Historia de lunas

Carnaval. Pintura de Víctor Manuel
Carnaval. Pintura de Víctor Manuel

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I

A las 12 y 28, puntualmente, el tren de largos vagones amarillos se detenía en la estación del pueblo. Al momento, los dos viejos Ford empezaban a hacer sonar su bocina ásperamente. El ventilador de Café de los Reyes Magos se ponía en marcha. Y los mendigos, los vendedores de frituras o de plegarias invadían el andén… Con frecuencia el tren expreso traía huéspedes de paso. Un político vestido de dril blanco, un capitán de la guardia rural, un amaestrador de animales o los alumnos del conservatorio de la ciudad vecina, de excursión, llevando sobre el pecho una banda de terciopelo rojo con las palabras: ¡Viva la música! inscritas en itálicas doradas… Esos cinco minutos de parada daban pábulo a una gritería sin fin, que se renovaban día tras día al comienzo de una bochornosa tarde asediada por la sombra de los buitres, el vuelo de polillas, tábanos y moscardones y el olor de una lluvia tibia que seguramente caía por ahí, tras de las peñas que atraen el rayo. Caras de mujeres, distintas de las que harto conocemos; corbatas, gramófonos, brazos al desnudo, moneda suelta. El negro del pullman, colocando sobre las mesas tortillas de huevo. Y, todos los martes, el jorobado del furgón del correo, comprando una lechuga para su tortuga. Los blancos del pueblos, convertidos en padres de familia sin trabajo, ciegos o vendedores ambulantes a la llegada del tren. Los negros, que llegaban simplemente a mirar. Mas cuando la locomotora se perdía en el túnel, se detenía el ventilador, los Ford regresaban a su cochera de paja y los hombres iban a tenderse a la sombra de los bohíos, esperando el regreso de las mujeres que lavaban la ropa en el río.

Sólo Atilano maldecía al tren expreso. En la mañana la cosa no andaba mal. Fatigado, demasiado molido incluso para sentir miedo, removiéndose el sebo cada vez que se rascaba el pecho o el vientre, lustraba las botas del colono americano y los borceguíes del alcalde; después de los zapatos del jefe de estación era el turno de los botines acharolados del señor Radamés, el alcahuete francés en receso que esperaba sus papeles de naturalización para volver a La Habana. Nada que hacer con chinos y españoles. Los unos se paseaban en chinelas, los otros en alpargatas… Con frecuencia el tren traía clientes. Pero justo en el momento en que el tren entraba en la estación, el árbol comenzaba a brotar. Al menos lo que el maleficio hacía brotar como un árbol. El cuerpo de Atilano estaba cubierto de tierra. De una tierra grasosa, sudorosa y roja, como la de los campos de caña. De golpe, sentía abrirse la semilla en su cerebro, y raíces tibias, endureciéndose poco a poco, se iban escurriendo entre sus costillas. Una serpentina verde se desenrollaba a lo largo de la columna vertebral, para restallar secamente, como un látigo, entre sus muslos. Y el árbol crecía, más pesado que el hombre, arrastrando al hombre con él, extendiéndose sobre raíces bien aferradas a una tierra viscosa y cálida. «¡El árbol te guiara!», le había gritado el brujo desde el umbral de su bohío. Aún había que esperar la caída de la noche para ponerse en camino… Desde que se sintió atacado por el maleficio, Atilano se esforzó en ocultar sus crisis. Nunca se había desvivido canto por hacer relucir las botas de sus clientes, Era el único limpiabotas del pueblo; que defender ese privilegio que lo recompensaba con la singularidad del artículo. Pues se decía el limpiabotas como se decía el alcalde, el cura o el señor Radamés. Pero, después del paso del tren, la voluntad de Atilano se rompía de pronto un cristal. Se acostaba sobre la espalda, a la sombra de la jamba del soportal de los Reyes Magos, para dejar crecer el árbol hasta que su sombra, alargándose más que la jamba, llegara a refugiarse en la casa. Entonces Atilano se levantaba penosamente. Con paso al principio arrastrado, pero que se volvía cada vez más ligero, atravesaba calle de las puertas clausuradas, la calle de la iglesia, la calle de los chinos, la calle de la bodega verde y la calle que terminaba al borde del agua. Deslizándose bajo los arbustos espinosos buscaba la vasija. Se quitaba la camisa, el pantalón, las alpargatas. Se untaba el cuerpo de grasa. Después esperaba, ansioso, frotándose los muslos, a que el canto de las lavanderas cediera el silencio a los grillos. Los primeros murciélagos pasaban sobre las plantaciones como una lluvia de guijarros. Brincaba entonces fuera de su escondite, desnudo, reluciente, y se echaba a correr por la hierba guinea, sosteniéndose el sexo con ambas manos.

