Sosiego, paz, serenidad

Foto de Einar H. Reynis en Unsplash

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Yo escuchaba el Messiah, de Haendel. Eran las seis de la tarde y necesitaba sosegar un poco mi espíritu. La noche antes había tenido una gran bronca con mi mujer. Unos amigos nos invitaron a cenar. Llegamos, bebimos, conversamos. Lo usual. Éramos unas diez personas. Bebimos fuerte. Al fin pusieron la comida en la mesa. Y yo, muy gentil, serví un plato para Julia. Se lo alcancé y me fui a la cocina a seguir bebiendo y conversando. Un mulato con una cara muy extraña —parecía un tiburón sonriente— ayudaba a servir. Fregaba platos y vasos, preparaba los tragos. No salía de la cocina, pero era muy eficiente. No bebía. Sólo trabajaba. La dueña de la casa en sus años mozos fue una vedette famosa. Creo que esa palabra ya no se usa. O el concepto está fuera de moda. No sé. Fue vedette. Esas mujeres tan seductoras y brillantes siempre tienen a su alrededor una corte de mariconcitos encantadores que las admiran-respetan-envidian-adoran. Y además se alimentan con los efluvios hipnotizadores de la diva. El mulato era uno de esos mariconcitos. La ayudaba con amor y devoción. Así impedía que ella ensuciara sus manos. Hablando con el tipo descubro que somos vecinos. Vivimos a dos cuadras, en Centro Habana. Y no sé cómo empezamos a hablar de santería. «Tú eres hijo de Changó, pero tu madre es Ochún», me dijo. Y por ahí seguimos hablando. Teníamos cosas en común. Había buena química entre el tiburón-gay y yo. Él fregaba platos y yo bebía ron. Entonces me dijo que trabajaba en un hospital.

—Pero tengo mucho tiempo libre y vengo a ayudar a La Estrella.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—El tiempo libre.

—Trabajo veinticuatro horas y descanso tres días.

—¿Qué haces en el hospital?

—Pico muertos.

—¡Cojones!

—Jajajá, ¿te da miedo?

—Sí, uhhh.

—Todos los hijos de Changó son como niños. Se hacen los machitos y los mujeriegos, pero le tienen miedo a los muertos, a los cementerios, al monte, a la noche. Todo les da miedo.

Enseguida quise que me contara algo de su oficio. Mi pasatiempo preferido es chupar sangre ajena. El tipo llevaba seis años en la morgue del hospital. Vi ante mí un manantial de vida y muerte, mezclándose de un modo terrible y alucinante. Se lo dije. Y se entusiasmó. Quería empezar a contarlo todo allí mismo:

—¡Ay mi niño, cómo no! ¿Vas a hacer un libro conmigo? ¿Yo de estrella? ¿Yo bajo las luces, en el escenario, con lentejuelas? Jajajajajá… ¿Mi foto en la portada del libro?

—No, no. Cálmate. Quizás es sólo para un cuento. Muy corto.

—No importa. Sería un monólogo mío. Sin más personajes. Yo y una muerta joven y bonita, que voy descuartizando poco a poco, jajajá. Te lo puedo decir todo. Pero me pones a mí, con mi nombre y apellidos. ¡Perrísimo! Nada de seudónimos. Yo, inmortalizado en la eternidad, para que me griten en el Coppelia: «¡Perra, perra!».

En fin, yo en la cocina, trabajando. Hacía unos días había terminado una novela terrible. Una animalada tropical que me dejó agotado, nervioso, totalmente insomne, con remordimientos y cargos de conciencia. «Con los nervios de punta», según mi mujer. Dicen que escribir ayuda a comprender los problemas. Conmigo funciona a la inversa: cada día estoy más confundido.

Quería estar un año pintando hasta que me repusiera un poco. Y resulta que, aún convaleciente de la novela, aparece ante mí un tipo como El Picamuertos. Ese sería el título. Ah, carajo, éste es un oficio agónico. No dejaría escapar a este tipo. Ya me veía con la capa negra, los colmillos creciendo y chupando de la yugular. En eso llegó mi mujer, con su plato en la mano, intacto, me lo puso delante, bruscamente, y me dijo:

—Eso te lo comes tú porque yo no lo quiero.

Me dio la espalda y regresó a la sala. El Picamuertos, discretamente, siguió fregando vasos y preparando cuba libres y mojitos, como si no hubiera escuchado nada. Agarré el plato. Contuve el deseo de romperlo contra el piso, agarrarla a ella por el pescuezo, bajar las escaleras y salir a la calle para poder gritarnos cuatro verdades. Respiré hondo y me dije: «No, nene, calma, no seas tan imbécil. No hagas un escándalo. Al menos no delante de la gente». Entonces agarré el plato y me lo comí todo. Arroz blanco, frijoles negros y langosta enchilada. Delicioso. El Pica-muertos me miró de reojo y me preguntó:

—¿Quieres una cerveza para acompañar la cena?

