El tesoro de la república

Foto de Ariil Davydov en Unsplash

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Ada me llamó desde la casa de una amiga y habló rápidamente, como siempre. Me dijo que su amiga alquila una habitación a turistas y paga una comisión de cinco dólares al día si le busco clientes. Okey, me conviene. Ya lo hago para otras dos personas.

—Se llama Berta. Espérate, habla con ella.

Pasó el teléfono a Berta. Me explicó todos los detalles. Elogió muchísimo la habitación. Al final me dijo:

—Cobro treinta y cinco dólares al día y no hago rebajas, porque lo que ofrezco es una panetela, ¿verdad?

—Sí, claro. Haces bien.

Y me pasó de nuevo a Ada. Hace años fuimos…, no fuimos nada. Más bien tuvimos una relación sexual que duró años y de algún modo se degradó un poco, no recuerdo por qué. Al final quedamos como amigos. Al parecer Ada confía mucho en mí. Me llama con frecuencia, habla media hora de todos sus problemas personales. Alocadamente. Habla velozmente, hilvana un tema con otro, al final pregunta por mis hijos, yo le digo que están bien y ella me dice:

—Oh, qué rápido pasa el tiempo. ¿Y están grandísimos, entonces?

Nunca le confío nada mío. Es demasiado parlanchina y la gente así enreda las cosas. Esta vez recuerda los tiempos en que ambos éramos solteros, delgados, despreocupados, y teníamos un sexo desenfrenado en cualquier lugar y a cualquier hora. Entonces me dice:

—Uf, pero ahora estoy muy gorda. Parezco una vaca, jajajajá. ¿Y tú? ¿Estás gordo?

Yo fui gordo de niño. Detesto a los gordos, la atmósfera que rodea a los gordos, los motivos que llevan a uno a ponerse gordo, detesto el carácter y la personalidad de los gordos. Hasta la sonrisa de los gordos me molesta. Le digo:

—No, no. Normal. Hago ejercicio.

—Ah, qué bien. Tienes tiempo para hacer ejercicio.

Por ahí sigue hablando alocadamente. Conecta un tema con el otro. Varias veces me dice que se despide, pero no. Sigue hablando. Siempre he pensado que está crazy. Hace años que no nos vemos. Sólo hablamos por teléfono. Cuando me llamó, yo escuchaba la sinfonía número dos de Brahms. Tuve que bajar el volumen para hablar con Ada. Va por el Adagio y ella sigue sin cesar. Me molesta mucho y no le presto atención. Me recuerda a mi madre, que desde niña necesita hablar estupideces desde que se levanta hasta que se acuesta. En cuanto se calla, entra en una melancolía depresiva terrible. Supongo que está incapacitada para pensar positivamente. Sólo piensa en negativo. Ada debe de ser un caso similar. Necesito un pretexto para colgar. Entonces me dice:

—Oye, ¿estás ahí?, ¿me oyes?

—Sí, sí.

—Ah. Te decía que el matrimonio siempre es una jodienda. Mira, Berta me comentaba que no siente nada con su marido. Dice que él la toca y es como si la tocara un niño, jajajá. Dice que tu voz es muy bonita. Vas a tener que venir por aquí para que se conozcan. Yo los presento, jajajá. Ella se mantiene bien, jajajá.

—Ada, Ada, tranquila. Oye, estoy esperando una llamada y…

—Sí, sí. Te dejo que ya hablamos mucho. Llámame. Siempre esperas a que te llame. Sigues siendo el mismo huevón. Chau.

