Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de José María de Heredia

José María de Heredia Girard (1842-1905), poeta y traductor francés, oriundo de La Fortuna, Cuba, y figura destacada del parnasianismo, dejó una huella imborrable en la literatura. Nacido en una plantación familiar cerca de Santiago de Cuba, Heredia se embarcó a Francia a los nueve años, donde se sumergió en el bachillerato hasta 1859. En suelo francés, descubrió la obra de Leconte de Lisle, inspiración que marcó sus inicios poéticos.

Tras regresar brevemente a Cuba, Heredia volvió a Francia en 1860 para estudiar Derecho. Su estancia en la École des chartes de París entre 1862 y 1865 fue crucial, marcando el surgimiento de sus primeros poemas parnasianos. Su vinculación con Leconte de Lisle y la contribución al Parnaso contemporáneo consolidaron su posición en el movimiento.

Heredia, más que un poeta, se erigió como un puente entre culturas, difundiendo la historia española e hispanoamericana del siglo XVI en Francia a través de sus traducciones y obras propias. Su dedicación a la traducción de la «Historia verdadera de la conquista de la Nueva España» de Bernal Díaz del Castillo y otras obras resalta su pasión por la herencia cultural.

Su obra cumbre, «Los trofeos» (1893), una colección de sonetos dedicada a Leconte de Lisle, consolidó su estatus como maestro del parnasianismo. En 1894, la Academia Francesa lo recibió como miembro, y en 1901 asumió la conservaduría de la Biblioteca del Arsenal de París. Fundador de la Sociedad de Poetas Franceses en 1902, Heredia se codeó con luminarias literarias como Sully Prudhomme.

Casado con Louise-Cécile Despaigne desde 1867, Heredia, padre de tres hijas, falleció en el castillo de Bourdonné en 1905. Su legado trasciende la poesía, destacándose como un embajador cultural y figura clave en la transición de siglo en la literatura francesa. Busto en el Jardín de Luxemburgo, Victor Segoffin inmortaliza su contribución a la poesía y la conexión entre dos mundos. José María de Heredia, el parnasiano que tejió versos entre dos tierras.

Los conquistadores

Como halcones que escapan de sus antros natales,
fatigados de empresas altivas y mezquinas,
partieron desde Palos las gentes colombinas
embriagadas de sueños épicos y brutales.

Iban a conquistar los preciosos metales
que el remoto Cipango maduraba en sus minas,
mas llevaban sus velas las ráfagas marinas
hacia los misteriosos mundos occidentales.

Cada tarde, esperando futuros heroísmos,
fosforecentes mares del Trópico, abrasados,
encantaban sus sueños con claros espejismos.

O, absortos en la proa de las embarcaciones,
miraban ascender a cielos ignorados
del fondo del océano nuevas constelaciones.

Antonio y Cleopatra

Contemplaban los dos cómo dormía
el claro Egipto bajo el cielo ardiente
y cómo hacía Bubastis, lentamente,
desembocaba el Nilo en la bahía.

En su coraza el adalid sentía
-como a través de un sueño transparente-
desfallecer sumiso y atrayente
el cuerpo voluptuoso que ceñía.

Volviendo ella su rostro enamorado,
tendía con pasión los labios rojos
y las calras pupilas agoreras.

Y el guerrero, sobre ellas inclinado,
contemplaba en el fondo de sus ojos
otro mar en que huían las galeras.

El ánfora

Ha tallado el marfil una mano tan fina
que se miran de colcos los tupidos boscajes,
y Jasón, y los ojos de Medea, salvajes,
y el Toisón, que en el ápice de una estela culmina.

Cerca de ellos se tiende Nilo, fuente divina
de los ríos; y en medio de los verdes follajes
de los pámpanos, ebrias de vid de amplios frondajes,
las Bacantes circundan los altares de encina.

