Poetas

Poesía de Paraguay

Poemas de José Luis Appleyard

José Luis Appleyard fue un destacado poeta, dramaturgo, abogado, periodista y editor paraguayo. Nació el 5 de mayo de 1927 en Asunción, la capital de Paraguay. Su padre era un comerciante inglés y su madre una maestra paraguaya. Desde niño mostró interés por la literatura y la música.

Estudió en el Colegio San José de Asunción, donde fue alumno del sacerdote y pedagogo español César Alonso de las Heras. Este le introdujo en la poesía española contemporánea, especialmente la de las generaciones del 98 y del 27. También le animó a participar en la Academia Literaria del colegio y en la Academia Universitaria, de la que Appleyard llegó a ser presidente.

Terminó sus estudios secundarios en el Colegio San Martín de Buenos Aires, Argentina. Luego regresó a Paraguay y se graduó de abogado en la Universidad Nacional de Asunción. Ejerció su profesión durante unos diez años, pero su verdadera pasión era la escritura. Se dedicó al periodismo y a la poesía, sin abandonar el teatro.

Appleyard pertenece a la generación del 50 de la poesía paraguaya, junto a otros autores como José María Gómez Sanjurjo, Ricardo Mazó y Ramiro Domínguez. Esta generación se caracteriza por su renovación formal y temática, su apertura al mundo y su compromiso social. Appleyard publicó su primer libro de poemas, Entonces era siempre, en 1963. Le siguieron otros como El sauce permanece (1965), Así es mi nochebuena (1978), Tomado de la mano (1981) y Las palabras secretas (1988).

Los temas de sus poemas son variados: el amor, la soledad, el tiempo, la muerte, la infancia, la patria, la naturaleza. Su estilo es sencillo y directo, sin artificios ni retórica. Su lenguaje es coloquial y cercano al habla popular paraguaya. Su ritmo es fluido y armonioso, con un uso frecuente de la rima y el verso libre.

Appleyard también se destacó como periodista y como dramaturgo. Trabajó como editorialista y columnista en los diarios La Tribuna y Última Hora, donde abordó temas de actualidad con humor e ironía. Escribió una serie de relatos poéticos breves titulada Desde el tiempo que vivo (1993) y una obra dramática sobre la independencia de Paraguay, Aquel 1811 (1961), que le valió el Premio Municipal de Teatro.

Fue presidente del PEN Club del Paraguay, una asociación internacional de escritores que defiende la libertad de expresión y los derechos humanos. También fue miembro de número de la Academia Paraguaya de la Lengua Española, una institución que promueve el estudio y la difusión del idioma español en Paraguay.

Viajó por varios países invitado por gobiernos extranjeros y ofreció charlas, conferencias y recitales. Fue un referente cultural para varias generaciones de escritores paraguayos. Murió en Asunción el 14 de febrero de 1998.

EL TIEMPO

Ya es ayer pero entonces era siempre
un trasegar de horarios inmutables
Desde la noche al sol.
Cada semana
era distinta e igual a la siguiente.
El niño desdeñaba el calendario
y su patrón reloj era el cansancio.
Edad sin equinoccios, sólo el tiempo
de ser feliz entonces ignorarlo.

YO

Yo cuando siempre y por entonces mudo,
abierto hasta el dolor, sin presentirlo,
sol de mi sombra y amparado escudo,
aullantes de nostalgias mis sentidos,
yo sin saber, y oscuro retenido,
agitando rincones agoreros,
buscando entre las risas otros labios
de azucenas lloradas de aguaceros.

Yo siempre así, sin fuerza para el río,
para nadar lo gris de la corriente,
hecho de asa inerte y sollozada
en la inquietud de ser adolescente.
Yo sin virtud, que por matar la mía
abandoné el silencio y la espectancia
y oscureciendo el tono de mis ojos
dejé morir sin rosas una infancia.

Sí, siempre yo y ya nunca consentido
de un huérfano dolor y canto mío,
igual a todos y aterido y triste,
yo frente a mí y ya nunca niño mío.

