Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Eduardo Castillo

Eduardo Castillo fue un destacado periodista, ensayista, cuentista, crítico literario y traductor colombiano nacido en Zipaquirá en 1889 y fallecido en Bogotá el 21 de junio de 1938. Aunque realizó sus estudios en su ciudad natal y posteriormente en Bogotá, gran parte de sus conocimientos fueron adquiridos de manera autodidacta.

Castillo fue parte de la conocida «generación del Centenario», un grupo de escritores y artistas colombianos que surgieron alrededor de 1910 y se identificaron con corrientes modernistas. Durante casi 20 años, se desempeñó como crítico literario y tuvo una columna semanal en la revista Cromos. También trabajó en las revistas Lecturas Dominicales y El Nuevo Tiempo Literario.

Además de su labor como crítico, Eduardo Castillo destacó como traductor, trasladando al español obras literarias del francés, inglés, italiano y portugués. Entre los autores que tradujo se encuentran Samain, Copée, Baudelaire y Wilde, entre otros.

En 1928, publicó su obra más reconocida, el poemario titulado «El árbol que canta». Esta obra muestra su habilidad poética y su estilo personal. Asimismo, Eduardo Castillo fue pariente del poeta Guillermo Valencia y se desempeñó como secretario de éste, manteniendo una relación de influencia mutua en sus obras literarias.

Tras su fallecimiento, en el año 2000 se publicó de manera póstuma «Cuentos inéditos», una recopilación de relatos escritos por Castillo.

Eduardo Castillo dejó un legado significativo en la literatura colombiana, destacándose por su labor como periodista, crítico, cuentista, traductor y por su poesía en «El árbol que canta». Su contribución a la cultura y las letras en Colombia sigue siendo reconocida y valorada hasta el día de hoy.

Dualidad

Por ti me inspira miedo lo futuro,
y siento en el umbral de tu cariño
ese vago temor que siente un niño
al penetrar a un aposento oscuro.

Que eres mala unas veces me figuro,
y otras hallo en tu ser el casto aliño
y la sedeña albura del armiño
que prefiere morir a verse impuro.

¿Qué me trae tu amor? ¿Es como un vaso
de vino y miel, o de veneno acaso?
¿Qué guardan para mi tus ojos bellos?

A la inquietud del alma desolada
te presentas hermética y cerrada
como un libro fatal de siete sellos.

Arrullo

Arrorró mi niña,
arrorró mi rosa,
que te trae el sueño
una mariposa.

Arrorró mi niña,
arrorró mi amor,
carita de luna,
manitas de flor.

Arrorró mi niña,
arrorró mi sol.
¡Duérmete en la cuna
de mi corazón!

A media voz

Cuando al recuerdo de tu amor me asomo
te miro como en épocas pasadas
rubia y con ojos de amatista como
la princesita de los cuentos de hadas.

Tienen nuestras difuntas alegrías
el vago aroma de las rosas secas
quizá ya no recuerdes que otros días
cuando yo era tu novio, me querías
acaso un poco más que a tus muñecas.

Tus ojos eran hondos y serenos
tus manos trascendían a azahares
y a nardo; las palomas familiares
iban a refugiarse entre tus senos.

Por la virtud lustral de tus acentos
y a la luz de tus ojos augurales
de una inmensa bondad, mis pensamientos
se vestían con linos virginales.

Y te quise, te quise sobre todas
mis adoradas. Y soñé que un día
mi mano amante en tu anular pondría
el anillo de oro de las bodas.

Y creí escuchar bajo el sonoro
azul de mis mañanas provinciales
vibrar los bronces, del reír de oro
en un coro de cánticos nupciales.

Y hoy, ya lo ves, la vida nos separa;
pero la luz de tu recuerdo, fija
vivirá siempre en mi memoria avara,
al modo de una mágica sortija
bajo el cristal azul de una agua clara.

A una novia de ayer

Sin saberlo quizá, fuiste tan buena
a mis pesares cuando Dios quería,
que si perdí tu amor, su poesía
es suficiente a embalsamar mi pena.

Como desde una vida ultraterrena
vienes a visitarme todavía,
tanto más bella cuanto menos mía,
tanto más dulce cuanto más ajena.

Más, por tu compasión y tu ternura
feliz, guardo un recuerdo de ventura
de mis lejanos días abrileños.

El es como la estrella vespertina
que irradia en el azul, sobre la ruina
de la Jerusalén de mis ensueños.