Colgó. Subí un poco el volumen a Brahms. Comienza el Allegro final. Cerré los ojos y escuché un rato. Sentí una punzada en la muela. Pequeño dolor pero prolongado y profundo. Tengo miedo al dentista y me cuesta decidirme. Estoy concentrado en el dolor. Intento apaciguarlo relajándome con Brahms. ¿Por qué no? Pongo toda mi concentración en la música y de pronto, un gran estruendo. El piso se estremece. Están demoliendo un viejo edificio junto al mío. Quieren limpiar un poco el Malecón. Salgo a la terraza a mirar. Acaban de derribar una pared. Era un edificio de tres pisos, abandonado hace años y habitado furtivamente por decenas de personas. Entraban clandestinamente y se asentaban. No sé dónde los metieron ni cómo los sacaron. Nadie vio nada. Quizás lo hicieron de madrugada. Ahora lo demuelen apresuradamente entre ocho o diez jóvenes. Casi todos negros. Parecen hormigas. Trepan, escalan, dan mandarria, sacan ladrillos y los limpian para venderlos a peso cada uno. Han vendido miles de ladrillos. Hacen equilibrios y saltan de una viga a otra, entre nubes de polvo, mientras los trozos de muro caen al suelo. Me parece que siempre están a punto de caerse. Deben de ser orientales. Los habaneros son demasiado picaros para arriesgarse así por unos pesos.

La vecina viene hasta mí con una taza de café. Es una vieja solitaria de casi ochenta años. Nuestras terrazas están separadas por un muro muy bajo y unas jardineras de cemento con algunas plantas. Es una frontera simbólica. Nos llevamos bien. Ella cuenta conmigo para que avise a su familia cuando muera: «Menos a mi hija, avisas a todos. A mis dos hermanos y a mi hermana. ¡A mi hija no!».

Se peleó con su hija y con las tres nietas hace años. Yo tengo los números de teléfono de todos. Siempre le digo:

—Despreocúpate. No pienses en eso. Es malo pensar en la muerte.

Pero ella sabe, o presiente, que sí voy a avisar a su hija y a sus nietas en cuanto la vea estirando la pata y enfriándose. Cada día habla más de la muerte y de espíritus que se le aparecen. Quiere que le hagan la autopsia. Tiene terror a que la entierren viva. Me cuenta infinidad de casos, con nombres y apellidos y fechas, de gente enterrada viva y que después encontraron el esqueleto virado boca abajo dentro del ataúd.

—Si tú quieres te pueden incinerar.

—Sí, pero tengo que ir al cementerio para firmar el contrato y pagar treinta pesos por adelantado.

—¡Qué informada estás! No sabía eso.

—Es así. Pero ya no puedo ir al cementerio. Es muy lejos y el ascensor roto. Qué va. No puedo.

El ascensor lleva años roto. Ocho pisos. Ella vive desde entonces como una monja en clausura. Esas son nuestras conversaciones últimamente. Y hablar mal del gobierno. Me analiza un tema cualquiera y siempre concluye con premoniciones apocalípticas:

—Yo no lo voy a ver. A mí me queda poco, pero tú sí lo vas a ver. Esto va a terminar en una guerra en las calles.

Lo ve todo mal. A veces estamos una hora o más hablando de la muerte, los enfermos, lo mal que van las cosas, los viejos decrépitos con una jubilación de tres dólares mensuales, y de lo mala que es la soledad. ¡Cojones! Me contamina. Con cincuenta años debo evitar esos temas tan pesados. Ella tiene como ochenta años. Que se joda ella sola, pero que no me joda a mí. Le tiene miedo a todo: a la muerte, a la soledad, a los truenos secos. A veces por las tardes se oyen truenos secos, las tormentas eléctricas se forman sobre el mar pero no llegan a tierra. Ella se aterra. Cree que un rayo va a destruir su casa y se quedará en la calle. Entonces desbarra porque no hay seguridad social ni hay nada. Todos los días encuentra nuevos motivos para sentir miedo. A veces creo que es un vicio. La pobreza y el desaliento la llevan a buscar el miedo cada día. Y lo encuentra. Terrible llegar a viejo decrépito y pobre. Quizás viejo decrépito con dinero sea un poco mejor. No sé.

Tomo el café. Sabe a cucaracha. Seguramente tiene huevos de cucarachas en la lata del azúcar. No limpia jamás y vive en la cochambre. No le alcanza la jubilación y pasa hambre. Parece que tiene anemia porque es un saco de huesos y pellejos. Todo eso la lleva a un estado depresivo permanente. Y por tanto no limpia ni hace nada. En fin, un círculo vicioso del que no puede salir.