—Sigo con el ron.

Cuando terminé preparé un gran vaso de ron con hielo. Di fuego a un tabaco grande y oloroso. El tabaco y el ron siempre ayudan a la filosofía. Le dije al Picamuertos que ya nos veríamos en momentos de mayor lucidez y me fui a la sala. Todos platicaban como locos. Había mucha gente de cine y hablaban de los últimos Osear. Entusiasmados. Yo también hablé un poco, aunque no sé nada de los Osear. No importa. Al fin nos fuimos. Quizás era de madrugada. Una vez en la calle, le pregunté delicadamente a mi mujercita:

—¿Se puede saber qué cojones te pasó?

—¡No te hagas el inocente, hazme el favor!

—¿Qué hice? O ¿qué no hice?

Por ahí subimos el tono.

—Me serviste un plato enorme de arroz con frijoles, como para una puerca. Me lo tiraste delante y te perdiste.

—Arroz, frijoles y langosta. Era lo que había, Julia.

—No, señor. Había unas ensaladas exquisitas y…

—¿Y por qué no te serviste tú?

—Tenías que hacer como el hombre que estaba a mi lado. Que fue un caballero con su mujer…

—No vi ensaladas en la mesa.

—Porque estabas borracho.

—Tú eras la borracha. Y ahora lo estás más aún.

—Sí, claro que estoy borracha. Y con tremenda hambre.

—¿No comiste?

—No. La gente le fue arriba a la comida y todo se acabó enseguida.

—Jajajá. Me alegro. Por payasa. Y por hacerte la gran señorona, con el esposo elegante. Y encima bebiste como un camionero. Ahora ni ves por dónde caminas.

—Tú estás más borracho que yo.

Seguimos discutiendo y gritando. Ahora parece cómico. Pero no era cómico. Era muy serio. Y muy destructivo. Y nos hacía perder un poco más de ternura. Nos gritamos y nos ofendimos. Ella salió caminando aprisa y se me adelantó. La llamé. No me hizo caso. Dobló por la primera esquina. Yo seguí recto, hacia Malecón. Llegué a la casa un par de horas después. Ella dormía. Caí en la cama como una piedra. No la sentí cuando se levantó y se fue a trabajar. Tiene un trabajo de miseria: veinticinco dólares al mes por vender pizzas de lunes a sábado. Sale de la casa a las siete de la mañana. Regresa a las ocho de la noche, con olor en el pelo a humo, queso rancio y grasa de cocina. Generalmente llega irritada, con más arrugas en la cara que de costumbre, y hablando mal del gobierno, del transporte público que es un desastre, de los vecinos que se cagan en la escalera y de lo mal que está todo y de lo mucho peor que se va a poner porque el futuro es negro. No tiene seguridad social, ni vacaciones pagadas, ni derecho a jubilación, ni sindicato ni nada. Por ahí sigue, y me contamina.

Pues yo escuchaba a Haendel. Quería olvidar la crisis y los problemas de los países pobres y los políticos que hablan y prometen que estaremos bien en el futuro. También intentaba olvidar la bronca absurda con Julia. Al parecer, Haendel y El Picamuertos eran los más ecuánimes y sosegados en todo este lío. Entonces recordé que unos días atrás mi mujer me había dicho: «Cada día estás peor. Te veo convertido en un viejo sucio, solitario y alcohólico, escribiendo todas esas amarguras. Conmigo no cuentes. Cualquier día recojo y me voy, no puedo seguir con esta tragedia».

Después del affaire con Silvia tuve muchísimo sexo. De todo. Era algo compulsivo e incontrolable. Sólo puedo escribir una pequeñísima parte de lo que realmente sucedió. Cuando apareció Julia supuse que podría serenar mi espíritu de por vida. Y nos casamos. Error. A mi lado, en unos cuatro años, trasmutó de una mujer dulce y lenta en una mujer vertiginosa y corrosiva. El matrimonio lo destruye todo. O yo lo destruyo todo. No sé.

