Poetas

Poesía de Francia

Poemas de Francis Jammes

Francis Jammes (Tournay, Altos Pirineos, 2 de diciembre de 1868 – Hasparren, Pirineos Atlánticos, 1 de noviembre de 1938) fue un poeta, novelista, dramaturgo y crítico francés. Pasó la mayor parte de su vida en las regiones de Béarn y en el País Vasco francés, lugares que se convirtieron en las principales fuentes de su inspiración, que se caracteriza por su lirismo y por su exaltación de la vida rural. Algunos poemas añaden, además, un fuerte contenido religioso debido a su conversión al catolicismo.

Ofrecimiento oscuro

Yo les traigo mi mala fortuna
semejantes a sueños muertos
la luna resplandece, señor
mis espirituales desiertos

Del sueño las sierpes violadas
se hospedan en mi corazón
deseos rodeadas de espadas
leones ahogados al sol.

Y hay lirios de muerte custodios
y hay manos que dicen adiós;
la flor purpural de los odios,
las flores sin polen de amor…

Señor, ten piedad de mi ofrenda,
piedad de mi noche feroz.
que pase la luna tremenda
segándola como una hoz.

5

Pondré jacintos blancos
en mi ventana, en el agua clara
que parecerá azul dentro del vaso.

Pondré sobre tu garganta blanca
y reluciente como piedra
de arroyo, bolas de acebo.

Pondré sobre la pobre cabeza
del desdichado perro sarnoso,
y ojos manchados,

la más dulce de mis caricias,
para que él, tan aterido,
se vaya mucho más gozoso.

Pondré mi mano sobre la tuya,
y me conducirás hasta la sombra
donde giran las hojas de otoño,

hasta la arena de la fuente
que la lluvia, tan suave, atravesó,
donde se remoja el viejo prado.

La lluvia fina, mi pensamiento manso
como la llovizna.

Pondré sobre el cordero que bala,
una rama de hiedra amarga
que es negra porque es verde.

Mi perro fiel

Buen amigo, fiel perro, has muerto de la odiada
muerte, de la temida, de la que tú te escondiste
bajo la mesa tanto… tu amorosa mirada
se ha clavado en la mía, en la hora breve y triste.

¡Oh vulgar amigo del hombre, ser divino
que el hambre de tu dueño gustoso compartías,
que acompañar supiste el pesado camino
del ángel Rafael y del joven Tobías!
¡Oh, servidor! qué ejemplo me has dado tan seguro
tú, que supiste amarme como a su dios un santo;
el profundo misterio de tu cerebro obscuro
vive en un paraíso de inocencia y encanto. Señor: si llega el día que me llevéis, clemente,
a verlos, cara a cara, por una eternidad,
haced que un pobre pero contemple, frente a frente,
a aquel que fué su dios entre la humanidad.

10

El polvo del tamiz le canta al sol y vuela.
Pon tu hombro y tus cabellos sobre mi hombro
y mis cabellos. El aire es como el agua, y los bueyes
pasan en la mañana fría los caminos cenagosos.
Las campanas de las laderas verdes suenan el domingo.
Acabas de levantarte. Eres totalmente blanca.
El silencio es grande y muy dulce, como la línea
que sube y desciende, en el cielo, sobre las colinas.
Nos sentimos sanos y en mi espíritu azul,
ruego, porque hay Dios en el cielo.

LA FIEBRE

Las retamas lucen en el erial yermo;
sobre el ocre de los ribazos, el arbusto es de sangre:
pero no puedes sanar mi corazón triste, a donde baja
el recuerdo de mi pobre infancia que se fue.

Ven: es de esmeralda y plata el valle;
dulce como tu voz, el agua cuchichea al pasar,
y claro como tu risa es el ángelus creciente;
fresca como tu boca la espuma mojada.

Tengo fiebre: ven allí, cerca de estos romeros,
donde este pozo helado que roe la hierba fresca;
ven, lloremos y muramos, niña de los ojos serenos;
estamos cansados: yo, de sentir una brecha
en mi corazón, muerto de amor mientras fue mayo;
tú, cansada en tu primavera de no haber amado.

LA PEQUEÑA QUE MURIÓ

Una pequeña choza con un perro delante…..
¡Oh, querida mía! A la tarde, está la rosa mojada.
En el parque grande, cerca de la reja oxidada,
la cogí enseguida para ti, soñando.

Llovizna fuera; ven aquí, ven… el viento
solloza en los laureles…..¡oh! quédate así, cogida
con tus endebles brazos a mi cuello…casi plegada…..
Hagamos de nuestros corazones muertos un amor que reviva.

Sumérgete con tus dulces ojos de violeta umbría
en la mirada mía, tan triste y grave, que refleja
mis duelos de amor… Oye mi voz… Es el tañido fúnebre

que conduce despacio, con su pequeño vestido,
a la única a quien quise, Muerta al palidecer el alba,
que tiene en sus manos de cera lilas ligeras.

SOL

A Ernest Caillebar

El pueblo al mediodía. La mosca de oro canturrea
entre los cuernos de los bueyes.
Iremos, si quieres,
si así lo quieres, a la campiña monótona.

Oye al gallo… Oye la campana… Oye al pavo real…
Oye allá, allá, el asno…
La golondrina negra se cierne,
los álamos a lo lejos se marchan como un mantón.

¡El pozo roído por la espuma! Escucha rechinar
su polea, aún rechina,
porque la chica de los cabellos de oro
tiene el viejo cubo todo negro, de caerle la plata en rocío.

La niña se marcha, con un paso que hace inclinar
en su cabeza dorada el cántaro,
su cabeza como una colmena,
que se funde al sol bajo las flores del melocotonero.

Y en el pueblo, he aquí que lanzan los tejados ennegrecidos
copos garzos al cielo azul;
y los árboles perezosos
en el horizonte que vibra, apenas se mecen.

HABÍA UNAS GARRAFAS

A Charles Veillet

Había unas garrafas de agua clara
en el pequeño y negro jardín del ministro protestante,
en su casa de aspecto severo;
y había también grandes vasos
sobre el mantel. Había hojas en las contraventanas.

El mes de junio. Sobre la pequeña alameda,
un trozo de sedal de pesca, roto y en su caña,
había sido dejado, y el día
estaba gris y, como suele decirse, cargado,
igual que si fueran a caer gruesas gotas de agua.

Por la ventana negra, triste y abierta,
oíamos un piano en los laureles relucientes.
Las pequeñas ventanas eran verdes.
Allí debíamos ser muy felices, por cierto,
como en los libros de Rousseau hace tanto tiempo.