Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Gabriel Jaime Franco

Gabriel Jaime Franco Uribe es un destacado poeta colombiano, nacido en Medellín en 1956 y cofundador del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Junto al poeta Fernando Rendón, ha realizado una valiosa labor de promoción de la poesía contemporánea tanto en Colombia como en el resto del mundo. Su voz poética se caracteriza por transitar entre la incertidumbre metafísica y el testimonio de la oscura realidad social vivida en Colombia durante las últimas décadas. Sus obras han sido traducidas al inglés, alemán, francés y sueco, alcanzando una audiencia internacional.

Entre sus obras más destacadas se encuentran «En la ruta del día» (1989), «La tierra de la sal» (1993), «Reaprendizaje del alfabeto» (1996), «Las voces escindidas» (1998), «La tierra memorable» (2006) y «Diario del incierto» (2008), en las cuales muestra su profunda sensibilidad poética y su habilidad para abordar temas complejos y profundos.

Además de su producción poética, Gabriel Jaime Franco ha sido incluido en diversas antologías, lo que refleja su importancia en el panorama de la poesía colombiana y latinoamericana. Ha recibido importantes reconocimientos, como el Premio Nacional de Poesía «Fuego en las palabras» en 1996 y la Beca Nacional de Colcultura en 1998, lo que demuestra su relevancia y calidad literaria.

En 2006, junto a Fernando Rendón, recibió el prestigioso Premio Nobel Alternativo de la Paz otorgado por la Corporación de Arte y Poesía Prometeo, en reconocimiento a su contribución a la cultura y la paz a través de la poesía.

Gabriel Jaime Franco es un referente indiscutible en la poesía colombiana contemporánea, cuya obra perdura y trasciende fronteras, dejando un legado poético que conmueve y conecta con lectores de diferentes partes del mundo.

Poética

Toda poética excluye e
intenta
construir su onanista paraíso.
Lo que mis ojos no vieron
lo vieron otros ojos.
Donde mi corazón no estuvo
otro se exaltó de dicha o de dolor.
Toda poética se ciega a sí misma,
despedaza su sextante,
a sí se siega.
De allí de donde no extrajo nada
mi razón ofuscada por su obsesión de soles,
otro trajo su porción de luz.
Toda poética construye su casa
con ladrillos que también son míos.
¿Por qué (pues) hacerla sin ventanas?
Lo que no alcancé a soñar otros lo soñaron,
y mi pasión no fue más alta ni más baja,
sino tan sólo mi pasión.
Toda poética es orín de perro,
límite,
miedo de ser lo que ya se era.
De donde no penetró mi ojo limitado
otros trajeron su fulguración, su chispa.
Yo nunca miré solo. Yo nunca miré solo.
Cuando la muerte se te acerque
no verás sino
tu ojo,
tu ojo,
tu ojo.

¿Leyendo a Fernando Pessoa?

1

Puesto que se es un hombre
no se es grande.
Mas es haber venido aquí tan grande
que haber creído ser un día
es haber sido.

2

Ahora hago en verdad esto o aquello,
mas no entiendo muy bien
por qué no soy un hombre que embetuna o hace fila,
quien ofrece cursos de ingles o enciclopedias,
algo así,
porqué no soy quien ora,
quien ahora muere,
quien intenta ser en esto
o en esto
o en aquello,
Porqué sólo soy quien se pregunta,
quien se deshalla y se descentra,
sólo quien intenta no sabe muy bien qué.
Por qué soy al fin quien soy, si fuera.
Mas fue creer haber sido tan grande,
que sólo haberlo creído es haber sido.

3

Haber sido un hombre,
haber creído serlo un día
es tan grande y triste y bello y solo,
que toda verdad por mí intentada
es tonta y grande,
pues ser es quien embetuna y quien ora y hace fila.
quien mastica esparto
quien se acoda en un balcón en Porto o Pernambuco.
Uno es en verdad un ser allí o aquí,
pobre y rica y maravillosa cosa siendo en el tiempo,
pobre y rica e innombrable cosa que se piensa.
Alguien muere, todo el tiempo, de verdad,
alguien está muriendo,
todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo,
todo el tiempo alguien está muriendo
en gerundio, ahora y todo el tiempo,
en gerundio, en gerundio ahora,
y soy siempre yo,
siempre yo,
de todas formas.
Es una cosa triste y maravillosa.
¡Es tan bello! Es casi insoportable.
Es tan bello.
¡Oh Dios, es tan bello y triste!

En la ruta del día

IV

Ha cambiado la ciudad,
los cerros leprosos que la cercan,
su aire ensortijado,
su voz de numen que agoniza.

Mi corazón habita esta fisura,
la ama de un modo absurdo,
pues junto al más alejado farol
donde titilara una luz irónica,
o bajo el entornado balcón que más que la belleza
guardara una insípida nostalgia,
a lo largo del excrecente río de aceites y metales,
en el silencio solapado de los teatros,
al interior de las pensiones que antes construyera un deseo más limpio,

el dolor robusteció sus frondas,
la muerte dejó su signo indescifrable.

VII

¿Qué ajetreo es ese, allá afuera,
qué gritos de quién inauguran la tarde
con acento de terror?

Esta calle no es nueva en el dominio
de las sombras, tampoco ahora,
cuando la música invade el cuerpo
de los escasos visitantes
y el día cruza el centro
de su perfecta claridad.

Estos hombres descienden de los altos,
con ocio forzado o elegido
a este lugar opaco y ruidoso
donde el olvido no penetra.

¿Pero qué ajetreo es ese, allá afuera,
qué arma acompasó el grito
de la terrible despedida?

¡Nunca fue nuevo el día,
y yo he girado tanto tiempo
en la misma ruta miserable!

XII

A esta hora, aproximada ya la vuelta de la clepsidra,
la muerte acecha estos lugares.

Alguien a quien he sabido amar me dice:
“algo camina por aire, debajo de las mesas. Reclama
su sueldo en voces rotas, pieles crispadas, cercos de metal”

También afuera, los ausentes de la música que ahora nos invade
con un crepitar de olas y albatros,
esperan un temblor en nuestras voces,
y harán contraer nuestros labios
con sus voces de plomo.

Y yo siento cómo,
de las casas distantes,
se deslizan suavemente hacia las calles desoladas
frases escapadas de los sueños.
Al canto de los insectos nocturnos
se mezcla ese triste murmullo.

“Pero nuestro absurdo subsistirá -me dice-
en la arriesgada piel de nuestros cantos”.

Afuera esperan la noche y su quietud ficticia.

LOS REGRESOS

I

Amada: para qué retornar
con tristeza en la memoria
al patio de desecados parterres
o al valle donde un sol infinitamente lento
pobló de salamandras tu infancia.

Cuida bien qué vientos
soplan en tu memoria,
porque la nostalgia es una clepsidra rota,
tiempo del que tus sueños
ya no penden,
una herida dorada sobre tu corazón de leños.

Deja que los sueños fijen una flor
sobre tu tiempo,
que un sol ya consumido no se apodere de tu vida.

IV

Algo sangra siempre
en el lecho dúctil de los sueños:
la daga inevitable de estos años:

También han crecido las hiedras,
la siempreviva, la adormidera,

es más evidente la opaca escritura
de la tierra y el viento
en los muros de las casas,

se ha tocado de fuego
el cabello de los niños
y ha crecido el hambre
tras de sus ojos de ópalo,
la miserable ruta de la muerte.

Pero aunque el ansia
se pueble de hojas de ceniza,
en los suburbios crece una flor
de muchachas y muchachos desbocados.