Poetas

Poesía de Argentina

Poemas de Ana María Shua

En el vibrante panorama de la literatura argentina, Ana María Shua (22 de abril de 1951, Buenos Aires) se erige como una voz distintiva que trasciende géneros y despierta emociones con su habilidad para tejer palabras en versos y prosa. Aunque nació bajo el nombre de Ana María Schoua, su identidad artística se forjó bajo el nombre que hoy resuena en el corazón de los lectores.

Los cimientos de la relación de Shua con las letras se forjaron en la infancia, cuando un libro con un caballo en su portada desencadenó una revelación profunda. A la edad de seis años, la semilla de su pasión literaria fue plantada, y ella, en sus propias palabras, se convirtió en ese caballo. A medida que se sumergía en la narrativa de ese equino, nacía una conexión inquebrantable con el mundo de las palabras impresas. Su espíritu viajó a través de los días y las noches, adoptando identidades y viviendo aventuras innumerables.

Esa experiencia temprana marcó el inicio de un viaje literario que transformaría su vida. Shua se convirtió en una exploradora incansable de mundos literarios, siempre ávida por las experiencias que las páginas podían proporcionar. De Azabache a pirata, de hombre a manatí, ella demostró su capacidad única para deslizarse en la piel de cualquier personaje y habitar los confines más extraordinarios de la imaginación. Su narrativa trasciende la mera ficción, convirtiéndose en un canal para comprender la esencia humana en todas sus facetas.

En sus obras, el tejido de las palabras es intrincado y cautivador. Shua entrelaza los elementos cotidianos con lo insólito, creando un universo literario en el que lo extraordinario y lo mundano convergen en una danza armoniosa. A través de sus cuentos y poemas, logra extraer la esencia de la vida y plasmarla en la página con una maestría que solo los grandes escritores poseen.

El legado literario de Ana María Shua es un testimonio de su adicción a las palabras, su pasión inquebrantable y su dedicación apasionada al arte de escribir. A lo largo de su trayectoria, ha demostrado ser una alquimista de las letras, convirtiendo la tinta en emociones y las palabras en mundos palpables. En una sociedad que a menudo lucha por encontrar su voz, Ana María Shua resuena como un faro literario, guiando a los lectores a través de las olas de su imaginación, hacia tierras inexploradas y emociones recién descubiertas.

Pero los payasos, ¡no!

Me gusta mirar las nubes
y tratar de ver qué son,
Me gusta el mar y la arena
y jugar al dominó.
Me gustan mucho los circos
¡Pero los payasos, no!
Quiero a todos mis amigos
Por mis padres siento amor,
hasta quiero a mi maestra
y a veces al director.
Quiero ir a los cumpleaños
(pero con payasos, no).
Me encanta cuando hacen postres
La crema del batidor.
Me encanta la luna llena
con su cara de doctor.
Me encanta que me disfracen
(pero de payaso, no).
Tengo miedo cuando cruzo
por las barreras del tren.
Les tengo miedo a las cosas
que existen y no se ven,
a las arañas, los bichos,
(y a los payasos, también).

Me encantan los dentistas

Yo tengo una amiga con más dientes
de los que usa la mayoría de la gente.

Tenemos muchas cosas en común:
nos gusta la ensalada con atún,
los domingos canjeamos revistas,
y a las dos nos encantan los dentistas.

Mi amiga es tan prolija y obediente
que jamás se comería un caramelo
por cuidar de sus muelas y sus dientes.
En su vida probó una golosina
porque sabe que el azúcar es dañina.
Y siempre se limpia con hilo dental
para que nada le vaya a hacer mal.

Pero a veces su mamá la reta un poco:
«Diana Laura, perdoname que insista:
aunque luego te cepilles bien a fondo,
no está bien que te comas al dentista.
¿Por qué no te portás como tu amiga,
que es ejemplo de buena educación?
Aunque vea un odontólogo sabroso
se conforma con darle un mordiscón».