COLOFÓN

Todo puede volver,
pero este amargo corazón de patios,
esta víscera ardiente que revuelca
su agónica vivencia entre la sangre,
que late, sueña, duele y se desvela,
este pedazo viejo de mi carne
adherida a un pasado,
apretujada a él como en un beso,
hacinante de ayeres,
adustamente mía,
esta víscera trágica y absurda
que se está yendo siempre
y que se aferra,
este pedazo de mi vida en siempre
necesita y no puede
regresar.

Huyen las tardes,
laten los veranos,
los perros muerden el osario cárdeno
de la desesperación de los crepúsculos.
Las viejas cuentas de gastados brillos
amparan la mudez de los rosarios,
la tarde, el tiempo, el sol, la lluvia, el viento,
las palabras margas,
los ojos que miraban y se han ido
y dentro de mí mismo,
crepitante,
este reloj de carne que se muere,
que sigue yendo siempre,
que sigue trajinando,
este pedazo de mi vida en siempre
necesita y no puede
regresar.

HAS VUELTO, VAGABUNDA

Yo no sé por qué has vuelto.
No lo sé, Vagabunda.
Quise haberte olvidado,
quise haberte dejado más allá de los cerros.
Has roto las distancias
y como esos juguetes
que uno cree haberlos perdido ya en la infancia,
apareces de nuevo
en un cajón dormido de un desván olvidado.

Otra vez, Vagabunda.
Con tu rostro hecho tiempo,
con tus manos de niebla que acarician y aman.
Vagabunda de siempre, tu cabellera loca
rae cubre y me descubre solo, entre tanta gente
que no existe, que se ha ido, que se ha muerto.
Y en una duermevela que no es sueño ni vida,
te pienso, Vagabunda, tal cual eres, cual fuiste
antes de todo tiempo.
Cuando una tarde sola, hecha de loma y cielo,
llegaste hasta mis manos, corriendo con tus besos
y haciendo que ese día se convirtiese en vierto
y ese viento en nostalgia. ¿Te acuerdas, Vagabunda?

Fuimos hasta el arroyo y floreció de berros,
fuimos hasta la casa y se llenó de mangos,
fuimos hasta la tarde y se llenó de estrellas
y en tus ojos la noche combinó los luceros
con los cantos de mayo.
y todo hubiese quedado como siempre si no fuera,
diablesa Vagabunda,
por tu regreso insólito.
Volviste hasta mi casa, volviste hasta mi cielo,
te tendiste de sombra en esa misma cama de mis sueños
y desde allí sonríes
hecha una sola cosa con la tenue caricia de las sábanas.
Siéntate, Vagabunda.
Tomaré un cigarrillo como aquéllos de entonces,
y no lo fumaré.
Sencillamente lo tendré entre mis dedos
mientras me cuentas tú
tantas cosas de siempre que nunca las supiera.

Tu infancia, Vagabunda. Siempre eludes el tema
cuando yo lo planteo.
¿Dónde estuvo tu infancia?
¿En qué cerros lejanos dejaste tus juguetes?
¿Quién llevó tus muñecas en la Noche de Reyes
y quién puso tus sueños en tus ojos de niña
y quién rompió tu risa para hacer cascabeles?
Tantas cosas tú tienes que contar, Vagabunda,
que no habrá un solo tiempo para tu voz de niña
ni yo tendré distancia para saber que puedes
regresar cuando quiero.

Cuéntame cómo eras cuando cruzabas, loca,
las veredas del viento,
con las trenzas al aire, los pies descalzos, limpios
dejándole a la arena la huella de sus ecos.
Tus pies, Mi Vagabunda,
que superando sombras te llevaban tan lejos;
tus pies alados casi, tus pies de niña siempre,
tus pies de adolescente,
de doncella en descanso,
de querubín dormido,
de arcángeles en celo.

