Poetas

Poesía de México

Poemas de Amado Nervo

Amado Nervo, uno de los más destacados representantes del modernismo literario en México y América Latina, dejó una huella imborrable en el mundo de las letras. Su obra poética se caracteriza por una profunda sensibilidad, una búsqueda incansable de la belleza y una reflexión inigualable sobre la vida, el amor y la muerte.

Nervo nació el 27 de agosto de 1870 en Tepic, Nayarit, bajo el nombre de Amado Ruiz de Nervo y Ordaz. Su infancia se vio marcada por la tragedia cuando su padre falleció y él, con tan solo nueve años, tuvo que asumir responsabilidades y trabajar arduamente para ayudar a su familia. A pesar de las dificultades, encontró refugio en los estudios, pasando por el Colegio de Jacona y el Seminario de Zamora, donde se formó en ciencias, filosofía y leyes. Sin embargo, abandonó los estudios eclesiásticos en 1891, buscando otro camino para su destino.

El periodismo se convirtió en su pasión y Nervo colaboró con entusiasmo en diversas revistas y periódicos, como El Correo de la Tarde, Revista Azul, Revista Moderna y El Imparcial. En el año 1900, embarcó hacia París en calidad de corresponsal y allí tuvo la oportunidad de relacionarse con los principales escritores y artistas del modernismo, como Rubén Darío, Leopoldo Lugones y Paul Verlaine. Fue en ese lugar donde también conoció a Ana Cecilia Luisa Dailliez, una joven francesa con la que vivió una intensa relación amorosa hasta su muerte en 1912.

La pérdida de su amada marcó un antes y un después en la vida de Nervo. El dolor que lo embargó fue plasmado magistralmente en el libro «La amada inmóvil», el cual fue publicado póstumamente. A pesar de la tristeza que lo acompañó, Nervo siguió adelante con su carrera literaria y diplomática, siendo nombrado ministro plenipotenciario de México en Argentina y Uruguay. Sin embargo, su viaje terrenal llegó a su fin en Montevideo el 24 de mayo de 1919, cuando contaba con tan solo 48 años.

La obra literaria de Amado Nervo abarca novelas, cuentos, ensayos y crónicas, pero fue en la poesía donde encontró su máxima expresión. Su producción poética se puede dividir en tres etapas distintas: la primera influenciada por el parnasianismo y el simbolismo, donde predominan los temas estéticos y sensoriales; la segunda de tono místico y espiritual, donde explora cuestiones existenciales y religiosas; y la tercera de carácter elegíaco y sentimental, donde evoca a su amada fallecida.

Entre sus obras poéticas más importantes destacan «Perlas negras» (1898), «Místicas» (1898), «El éxodo y las flores del camino» (1902), «Los jardines interiores» (1905), «En voz baja» (1909), «Serenidad» (1914), «Elevación» (1917) y «Plenitud» (1918).

El estilo de Nervo se caracteriza por su musicalidad, elegancia y sencillez, aspectos que lo distinguen de otros modernistas más artificiosos o extravagantes. Su lenguaje, sobrio y claro, está imbuido de una emotividad única, sin renunciar al uso de imágenes sugerentes y simbólicas. Su poesía es un canto al amor, a la naturaleza, a la fe y a la esperanza.

El legado de Amado Nervo trasciende fronteras y generaciones. Es considerado uno de los poetas mexicanos más universales y admirados. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y ha dejado una profunda huella en numerosos escritores. Durante su vida y después de su muerte, recibió numerosos homenajes y reconocimientos, siendo miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua.

Hoy en día, su ciudad natal lleva su nombre desde 1970 y alberga un museo dedicado a su memoria. Además, calles, plazas, escuelas y bibliotecas en México y otros países han sido bautizadas en su honor. Su figura también ha sido representada en obras de teatro, cine y televisión.

Amado Nervo, un poeta que supo plasmar con belleza y profundidad los sentimientos más universales del ser humano. Su obra es un testimonio de su vida, de su época y de su amado México. Su legado perdura, invitándonos a sumergirnos en las insondables profundidades del alma a través de sus versos inmortales.

El torbellino

Espíritu que naufraga
en medio de un torbellino,
porque manda mi destino
que lo que no quiero haga;

frente al empuje brutal
de mi terrible pasión,
le pregunto a mi razón
dónde están el bien y el mal;

quién se equivoca, quién yerra;
la conciencia, que me grita:
¡Resiste!, llena de cuita,
o el titán que me echa en tierra.

Si no es mío el movimiento
gigante que me ha vencido,
¿por qué, después de caído,
me acosa el remordimiento?

La peña que fue de cuajo
arrancada y que se abisma,
no se pregunta a sí misma
por qué cayó tan abajo;

mientras que yo, ¡miserable!,
si combato, soy vencido,
y si caigo, ya caído
aún me encuentro culpable,

¡y en el fondo de mi mal,
ni el triste consuelo siento
de que mi derrumbamiento
fue necesario y fatal!»

Así, lleno de ansiedad
un hermano me decía,
y yo le oí con piedad,
pensando en la vanidad
de toda filosofía…

y clamé, después de oír
Oh mi sabio no saber,
mi elocuente no argüir,
mi regalado sufrir,
mi ganancioso perder!