II

Ahora, a las 12 y 28, sólo los niños van a la estación. El maligno pequeño tuerto, cuyo ojo le había vaciado un gallo de pelea mientras le desplumaba el vientre; Barbarita, la de fuerte olor; el gordo Tití y Guarina-de-la-cabeza-pelada, que levanta sus faldas para mostrar a los viajeros que no es un muchacho. Pero el ventilador de los Reyes Magos da vueltas tanto mejor cuanto más se eslabonan las reuniones, sin esperar la hora del tren. Fuerte es la discusión sobre el extraordinario acontecimiento. El escurridizo había hecho una nueva aparición en el pueblo. No se supo hasta el séptimo día por culpa de esas putas mujeres, que se anduvieron secreteando la noticia, guardándose mucho de correr el pestillo de la ventana, en la noche. ¡Ah, trae buena suerte ser violada por un escurridizo, un animal de la sombra, el ánima sola de Eleguá, chivo de cara humana, el que cree violar, mientras una grita de placer, haciendo resbalar las falanges por su espalda untada de grasa! Pretender que su simiente de maldición cura la esterilidad, las hinchazones de las piernas y el reumatismo mejor que los emplastos de sangre de gallina negra. ¡Porquerías! sin los gritos de Paulita la idiota, que se puso a aullar en medio mismo del camino porque el escurridizo le había arrancado los panes duros que llevaban en su corpiño, estarían tan despreocupados como de costumbre, irían a babosear ante los brazos desnudos, los gramófonos y las tortillas del pullman. Ahora mandaban a los niños a mendigar a la estación y a llevar la lechuga para la tortuga del furgón, mientras que en los Reyes Magos lustran fusiles y revólveres, sentados en rueda alrededor del ventilador. Hay de todo tipo: de dos cañones, de repetición, de perdigones o de balines. Colts 45 y aun un mosquetón de escobeta, de aquellos que te patean el hombro cuando aprietas el gatillo. Caída la noche, no quedaría más que treparse a los árboles, encogerse tras el brocal de los pozos u ocultarse en el depósito de los metales de la banda municipal, la hija de cuyo director es más china que mulata —lo que seguramente ha de atraer al escurridizo, ya que las negras que tienen sangre china son más calientes que ninguna—. Y si se aparece… «Yo perforo una carta de la baraja a cuarenta metros, entre las orejas de mi caballo…». «Yo hago desaparecer un chupamirtos con una bala de pequeño calibre…». «Yo te corto con tanta limpieza el pescuezo de un aura, que sigue planeando mientras las hormigas se llevan la cabeza…».

Atilano estaba recostado bajo el soportal a la sombra creciente de la jamba. Escuchaba la conversación de los hombres con la oreja tapiada de vello. Las palabras llegaban claras al caracol, yunque y martillo que resuenan en alguna parte bajo el cráneo, pero de ahí al cerebro el camino es largo. Las raíces del árbol empezaban a invadirlo. El árbol crecía. Quizá la gente no lo veía, pero Atilano sentía que llenaba todo el pueblo, sacudiendo los muros, y que a su sombra brotaba un perfume de amor, en pleno mediodía, de la ropa de las negras. Se escuchaban relinchos. En un prado los animales triscaban a placer. Pero aquí el árbol crecía a dolorosas sacudidas y, como sus raíces apretaban cada vez más fuerte, Atilano no vivía más que a la espera de la noche. ¿Y si los fusiles dan en el blanco? ¡Tanto peor! Cuando el hechicero embruja por su cuenta, la víctima no puede pensar en un contramaleficio. El escurridizo sigue siendo escurridizo hasta el fin. Cuando un santo vivo atraviesa el pueblo, no hay que despertarlo. Cuando Jesús el peluquero se volvió santa Bárbara por unos días, no se le molestó con preguntas inútiles. Se le pusieron alimentos al pie de un árbol, y eso fue todo. Mientras que a los hombres-caballo, a los hombres-chivo, a los árboles que caminan, a esos se les despanzurra, sobre todo si violan a las mujeres y las mujeres se placen de ellos. Los escurridizos son como las serpientes: si nos topamos con ellos en el camino y no los matamos, se vuelven muy viejos y se meter al mar, todos arrugados, cubiertos de jorobas y de pelos blancos, y, como les horroriza la sal, maldicen al hombre que los ha condenado a esa perra vida… Todo lo que tiene que ver con influencias de lunas sólo puede terminar muy mal.

