Poetas

Poesía de El Salvador

Poemas de Alfredo Espino

Alfredo Espino (Ahuachapán; 8 de enero de 1900 – San Salvador; 24 de mayo de 1928) nació en una familia de poetas y escritores en Ahuachapán, en la zona occidental de El Salvador. Debido a esto, su hogar estaba lleno de poesía y amor al arte. Espino mostró interés en la literatura desde temprana edad y, después de completar su educación secundaria, se inscribió en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de El Salvador en 1920.

Durante su estancia en la universidad, Espino participó en actividades estudiantiles y se unió a las manifestaciones estudiantiles contra el aumento de precios del transporte público. También publicó colaboraciones literarias en varias revistas y periódicos, incluyendo Lumen, Opinión Estudiantil, La Prensa y Diario de El Salvador.

El único libro de Espino, «Jícaras Tristes», fue publicado póstumamente en 1939, once años después de su muerte. Es una colección de 96 poemas que muestran una poética delicada y sencilla que busca plasmar la belleza de su tierra natal con una visión lírica. Espino escribió sonetos, romances y versos libres en su libro, y es considerado uno de los poetas más leídos y comentados de El Salvador.

Desafortunadamente, los últimos años de la vida de Espino estuvieron llenos de desequilibrios emocionales y amorosos debido a la negativa de sus padres para consentir su casamiento con ciertas jóvenes. Para lidiar con su dolor, se entregó a la bohemia y frecuentaba bares y burdeles en la ciudad capital. Fue durante una de estas crisis alcohólicas que se quitó la vida en la madrugada del 24 de mayo de 1928 en San Salvador.

A pesar de su corta vida, Espino dejó un legado importante en la literatura salvadoreña y latinoamericana. Su obra poética es considerada una de las más representativas del país y es una muestra de la belleza de la poesía sencilla y lírica que busca plasmar la esencia de la tierra y el pueblo.

La tórtola

¡Cucú, cucú! ¿Estás gimiendo,
tórtola del arrozal?
¡Mirá que me estás haciendo
con tu cantar, mucho mal!

¡Cucú, cucú! EL caserío
se va llenando de calma,
¡y un naranjo y una palma
se están besando en el río…!

Cantarito que te llenas
con el agua del riachuelo:
¡Qué bello es mirar el cielo
bajo las tardes serenas!

Lirio del campo, morena
que hueles a leche y rosas:
¡Cómo el alma es tan dichosa
cuando la vida es serena…!

Entre sonrosadas galas
la tarde se va durmiendo.
Tórtola que está gimiendo:
¡Si eres madrigal con alas!

Ascensión

¡Dos alas!… ¿Quién tuviera dos alas para el vuelo?
Esta tarde, en la cumbre, casi las he tenido.
Desde aquí veo el mar, tan azul, tan dormido,
que si no fuera un mar, ¡Bien sería otro cielo!…

Cumbres, divinas cumbres, excelsos miradores…
¡Que pequeños los hombres! No llegan los rumores
de allá abajo, del cieno; ni el grito horripilante
con que aúlla el deseo, ni el clamor desbordante
de las malas pasiones… Lo rastrero no sube:
ésta cumbre es el reino del pájaro y la nube…

Aquí he visto una cosa muy dulce y extraña,
como es la de haber visto llorando una montaña…
el agua brota lenta, y en su remanso brilla la luz;
un ternerito viene, y luego se arrodilla
al borde del estanque, y al doblar la testuz,
por beber agua limpia, bebe agua y bebe luz…

Y luego se oye un ruido por lomas y floresta,
como si una tormenta rodara por la cuesta:
animales que vienen con una fiebre extraña
a beberse las lágrimas que llora la montaña.

Va llegando la noche. Ya no se mira el mar.
Y que asco y que tristeza comenzar a bajar…

(¡Quién tuviera dos alas, dos alas para un vuelo!
Esta tarde, en la cumbre, casi las he tenido,
con el loco deseo de haberlas extendido
¡Sobre aquél mar dormido que parecía un cielo!)

Un río entre verdores se pierde a mis espaldas,
como un hilo de plata que enhebrara esmeraldas…

Cañal en flor

Eran mares los cañales
que yo contemplaba un día
(mi barca de fantasía
bogaba sobre esos mares).

