Poetas

Poesía de España

Poemas de José Moreno Villa

José Moreno Villa (1887-1955), nacido en Málaga, España, se erige como una figura polifacética del siglo XX. Archivero, bibliotecario, poeta, crítico, historiador de arte, documentalista, dibujante y pintor, su versatilidad se despliega en la diversidad de sus contribuciones a la cultura.

Perteneciente a la Generación del 27, Moreno Villa desempeñó un papel crucial como director del Archivo del Palacio Nacional de España durante la Segunda República. Sin embargo, la Guerra Civil lo llevó al exilio, primero en los Estados Unidos y luego en México, donde su producción artística se «mexicanizó«.

Nacido en el seno de una familia burguesa conservadora, su viaje hacia la literatura y el arte fue marcado por una formación inicial en química en Alemania, un periodo que abandonó debido a su aversión por analizar vinos. De regreso en Málaga, se integró en la efervescente bohemia artística del Café Inglés, donde entrelazó amistades con Emilio Prados, Manuel Altolaguirre y otros, dando vida a la revista Gibralfaro.

En Madrid, Moreno Villa se consagró como colaborador de la Institución Libre de Enseñanza y se relacionó con la Residencia de Estudiantes, donde trabó amistad con figuras como Alberto Sánchez Pérez y Benjamín Palencia. Su incursión en la crítica de arte, desde su sección en el diario El Sol y la revista oficial de la Escuela de Arquitectura de Madrid, marcó pauta al convertirse en el primer crítico y analista de arquitectura en España.

Nombrado director del Archivo General de Palacio en 1931, Moreno Villa contribuyó significativamente a la investigación del patrimonio artístico español y la divulgación de la arquitectura moderna. Su exilio en México lo vinculó a la Casa de España, donde participó activamente en la escena cultural y artística del país.

Moreno Villa, además de su compromiso político, dejó una rica obra poética que abarca desde «Garba» (1913) hasta «La noche del Verbo» (1942). Su influencia se extiende más allá de las fronteras, siendo reconocido en la literatura contemporánea por figuras como Antonio Muñoz Molina.

Este artista multifacético, a veces irónico y otras veces estofado con sobriedad, se revela como un precursor de ideas que, aunque no pudo rentabilizar, influyeron en generaciones futuras. Su legado vive en la diversidad de sus obras, enriqueciendo el patrimonio cultural de España y México.

Yo detesto…

Yo detesto las rosas;
una rosa me encanta.

Yo detesto los árboles;
pero un álamo, un chopo,
un níspero, un olivo
son como gente mía.

Yo detesto las piedras,
pero el agua-marina,
la esmeralda, el topacio
y el profundo zafiro
son almas misteriosas
que agrada sondear.

Yo detesto la música,
pero este cante jondo…
esta copla que es mía
desde todos los tiempos,
esta copla que llora
cantando y que se canta
gimiendo, es de mi sangre:
se llama Soledad.

Coloquio paternal

La luna reina como pocas noches.
Camináis lentamente.
Llevas a tu mujer como si fuera
un ánfora sutil que el tacto rompe.
—¿Cómo será?… ¿Será niñito el hijo?
¿Sus ojos serán grandes y expresivos?
¿Lo quieres ya sin verle?
—Lo quiero ya porque eres tú conmigo;
porque no puede oler sino a nosotros;
porque tiene el color de nuestra carne,
por ser carne de entrambos.

En idilio paterno
camináis bajo el sueño de la luna
con otro amor que la pareja novia;
con un amor que pesa en las entrañas,
no aquel que vuela sin dejar prenderse.

Ya no es anhelo Amor, es fruta hecha.
Y os queréis como quiere
el escultor sus manos.
Hay gratitud en este nuevo amor.
“Gracias a Dios” —decís—, pero pensáis
“gracias a ti” además.
Y luego con inmensa y muda voz:
“gracias a todo, a todo,
a la luz, al momento, a los jardines,
al cielo, a los volcanes, a los ríos,
al aire que mecía tus cabellos
y a la estrella que vimos en el aire”.
Luego, tú, el padre,
en un silencio breve, pero lleno,
dijiste para ti:
“Viene del viejo mar, soy como un mito;
acaricié la vida
como un alma pagana;
pero viví también la oscura selva
que tortura a las almas religiosas;
y, al fin, cuando mi edad
es luna, tiempo y muerte,
hago esta flor sencilla
en un vaso muy joven. Soy un loco.”

La pareja siguió pensando al hijo.

Después de todo eras tú lo que yo buscaba

En las letras de un cantoral,
entre la retama y el jacinto serrano,
en el ancho mar, en la taberna inquieta,
en el fondo de la copa verde,
después de todo eras tú lo que yo buscaba.
Preguné muchas veces a las guías turísticas
dónde suspira el lugarejo ignorado por la epopeya;
pregunté a los filósofos por la llave del secreto;
fuí devorando pregunta a pregunta mi vida,
y después de todo resultas tú lo que yo buscaba.
Pude leerlo en mil detalles:
verte y enmudecer,
verte y olvidarme del mundo,
verte y hablar luego por las calles solitarias,
verte y sentir el cuerpo,
verte y huir hacia los confines de mí mismo.
Desmadejado y alma en pena,
emaginé que lo mejor era llorar en los ocasos,
ler los libros místicos
y contribuir a la redención de los débiles.
Y, en todo, en todo, en absolutamente todo,
no había más qu ela busca de tu persona.
Sí, después de todo eras tú la búsqueda.
Y aquí declino ya todo examen y toda crítica.
Tú, con tus faltas y tus sobras;
tú, con tu maravilloso complemento rubio a mi color de bronce.

