Poetas

Poesía de España

Poemas de Enrique de Rivas

Enrique de Rivas (Madrid, 1931) es un poeta español perteneciente a la «generación hispanomexicana». Es hijo del famoso director de escena Cipriano Rivas Cherif y sobrino político de Manuel Azaña, presidente de la Segunda República española. Durante la Guerra civil, todos ellos se encuentran refugiados en Francia; detenidos en 1940 por la Gestapo, son trasladados a Burdeos. Mientras su padre es entregado a las autoridades franquistas (que lo condenarán a muerte), él se exilia en México.

Allí se forma en el Colegio Madrid y el Instituto Luis Vives, centros educativos fundados por los refugiados españoles. En 1947, se reencuentra con su padre, cuya pena de muerte le había sido conmutada. Estudia más tarde en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en Puerto Rico y en Berkeley (Estados Unidos). A partir de 1956 trabaja como profesor en el Mexico City College, institución precursora de la actual Universidad de las Américas. En la década de 1960 se traslada a Roma (Italia), donde acaba estableciéndose, trabajando como funcionario de la FAO hasta su jubilación; en dicha ciudad conoce a la pensadora María Zambrano, también exiliada.

Como poeta, se le ubica dentro del grupo «hispanomexicano», junto a otros exiliados que llegaron a México a una edad temprana y que por lo tanto recibieron allí su formación.​ Además de sus poemarios, es autor de ensayos sobre literatura medieval, como Figuras y estrellas de las cosas y El simbolismo esotérico en la literatura medieval española. También publicó textos memorialísticos, como el libro de recuerdos de su infancia Cuando acabe la guerra y Endimión en España (Estampas de época 1962-1963), que recrea su primer regreso a su país natal. Tanto este último título como la totalidad de su obra poética antes publicada o inédita están recogidos en el volumen En el umbral del tiempo.

Exordio

Aquí, donde el laurel, ciprés y pino
se inclinan bajo el gladio del Arcángelo,
y se curva entre nubes Michelángelo,
vengo hoy a respirar, en donde vino

a reposar Adriano su destino
de eterno anhelador; donde el anhelo
de Bernini a los ángeles del cielo
forzó a pisar el mármol del camino;

aquí, donde a la faz del agua asoma
la onda leve de un verso quevediano
y de Séneca en ecos se desmaya,

desde el más afilado aire de Roma,
quiero viajar al fondo de su arcano
respirando la luz de Ramón Gaya.

Voz del Tíber

Si es tumba viva mi corriente dura,
cuando el pintor me ausculta con pinceles,
tú, que naciste tumba entre laureles,
¿qué has de ser, sino doble sepultura?

Si en mi cuerpo desdoblas tu figura
mortalmente al revés, y somos fieles,
yo, al agua, tú a la piedra que ser sueles,
sólo mi cuerpo vida te asegura,

pues tu mole de almenas es ceniza,
polvo ya de futuro; y yo, presente,
doy mi carne a tu imagen que desliza
desde los ojos blancos de mi puente
la mirada pensante que eterniza;
mira como te salva: sabiamente.

Voz de la mole adriana:

(Castel Sant’Angelo)

No soy ya lo que fue; y si aún lo fuera,
sombra no más sería del ausente
que en mi cuerpo habitó con luz doliente
sabiendo que un testigo sólo era.

No era más, ni fue más la lenta espera
de su transcurso fiel por lo presente,
renovada en sí misma, tercamente,
fingiéndose corpórea y verdadera.

Verdad fui y no lo fui. También fui pura
resonancia de vida traspasada
filtrada en el amor de lo absoluto.

Mi presencia fue nada. Hoy, que perdura
hecha esencia, en tu cuerpo trasvasada,
da en la luz de tu luz, luz al minuto.

Voz del Tíber

Más que en mí, estás conmigo, en una cita
que el tiempo convocó sin consultarnos;
hoy que nos encontramos sin buscarnos,
el lienzo, en su silencio, nos medita.

Nos medita y nos crea, nos incita
una vez más a ser, y siendo, a darnos
mutuamente lo mismo que, al hallarnos,
quisimos ocultar; como quien quita

de sí mismo la carga que más quiere
para añadirla al ser que tiene lejos,
la música intuyendo de su modo:

tu cuerpo es mi dolor que mi agua hiere,
y al herir al pintor nuestros reflejos,
suena, viva en su luz, la luz del Todo.

El caballete vacío

El caballete ahí, como esperando
el toque de su mano, su mirada,
el peso de la tela preparada
para la obra de hoy. Pero ya el cuándo
no cabe en el reloj. Desorbitada
la luna del espejo está buscando
luz e imagen en su aire respirando,
mas luz, imagen y aire son ya nada.

¿Son ya nada o ya Todo? Transparencia
es el hueco dolor de la madera,
el agua inmóvil que el espejo habita;
el alma, ya abandono; el ser presencia;
certidumbre el vacío de la espera
mansamente acudiendo hoy a la Cita.

TRÍPTICO

Cuando medía el tiempo
mis pasos por la tierra
sus signos encontraba
en esas nubes llenas
que caían al río
como si de sus velas
el navío del cielo
desprenderse quisiera.
Y yo las recogía
una a una, en la espera
de ponerlas de nuevo
sobre la nave aquella
que en el agua flotaba.
Eran nubes de vida
con vocación de estrellas,
y en el alba nacían
otra vez nubes nuevas.

Hoy que el tiempo quieto
tan sólo mido huellas
en la bóveda madre
donde la nave espera
zarpar por otro océano
sin nubes, sin estrellas,
oigo un eco de imágenes
en la corriente espesa,
como si de una música
que oscuramente fuera
las notas de las nubes
ya todas en cadena
de blancura, que el tiempo
sembrado devolviera
en signos trasparentes
de un alma, que acudiera
a entregárseme, entera.

Viene la luz ya tibia
con suavidad de plata
veteada de memoria
de una canción lejana.
Del dorso de la loma
nostalgia de campanas
a un punto eterno fija
el aire que ahora pasa.
Y queda aquí suspenso
un arco de palabras
que va de orilla a orilla
esperando la barca.
Vendrá la barca oscura
sobre ese cielo de agua
que pone en los paisajes
la turbiedad sagrada,
y se oirá en el silencio
romperse las palabras
una a una, cayendo
como gotas cantadas
de una canción: “va llena
de su carga la barca;
fijo ha quedado el aire
su luz tibia, de plata.”