Odio viajar en auto

Viajar en auto es bobo,
no es nada divertido,
y de tan aburrido
es casi parecido
a no poder dormir:
¡yo quiero haber llegado
pero no quiero ir!
No quiero contar autos
como ovejitas blancas
que saltan una cerca,
que pasan, que pasamos
que van para otro lado,
no quiero ver las torres
de la electricidad
volando tan veloces
que no alcanzo a contar.
Y mi hermanito llora,
papá siempre se enoja,
mamá nos grita basta,
y siento olor a nafta
y quiero irme a mi casa.

Si miro a la distancia
parece que la ruta
está toda mojada.
Mamá dice «Qué lindo,
eso es un espejismo».
A mí me da lo mismo:
ni me parece lindo
ni me parece bello
para ver espejismos
en vez de andar en auto
prefiero ir en camello.

La pequeña Analía García

La pequeña Analía García,
caminando distraída, sin pensar,
pisó un chicle por Pampa y la vía
y ya nunca se pudo despegar.
Pasaron las horas y los días.
Sus padres le llevaban de comer.
Pasaron las semanas y los meses.
Analía empezaba a crecer.
Terminó la primaria en calle.
Las maestras la ayudaban a estudiar.
Analía era linda y los muchachos
le decían piropos al pasar.
Tuvo un novio que allí la visitaba.
Se casó, pero no se despegaba.
Pasaron los meses y los años:
Analía empezaba a envejecer.
Andaría por los ochenta y pico,
cuando un nieto fue a verla con su hijo,
y el bisnieto, simpático, le dijo
después de mirarla un largo rato:
«Si querías despegarte, bisabuela,
¿por qué no te sacaste los zapatos?»

El extraño caso de Marcelo

A Marcelo, hasta la edad de siete años,
no le había pasado nada extraño.
Pero un día hubo un hecho estrafalario:
Marcelito decidió ser un canario.
La mamá andaba bastante preocupada:
su hijo comía mijo y aleteaba.
Imitando a una paloma de la plaza
aprendió a revolotear a lo torcaza.
Se volvió por el aire hasta su casa
y aterrizó tranquilo en la terraza.
Se hizo amigo del loro de su tía
y conversan entre ellos todo el día.
Como ya no le gusta más su cama,
ahora duerme parado en una rama.
Los vecinos llamaron a los diarios
por el caso del niño canario.
Un gato fue a atacarlo, equivocado,
y Marcelo lo hizo en estofado.
Decían por la tele al poco rato:
¡Canario gigantesco come gato!

Odio especial, sólo de Lunes a Viernes

Peor que una pesadilla,
más molesto que mi hermana,
más feo que usar horquillas,
o comer comida sana.
Más ácido que pastilla
de aspirina atragantada,
y más triste que una ardilla
con la patita quebrada.
Más molesto que una astilla
que se te queda clavada,
es esa tonta manía
que no sirve para nada.
Es lo que hago cada día
menos el fin de semana,
con lo linda que es la cama:
¡levantarme temprano a la mañana!

Odio lastimarme las rodillas

Cómo envidio a las ardillas
porque corren trepan saltan
se caen y se levantan.
¡Qué vida de maravilla!
y jamás se lastiman las rodillas.

Mis rodillas, como ancianos marineros
tienen mirada de experiencias tristes.
Tienen surcos, moretones y dolores
tienen viejas y nuevas cicatrices.

En sus marcas se leen los recuerdos
de manchas, escondidas y carreras.
Mis rodillas te cuentan, como un tango
la historia de mi barrio y sus veredas.

Tanta grava, empedrado y pedregullo
se compraron las pobres en su vida
que hoy son dueñas de toda mi ciudad
y la mitad del resto de Argentina.

Cómo envidio al caracol
porque se arrastra tranquilo
con sus cuernitos al sol.
¡Qué historia de maravillas
que debe ser la vida sin rodillas!

LA NIÑA OLVIDADIZA

Romina Brodo
perdía todo.
Yendo a la playa
perdió la malla.
Yendo a la escuela
perdió una muela.
Una mañana
perdió a su hermana,
perdió el cuaderno
y una banana.

De vuelta en casa
mamá furiosa
le dijo: “Nena,
pero qué cosa,
segunda muela,
quinta banana,
¡y cuarta hermana
que vas perdiendo
esta semana!»

Pero Romina
no contestaba
porque no oía
que la retaban.
Estaba sorda
y no por vieja:
perdió en la calle
las dos orejas.