III

Esa noche, a pesar de la vigilancia, el escurridizo regresó al pueblo. A las 11 violó a la mulata china, madrina de la banda; a las 2, a la amante del peluquero Jesús; a las 5, cuando ya cantaban los gallos, saltó a la cama de Paulita, que, esta vez, se dejó arrancar los panes sin dar la alarma. Las tres mujeres lo contaron más tarde, pues el embrujado se había embadurnado el cuerpo de sebo y difícilmente hubieran podido lavarse las negras manchas. Y ya que ahora todos los hombres lo sabían, no debían correr el riesgo de verse tratadas de putas, como aquellas que, hasta ahora, nada habían dicho. Hubo estallidos de disparos en las tinieblas, pero sin más resultado que la muerte de un cerdo negro que pertenecía al cura. Dondequiera que se creía vislumbrar al escurridizo, hallaban sólo cangrejos de tierra huyendo entre las hierbas o gruesas culebras que despertaban a las gallinas para hacerlas caer del árbol.

A las 8, el Café de los Reyes Magos estaba repleto de gente. Como todavía refrescaba, nadie prendió el ventilador. Atilano, instalado ya en su silla de limpiabotas, miraba la plaza con aire ausente. Dejando sus armas sobre el bar, los hombres se pusieron de acuerdo sobre la única medida razonable que podía adoptarse. Había una forma de conocer la identidad del escurridizo… Le prestaron un caballo al tuertito; izado sobre una gran silla de estribos demasiado largos, partió al galope hacia el sendero de la montaña. Más tarde, como era domingo y repicaban las campanas, se encaminaron a la iglesia, donde las mujeres rezaban ya. El armonio atacó el himno nacional y el cura hizo su entrada, seguido de un sacristán negro. El señor Radamés estaba sentado en primera fila, entre el alcalde y el jefe de estación… En una especie de vitrinas, unos san Cristóbal, unas vírgenes y unos niños Jesús sonreían bajo sus pelucas de pelo verdadero, mientras que sobre el altar un Cristo terroso, cubierto de sangre, entreabría con dedos crispados una herida que dejaba ver el corazón al rojo vivo. Llegó la hora del sermón:

—Hermanos míos —empezó el cura, bajo la concha barroca del púlpito, mientras la paloma de porcelana que representa al Espíritu Santo se balanceaba de la punta de un cordel—, hermanos míos. Dios nos ha hecho diferentes de los animales. Las bestias van con el hocico siempre mirando al suelo, para mostrarnos mejor que el hombre, cuya frente se eleva hacia el cielo, puede comprender y medir la grandeza de Dios. Si tantos de ustedes no se dejaran cegar por las afrentosas tinieblas de la brujería, sucesos como los que acaban de producirse serían imposibles… El Señor está lleno de bondad, pero también sabe mostrarse terrible en su cólera. Recuerden Sodoma y Gomorra; recuerden el último ciclón; recuerden…

El cura se volvió bruscamente hacia la entrada, apretando los dientes. Un retumbo sordo, como un trueno en lo profundo del bosque, arrullo de un palomo monstruoso, había estallado a lo lejos. Luego, cortando un breve silencio, una batería seca, imperativa invadió la iglesia. En la ronda entró una percusión grave que hizo temblar a más y mejor las estatuas de cera en sus vitrinas. Uno, dos, tres, cuatro. Los cuatro tambores rituales, percutidos acompasadamente, empezaron a hablar. Primero el Tambor-de-Orden; en seguida el Tambor-de-Nación y el Tambor-del-Gallo; finalmente, el Tambor-de-Duelo, que sirve para invocar a los muertos.

Al escucharse la voz del cuarto tambor, la iglesia estaba ya vacía. Los fieles partían a la montaña.

