Relatos

La última niebla

María Luisa Bombal

No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas, que toman proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos; ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas suspendidas sobre el agua...

El tamborcillo sardo

Edmundo de Amicis

Durante la primera jornada de la batalla de Custozza, el 24 de julio de 1848, sesenta soldados de un regimiento de infantería de nuestro ejército, que habían sido enviados a una altura para ocupar cierta casa solitaria, se vieron de pronto asaltados por dos compañías de soldados austriacos...

El mundo urbano

Franz Kafka

Oscar M, un estudiante ya mayor —quien lo miraba de cerca, quedaba aterrorizado ante sus ojos—, permanecía un mediodía invernal en una plaza vacía en plena tormenta de nieve, con su abrigo de invierno, una bufanda alrededor del cuello y un gorro de piel en la cabeza...

Bethmoora

Lord Dunsany

Hay en la noche de Londres una tenue frescura, como si alguna brisa desmandada hubiérase apartado de sus camaradas en los altos de Kentish y penetrado a hurtadillas en la ciudad. El suelo está húmedo y luciente. En nuestros oídos, que han llegado a una singular acuidad a esta tardía hora, incide el golpeteo de remotas pisadas...

El marido de Tom

Sarah Orne Jewett

No voy a detenerme en las circunstancias que llevaron a que mi héroe y mi heroína se casaran. A pesar de que su noviazgo casi alcanzaba la perfección, tal y como ellos lo veían, la mayor parte de sus características lo convertían en común a ojos de otras personas...

Diez horas de caza

Julio Verne

Un filósofo guasón dijo, no recuerdo dónde ni cuándo, “que no se debe tener nunca ni casa de campo, ni coche, ni caballos, ni posesiones donde haya caza, puesto que siempre hay amigos que se encargan de tenerlos por los demás”...

La princesa de las azucenas rojas

Jean Lorrain

Era una austera y fría hija de reyes; apenas dieciséis años, ojos grises de águila bajo altaneras cejas y tan blanca que habríase dicho que sus manos eran de cera y sus sienes de perlas. La llamaban Audovère. Hija de un anciano rey guerrero siempre ocupado en lejanas conquistas cuando no combatía en la frontera...

El movilizado

Honoré de Balzac

El acusador público y uno de los jueces del tribunal revolucionario permanecían taciturnos, observaban atentamente los más mínimos movimientos de su fisonomía, escuchaban lo que sucedía en la casa pese al tumulto...

Una carta de mujer

Jacinto Benavente

…Nunca sabrás cuánto me cuesta contestar a tu carta. No es que renueves en mí dolorosas memorias; es que al fijarlas para escribirte, caigo en la cuenta de que son memorias de cosas pasadas, cuando mi pensamiento no sabía diferenciar el recuerdo de la esperanza...

La maquilladora

Joris-Karl Huysmans

Una hermosa mañana, el poeta Amílcar se encasquetó su sombrero negro, un sombrero famoso, de altura prodigiosa, de envergadura insólita, con partes llanas y hendeduras, arrugas y abolladuras, rajas y magulladuras; introdujo en el bolsillo, sito por debajo de su tetilla izquierda, una pipa de arcilla de largo cuello, y se dirigió hacia el nuevo domicilio de un amigo suyo, el pintor José...

Nitocris

Alejo Carpentier

El sol comenzaba a mostrar sus rayos dorados sobre el horizonte de las planicies lejanas, sumiendo a Menfis en una suave luz violácea, y transformando su aglomeración de terrazas y paredes en un amontonamiento indefinido, de donde emergían por su altura, el templo de Phatá, y los terrados de los Graneros reales...

El porche

Herman Melville

Al este, ese largo campo de las colinas Hearth Stone, que se desvanece a lo lejos, hacia Quito. Cada otoño, un copillo blanco de algo indefinido mira de pronto, en las mañanas frías, desde el farallón más alto. Es la oveja recién creada por la estación, su vellocino más temprano; y luego el amanecer de Navidad...

Capitán

Juan Bosch

A las siete de la tarde, el viernes día 3, Capitán despertó con el espinazo helado. Inmediatamente supo que se trataba de Ella y empezó a ladrar furiosamente. Se sentía lleno de ira, frenético, igual que cuando se enfrentaba a un perro enemigo...

Don Pietro

Cesare Pavese

En vez de eso encontré la casa iluminada y la mesa puesta en la sala, y mamá y don Pietro hablando de mí. Hacía quince años que no venía por casa y de momento no lo reconocí, pero él enseguida me habló de una tal Ninina, de quien parece que yo estaba enamorado en sus tiempos...

El Gran Rostro de Piedra

Nathaniel Hawthorne

El Gran Rostro de Piedra, pues, era una obra de la naturaleza en su talante de majestuosa travesura, formada en la vertiente perpendicular de una montaña por unas inmensas rocas que habían caído juntas en una posición tal que, al ser contempladas a la distancia adecuada, se asemejaban precisamente al semblante humano...

Falta de espíritu scout

Jorge Ibargüengoitia

Yo venía de una escuela de barbajanes, plagada de hijos de la mano izquierda, de generales de división, de libaneses recién llegados del Golfo y de judíos gigantescos, que venían huyendo de Hitler y que nos golpeaban cuando nos reíamos en filas, porque creían que nos burlábamos de ellos...

El hurto

Francisco Pi y Margall

—¿Qué ocurre? —Acaban de robarme una boquilla de ámbar que tenía sobre la mesa. —¿Conoces al ladrón? —Debió de ser uno que me refirió hace poco la mar de desventuras y terminó por pedirme una limosna. —¿Se la diste?...

La sirena

Ray Bradbury

Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre...

Tarde y crepúsculo

Julián Ayesta

Y marchamos juntos, llenos de amor, hacia los grandes países de la Tarde. El sol –¡el Sol!– roncaba sobre los manzanos y los prados estaban llenos de manchas de luz. Y había también bosques de eucaliptus negros y azulados...

Noche de luna

Carlo Emilio Gadda

No parecía posible romper la maravillosa unidad de aquel conocer, la pureza silente y sorprendida de la común plegaria. Aquellas naturalezas cumplían enteramente y siempre según su ley, vivían agentes, en sí mismas, de una única ley: que es su única vida...