Abajo, el recio choque de los jinetes rudos.
Después, héroes muertos que abrazan los escudos,
y ancianos quejumbrosos y madres plañideras.

Y en fin, en forma de asa que suaviza sus flancos,
y oprimiendo en el borde los duros pechos blancos,
se abrevan en el ánfora sin fondo las quimeras.

El baño de las ninfas

Baña el Euxino un bosque de agrios arbustos lleno;
sobre la fuente un negro laurel la copa inclina,
y la Ninfa, sonriente, que a sus ramas se empina
huélla, tímida, el agua del arroyo sereno.

Otras, de un salto, se hunden en loco desenfreno
al oir la llamada de una oculta bocina,
y en las aguas movibles a menudo germina
un torso un claro bucle, o la rosa de un seno.

Alborozo divino las florestas asombra.
Mas de pronto dos ojos iluminan la sombra.
¡EI Sátiro! Y al eco de su gárrulo sistro

Huyen todas. Asi, si un cuervo grazna airado,
en las ondas del río locamente nevado
se esparce la bandada de cisnes del Caístro.

El estoque

«Calixto Papa» dice sobre la empuñadura.
La tiara y el trasmallo, las llaves y la barca,
en suntuoso relieve que el viejo escudo enmarca,
se unen al Buey heráldico sobre la plancha pura.

En el losange un Fauno de grotesca figura
sonríe entre las hiedras de florida comarca
y el metal es tan claro, si su hoja se enarca,
que el refulgente estoque, mas que hiere, fulgura.

Maese Antonio Pérez forjó para el primero
de los Borgias, un día, este labrado acero
como si presintiera su linaje preclaro.

Y describe a Alerjandro y a César esta espada
-con su puño de oro y su hoja bien templada-
mejor que en sus poemas Ariosto y Sannazaro.

El olvido

Los escombros del templo, sobre el alta colina,
yacen. Y en este erial, entre ramas fragosas,
los broncíneos héroes y marmóreas diosas
bajo el yugo cayeron de la muerte divina.

Al abrevar los bueyes, entona en su bocina
el pastor un antiguo cantar; y en las brumosas
tinieblas, se destacan sus formas prodigiosas
sobre el negro horizonte de la calma marina.

Cara a los viejos dioses, en primavera, siente
la tierra maternal cómo es fútil su canto,
y hace brotar del roto capitel otro acanto.

Mas al sueño ancestral el hombre indiferente
oye impasible, en medio de las noches serenas,
al mar que se acongoja llorando a las sirenas.

Estinfalia

Y aves mil, a su paso, por entre los fangales,
aquí y allá, del valle donde el héroe posa,
al escaparse en brusca ráfaga premurosa
agitaban en lúgubres lagos ondas letales.

Otras, cuando cruzaban los negros matorrales,
la frente acariciaron que en Onfalia reposa,
cuando ajustando al nervio la flecha victoriosa
el arquero divino traspasó los juncales.

De las nubes atónitas que de entonces horada,
y por rayos mortíferos de fuego coronada,
llovió una lluvia horrible con estridente grito.
Por fin el sol miró, detrás de los jirones
en que el arco del héroe trocó los nubarrones,
a Hércules sangrante sonriendo al infinito.

Fuga de centauros

Huyen, ebrios de asalto, matanza y rebelión
a su guarida, encima de la cúspide enhiesta;
tienen miedo a la muerte que implacable se apresta
y husmean en las sombras un olor a león.

Arrasando la hidra y el ágil estelión
cruzan valles, torrentes; y su marcha funesta
nada impide; pues saben que ya escalan la cuesta
del Ossa, del Olimpo y el lóbrego Pelión.

A veces un centauro brusco yérguese, y listo
al rebaño fraterno con presteza instantánea
vuelve de un salto, lleno de pavor, porque ha visto

a la luz de la luna, blanca y rútila gema,
prolongarse a sus ojos, con angustia suprema,
el horror gigantesco de la sombra herculánea.