Poetas

Poesía de Perú

Poemas de José María Arguedas

José María Arguedas (1911-1969), polifacético escritor peruano, emerge como uno de los grandes renovadores de la literatura indigenista en América. En su narrativa poética, fusiona las culturas andina y occidental, explorando el alma dividida de un Perú en busca de integración mestiza. Su obra, núcleo de dilemas y esperanzas, refleja la riqueza de una identidad mestiza que anhela armonía.

Entre sus notables creaciones, destacan las novelas «Yawar Fiesta» (1941), «Los ríos profundos» (1958), «El Sexto» (1961), «Todas las sangres» (1964) y «El zorro de arriba y el zorro de abajo» (1971). Además, exploró mitos y leyendas en colaboración con Francisco Izquierdo Ríos y tradujo «Dioses y Hombres de Huarochirí«.

Arguedas no solo deslumbró en la escritura; su labor cultural lo llevó a dirigir el Museo de la Cultura Peruana y el Museo Nacional de Historia. Fue catedrático en San Marcos y la Universidad Nacional Agraria, recibiendo premios notables, incluyendo el Inca Garcilaso de la Vega.

Su trágica partida en 1969, marcada por una depresión profunda, dejó un legado imborrable. Su entierro, como dictaba su Diario, resonó con música andina, honrando la esencia que él tanto amó. En 2004, su cuerpo regresó a su natal Andahuaylas, sellando el ciclo de un hombre que, más allá de las letras, se convirtió en un puente entre culturas.

TEMBLOR

Dicen que tiembla la sombra de mi pueblo;
está temblando porque ha tocado la triste sombra del corazón
de las mujeres.
¡No tiembles, dolor, dolor¡
¡La sombra de los cóndores se acerca!
—¿A qué viene la sombra?
¿Viene en nombre de las montañas sagradas
o a nombre de la sangre de Jesús?
—No tiembles; no estés temblando;
no es sangre; no son montañas;
es el resplandor del Sol que llega a la pluma de los
Cóndores
—Tengo miedo, padre mío.
El Sol quema; quema al ganado; quema las cementeras.
Dicen que en los cerros lejanos
que en los bosques sin fin,
una hambrienta serpiente,
serpiente diosa, hijo del Sol, dorada,
está buscando hombres.
—No es el Sol, es el corazón del Sol,
su resplandor,
su poderoso su alegre resplandor,
que viene en la sombra de los ojos de los cóndores.
No es el Sol, es una luz.
¡Levántate, ponte de pie; recibe ese ojo sin límites!
Tiembla con su luz;
sacúdete como los árboles de la gran selva,
empieza a gritar.
Formen una sola sombra, hombres, hombres de mi pueblo;
todos juntos
tiemblen con la luz que llega.
Beban la sangre áurea de la serpiente dios.
La sangre ardiente llega al ojo de los cóndores,
carga los cielos, los hace danzar,
desatarse y parir, crear.
Crea tú, padre mío, vida;
hombre, semejante mío, querido.

QUE GUAYASAMÍN

¿Desde qué mundo, Guayasamín, tu fuerza se levanta?
Paloma que castiga
sangre que grita.
¿Desde qué tiempos se hicieron tus ojos que descubren
los mundos que no se ven,
tus manos que el cielo incendian?
Escucha, ardiente hermano,
El tiempo del dolor,
de los días que hieren,
de la noche que hace llorar,
del hombre que come hombres,
para la eternidad lo fijaste
de modo que nadie será capaz de removerlo,
lo lanzaste no sabemos hasta qué límites.

Que llore el hombre
que beba el suavísimo aliento de la paloma
que coma el poder de los vientos,
en tu nombre.
Wayasamín es tu nombre;
el clamor de los últimos hijos del sol,
el tiritar de las sagradas águilas que revolotean Quito,
sus llantos, que acrecentaron las nieves eternas,
y ensombrecieron aún más el cielo. No es solo eso:
el sufrimiento de los hombres en todos los pueblos;
Estados Unidos, China, el Tawantinsuyo
todo lo que ellos reclaman y procuran.
Tú, ardiente hermano
gritarás todo esto
con voz aún más poderosa
e incontenible que el Apurimac.
Está bien hermano,
está bien, Oswaldo.

A CUBA

Casi había que dar la vuelta al mundo
para llegar al luminoso pueblo de Cuba
pues los malditos corazón de dinero,
los endemoniados odiadores del hombre
así lo ordenan.
¡Aún pueden disponer esas cositas!
Pero el propio camino, la senda por donde el hombre va, no podrán obstruirlo.
Aquí estás, oh, resplandeciente pueblo, que amas al hombre,
ya estoy llegando a ti,
volando por el aire en el interior del incansable avión-águila.
He pasado por todos los nevados,
y en el destello de esas nieves reverberantes
he reconocido a todos los pueblos hermosos
alimentándome con el esfuerzo mancomunado de sus verdaderos hombres.
Pasando por medio de desolados mares sin fin,
remontándome por encima de temibles árboles, flores de la nieve,
atravesando las frondas sombrías de los árboles de la vida y de la muerte,
estoy llegando a ti,
pueblo que ama al hombre,
pueblo que ilumina al hombre,
pueblo que libera al hombre,
amado pueblo mío.
Dentro del avión-águila escucho ya tu palabra,
la voz, el grito de setecientos maestros y poetas,
palabras inspiradas en ti,
tan altas como el Sol
Eres tú, ahora, pueblo de Cuba, simiente del mundo,
del cielo y de la tierra,
simiente inmortal,
fruto del hombre eterno.
Eres pequeña,
pero no existe quien te pueda doblegar.
La semilla es pequeña,
pero rompe cualquier piedra, cualquier roca
y la hace florecer.
¡Amado pueblo mío,
centro vital del mundo nuevo!
Aniquilando a nuestros asesinos con tu implacable fuego como el sol
levantas al Hombre
para conquistar el Universo y poseerlo
con su corazón resplandeciente.