Te callas, Vagabunda, y me miras y dices
con tus ojos las cosas que callas con tus labios.
Tus labios son el roce de beso apenas dado,
de una caricia tenue, de una gasa rosada,
de un delirio de días,
de un noche que sueña ser siempre madrugada.
Bésame, Vagabunda, ábreme las heridas,
destroza cicatrices, vente a mí, vente pronto
y deshace mis sueños,
borra con esos labios toda la sal ajena
de mis lágrimas truncas,
haz un camino eterno transitado tan sólo
por tus besos de nieve,
de nieve blanca y tibia,
de algodonosa bruma, de amanecer sin albas
de dolidos ponientes.
Así yo entre tus labios,
buscando una salida
para morir de sueños,
como una rosa mustia,
en esa comisura más pura de tu boca.
Bésame, Vagabunda, bésame como siempre,
llenándome de rosas los ojos y la frente,
poniendo una corola de jazmines, de pámpanos
en mis sienes desiertas.
Bésame, no te muevas, hazme nuevo, de nuevo,
recupera mis años, junta los meses muertos,
rompe la cárcel pútrida con que me cerca el tiempo.
Y quédate conmigo, así, quieta, sin sombras,
como una orquídea nueva en este viejo tronco,
arrugado y rugoso, cuya savia transita
lenta y triste y sin fuerza.
Quédate, Vagabunda, tállame tú de nuevo,
pon en mis ojos verde,
pon en mis ojos sueño.
Sé viento entre mis ramas,
sé el ave de mis nidos,
sé la paloma nívea
que surque la tranquila claridad de mis cielos.

Ahora sé por qué has vuelto.
Me bastan tu mirada, tus ojos que me horadan
el pensamiento muerto.
Ya sin decirme nada, sin que tu boca rompa
el silencio que marca hoy todos mis momentos.
Así te estás quedando regresante y perenne,
como dueña de casa que me habitas y moras,
como anfitriona buena,
como esposa sin tacha,
como madre de un hijo
que se le ha vuelto grande
sin haber sido niño,
como el hada madrina de un hogar sin infantes,
como aquella hada buena con varita y encajes
cuyos velos filtraban la luz, el sol, el aire.

Te quedas, Vagabunda.
Ya lo sé, porque es tarde.
El corredor se ha vuelto de sombras y en la calle
los sonidos se vuelven más transidos de miedo
y los pasos de siempre
se detienen y vuelven a pasar por la misma
vereda de setiembre.

Con tus dedos de niebla enciendes los faroles.
Tu voz busca la música que de la tarde sale.
Te vas y entre mis libros
abres un viejo tomo
y te acomodas, dulce, te vuelves un recuerdo,
un viejo trébol mustio y amarillo y dormido.
Sin que yo me dé cuenta, te quedas en el libro,
te conviertes en trébol,
te vas, quedándote, en un libro de versos.

¡Mátame, Vagabunda,
sé un veneno en mis dedos
para que cada página del libro que no leo
se me torne un beleño!
¡Mátame, Vagabunda,
ya que sé por qué has vuelto!
Llévame hasta tus tierras,
a tu infancia, a tu reino
y allí de nuevo todo podrá ser lo que quiero:
un niño que en tus manos aprenda el alfabeto
en donde un verbo solo se construya y conjugue,
un verbo, Vagabunda,
que te diga: te quiero.

SEÑOR, LA PERFECCIÓN

Estas tierras ajenas que no ofrecen
la más pura versión de mi propia memoria,
que son sólo el pretexto renuente
de mirarme a mí mismo en un rajado espejo,
protagónica antítesis de historia.

Es difícil decirlo.
He estado, estoy aún, en esta tierra única
en donde la versión del hombre es la perfecta,
en donde se asa unánime al tierno vellocino de Jasones
y se lo bebe, vergonzoso, en ghettos del alcohol
o se lo degusta pluralmente
en lo amplios comedores de su pueblo.

Señor, la perfección.
He sabido de cosas inhumanas.
Las hay todos los días.
He sabido de monstruos que curtían
la piel del hombre en vocación de artífices,
pero hoy soy testimonio de mi época
porque he encontrado, Señor, la perfección.

No hay letanía capaz de destruirla,
no hay conjuro capaz de romper el hechizo;
son doscientos millones de personas perfectas
que han llegado a la cima
y que aun quieren más.
Son perfectas y piden ser ultra-pluas-quam-perfectas,
son unánimemente colectivas y ansían
exportar al espacio su manera de ser.
Los he visto comer. Los he visto vivir.
(En esta tierra única es prohibido morir)

Los he visto, y he sido testimonio de un mundo
que ha logrado, a sabiendas, ser el mundo mejor.

