Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Darío Ruiz Gómez

Darío Ruiz Gómez, nacido en Anorí el 14 de diciembre de 1936, se erige como una figura polifacética en el panorama literario colombiano. Escritor, periodista, teórico del arte y urbanismo, crítico literario y poeta, su trayectoria abraza las múltiples dimensiones de la creatividad y la reflexión intelectual.

Su pluma, tejida con la nostalgia de los años 70, 80 y 90, épocas particularmente dramáticas en Colombia, se convierte en un testigo fiel de la memoria colectiva. Como profesor universitario y columnista del periódico El Mundo, Ruiz Gómez ha manifestado agudeza conceptual al abordar temas cruciales de la identidad cultural y las manifestaciones del arte contemporáneo.

En su extensa obra, se destacan novelas, colecciones de cuentos, ensayos y poesía que exploran la riqueza de su pensamiento. Entre sus colecciones de cuentos, «La ternura que tengo para vos» y «Cuentos de la estación Villa» revelan la maestría de Ruiz Gómez para capturar la esencia de la narrativa corta. Sus poemarios, como «Señales en el techo de la casa» y «A la sombra del ángel«, despliegan una poesía que fusiona lo íntimo con lo universal.

En el ámbito de la crítica literaria y el ensayo, Ruiz Gómez ha dejado una huella imborrable. Obras como «De la razón a la soledad» y «Mirada de ciudad» exploran con profundidad los conflictos sociales, la arquitectura y la literatura, demostrando su capacidad para analizar y cuestionar el entorno que lo rodea.

Con novelas como «Hojas en el patio» y «Las sombras«, Ruiz Gómez construye mundos literarios que exploran la complejidad de la condición humana. Su capacidad para plasmar la realidad colombiana y sus personajes trasciende las páginas, dejando una marca imborrable en la literatura contemporánea.

Darío Ruiz Gómez, un maestro de las letras que ha iluminado las sombras de la historia, sigue siendo una voz indispensable en la exploración de la identidad, la cultura y la creatividad en Colombia. Su legado, plasmado en una extensa lista de obras, permanece como un faro que guía a generaciones venideras en el vasto océano de la literatura.

Poema del ausente

El empañado juego de luces que enmarca la línea de la
carretera, parece de lejos, la señal de una invasión aérea.
Por lo tanto lo que me embarga es una sensación
que no es perplejidad ni ese cosquilleo que se siente en las yemas
de los dedos cuando presentimos que algo nos va a suceder
y no estamos preparados para evitarlo. La vida en el último piso de
los edificios tiene esas características, llegar a creer en las ventajas de la
levedad. Las fronteras del cuerpo y el espacio están categóricamente
fijados por la gruesa pared de cristal que nos recuerda que estamos
confinados y que no cabe escapatoria alguna. Son las normas fijas de la
propiedad privada. Ni siquiera el sueño se ubica en lo etéreo,
Ya que el olor de los ductos, de los electrodomésticos, destruyen
la ilusión de haber escapado por el territorio de las nubes. No
ocultamos la suerte de las criadas extraviadas en los ascensores,
los azares de las correspondencias que no llegan al usuario: cuando
han desaparecido los adverbios se ha borrado la línea del alba,
Ya no está la taza de café, la hoja en blanco que nos
Permitió vivir por vivir, soñar descaradamente con las nubes.

Corazón vacío

Corazón, alcanzado por la quietud del arroyo invernal, mudo ante
la itinerancia de las sombras que hace el medio día y se
dilatarán confiadamente hacia los mantos de estrellas, hacia los astros
que rubrican el confín arrobado. Corazón, enunciado mismo de
aquello que ha sobrevivido al caer de los días bajo la ruina de la
profecía: túmulos de arena que fueron el templo de una promesa
no cumplida, vagos senderos de hayas tapizados de hojas
rojizas, corazón que sobrevives en los arrabales urbanos
entre el acre olor del aceite quemado y los palimpsestos de
nuevas desdichas, corazón asomado al agua turbia de
las calles vejadas por los criminales: escucha corazón los
pasos del niño que huye, escucha corazón el agitado pecho
de la madre que borra sus huellas al enemigo
De todos los días.

Poema

quien araña la pared no sabe que
a este lado de ella no hay nada: ni
el vacío, ya que éste supondría la
desocupación de algo: los gastados
procesos de una intimidad: una llave, un
trozo de servilleta, un clavo. O sea, rastros
de sentimientos, ácidos desperdicios de
cuerpos que se odiaron huyendo de la
mirada que hubiera podido salvarlos
del horror final. Y quien toca aún la
puerta ignora que ya no hay casa detrás
de ella: un árido campo de extramuro a
quien redimen la ortiga y la campánula
¿Quién puede arañar la pared?
¿Quién puede tocar a la puerta?

Que los pasos

Que los pasos que han buscado la puerta
verdadera se detengan por fin. Y al entornar
el ala de la puerta sólo la claridad
premie los años de tortuosa búsqueda,
la falta de palabras, el monólogo convertido
en lágrimas cada amanecer. ¡Sólo tú bastas
claridad redentora para que el huerto frío
de mi pecho vuelva a conocer la bondad
de la floración, el silencioso brotar de
los pecíolos, imágenes perdidas que el sol
de otro estío recupera a los ojos asombrados!

A veces vuelves

A veces vuelves, en los entreactos de
una frase, en la vacilación de un verbo
que desconfía de toda calificación, vuelves
con un ritmo oscuro y tenue del agua
de un pozo ciego. Y es como si una puerta
se abriera hacia un afuera que carece
de entorno, que no tiene perfiles de
montaña, atardeceres: blanco sobre blanco
que se agita como una piel sobre sí
misma, golpeada por la fuerza impredecible
de un recuerdo: la sin nombre, la sin rostro,
la sin habitación:
Y cuyo cuerpo es un estremecimiento
ante el misterio, peso del aire,
sabor eterno de la espuma,
morbidez de la luz,
contundencia de un ala sobre la
quieta superficie de la sombra.

Imagen

Dónde estás viva certeza de lo que he sido
hasta hoy? Pequeños montículos de ruinas
ganados por el verdín y la indiferencia
de los días. Ni siquiera
una dirección equivocada
donde la carta daría vueltas
por la ciudad indagando
sobre vivos y muertos. Llegando,
finalmente, rota, manoseada, a un
destinatario analfabeto. Ni
«el que soy» me intriga como antes
pues la evidencia del día me basta.
Cortejo de pétalos, purísimos rostros
de muchachas
viento de sombras congeladas
Siquiera sí ese trazo
tenue que la mano del niño
dibujó sobre la hoja gastada.