En ese momento sonó el teléfono. Bajé un poco el volumen. El Messiah pasó a tercer plano, y contesté. Iris. Una vieja amiga. Le apasionan los golpes de efecto y me dice de sopetón: «Hoy es un día triste. Tu amiga está muy triste». No sé qué responder. Ella continúa: «Y escribí un poema muy triste. ¿Tienes tres minutos para mí?». Y lee: «La mujer triste cerró los ojos. Está cansada. Su cuerpo gordo y pesado quiere reposar». Y por ahí sigue. Es un poema intenso, largo y depresivo. Al final le digo que está bien y que debe preparar un pequeño libro. A veces escribe buenas cosas, pero siempre repite: «Yo soy una intelectual, yo soy una intelectual, pero mi marido no me comprende, me disminuye». En realidad es una simple ama de casa y esposa que se ha leído unos cuantos libros y a veces escribe algo ingenioso. Eso es todo. Pero el delirio de grandeza la destruye. Es Leo. Napoleónica. Me pregunta qué hago. Invento lo primero que se me ocurre:

—Estoy pintando un tanque.

—¿Un tanque de guerra? ¿Es un cuadro?

—No. Un tanque para agua. Lo estoy esmerilando un poco para pintarlo con esmalte.

—Ah.

No le voy a decir que estoy ansioso y desequilibrado y que escucho a Haendel. Es la verdad, pero suena pesado. Nos despedimos. Sigo con el Messiah. Cinco minutos. De nuevo el teléfono. Haymé. Es una negra muy linda. Bueno, no tanto. Para mí es linda. Delgada y alta. Se ríe siempre, por todo. Excesivamente pragmática. Fuimos vecinos y tuvimos una relación erótica durante dos o tres años. Ella quería algo más serio. Siempre quieren algo más serio. Yo no. Y menos con Haymé. No me gusta estar cerca de gente demasiado pragmática. Una mujer así me pateó el culo bastante duro. Antes que Silvia. Ya es suficiente. Haymé se mudó a otro barrio. Tiene un romance con un tipo muy blanco. Viven juntos y acaba de parir un niño. El tipo es el padre sin dudas, porque Haymé es muy negra y el niño mulato claro, con el pelo lacio. Se llama Yonismí. Ya tiene dos meses.

—¿De dónde sacaste ese nombre?

—De un serial de televisión.

—¿Qué serial?

—Era americano, de policías.

—¿Sería Johnny Smith?

—Sí. Eso. Yonismí.

—Ahh.

Seguimos hablando y la siento con deseos de guarachear. Nos vimos hace cuatro meses. Casualmente nos encontramos en la calle. Se veía lindísima con su barrigón grande, siete meses de embarazo, el ombligo marcado en la tela del vestido, los pechos hinchados, los labios muy gruesos, el culo duro, estentóreo, tan estrepitoso como la barriga. Le propuse tomarle unas fotos desnuda. Se entusiasmó:

—¿De verdad que estoy tan bonita?

—Bellísima. Pareces una reina africana.

—Oh.

Finalmente nunca pudo subir las escaleras de mi casa porque tuvo complicaciones. El bebé quería nacer antes de tiempo. En su casa era imposible hacer las fotos. El marido es mecánico y tiene el taller al lado. Finalmente no nos vimos más y parió. Ahora reaparece.

—¿Cuándo nos vemos, Haymé?

—Cuando tú quieras. Estoy cerca de ti.

—¿Dónde estás?

—En casa de mi madre.

—En cinco minutos estoy ahí. Espérame en la puerta.

La madre vive a una cuadra de mi casa. Me puse conquistador, con una camiseta roja sin mangas y una gorra de pelotero. Llegué en dos minutos. Me hice ideas. Muchas veces templamos en la sala de aquella casa. Nos gustaba mucho una silla que yo apoyaba contra la pared. Ella se sentaba sobre mí, a horcajadas. Tiene las piernas muy largas y en esa posición hacía maravillas. Inolvidable. Me llamaba cuando la madre se iba al trabajo y allá iba yo, como un bólido fórmula uno: raudo y veloz y con una erección fenomenal. Ahora Haymé me esperaba con el niño en brazos. Tiene los pechos enormes, redondos, tentadores. Hay mucha gente. La madre me mira hoscamente. Siempre lo hizo. Yo soy blanco y le llevo unos quince años a su niña. Es una negra vieja racista, la muy cabrona. Una vez me lo dijo: «Me molestan mucho los blanquitos que se hacen los chulos». Yo le contesté: «Yo no me hago, señora. Yo siempre he sido chulo. Me gusta que las mujeres me mantengan». Ella me dijo: «Blanquito y grosero, jumm». Desde ese día no nos saludamos. No nos resistimos. Ahora la buena señora pasa un par de veces junto a nosotros y no nos miramos, por supuesto. Seguramente piensa que yo reaparezco en escena en el momento equivocado. Yo hago como si pasara casualmente frente a la casa y ¡oh, qué sorpresa, Haymé y el Johnny Smith! Me dice que cada teta produce dos o tres litros de leche diarios y le duelen cuando el niño chupa, y el Yonismí siempre está chupando. Me cuenta detalladamente toda la historia del parto y que dentro de unos días cumplirá treinta y seis años y ya se siente vieja para tener un bebé. El niño está inquieto, llora un poquito. Ella desabotona la blusa, saca una teta y lo pone a mamar. La miro golosamente.

