Nitocris

Foto de Simon Berger en Unsplash

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(Cuento de una época en que las princesas tenían carácter)

… hizo construir una larga cámara subterránea…

Heródoto

I

El sol comenzaba a mostrar sus rayos dorados sobre el horizonte de las planicies lejanas, sumiendo a Menfis en una suave luz violácea, y transformando su aglomeración de terrazas y paredes en un amontonamiento indefinido, de donde emergían por su altura, el templo de Phatá, y los terrados de los Graneros reales.

La ciudad despertaba. De las calles obscuras aún, subían confusos rumores que se fundían en una abigarrada sinfonía de chirridos de carretas, mugidos de bestias, golpes sonoros y gritos. Sobre el Nilo, se distinguían las barcas de los pescadores, cuyas velas combas se asemejaban a enorme ibis, resbalando quedamente sobre las ondas plomizas del río sagrado…

A medida que la claridad aumentaba, el movimiento se volvía mayor. Las puertas se abrían; esclavos desnudos hacían girar lentamente en los molinos, las pesadas muelas de piedra; en los peristilos de los templos, se veían hieródulos y sacerdotes sacrificadores armado de mazas de bronce; y en patios, donde alguna cisterna relucía como una enorme moneda de cobre, las mujeres, vestidas de blancos túnicas, iniciaban el vaivén de sus tareas domésticas.

En una cámara alta del palacio imperial, toda tapizada de pieles de leopardos, Nitocris, reina de Egipto, acodada en una ventana, miraba pensativamente el amanecer de la ciudad. Tenía la barba apoyada en las palmas de las manos y mordía con sus dientecillos agudos las yemas de sus dedos meñiques. En su rostro delgado y moreno, brillaban dos ojos grandes y negros, tan negros como su cabellera espesa, cortada a la altura de los hombros. Estaba cubierta por un amplio velo verde, casi transparente y que la brisa fresca de la mañana hacía ondular, dejando percibir las líneas de su cuerpo núbil, de talle finísimo y senos firmes. Sus pies de rosados calcañares, estaban encerrados en pequeñas sandalias que permitían ver sus uñas teñidas de rojo. En los tobillos y en los brazos ostentaba pesados anillos con extrañas figuras grabadas.

Ahora parecía contemplar con interés los trabajos que realizaban algunos esclavos en el fondo de su jardín. En medio de un bosquecillo de sicomoros, se les veía labrar gruesos bloques de piedra, donde empezaban a dibujarse las hojas de capiteles palmiformes; algunos sirviéndose se palancas, movían estas pesadas moles, para que los maestros las atacasen con sus cinceles y toscos martillos; y alrededor de ellos un escriba hacía sonar, de cuando en cuando, su látigo. La princesa amaba las construcciones; desde el asesinato de su hermano, el Faraón Mentesufis II, había hecho recubrir la pirámide de Mikerinos con una capa de sienita, cuyos tintes eran la admiración de los viajeros, ampliaba su palacio, y estaba haciendo fabricar por el momento una cámara subterránea en las cercanías del Nilo, con un objeto que nadie se explicaba.

Nitocris separó con un gesto nervioso algunos cabellos que caían sobre su frente, y sin virar la cabeza, dijo imperiosamente a una doncella que estaba arrodillada cerca de ella, blandiendo un espanta-moscas de pluma.

—Llama a Ftaú.

Al poco rato, la sirvienta entró en la estancia, seguida por un escriba, vestido por un corto túnico de lino ceñido a la cintura por un cordón de cuero con borlas de bronce. Hincándose y alargando los brazos, se inclinó hasta que su cara tocase el suelo. La princesa le preguntó:

—Ftaú, ¿cuándo quedara terminada la cámara?

—Faraona, antes de dos lunas, verás sus columnas erectas y sus paredes labradas.

Nitocris reprimió un gesto de impaciencia.

—Muestréame el plano.

El escriba sacó de un pliegue de su traje, un rollo de papiro y lo extendió delante de la reina. Ella lo miró detenidamente, y señalando con su dedo varias líneas paralelas, dijo:

—¿Éste es el túnel que conduce al Nilo?

—Sí, Faraona.

La princesa frunció el entrecejo.

—Ftaú, cuando la cámara esté lista, disponla como te lo dije una vez, para un banquete…

Y continuó diciendo para sí misma, en voz baja, y con acento de rencor, algunas palabras que el escriba no comprendió. Viendo que ella no tenía más nada que preguntarle, Ftaú se retiró, después de inclinarse hasta el suelo. Nitocris volvió a mirar a Menfis.

Sus terrazas y vías resplandecían ahora bajo los rayos del sol. En plena luz, se distinguían las caravanas que entraban por la Puerta del Sur., de regreso a la remota Nubia donde iban a buscar perfumes y especies; y en las plazas, se veía reinar las actividades de los mercaderes y cambistas, que corrían de un lugar a otro, con sus trajes de violentos colores. Las ondas del río sagrado parecían rodar una mirada de agujas refulgentes…

Pero la princesa, con un brillo extraño en los ojos, no veía nada de esto, sumida en una meditación lejana y misteriosa.

II

Era una sala alargada, cuyo suelo estaba hecho de basalto rojo.

Los convidados —unos cincuenta—, quedaron maravillados al entrar, por la hermosura de los relieves que cubrían las paredes, aunque un tanto sorprendidos, por lo tétrico de las escenas representadas en ellos. Unos mostraban al dios Rhá, recibiendo la sangre de los malvados en los legendarios siete mil cántaros; otros describían gráficamente el viaje de las almas, hasta llegar al tribunal de Osiris y los cuarenta y siete jueces infernales.