IV

Caras negras y cabezas crespas avanzaban en grupos cerrados por los senderos rocosos. La batería de los tambores rodaba bajo el sol como una tempestad de verano. En ocasiones se tenía la sensación de estarse alejando del lugar donde se percutían las pieles de cabra tensadas al fuego. Venía del norte y del sur; subía del río o bajaba del gran promontorio de conchas petrificadas, habitado por auras y gamos. Los que no conocían la entrada de la grieta donde se disimulaba el bohío del brujo, con su cuerno por pararrayos, habrían podido errar hasta la noche entre plantas carnosas, con el riesgo de pararse bajo un guao, cuya sombra claramente encarnaba una cabeza humana. Pero se llegaba ya al camino blanco, que conducía derecho al cercado del Ta.

Pateando, mofándose, gesticulando, el brujo tendía su mandil a los fieles a medida que llegaban para recibir sus ofrendas.

Carne de puerco, pasteles, monedas, exvotos católicos. Las escupía sobre la cabeza una mezcla de ron, sangre de gallo y aceite que llevaba en una botella suspendida del cuello. Después, todos acurrucaron bajo el gran árbol, a cuyo pie Ma Indalesia, la mujer del hechicero, había dispuesto ya santos, vírgenes, muñecas adornadas de cintas y plumas sobre una mesa baja. Los tambores seguían retumbando bajo los puños de cuatro iniciados… Una vez que todos ocuparon su lugar, Tata Cunengue se acercó a su mujer, cuyo cuerpo de giganta culminaba en una cabeza minúscula, parecida a una gran uva seca. Le encasquetó un gorro de cuero en el que habían sido fijadas dos largas trenzas de cabello rubio. Empuñando un sable, hizo una incisión horizontal en el tronco del árbol para que escurriera la espesa savia blanca. Limpió la incisión con la punta de las trenzas y las pegó a las palmas de sus manos. Entonces el tambor de voz aguda anunció la «batería de ronda». Sujetaba el brujo la cara de Ma Indalesia y el temblor de sus manos ascendía a lo largo de las trenzas hacia el gorro de cuero. Las mujeres empezaron a dar vueltas a su alrededor, tomándose por la cintura. Los hombres, levantando los brazos, formaron un círculo que daba vueltas en sentido contrario. De inmediato un canto grave y monótono se levantó sobre las dos ruedas:

Olelí, Olelá
Olelí, Olelá
Jesú-Cristo, transmisol,
Olelí,
Obatalá transmisol,
Olelí,
Allán Kardek transmisol,
Olelí,
Santa Bárbara, transmisol,
Olelí, Olelá
Olelí, Olelá…

Giraban, giraban, jadeantes, aullantes, sin poder detenerse. Olelí, Olelá. Olelí, Olelá. Las mujeres rozando a los hombres con sus caderas, con sus senos. Un olor a sudor, a sexo, a ron, giraba con los círculos mágicos. Y se giraba más, más rápido aún, empujando hacia adelante, arrastrando las piernas…

—¡Oyá! ¡Oyá!

Los fieles se dejaron caer por tierra, Ma Indalesia había rodado a los pies del brujo, desorbitada, la boca espumeante, batiendo el aire con sus piernas huesudas. Entonces Tata Cunengue interrogó al Santo que había bajado a su cuerpo, según las fórmulas que usaban los brujos para entenderse con los santos.

V

Ahora lo sabían. Dejando a las mujeres alrededor de Ma Indalesia, que volvía lentamente a la palabra inteligible, los hombres bajaron al pueblo a paso de carga. Un grupo entraría por lado del río, el otro por el lado de la montaña, mientras que Jesús el peluquero y «Manita-en-el-suelo» se apostarían a la entrada de la estación, para impedir que Atilano huyera por la vía. Se le acostaría delante de su silla de limpiabotas, limpiamente, con una gran herida detrás de la oreja. Puesto que a fin de cuentas el escurridizo era un árbol, un árbol que un maleficio hizo germinar de una semilla colocada en la cabeza del doble de Atilano; puesto que este doble de Atilano era una gran anguila de río, y que querer encontrar esta anguila entre las miles de anguilas que lleva la corriente era una tarea que el brujo se sentía incapaz de cumplir, no quedaba más que cortar el árbol de raíz, en el soportal de los Reyes Magos. De una vez se acabaría con el escurridizo, la anguila, la semilla y el árbol. Y por fin se haría la paz.

Se vislumbraban ya las casas del pueblo cuando el tuertito habló:

—Pero vean… Hasta ahora el escurridizo no ha violado más que mujeres chivos…

Los hombres se detuvieron:

—¿Qué dices?