El cañal no se enguirnalda
como los mares, de espumas;
sus flores más bien son plumas
sobre espadas de esmeralda…

Los vientos-niños perversos-
bajan desde las montañas,
y se oyen entre las cañas
como deshojando versos…

Mientras el hombre es infiel,
tan buenos son los cañales,
porque teniendo puñales,
se dejan robar la miel…

Y que triste la molienda
aunque vuela por la hacienda
de la alegría el tropel,
porque destrozan entrañas
los trapiches y las cañas…
¡Vierten lagrimas de miel!

Después de la lluvia

Por las floridas barrancas
Pasó anoche el aguacero
Y amaneció el limonero
Llorando estrellitas blancas.

Andan perdidos cencerros
Entre frescos yerbazales,
Y pasan las invernales
Neblinas, borrando cerros.

El nido

Es porque un pajarito de la montaña ha hecho,
en el hueco de un árbol, su nido matinal,
que el árbol amanece con música en el pecho,
como que si tuviera corazón musical.

Si el dulce pajarito por entre el hueco asoma,
para beber rocío, para beber aroma,
el árbol de la sierra me da la sensación
de que se le ha salido, cantando, el corazón.

Un rancho y un lucero

Un día —¡primero Dios!—
has de quererme un poquito.
Yo levantaré el ranchito
en que vivamos los dos.

¿Que más pedir? Con tu amor,
mi rancho, un árbol, un perro,
y enfrente el cielo y el cerro
y el cafetalito en flor…

Y entre aroma de saúcos,
un zenzontle que cantará
y una poza que copiará
pajaritos y bejucos.

Lo que los pobres queremos,
lo que los pobres amamos,
eso que tanto adoramos
porque es lo que no tenemos…

Con sólo eso, vida mía;
con sólo eso:
con mi verso, con tu beso,
lo demás nos sobraría…

Porque no hay nada mejor
que un monte, un rancho, un lucero,
cuando se tiene un «Te quiero»
y huele a sendas en flor…

Quezaltepec

La noche fue dantesca… En medio del mutismo
rompió de pronto el retumbar de un trueno…
Tropel de potros que rompiera el freno
y se lanzara, indómito, al abismo…

Un pálido fulgor de cataclismo,
al cielo que antes se mostró sereno,
siniestramente iluminó de lleno,
como si el cielo se incendiara él mismo…

Entre mil convulsiones de montaña
se abrió la roja y palpitante entraña
en esa amarga noche de penuria…

Y desde el cráter en la abierta herida
brotó la ardiente lava enfurecida
como un boa incendiando de lujuria.

Los potros

Ya se acercan los potros; raudamente precisa
el grupo sus contornos de estética salvaje;
entre el pálido rosa del lánguido paisaje
corren desenfrenados, a la par de la brisa.

Los potros ya se acercan: mas lo hacen tan aprisa,
que parece volaran sobre el quieto paraje;
desplázanse los cascos en fantástico viaje
atrás dejando chozas de silueta imprecisa.

Huracanadamente por los llanos nativos,
van devorando leguas los potros fugitivos,
por burlar los afanes de inútil seguimiento;

como una sombra alada pasan ante nosotros,
y los recios gañanes, en fuga tras los potros,
describen con los lazos rúbricas en el viento…

Las manos de mi madre

Manos las de mi madre, tan acariciadoras,
tan de seda, tan de ella, blancas y bienhechoras.
¡Sólo ellas son las santas, sólo ellas son las que aman,
las que todo prodigan y nada me reclaman!
¡Las que por aliviarme de dudas y querellas,
me sacan las espinas y se las clavan en ellas!

Para el ardor ingrato de recónditas penas,
no hay como la frescura de esas dos azucenas.
¡Ellas cuando la vida deja mis flores mustias
son dos milagros blancos apaciguando angustias!
Y cuando del destino me acosan las maldades,
son dos alas de paz sobre mis tempestades.

Ellas son las celestes; las milagrosas, ellas,
porque hacen que en mi sombra me florezcan estrellas.
Para el dolor, caricias; para el pesar, unción;
¡Son las únicas manos que tienen corazón!
(Rosal de rosas blancas de tersuras eternas:
aprended de blancuras en las manos maternas).

Yo que llevo en el alma las dudas escondidas,
cuando tengo las alas de la ilusión caídas,
¡Las manos maternales aquí en mi pecho son
como dos alas quietas sobre mi corazón!
¡Las manos de mi madre saben borrar tristezas!
¡Las manos de mi madre perfuman con terneza!