La verdad

Un renglón hay en el cielo para mí. Lo veo, lo estoy mirando;
no lo puedo traducir,
es cifrado.
Lo entiendo con todo el cuerpo;
no sé hablarlo.

Vivo y sueño

Hunde la rama del sauce
en la alberca su fatiga;
levanta el ciprés su lanza
infatigable a los cielos.

Con el sauce, vivo.
Con el ciprés, sueño.

Lánguida rama de sauce
me cuelga entenebrecida.
Lanza de ciprés emerge
de mi piel hasta el misterio

Con el sauce, vivo.
Con el ciprés, sueño.

Un cansancio secular
baja, baja, baja a tierra.
Sube, sube, sube altivo
el secular pensamiento.

Con el sauce, vivo.
Con el ciprés, sueño.

Todo me cansa y me rinde
si no es mío, si es del mundo.
Todo me embelesa y lanza
si lo miro y lo penetro.

Nada vivo
si no lo sueño.

Separación (I)

Ya no tocan los ángeles sus clarines
y los demonios de la carne se acurrucan medrosos.
Una gran sordera
recorre las galerías de mi alma sin ti.
Vanidosamente, pienso que mis gemidos alcanzan alturas bíblicas,
y que mis brazos llenan en aspa el cielo azul, hoy turbio.

No gimo, no hablo. En el silencio sin fondo
se propaga mi angustia.
Mis ojos persiguen tu aroma
y mi olfato se ciega en tu desaparición.
¿Qué destino dar a estas manos que sostuvieron
la bengala de la felicidad?
¿Cómo volver a los asuntos vulgares
este pensar que vivía de tu presencia?
Desencajado y roto voy, miserable carrito,
al paso del asno de la melancolía,
por una cuesta sin vértice,
devorando las hojas del calendario vivido.
Hay un sábado rojo y un domingo de luz
que ya son carne y médula de mis días futuros.
Con ellos, y con la aurora de tus dientes inmaculados,
y con el secreto alentador de tus ojos,
seguirán mis pies más seguros hacia el oriente.
¿Por qué, por quién fué quitada la escalera de mi departamento?

¿Por qué, por quién fueron tapiadas sus ventanas?
¿Por qué, por quién se ordenó mi soledad?
Sólo vosotros, los que camináis indefensos
y desnudos por la selva sin éxito,
comprenderéis este desgarrón inefable
que hace querer la vida por encima de todo.
El miserable carrito sin estabilidad
fué carroza y tren poderoso.
Bendita, vendita tú, ¡ay de mí!
¡Bendita tú por haberme querido!
Por haberme conducido a través de la felicidad,
camino de la desventura.

Separación (II)

Esta felicidad fugitiva,
esto que se me va de las manos,
esto que me devora los días
esto que se llama boca, ojos, pecho, piernas amadas,
corazón alígero, mente como la brisa del amanecer,
pretendo loca y tercamente
fijar de modo
que a tientas en la noche, si despierto,
lo encuentre vivo, intacto, invariable.
No dormir ni perderse en la neblina
podrán estas inmensas realidades,
lanzas del corazón, fuegos de humanidad
que levantaron la existencia de nuestras almas
a donde sólo hay música, sin tiempo ni medida.
Recordarás lanoche suprema
en la ciudad de la roca en pie:
faroles agónicos,
crucificados en las paredes,
bajo campanarios de muda escenografía,
nos esperaban siglos y siglos.
Nos aguardaban las piedras duras del suelo,
los recatados bancos de las plazuelas vacías,
los árboles que cobijaron a los moris y a las cristianas.
Por encima del suelo corrían oraciones y coplas
como en un imposible río de eternidad.
Derramábanse lentas existencias amantes
por los muros fuertes hacia el foso de los amores.
Estaba el cielo tan a la mano y tan desesperadamente lejos,
que nos parecía unas veces boca y, otras, alma.
Supimos entoncens, para nuestra desesperación,
que el cuerpo es algo más que una fruta;
que no basta morder;
que siempre queda lejos algo intacto.
Libres y enlazados por el destino,
subíamos y bajábamos,
sin peso, como pájaros,
rozando, sin herirnos, todo lo triste y agorero de la existencia.

Después, en un olvido presente,
sin otra luz que la embriaguez de la aridad,
vimos venir el nuevo día,
con nuevos montes, árboles, ríos,
caritas humanas, borriquillos de infinita ternura,
torres, caminos, jardines cerrados
en donde hubiéramos querido vivir eternamente.