Homenaje

Ha muerto Rubén Darío,
¡el de las piedras preciosas!

Hermano, ¡cuántas noches tu espíritu y el mío,
unidos para el vuelo, cual dos alas ansiosas,
sondar quisieron ávidas el Enigma sombrío,
más allá de los astros y de las nebulosas!

Ha muerto Rubén Darío,
¡el de las piedras preciosas!

¡Cuántos años intensos junto al Sena vivimos,
engarzando en el oro de un común ideal
los versos juveniles que, a veces, brotar vimos
como brotan dos rosas a un tiempo de un rosal!

Hoy tu vida, inquieta cual torrente bravío,
en el Mar de las Causas desembocó; ya posas
las plantas errabundas en el islote frío
que pintó Böckin… ¡ya sabes todas las cosas!

Ha muerto Rubén Darío,
¡el de las piedras preciosas!

Mis ondas rezagadas van de las tuyas; pero
pronto en el insondable y eterno mar del todo
se saciara mi espíritu de lo que saber quiero:
del Cómo y del Porqué, de la Esencia y del Modo.

Y tú, como en Lutecia las tardes misteriosas
en que pensamos juntos a la orilla del Río
lírico, habrás de guiarme… Yo iré donde tu osas,
para robar entrambos al musical vacío
y al coro de los orbes sus claves portentosas…

Ha muerto Rubén Darío
¡el de las piedras preciosas!

Identidad

El que sabe que es uno con Dios, logra el Nirvana:
un Nirvana en que toda tiniebla se ilumina;
vertiginoso ensanche de la conciencia humana,
que es sólo proyección de la Idea Divina
en el Tiempo…

El fenómeno, lo exterior, vano fruto
de la ilusión, se extingue: ya no hay pluralidad,
y el yo, extasiado, abísmase por fin en lo absoluto,
¡y tiene como herencia toda la eternidad!

Lo más natural

Me dejaste -como ibas de pasada-
lo más inmaterial que es tu mirada.

Yo te dejé -como iba tan de prisa-
lo más inmaterial, que es mi sonrisa.

Pero entre tu mirada y mi risueño
rostro quedó flotando el mismo sueño.

El retorno

«Vivir sin tus caricias es mucho desamparo;
vivir sin tus palabras es mucha soledad;
vivir sin tu amoroso mirar, ingenuo y claro,
es mucha oscuridad…»

Vuelvo pálida novia, que solías
mi retorno esperar tan de mañana,
con la misma canción que preferías
y la misma ternura de otros días
y el mismo amor de siempre, a tu ventana.

Y elijo para verte, en delicada
complicidad con la Naturaleza,
una tarde como ésta: desmayada
en un lecho de lilas, e impregnada
de cierta aristocrática tristeza.

¡Vuelvo a ti con los dedos enlazados
en actitud de súplica y anhelo
-como siempre-, y mis labios no cansados
de alabarte, y mis ojos obstinados
en ver los tuyos a través del cielo!

Recíbeme tranquila, sin encono,
mostrando el deje suave de una hermana;
murmura un apacible: «Te perdono»,
y déjame dormir con abandono,
en tu noble regazo, hasta mañana…

Incoherencias

Yo tuve un ideal, ¿en dónde se halla?
Albergué una virtud, ¿por qué se ha ido?
Fui templario, ¿do está mi recia malla?
¿En qué campo sangriento de batalla
me dejaron así, triste y vencido?

¡Oh, Progreso, eres luz! ¿Por qué no llena
su fulgor mi conciencia? Tengo miedo
a la duda terrible que envenena,
y me miras rodar sobre la arena
¡y, cual hosca vestal, bajas el dedo!

¡Oh!, siglo decadente, que te jactas
de poseer la verdad, tú que haces gala
de que con Dios, y con la muerte pactas,
devuélveme mi fe, yo soy un Chactas
que acaricia el cadáver de su Atala…

Amaba y me decías: «analiza»,
y murió mi pasión; luchaba fiero
con Jesús por coraza, triza a triza,
el filo penetrante de tu acero.

¡Tengo sed de saber y no me enseñas;
tengo sed de avanzar y no me ayudas;
tengo sed de creer y me despeñas
en el mar de teorías en que sueñas
hallar las soluciones de tus dudas!

Y caigo, bien lo ves, y ya no puedo
batallar sin amor, sin fe serena
que ilumine mi ruta, y tengo miedo…
¡Acógeme, por Dios! Levanta el dedo,
vestal, ¡que no me maten en la arena!

Tan rubia es la niña que…

Tan rubia es la niña que
que cuando hay sol, no se la ve.

Parece que se difunde
en el rayo matinal,
que con la luz se confunde
su silueta de cristal,
tinta en rosas, y parece
que en la claridad del día
se desvanece
la niña mía.

Si se asoma mi Damiana
a la ventana, y colora
la aurora su tez lozana
de albérchigo y terciopelo,
no se sabe si la aurora
ha salido a la ventana
antes de salir al cielo.

Damiana en el arrebol
de la mañanita se
diluye y, si sale el sol,
por rubia… no se la ve.