La princesa, sentada en el fondo de la sala, sobre un escabel de marfil, estaba majestuosamente bella. Ceñida a sus cabellos, cubiertos de un polvo violado, llevaba una pesada diadema rematada por la momia de un pavipollo real; sus ojos relucían intensamente, agrandados con negro de antimonio, y sombreados con un ligero tinte ocre. Iba vestida de un largo túnico azul ceñido al cuerpo, y abrochado en los hombros por dos cabezas de gavilán. En el cuello llevaba un collar formado por hojas de loto de loto, del que colgaba, entre las curvas de los senos, un pesado escarabajo. Traía en una muñeca, un anillo con dos perlas huecas, que dejaban caer de tiempo en tiempo una gota de esencia de mirra.

Al verla ese día, más de un invitado sintió una inexplicable inquietud, producida tal vez por su expresión singular.

El banquete tocaba a su fin; ya se habían servido los panes salados y las inevitables raíces de loto; las sopas de ave con higos y vinagre; los múltiples asados, y las carnes cocidas en hornos de ladrillo, y traídas sobre lechos de pastas. Las cervezas de centeno habían sido sustituidas por el áspero vino de Fayúm; y por esto, los comensales hablaban en voz alta y reían, sin escuchar las melodías de varias tañedoras de tiorba, que pellizcaban las cuerdas de sus instrumentos con gestos cadenciosos.

Hubo un momento de calma, cuando un enano de Nubia, bailó entre cuatro pebeteros, una monótona danza sacra; pero al poco rato la algarabía volvió a reinar en las mesas. Algunos que habían viajado, relataban las costumbres de los bárbaros; los sacerdotes discutían sobre asuntos religiosos, y los más comentaban el motín del cual habían sido los jefes, gozosos de ver reunidos en ese festín, a todos los instigadores de la revuelta en que había sido degollado el emperador Mentesufis. Se felicitaban sobre todo, de la indulgencia de su hermana, que celebraba el aniversario de este asesinato con aquel regio banquete.

Algunos repararon entonces, en que la Faraona había desaparecido de la cámara. Nadie dio importancia a este hecho. Pasó un momento, y se comenzó a oír un rumor extraño en lontananza, que repercutía en la sala con un eco sordo. Los convidados interrumpieron sus conversaciones y se miraron unos a otros, presos de un vago temor…

El ruido aumentaba, parecía el correr de un manantial subterráneo… Ahora era más fuerte; podía ser el de un torrente… El de una cascada… Se acercaba. Una pared tembló.

El pánico se apoderó de los invitados; se levantaron bruscamente, y saltando por encima de las mesas cubiertas de vajilla, se lanzaron hacia la entrada de la cámara. La encontraron cerrada por un bloque de granito… En un segundo lo comprendieron todo; se explicaron la desaparición de la princesa, se dieron cuenta del objeto con que habían sido reunidos en aquel banquete. Al verse condenados, prorrumpieron en un inmenso aullido de terror, ante su impotencia para esquivar la muerte cercana…

La pared del fondo; la pared en que estaba labrado el juicio de Osiris, se derrumbó fragorosamente, dando paso a una catarata que penetró en la sala rugiendo y retorciéndose como un monstruo loco, derribándolo todo, y arrojando unos contra otros a los convidados del trágico festín.

Algunos instantes más tarde, la espuma cubrió las hojas de palma de los capiteles que sustentaban el techo de la cámara subterránea…

Y tal fue la venganza de Nitocris, reina de Egipto, según la historia narrada por Heródoto en su libro dedicado a la musa Euterpe.

Fin

Alejo Carpentier. Fue un escritor cubano y francés que se destacó por su obra literaria de corte barroco y realista mágico. Nació en Lausana, Suiza, el 26 de diciembre de 1904, hijo de un arquitecto francés y una pianista rusa. Su familia se trasladó a Cuba cuando él era muy pequeño y allí creció en contacto con la cultura y la música del país.

Desde joven se interesó por la literatura y la musicología, y colaboró en varias revistas culturales. En 1928 fue encarcelado por sus actividades políticas contra la dictadura de Gerardo Machado y al salir se exilió en París, donde entró en contacto con el movimiento surrealista. Allí escribió su primera novela, Ecué-Yamba-O, publicada en 1933.

En 1939 regresó a Cuba y trabajó como periodista y profesor. En 1944 se mudó a Venezuela, donde vivió hasta 1959. Durante este período escribió algunas de sus obras más importantes, como El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El siglo de las luces (1962). Estas novelas reflejan su visión de la historia y la cultura latinoamericanas, así como su uso de lo que él llamó "lo real maravilloso", una forma de integrar lo fantástico y lo mítico con lo real.

En 1959 regresó a Cuba tras el triunfo de la Revolución y ocupó varios cargos diplomáticos y culturales. En 1966 fue nombrado embajador en Francia, donde residió hasta su muerte el 24 de abril de 1980. Entre sus últimas obras se encuentran El recurso del método (1974), Concierto barroco (1974) y El arpa y la sombra (1979). Recibió numerosos premios y reconocimientos, entre ellos el Premio Cervantes en 1977.

Alejo Carpentier fue un autor innovador y original, que supo fusionar su erudición con su imaginación para crear una obra rica y diversa, que influyó en muchos escritores posteriores. Su legado es parte fundamental de la literatura hispanoamericana del siglo XX.