—Bueno, voy a dar una vuelta —le digo.

—Parece que va a llover, Cierra bien las ventanas —me aconseja.

El día esta nublado, feo, plomizo, húmedo. Un día de verano muy pesado. La atmósfera se carga de estática positiva. Me siento cansado, se me quitan hasta los deseos de caminar. Y no llueve. Es como estar embutido dentro de una olla a presión.

De todos modos, escucho el consejo y cierro bien las ventanas. Me tomo una aspirina, bajo las escaleras, camino unas pocas cuadras y subo por Belascoaín. Me gustan los bares cochambrosos que hay en esa calle. Siempre hay mucha gente: vendedores callejeros, vagos, puticas muy jóvenes y baratas, viejas gordas buscando sexo. Esas son gratis, pero dan asco. Viejos sucios, mendigos pidiendo, inválidos, ciegos y sordomudos que venden chucherías, viejas locas, viejos borrachos. En fin, se reúne mucha gente cochambrosa y mugrienta. Hay decenas de solares en los alrededores y los negros y las negras caminan por ahí, sin rumbo, a ver qué sucede. Nunca sucede nada. Ellos siguen caminando, a ver qué sucede.

En Belascoaín, entre Animas y Virtudes, entro en un bar que se llama Cafetería Las Delicias. El nombre está pintado con unas letras grandes, amarillas y deformes, sobre la pared azul añil. Al lado dibujaron algo supuestamente erótico: una mujer en bikini, en una playa, debajo de un cocotero. Parece el dibujo de un párvulo. En realidad debía decir: Bar Las Delicias. Sólo venden ron barato, cigarros y tabacos. A veces tienen cervezas frías y algo ligero de comer: croquetas.

Me gusta ese bar. Quizás porque es pequeño. Tiene una barra de unos tres metros de largo, con cinco banquetas atornilladas al piso. No giran. Atiende un solo empleado. Es un tipo muy delgado, siempre de pie. Atiende rápido y bien, así que, aparte del salario de miseria, debe de sacar una buena tajada. Le pido un doble de ron. Me sirve y lo pruebo. Ugh, alcohol puro. No creo que sea ron. Debe de ser uarfarina de cualquier alambique clandestino. Compro un tabaco y lo enciendo. Sentado en la última banqueta, me recuesto en la pared de tal modo que domino la entrada al bar y un trozo de la calle. Son dos puertas amplias, siempre abiertas.

Exactamente al frente, cruzando la calle, está la entrada a los sótanos del tesoro nacional. A veces rodean toda la zona con unos soldados vestidos de negro, con ametralladoras. Desvían el tráfico. Impiden el paso. Atraviesan camiones enormes en medio de la calle y cargan o descargan cajas de madera muy pesadas. Colocan soldados hasta en las azoteas y apuntan hacia todas partes con las ametralladoras. Me recuerda Blade Runner, pero se les nota que tiemblan de miedo.

Un tipo de la policía me dijo que había entrado allí. Es un edificio enorme que fue diseñado y construido para sede del banco nacional. No sé qué sucedió en aquella época. Finalmente jamás estuvo allí el banco. Es un hospital, pero en los sótanos están las arcas superseguras del tesoro. El tipo me dijo que bajó varios pisos por un ascensor, con infinidad de sistemas de control y vigilancia, hasta llegar a las bóvedas con los lingotes de oro y las cajas de diamantes y piedras preciosas, además de millones de billetes de banco del mundo entero. Me imaginé todo eso y le pregunté:

—¿Como el tesoro de Alí Baba?

Y me preguntó:

—¿Quién es Alí Baba?

El tipo iba a trabajar allí como vigilante. Estuvo quince días a prueba, pero no resistió. Le daban ataques de claustrofobia y no lo aprobaron. Se traga dos botellas de ron diarias. Creo que ése fue su problema. Allá abajo no podía beber cada diez minutos.