—¡Pues sí! Paulita, chivo. La china de Don Cosmito, chivo. La amante de Jesús, chivo. Y chivos todas las demás…

Bruscamente los hombres se dividieron en dos facciones. La vieja querella que desde la época indígena subsistía entre los habitantes del pueblo volvió de pronto a la superficie de las realidades. Chivos, los del lado de la montaña; sapos, los del lado del río. Los chivos tenían su cofradía ñáñiga de protección mutua: el Ensenillén. Los sapos le opusieron la asociación secreta del Efó-Abacara. Atilano era sapo. Bailaba la Danza del Diablito en las ceremonias y juegos de su barrio. Y he aquí que aun siendo escurridizo, aun anguila, árbol o embrujado, sólo violaba a mujeres chivos, respetando a las mujeres sapos.

—¡Sapos apestosos!

—¡Chivos, hijos de la gran puta!

Los chivos cargaron sobre los sapos. Los sapos lanzaron un grito. Sobre los hombros caían las cabezas, cortada la yugular de un machetazo. Dentro de las camisas borbotaban los intestinos. Se escuchaban injurias y los tajos de los machetes, mientras a lo lejos los tambores del brujo seguían tocando.

VI

Ese día, durante los cinco minutos de parada, los viajeros del expreso abandonaron sus vagones y salieron a las gradas de la estación, queriendo averiguar lo que pasaba en el pueblo. Las calles estaban desiertas. Silencioso el ventilador de los Reyes Magos. Incluso los dos viejos Ford permanecían en el bohío. Pero una música de motín incendiaba la atmósfera. Del lado de la montaña, las trompetas chinas del Ensenillén proyectaban en la calma soleada sus vocalizaciones estridentes. A este llamado, respondían las maracas y tambores del Efó-Abacara, desde el fondo de las calles que desembocan al borde del agua. El tren partió, lleno de hipótesis y de preguntas sin respuesta.

Y sin embargo, era bien sencillo. La guerra se había declarado. Los sapos tomaron a Atilano bajo su protección. A la caída de la noche, se deslizaron a lo largo de los muros y cercas del barrio de los chivos, cuchillo en mano, para defender al escurridizo de toda agresión. Ahora podía violar a las mujeres enemigas con la aprobación de todos los miembros de su cofradía. Incluso le ayudaban a embadurnarse el cuerpo de grasa, sebo o manteca de cerdo. Mientras asía a alguna mujer desnuda, cuyo pequeñuelo emprendía la huida entre los barrotes de la cama, ásperos combates se libraban en las sombras; la sangre brotaba a chorros y con frecuencia los sapos que acudían al ruido del tumulto no encontraban que algún agonizante, al que arrastraban por el cuello. Batallas en regla fueron desarrollándose en el parque central. Hubo que suprimir los conciertos de la banda, ya que, una tarde, la idea aciaga de tocar la vieja rumba de «Aliados y alemanes» provocó una nueva escaramuza entre chivos y sapos. Desde entonces, con frecuencia se recogían cadáveres por las calles. El capitán de la guardia rural hizo que el gobernador militar de la provincia le enviara patrullas de refuerzo.

Pero llegó el carnaval, y, con él, la fiesta de la patrona del pueblo, Nuestra Señora de las Orejitas. El alcalde esperaba con impaciencia la fecha, con la esperanza de que la tradicional procesión calmaría los ánimos. Y, en efecto, la calma pareció descender sobre el pueblo cuando se trató de preparar la salida del carro de la Virgen. Los carpinteros, los pintores, los albañiles, el fabricante de ataúdes se ofrecieron de buena gana, fueran sapos o chivos, a trabajar en el adorno de las calles. Clavaron hojas de palma en las fachadas y tendieron guirnaldas de rafia, cubiertas de banderas, desde los bordes de los techos. En su bohío, el cohetero a sueldo montaba, con gran secreto, las piezas destinadas a los fuegos de artificio. Por todos lados se decoraban pasteles, se preparaban tenderetes de salchichas, de buñuelos, mientras que los banqueros de charada china, de «bastos y espadas», de pasa-pasa, ejercitaban sus manos mientras gritaban a los jugadores: «Entre más la mires, menos la verás». En cuanto a la Gran Patrona, coronada de oro, de vestido nuevo y adornada con todos los aretes que habían prestado los fieles, esperaba el instante de ser izada a su trono de media luna sostenido por tres serafines rosados que provenían de la carroza de los niños, con el permiso de la Agencia de Pompas Fúnebres.