Sugestión

A veces un arpegio que a mi estancia
de muy lejos quizás llega perdido;
un pétalo de rosa desteñido
entre algún libro que hechizó mi infancia;

la amable sugestión de una fragancia
hacen surgir del fondo del olvido
más de un dulce recuerdo, ennoblecido
por el tiempo, la muerte o la distancia.

Uno —el más familiar— tiene el encanto
de aquellos niños pálidos que inspiran
un vago sentimiento de terneza…

Es el recuerdo, humedecido en llanto,
de unos ojos azules que me miran
como aterciopelados de tristeza.

Arieta

Bajo esta noche azul, todas las cosas
Que ven mis ojos: la dormida fuente,
Los árboles amigos, y las rosas,
Y el hechizo lunar, —todas las cosas
Que ven mis ojos, me hablan de la ausente.

¿En dónde están su gracia taciturna
Y sus manos traslúcidas? ¿En dónde
Su cabellera fértil y nocturna
Y su voz musical?

Nadie responde
Con mimo fraternal a mis acentos,
Y hay en mi corazón aletargado
La tristeza de aquellos aposentos
Donde se nos ha muerto un ser amado.

Canción

Cuando el pajarito
asomó la cabeza fuera del nido,
el viento se sacó una pluma
de la frente
y se la puso en el ala.

Cuando el pajarito
asomó la cabeza fuera del nido,
la noche se sacó una estrella
del pecho
y se la puso en el garganta.

El viento floreció en el ala,
la estrella se derramó en la garganta.

El pajarito
vuela y canta.

El hermafrodita

A Samaín

Cabe el sinfónico archipiélago
En donde albean como cisnes
Las islas, sueña el bello andrógino
Enguirnaldado de jazmines.

Vago sopor flota en sus ojos
—crisoberilos increíbles—
Y en su armonioso cuerpo, dúctil
Como el cuerpo de los reptiles.

Sus finos flancos y sus senos
Duros y eréctiles de virgen
Hacen pensar en besos raros
Y en himeneos imposibles.

Monstruo exquisito y sobrehumano
De sangre azul y gracia insigne,
Nació en los cielos superiores
De los arquetipos sutiles.

Perverso hechizo decadente
Hay en sus labios que sonríen
Ambiguos, con sonrisa hermana
De la fatal noche sin límites.

Y en sus cabellos, semejantes
A los racimos de las vides,
Y en su cuerpo de gracia equívoca,
Sus oros trémulos deslíe,

El resplandor del sol pagano,
Que lo engendró, radioso y triste,
De tu espuma de oro, belleza,
Superaguda e inasible.

Bajo el ángelus

Para que a mí llegase tu pie menudo y fino,
tu pie de Cenicienta, bajo un tapiz floral,
con pétalos de nardos alcatifé el camino
y ungüentos olorosos regué sobre el umbral.

Puse en la mesa, luego, buen pan dorado y vino,
vertí óleo en la casera lámpara de cristal;
del viejo arcón de cedro, saqué mi mejor lino,
y perfumé la alcoba y el tálamo nupcial.

Y el día va pasando con lentitud que agobia
sin que tu numeroso sutil velo de novia
palpite ante mis ojos; ya no se oye ningún

rumor por el camino que pasa ante mi puerta…
La lámpara está ardiendo, y la mansión desierta
llega el eco del Ángelus y no has venido aún.

Difusión

Ya el otoño llegó, y aún busco aquella
novia lejana cuyo cuerpo leve
es un ampo de rosas y de nieve
en que embrujada se quedó una estrella.

Y aunque no pude ni encontrar su huella
y los inviernos de la vida en breve
escarcharán mi sien, algo me mueve
a seguir caminando en busca de ella.

Mas pienso a veces que quizás no existe
y que jamás sobre la tierra triste
podré con ella celebrar mis bodas,

o que este loco afán en que me abraso
la busca en una sola cuando acaso
se halla dispersa y difundida en todas.

Apoteosis

La catedral temblaba con el vibrar sonoro
de sus bronces; tronaban los cañones distantes,
mecíanse en el viento mil flámulas triunfantes
y cánticos de gloria timbraban en el coro.

Inclinose el Monarca con soberbio decoro,
y entre un desfile inmenso de luces vacilantes,
adelantóse el Papa, cubierto de diamantes,
llevando entre los dedos una corona de oro.

—Hijo….— exclamó el Pontífice con voz calmada. Entonces
hubo un silencio grave. Calláronse los bronces
y los clamores sordos del pueblo en regocijo;

y por un breve instante, ¡oh César poderoso!
sólo se oyó en la calma del templo majestuoso
la voz de una viejilla que lloraba por su hijo…