El tipo me ha contado eso dos veces. Y los ojos le brillan. Supongo que a mí también. Pero es policía. Ninguno de los dos nos atrevemos a insinuar algo más. Habría que hacerlo en grande. Mafia de alto nivel. Con un yate veloz esperando cerca. Yo lo controlo todo. Cuando escapamos en el yate le meto un balazo en la cabeza a cada uno. Amarro unos bloques de cemento en los pies de cada cadáver, y adiós. Almuerzo para los tiburones. No me gustan los testigos.

Termino el trago. Pido otro doble. Sacudo la cabeza, chasqueo los dedos y me digo a mí mismo: «¡Ey, nene, despierta y no sueñes! ¡Regresa!». Pero enseguida me respondo: «¿Y por qué no? Quizás es imposible en gran escala, pero tiene que haber algún error que me permita sacar cinco o seis lingotes. Y ya. No hay que ser tan ambicioso. Sólo lo necesario». El problema es que nunca se sabe qué es lo necesario.

A mi lado hay una banqueta vacía. Las otras tres están ocupadas. Viene un tipo y se sienta. Es joven, delgado, muy serio, tiene la cara huesuda. De unos veinticinco años. Sus manos son enormes, fuertes, deformadas, con la piel y las uñas impregnadas de cal y cemento, igual que sus zapatos. Viste muy mal. Le acompaña una mulata de unos sesenta años o más. Con el pelo encanecido, sin embargo aún tiene un cuerpo delgado, flexible, con tetas pequeñas. Usa un short-licra amarillo, y se le marca un culo duro y atractivo. El tipo es un indio oriental típico, con el pelo muy negro y lacio. Muy macho. Demasiado consciente de su masculinidad para ser totalmente cierto. Generalmente son bisexuales, pero les lleva toda la vida aceptarlo. El se sienta y ella se queda de pie detrás de él. Se le pega por la espalda y lo acaricia. Muy melosa. El pide un doble de ron y una caja de cigarros. Ella abre un pequeño monedero y le da un billete de diez pesos. El paga. Le alcanza el vaso. Ella apenas lo prueba y se lo devuelve. El lo traga de un golpe y se queda con los codos apoyados en la barra, muy serio, muy viril. Mira al frente, con cara de machito castigador. Y fuma. El cigarrillo casi se pierde entre sus manazas. Ella le acaricia el pelo y le dice:

—Vamos.

—No, todavía. Dame cinco pesos.

—Después salimos otra vez. Vamos.

—Dame cinco pesos ahora.

A la mujer le cambia el rostro en un segundo. Tenía una expresión dulce y apacible. De repente se encabrona, la cara se le llena con todas las arrugas de la vejez, y casi le grita, con autoridad total:

—¡Vá-mo-nos! ¿Tú no entiendes? ¿En qué idioma tengo que hablarte?

El indio se levantó y se fueron. Entonces me fijo mejor en la viejuca. De espaldas parece una muchacha joven. Buen cuerpo y buen culo. Muy espigada. Yo la conozco, pero no recuerdo de dónde, pienso un momento. Ah, sí. Ya. Vive en una habitación muy pequeña, frente a la panadería La Gloria. Tiene una perrita. Cuando voy a comprar el pan la veo con frecuencia, cuidando a la perrita para que mee y cague en la acera.

Hace días que no tengo sexo. La imaginación se me desboca. Un pas á trois sería buenísimo ahora. Me levanto y los sigo. Ahí van. Caminan discretamente uno al lado del otro. Sin tocarse. Bajan dos cuadras por Ánimas y entran en el cuarto de la vieja. Me detengo en la esquina a observar. Se ve bien lo que sucede dentro porque la puerta está abierta. Hay un viejo sentado viendo televisión. Debe de tener más de ochenta años. Puede ser su padre o su marido. Quién sabe. Tiene la vista fija en un viejo televisor ruso, en blanco y negro. Pasan desfiles por el Malecón, banderas, gente gritando, políticos, discursos, tribunas, vistas del Malecón desde un helicóptero. No puedo escuchar lo que dicen. Gritan algo. No sé. El viejo mira aquello fijamente. A su lado tiene dos muletas. Debe de estar medio paralítico y se traga todo lo que pasan por el televisor. Ya está muerto y no lo sabe. La vieja y el indio entran en la otra habitación. La puerta está cubierta con una cortina de tela floreada. El viejo sigue imperturbable, hipnotizado por las banderitas en el televisor. No se entera de nada más. Me recuesto en la pared del frente y observo. Hay mucho calor y humedad y todos están en la calle. Música estridente que viene de todas partes, niños gritando, ruido, los contenedores de basura rebosantes de pudrición apestosa, las mujeres que gritan también. Me gustaría asomarme por la cortina floreada y mirar un poco, pajearme. Puedo acercarme y proponerles algo. Preguntarles si necesitan…, ¿qué? No sé. Algo. Ah, ya, veneno de cucaracha. ¿Quieren fumigar? Cruzo la calle. Es muy estrecha. Con dos zancadas estoy en la puerta y saludo al viejo:

—Buenas tardes. Ehh, oiga, señor, buenas tardes.

Lo toco por el hombro. Me mira un segundo y vuelve a las banderitas en el televisor. Lo saludo de nuevo:

—Buenas tardes. Estoy fumigando. ¿Quieren fumigar?

No me mira. Está hipnotizado. El televisor tiene el volumen cerrado por completo. No se oye nada. Sólo se ve gente que grita. Pienso entrar hasta la cortina y preguntar. No me atrevo. Seguro que están en la cama. En la gozadera. Si asomo la cabeza y les pregunto si quieren fumigar van a formar tremendo escándalo y no estoy para más líos con la policía. Ya es suficiente con lo que tengo. Ah, carajo. Pero yo la cazo. Voy a cazar a esa viejuca a partir de ahora y al final la seduzco. Le gustan chamacos, pero yo estoy todavía en el duro. Y después los convenzo a los dos y seguimos con el pas á trois.

Salgo caminando hacia San Lázaro. Subo lentamente las escaleras hasta mi apartamento. Siempre hay algo que hacer. Registro entre los libros. Cada día me es más difícil encontrar algún libro interesante. En un rincón hay unos, bastante viejos, heredados de mi tío Agustín, que se fue a Miami cuando la rumba se calentó. Creo que a mediados de los sesenta. Me regaló tres cajas de libros y su máquina de escribir. Una Underwood de 1923. Si aún está vivo no se imagina que sigo escribiendo en esa maquinita. Los libros los guardé con mucha ilusión. Eran manuales sobre cómo hablar bien en público, cómo ganar más dinero e influir en los hombres de negocios, cómo mejorar la memoria, cómo tomar mejores fotos, cómo ganar amigos, cómo ser un campeón de billar, cómo fortalecer la fuerza de voluntad, etcétera.

Entre esos libros hay un tomo encuadernado del National Geograpbic Magazine. De 1953. Hay un buen reportaje: «Along the Yukon Trail». Leo un párrafo cualquiera: «Gold! Gold! Gold! Sixtyeigth klondikers bring back a ton of gold!».

¡Cojones! ¿Será una premonición? ¿Un aviso? Registrar en los libros que ni recordaba, abrir por una página cualquiera y lo primero que leo es Gold! Gold! Gold! Y hace unos minutos bebía ron a pocos metros de tantos lingotes de gold, gold, gold. Quizás tengo un aviso en mis manos. Hojeo un poco más el tomo. Tiene seis números de la revista. Encuentro dos hojas dobladas, mecanografiadas. Es la evaluación que hicieron de mí cuando terminé de estudiar en un politécnico, en 1970. Yo tenía veinte años. Es una larga evaluación. Al final resume en pocas líneas:

Conclusiones: Demuestra responsabilidad y buenos resultados en el estudio y el trabajo. Es entusiasta ante las tareas que se le asignan y las cumple en tiempo y forma. Demuestra sentido de compañerismo, aunque con frecuencia demuestra expresiones de autosuficiencia y de individualismo. También demuestra continuas indisciplinas en lo relativo a la vida militar y la preparación combativa. Y demuestra falta de interés en estas actividades. En sus expresiones demuestra falta de maduración política. Demuestra problemas ideológicos serios ya que rechazó en tres ocasiones ingresar en la organización de la juventud comunista. Se recomienda trabajar con él porque demuestra condiciones para el futuro, pero no se recomienda para cargos de dirección o responsabilidad de ningún tipo. Hay que dirigirlo hacia una formación dentro de una moral acorde con el momento histórico que vive nuestro país.