Al final del día, cuando todo el mundo hubo gritado a gusto en las peleas de gallos; después de la carrera de sacos, de subir el palo ensebado y de la visita a las dos polacas que montaron un burdel itinerante a la salida del pueblo, hubo una gran barahúnda en el parque central. Se abrieron las puertas de la iglesia, y el carro, escoltado por la banda municipal y los bomberos del comercio, fue arrastrado a la calle. El cortejo se puso en marcha.

Se elevaron en la noche los fulgores de las luces de bengala. Se encendieron las ruedas de petardos. Partieron los cohetes mientras Nuestra Señora de las Orejitas proseguía su camino a la muchedumbre con sus ojos tristes. La detenían frente a las casas donde había un enfermo para «hacerla bailar». Después seguía la procesión, entre el estrépito de metales y platillos.

La Virgen había ido recorriendo así las calles del barrio sapo. Llegaba ya al barrio chivo, a la izquierda del escaparate de Las Camisas de París, cuando se vio aparecer un inesperado cortejo allá arriba por la calle de los Libertadores. Tamborileros, hombres disfrazados de animales llevando grandes linternas sobre el vientre, avanzaban en grupo compacto, seguidos por una especie de plataforma de madera sobre la que se erguía un gran san Lázaro negro, rodeado de una jauría de perros de Pabellón al aire, unas cuantas trompetas chinas elevaban sus lúgubres lamentos, a la cabeza de una columna de mujeres que gritaban, agitando pañuelos de colores:

—¡San Lázaro vive! ¡San Lázaro vive!

Y bien vivo que está san Lázaro. Apoyándose en muletas, da de vueltas a una gran matraca con su mano izquierda. Sus piernas están ornadas de llagas pintadas de tinta roja. ¡Ah, ese peluquero Jesús! El año pasado, Santa Bárbara descendió a su cuerpo para hacer escuchar su divina voz a los fieles. Esta vez se despertó sintiendo que el aliento de San Lázaro recorría sus miembros. Una voz le susurró al oído: «Lázaro, levántate y anda». Cayó en trance en medio de su negocio derribando una mesa llena de navajas y tijeras. A partir de ese momento, sus compañeros de cofradía organizaron la procesión a toda prisa. De tal manera, tendrían algo que oponer a la pompa religiosa de los sapos, cuya Virgen, aunque patrona de todo el pueblo, no había logrado preservar a las mujeres chivas de las violaciones del escurridizo, a pesar de los aretes que le habían prestado… Por lo demás, esta competencia de exhibición de Potencias no implicaba hostilidad alguna. Los chivos conducían a su San Lázaro vivo a fin de que tomara su lugar en la gran procesión, con todos los honores que se le debían.

El cura, al ver llegar al inspirado en su tablado, se mordió los labios, ya que la menor protesta de su parte podía tener tales consecuencias que valía más quedarse tranquilo. Los portadores de san Lázaro se colocaron detrás de la Virgen, y el cortejo siguió su recorrido. Así se dio la vuelta por el barrio de los chivos volvió al parque central. Pero en el momento en que se daba la vuelta a la esquina de la calle de los chinos, gruesas nubes grises que habían ido hinchándose tras las montañas desde mediodía abrieron bruscamente. Una verdadera muralla de agua se abatió sobre el pueblo. Los fieles pegaron la carrera hacia la iglesia cuyas puertas habían quedado abiertas en espera del regreso la Virgen. Traqueteando, retumbando con un fragor de trueno sobre el suelo de tierra apisonada, el carro se precipitó en el templo, bajo un tupido chaparrón. El cura se apresuró a cerrar los batientes con el propósito de desvestir a la imagen, cuyo manto empapado empezaba a desteñirse. El sacristán negro se le aceró:

—¿Y dejará usted afuera el san Lázaro vivo?