Señor, solo te pido que me entiendas.
Consérvame imperfecto. Dame aristas, perfiles
y aparta el dulce cáliz de tanta perfección.

LA MANERA DE SER

Desde el lugar maduro que el tiempo me depara
hasta la línea ocre de cada atardecer
hay un juego que el viento
no deshace ni el tiempo
puede lograr romperlo con despojos de ayer.

Puedo estar con cualquiera que conozca mis ojos,
puedo ver en los suyos la violenta alegría
recamada de luces,
pero sólo en mí mismo atisbo la respuesta,
encuentro la pregunta que formulé hace tiempo
y hoy es sólo motivo de una sonrisa mía,
que sin ser prepotente,
ni sabia, ni soberbia
refleja ante mí mismo
la manera de ser
que me ha dado la vida
durante tantos años de buscar la palabra,
de saberla en mis labios, de no poder decirla
con el sonido claro de tantos otros días
que sumados concientes,
convergen hacia el vértice que me hace enmudecer.

La vida es un perjurio que ve parir la muerte,
la noche, una distancia que no puede volver.
Ya nuevamente solo, yo soy mi compañía,
mi sombra permanente -la seguidora fiel-.
Después… será mi siempre,
la vesperal sonrisa
y un milagro en mis manos,
la torcida memoria que me lleve hasta donde
pueda volver a ser.

LA SOLEDAD

Las viejas horas de los ojos
tiemblan junto al claro vibrar de los rubíes,
mientras el pulso ahonda
artesianos de sangre y busca
la inencontrable excusa del vivir.

Hay muros y hay rincones en la casa
en donde ella se esconde, transparente
acecha desde ellos y de pronto
con felina avidez
lanza sus garras ahogantes de dolor

Oh soledad, espejo heladamente neutro de mi mismo
nada detrás de tí,
ni tan siquiera el mercurio fugaz de los cristales.

Aulladora de sombras, enteramente mía,
y dedicada al más solícito cuidado de mi sombra;
aya, nodriza negra,
que amamantando oscura y agria leche
desbordas de amargura estos labios que tienden
su sed hacia el pezón nocturno de tus pechos.

No quiero ser de tí,
quiero fugarme de esa tu larga sombra que me invade
y que llega reptante hasta la mía.

No quiero ser de tí,
pero me entrego, porque tu voracidad de madre uránica
abre tu seno inmenso,
y me invita al monólogo eterno con la nada.

(Recuerdo que hace tiempo
cuando las horas daban el motivo fugaz de las palabras
ya supe yo quién eras
y cómo, sentándote a mi lado,
me hablabas con voz vieja
diciéndome al oído
la verdad de tu sola, completa y estupenda compañía,
la verdad de mí mismo y de mi entraña absurda
la verdad de mi propia,
definitiva,
plena,
completa soledad).

EL CEÑO DEL DICTADOR PERPETUO

¡Qué figura difícil!
¡Qué figura compleja!
Hay algo que me atrae en su ceño fruncido,
en su misión de Patria.

Fue honesto y minucioso
honesto hasta en lo mínimo
No fraguó su conquista con gestas libertarías
pero hizo libre a un pueblo
Duro, seco, inclemente hasta consigo mismo,
su única pasión fue un pueblo adolescente.

No fue ambiguo y su título de Dictador Perpetuo
lo recibió, valiente,
y con él gobernó como tal, con vigor de un asceta,
de un misógino puro
que impuso con su fría pasión de gobernante
el logro de su meta.

La historia aún no ha dictado
su fallo inapelable,
pero ya su figura se comienza a agrandar
en proporción directa al paso de los años.

Fue heridor de mi sangre, pero yo lo respeto:
cuando el Norte es tan alto,
no conviene aferrarse a privado recuerdo

Seco, frío, implacable,
enigmático y triste,
su duro ceño indica no un carácter siniestro,
sino la voluntad hermética y tozuda
de liberar el suelo de tierra prometida
que es simplemente el nuestro.