Unos meses después empecé a trabajar en una empresa constructora. No sabía que arrastraba esa bola negra. Los expedientes laborales eran secretos y los guardaban bajo siete llaves. Pasaron dos años. Yo trabajaba en la construcción de unos muelles gigantescos para grandes buques, y no entendía por qué los jefes me trataban con hosquedad excesiva. Me hacían sentirme como si yo fuera un agente de la CÍA infiltrado en las filas victoriosas de los proletarios. Por suerte siempre he tenido un refugio a prueba de balas: me encierro dentro de mí mismo, como una ostra, e intento fabricar perlas. De ese modo olvido todo lo demás.

El dibujante técnico estaba enamorado de mí. Yo le gustaba y se insinuaba. Tenía que mantenerlo a raya. Me sucede con frecuencia. Entonces me dijo un día:

—Tengo un amigo en la oficina de personal y te quiere ayudar.

—¿Ayudarme?

—Para sacar tu evaluación del expediente.

—¿Cuál evaluación?

—La del politécnico.

—No sabía que existía una evaluación sobre mí.

—Es secreta. Lo que te pusieron es para aplastarte como a una cucaracha.

Ese día a la hora del almuerzo, cuando todos estaban en el comedor, entramos en la oficina de personal. El amigo del dibujante había dejado la puerta abierta. El archivo de los expedientes también estaba abierto. Buscamos y encontramos el mío. Arranqué con cuidado las dos hojas del informe. Lo pusimos todo bien. Guardé las hojas en mi bolsillo y nos fuimos a almorzar tranquilamente. El dibujante siguió insistiendo siempre. Escondí aquellas hojas en ese tomo del National Geographic e intenté olvidar.

Ahora hice lo mismo. Las volví a colocar allí y devolví el tomo a su sitio en el anaquel. Intento olvidar que siempre alguien controla, opina y decide sobre nuestras vidas. No es bueno recordar eso porque el tigre que llevo dentro se enfurece. Y es terrible. Puedo ponerme vengativo y salvaje. Puedo perder el control. Y en la jungla el que pierde el control perece. Nada de perder el control. Hay que ser astuto.

Fin

Pedro Juan Gutiérrez. El novelista cubano Pedro Juan Gutiérrez nació en el municipio de Matanzas en 1950, aunque creció en Pinar del Río. Estudió Periodismo en la Universidad de La Habana, gracias a un curso con horarios especiales para trabajadores.

Ejerció la profesión de periodista tanto en prensa como en radio y televisión. Destacan sus reportajes sociales en cárceles americanas, favelas brasileñas o en las fronteras mexicanas. Aunque abandonó este oficio por el de escritor, esta devoción por la denuncia social se trasladará a sus novelas, en las que critica la pobreza del pueblo cubano y el paternalismo de su gobierno, y que se mezclan con imágenes sórdidas de la vida y el escape que da el sexo, el ron o los puros. Su estilo se ha llamado realismo sucio.

Es autor de la Trilogía sucia de La Habana, un trío de novelas protagonizadas por un periodista llamado Pedro Juan, cuya última parte se compone de relatos breves en los que el personaje aparece de manera intermitente. También ha publicado poemarios.

Su novela El rey de La Habana (1999) fue llevada al cine en 2015 por el cineasta español Agustí Villaronga. En el proyecto, coproducción entre España y República Dominicana, participaron los actores: Maikol David, Yordanka Ariosa, Héctor Medina Valdés o Jean Luis Burgos, entre otros.

Por la novela Animal tropical se hizo con el Premio Alfonso García-Ramos de Novela en el año 2000 y por Carne de perro se alzó con Premio Narrativa Sur del Mundo en 2003.