Pudo esquivar el pie que la sotana no dejó levantarse demasiado. Pero san Lázaro golpeaba ya la puerta con sus dos muletas. Los chivos reclamaban el derecho de albergarlo en la iglesia. Se disolvían los perros de yeso, bajo la lluvia, como terrones de azúcar. Centenares de manos percutían sobre las grandes planchas de cedro. Se elevaba un clamor indignado alrededor de la vieja construcción española… Fue entonces cuando se vio saltar a Atilano sobre la plataforma y derribar al San lázaro vivo con un buen golpe de hombros. El inspirado cayó sobre los portadores remolineando sus muletas en el vacío. La plaza entera se llenó con un estrépito de batalla. Hombres y mujeres rodaron sobre las cenizas de los fuegos de artificio, heridos, mordidos, pateados. Envueltos en una maraña los dos clanes, se golpeaba a derecha e izquierda, sobre la primera cabeza que se encontrara al alcance de la mano… Una descarga de fusilería se hizo escuchar. Dos patrullas de la guardia rural aparecieron por un costado de la plaza. Los uniformes caquis avanzaron lentamente, lanzando cada tres pasos una descarga. A la quinta descarga, el parque central quedó desierto. Chivos o sapos, los combatientes huían por las calles más cercanas… En la puerta de la iglesia, sólo el escurridizo y San Lázaro rodaban por el barro, blandiendo pedazos de muletas.

VII

San Lázaro fue puesto en libertad unas horas más tarde, ya que no era de ningún modo necesario tomar medidas severas contra un inspirado. En cuanto a Atilano, se le sacó de su celda al amanecer para fusilarlo en el patio del cuartel. Cuando le apuntaron los máuser, gritó:

—¡Van a matar a un árbol!

Un árbol comunista, ya que el alcalde, por delicadeza hacia los miembros de las dos cofradías que lo habían elegido, y para evitarse explicaciones demasiado largas con el gobernador militar de la provincia, especificó que se trataba de «un agitador rojo de los más peligrosos, que aspiraba a derribar el gobierno republicano para sustituirlo por una dictadura bolchevique».

VIII

A la mañana siguiente, la calma reinaba en el pueblo. Los hombres se dirigieron a la estación, a vender a los viajeros los pasteles que quedaron en los tenderetes después de la fiesta, Los dos Ford salieron del bohío. El ventilador dio de vueltas. Y las mujeres lavaron su ropa en el río.

La mulata china descubrió entre los juncos la piel de una gran anguila. Tenía sobre la cabeza una leve excrecencia parecida a un árbol minúsculo. Las mujeres la llevaron al brujo, que la hizo hervir en una vasija de barro. Y, como se trataba del doble de Atilano, fabricó con ella una poción que debía curar la esterilidad, los reumatismos y las hinchazones de las piernas mejor que la propia semilla del escurridizo. Ahora habría paz por unos meses. Las malas influencias de la luna se habían retirado, pues el astro entraba en uno de los triángulos del cielo que neutralizan su acción nefasta sobre la cabeza de los hombres.

Fin

Alejo Carpentier. Fue un escritor cubano y francés que se destacó por su obra literaria de corte barroco y realista mágico. Nació en Lausana, Suiza, el 26 de diciembre de 1904, hijo de un arquitecto francés y una pianista rusa. Su familia se trasladó a Cuba cuando él era muy pequeño y allí creció en contacto con la cultura y la música del país.

Desde joven se interesó por la literatura y la musicología, y colaboró en varias revistas culturales. En 1928 fue encarcelado por sus actividades políticas contra la dictadura de Gerardo Machado y al salir se exilió en París, donde entró en contacto con el movimiento surrealista. Allí escribió su primera novela, Ecué-Yamba-O, publicada en 1933.

En 1939 regresó a Cuba y trabajó como periodista y profesor. En 1944 se mudó a Venezuela, donde vivió hasta 1959. Durante este período escribió algunas de sus obras más importantes, como El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El siglo de las luces (1962). Estas novelas reflejan su visión de la historia y la cultura latinoamericanas, así como su uso de lo que él llamó "lo real maravilloso", una forma de integrar lo fantástico y lo mítico con lo real.

En 1959 regresó a Cuba tras el triunfo de la Revolución y ocupó varios cargos diplomáticos y culturales. En 1966 fue nombrado embajador en Francia, donde residió hasta su muerte el 24 de abril de 1980. Entre sus últimas obras se encuentran El recurso del método (1974), Concierto barroco (1974) y El arpa y la sombra (1979). Recibió numerosos premios y reconocimientos, entre ellos el Premio Cervantes en 1977.

Alejo Carpentier fue un autor innovador y original, que supo fusionar su erudición con su imaginación para crear una obra rica y diversa, que influyó en muchos escritores posteriores. Su legado es parte fundamental de la literatura hispanoamericana del siglo XX.