ESTE NO SER

Las cosas están aquí, en nosotros.
Las miramos pasar -pasan las cosas-
y una complicidad pone su nido.
Lo queramos a no, así vivimos.
Diciendo las palabras que no dicen
lo que deben decir, que no decimos.
El agua sigue siendo clara
y el cielo tiene nubes, al poniente.
La vida es una forma de evadirnos
en constante tornar de este presente.
Una mano no busca la otra mano
y la boca se finge en la sonrisa.
Quién está atrás de quién y quién lo sabe
si los quienes son siempre los de siempre.
Ayer pude a un amigo haberlo visto
y hoy ya no está, no por haberse ido
sino sencillamente porque
pudo decir lo que no hubiese dicho.
Mejor no preguntar. Las cosas pasan
y seguirán pasando y nuestros ojos
de tanto verlas dejarán de verlas.
A veces, un recuerdo de otro tiempo
pudo ser esperanza, pero siempre
seguimos en lo mismo, que es no ser.

ME DUELEN LAS PALABRAS

Me duelen las palabras,
se me incrusta el sonido de sus voces deshechas
cuando son sólo el cauce
del tributario río
que se vuelca en las ondas
serviles de un mar muerto.

Las palabras me duelen como duras espinas
cuando rompen mis carnes con ponzoñosa carga.
Me duelen cuando inventan un mundo fementido,
una escalera turbia de oscuras falsedades
y dan al verbo carga de túrpida falacia
y lo encierran en celdas
para que sólo digan
las falacias que muelen los trapiches del miedo.

Me duelen las palabras.

La voz que amaneciera en los claros oídos
de un niño que es distancia
se ha esfumado en sus ecos
y su puro sonido se ha torcido en el ronco
bramar que cotidiano acrece mi desprecio.

Y me vuelvo hacia mí
hacia ese mundo que ha abolido el ruido
donde, muerto en los labios,
el sentido del todo me ofrece su misterio.

Me duelen las palabras, las de todos los días,
las que mienten y matan.
Las palabras me duelen
y las callo evitando develar su secreto.

Me duelen las palabras,
me abruma su dicterio.

LAS PALABRAS

A veces hay palabras que se mueren
y no las resucita el diccionario;
palabras simples, claras, que acrecieron
el verbo de la infancia en nuestros labios.
En balde las buscamos para darles
una vida que ha muerto con los años.

Dulces palabras nuestras exiliadas
solo sonido ya desamparado,
que por un tiempo fueron los mojones
de nuestro personal vocabulario.
Es inútil buscarlas, ya se han muerto
bajo el peso brutal del diccionario.

Tú, del sur

Tu, del sur,
de esa tierra
que huyendo de los trópicos se sumerge en el río;
de allá donde se borran las fronteras del alba,
de allá donde florece la arena en la simiente,
de allá trajiste, niña, tus ojos de agua y malva.

En las manos de espuma del viento sur crispado
tú viniste, pequeña;
aún están tus cabellos aromados de espigas
y de campos tranquilos,
y hay un verde remoto de movidos maizales
en tus ojos, sureña.

Del norte va mi voz
en brújula de sueños
buscando abierta y dulce la rosa de los vientos
para saber del sur,
y saber que en él vibra
la canción de un arroyo
de palabras inmensas
que le roba a tus ojos
la guaca transparencia
para teñir el mar.
Del norte va mi voz
hacia las noches claras
que tiemblan en las aguas del Ñeembucú dormido.
Del sur viene tu nombre
aún mojado de estrellas,
hecho luz en la calma rumorosa del río.

LAS HORMIGAS

Una vieja pasión por las hormigas:
las rojizas, las negras, la del patio,
abrumadas de cargas vegetales,
concisas, laboriosas, mis amigas.

Yo escruté sus saludos, sus secretos,
descifré su críptico lenguaje,
admiré su codicia y fui remero
en procesiones míticas de insectos.

Cuánto pensé mirándolas absorto
abrir sus carreteras ondulantes.
Meditaciones viejas que se fueron
con una edad de pantalones cortos.

Se fueron las hormigas, tristes, viejas,
cuando encerraron su labor en fábulas.
pobres hormigas de la infancia, ahora
solo el pretexto de una moraleja.