¡Asesino! ¡Maldito seas!

El viking, reconociendo la voz del monje Guenolo, sintió de pronto un miedo inexplicable. Asió la barra del timón, tratando de doblarla para huir hacia el Sur; mas lleno de terror, vio que esta no le obedecía y que su barco comenzaba a navegar hacia el Norte con una velocidad inaudita.

Entonces se desencadenó una tempestad horrible.

Olas tremendas comenzaron a lanzarse contra el «drakkar», jugando con él como una brizna de paja. Tan pronto lo izaban en la cresta de una montaña líquida, como lo ocultaban en el fondo del alguna sima espumeante, cuyos bordes amenazaban con cerrarse sobre él. La cabeza del dragón de la proa se sumergía y volvía a surgir continuamente del agua, con sus ojos desorbitados y su hocico deforme. Un viento helado y furioso impulsaba violentamente la embarcación maldita, haciéndola correr a una velocidad infernal.

A la luz mortecina de un farol de hierro, los marinos rezaban bajo los constantes latigazos del mar, mientras que Ulrico, empuñando siempre la inútil barra del timón, resistía las cóleras del océano con una inmovilidad de estatua. La piel de sus manos estallaba, su barba estaba blanca de sal, su rostro estaba insensibilizado por el frío, pero con una trágica tenacidad conservaba la voluntad de luchar y de vivir.

A cada instante, parecía que la tempestad hubiera llegado a su máximo de intensidad; que las fuerzas naturales no podrían manifestarse ya de un modo más aterrador; pero como una continua y sangrienta ironía, en esos momentos las olas se volvían mayores y el viento soplaba con nueva furia. No se comprendía merced qué protección ignota el «drakkar» seguía subsistiendo en medio de esta crisis de epilepsia del mar, pues el barco, rodando, dando saltos más bien que bogando, no interrumpía su aterradora carrera hacia lo desconocido…

El viking vio cómo las olas se iban llevando a sus marinos uno a uno, cómo todos sus compañeros desaparecían, engullidos en los gaznates monstruosos que constantemente se abrían bajo la quilla de su barco. Y con toda la dosis de terror que puede acumular un hombre, Ulrico se encontró sobre aque espantoso infierno líquido.

Entonces comenzó a distinguir en la obscuridad una cantidad de moles blancas que corrían en sentido inverso a la nave… Eran témpanos de hielo de extraordinarios tamaños, que flotaban sobre la aguas mugientes y se entrechocaban con topetazos enormes. Todos afectaban formas extrañas; unos parecían gárgolas deformes, arrancadas de algún templo de gigantescas proporciones; otros tenían el aspecto de monstruos erizados de púas; otros, en fin, se asemejaban a horribles rostros descoloridos, y desfigurados por muecas simiescas.

Ulrico sintió que su corazón se paralizaba de miedo al dirigir la mirada hacia el frente del barco. En la oscuridad de la noche distinguió claramente la verde cabeza del dragón de la proa fijando en él dos ojos relucientes como ascuas; y cabalgando sobre ella vio, calzado por anchas y ridículas botas, cubierto por un manto de algas, a un Araldo descarnado y lívido que reía sobriamente haciendo sonar sus mandíbulas con un ruido seco y sonoro.

Entonces pasó algo inaudito. Todo el «drakkar» tembló como por obra de una conmoción interna. El cuerpo de la nave se alargó desmesuradamente. El puente se vio levantado por su centro y dividido en dos por algo parecido a un espinazo gigantesco; la quilla tomó la forma redondeada de un vientre de saurio y la testa del dragón, erguida ahora sobre un cuello largo y flexible como el de una increíble cigüeña, se movió pesadamente hundiendo en las olas sus fauces abiertas. Ulrico, atontado por el terror, no sabiendo, no queriendo saber por qué prodigio se veía izado en el lomo móvil de una bestia sin nombre, se dejó caer pesadamente en las aguas que rugían en las tinieblas.

No trató ya de luchar; con las fuerzas agotadas y perdidas todas sus energías, se dejó dar el áspero y terrible beso del mar… En su último instante de lucidez, vio brillar en la noche los ojos desorbitados del horrendo «drakkar» viviente… Haciendo un esfuerzo supremo el marino se sumergió.

Debajo del agua, el viking oyó entonces distintamente el eco de una voz que dominaba los bramidos del viento, el fragor de la tormenta y los choques de los témpanos:

—¡Ulrico el Temerario! ¡Sacrílego!… ¡Maldito seas!…

Fin

Alejo Carpentier. Fue un escritor cubano y francés que se destacó por su obra literaria de corte barroco y realista mágico. Nació en Lausana, Suiza, el 26 de diciembre de 1904, hijo de un arquitecto francés y una pianista rusa. Su familia se trasladó a Cuba cuando él era muy pequeño y allí creció en contacto con la cultura y la música del país.

Desde joven se interesó por la literatura y la musicología, y colaboró en varias revistas culturales. En 1928 fue encarcelado por sus actividades políticas contra la dictadura de Gerardo Machado y al salir se exilió en París, donde entró en contacto con el movimiento surrealista. Allí escribió su primera novela, Ecué-Yamba-O, publicada en 1933.

En 1939 regresó a Cuba y trabajó como periodista y profesor. En 1944 se mudó a Venezuela, donde vivió hasta 1959. Durante este período escribió algunas de sus obras más importantes, como El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El siglo de las luces (1962). Estas novelas reflejan su visión de la historia y la cultura latinoamericanas, así como su uso de lo que él llamó "lo real maravilloso", una forma de integrar lo fantástico y lo mítico con lo real.

En 1959 regresó a Cuba tras el triunfo de la Revolución y ocupó varios cargos diplomáticos y culturales. En 1966 fue nombrado embajador en Francia, donde residió hasta su muerte el 24 de abril de 1980. Entre sus últimas obras se encuentran El recurso del método (1974), Concierto barroco (1974) y El arpa y la sombra (1979). Recibió numerosos premios y reconocimientos, entre ellos el Premio Cervantes en 1977.

Alejo Carpentier fue un autor innovador y original, que supo fusionar su erudición con su imaginación para crear una obra rica y diversa, que influyó en muchos escritores posteriores. Su legado es parte fundamental de la literatura hispanoamericana del siglo XX.