—Quedaste muy linda después del parto.

—Esas son tus cosas…, mi marido no me ha dicho eso.

—Debí traer unas flores y no venir con las manos vacías.

—Ya…, yaaaaa…, no me compliques la vida. Ya se me está mojando, y te brinco pa’arriba y te entro a mordidas.

—Uhmmmm, qué rico.

—Este niño podría ser tuyo, cabrón.

—¿Yo te gusto todavía?

—Me vas a gustar siempre. Tú lo sabes.

—¿Cuándo nos vemos?

—La semana que viene. Mami puede cuidar el niño un par de horas.

Me quedo mirándola en silencio. Me dice:

—No me mires así, papi. Ya estoy mojadita hasta los muslos.

—Ah, carajo. Mira cómo estoy.

Le muestro por encima del pantalón. El material está hinchado y palpitando. Ufff. Ya. Cambiamos el tema. Me contó que además de su leche el niño bebe varias onzas de jugo de zanahoria cada día. No sé de qué más hablamos. Me controlé para no besarla y darle unos cuantos chupones en las tetas. La madre y otros parientes entraban y salían. Haymé era la ovejita negra de la familia y nadie quería que rompiera su matrimonio para enredarse con un blanquito chulo y cincuentón. Me despedí:

—¿Me llamas la semana que viene?

—El lunes o el martes. ¿Tú estás solo en tu casa?

—Todo el día, Haymé. Espero por ti.

Salí al Malecón. Caminé hacia el Vedado. En el cine La Rampa pasaban Todo sobre mi madre. Era una reposición después del Osear. Haymé me puso aún más ansioso. Quizás la película me hacía olvidar todo sobre mi vida. No había electricidad en el cine. Unas diez personas esperaban en el portal. Llegó un camión con cinco obreros vestidos de gris. Miraron hacia los cables, estudiaron unos transformadores, hablaron entre ellos. Al fin sacaron una escalera y unas varas largas y amarillas. Uno recostó la escalera a un poste. Subió. Con una vara alcanzó algo en el tope del poste. Empujó varias veces. Sonó una explosión fuerte en otro poste y un centellazo de luz azul acero corrió por los cables. Varias mujeres gritaron: «¡Ayyy!». Seis o siete policías se acercaron al camión. Se les veía preocupados e inquietos. Las explosiones alteran el orden. Toda la zona quedó sin electricidad. Uno de los obreros dijo:

—¡Coñó, ahora sí se jodio esto!

Otro dijo:

—Es que los cables están muy viejos. ¡Esto es una mierda! ¡Así no hay quien trabaje!

Uno de ellos entró en el camión y habló por la radio:

—Oye, esto se complicó. Tienes que mandar… Yo me fui. No sé adonde. Me fui.

Fin

Pedro Juan Gutiérrez. El novelista cubano Pedro Juan Gutiérrez nació en el municipio de Matanzas en 1950, aunque creció en Pinar del Río. Estudió Periodismo en la Universidad de La Habana, gracias a un curso con horarios especiales para trabajadores.

Ejerció la profesión de periodista tanto en prensa como en radio y televisión. Destacan sus reportajes sociales en cárceles americanas, favelas brasileñas o en las fronteras mexicanas. Aunque abandonó este oficio por el de escritor, esta devoción por la denuncia social se trasladará a sus novelas, en las que critica la pobreza del pueblo cubano y el paternalismo de su gobierno, y que se mezclan con imágenes sórdidas de la vida y el escape que da el sexo, el ron o los puros. Su estilo se ha llamado realismo sucio.

Es autor de la Trilogía sucia de La Habana, un trío de novelas protagonizadas por un periodista llamado Pedro Juan, cuya última parte se compone de relatos breves en los que el personaje aparece de manera intermitente. También ha publicado poemarios.

Su novela El rey de La Habana (1999) fue llevada al cine en 2015 por el cineasta español Agustí Villaronga. En el proyecto, coproducción entre España y República Dominicana, participaron los actores: Maikol David, Yordanka Ariosa, Héctor Medina Valdés o Jean Luis Burgos, entre otros.

Por la novela Animal tropical se hizo con el Premio Alfonso García-Ramos de Novela en el año 2000 y por Carne de perro se alzó con Premio Narrativa Sur del Mundo en 2003.