Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de José Umaña Bernal

José Umaña Bernal, poeta y político colombiano, nació en Tunja en 1899, y su legado se extiende hasta su fallecimiento en Bogotá en 1982. Graduado en derecho por la Universidad Nacional, su vida estuvo marcada por una prolífica carrera tanto en el ámbito político como en el literario.

En el ámbito político, destacó como congresista y cónsul de Colombia en Chile, desempeñando roles de importancia en la esfera pública. Sin embargo, fue en el mundo de las letras donde su voz resonó con mayor fuerza, siendo reconocido como escritor, periodista y poeta de gran talento.

Umaña Bernal dejó una huella imborrable en la escena literaria colombiana como reportero y columnista en diversas revistas y periódicos, además de ser un miembro destacado de la tertulia intelectual de su época. Su pasión por las letras lo llevó a dirigir el Teatro Municipal de Bogotá, donde su visión artística y su compromiso con la cultura dejaron una marca indeleble.

Entre sus obras literarias, destacan varios libros de poesía, donde exploró temas tan diversos como el amor, la libertad y la búsqueda del sentido de la existencia. Además, incursionó en la traducción de obras de Rainer María Rilke, ampliando así su influencia en el ámbito literario internacional.

Entre sus obras más reconocidas se encuentran «Itinerario de fuga«, «Décimas de luz y hielo«, «Cuando yo digo Francia» y «Nocturno del Libertador«, todas ellas reflejo de su sensibilidad poética y su profundo compromiso con la expresión artística.

José Umaña Bernal fue un poeta que trascendió las fronteras de su tiempo, dejando un legado literario que sigue inspirando a nuevas generaciones de escritores en Colombia y más allá. Su capacidad para capturar la esencia de la vida y transmitirla a través de la palabra escrita lo convierte en una figura inmortal dentro de la historia cultural de su país.

Cuando una voz amada

Cuando una voz amada te anuncie su partida,
y con los ojos húmedos clavados en el techo,
mirando ansiosamente te quedes abstraída,
como siguiendo el curso de algún extraño vuelo;

cuando la nave errante que cruza el mar ignoto,
esquive para siempre la luz de tu mirada,
y entre tu amor y el mío, como un sueño roto,
se ensanche el hondo abismo desafiador, Amada;

cuando la pena arranque gemidos a tu pecho,
y hacia el misterio envié tu queja interrogante,
escucha como sangra, por el dolor deshecho,
sobre las ondas grávidas mi corazón amante.

No culpes a la mano fatal que así nos hiere,
ni maldigas al sino porque así nos maltrata;
la dicha no ha de ser cuando Dios no lo quiere,
y el que unió nuestras almas, nuestras vidas desata.

Azucena

Copa de celeste yelo,
sarcófago de rocío,
celdilla de azul y frío,
para la abeja del cielo,
agua de luna en desvelo,
laberinto de cristales,
vara de nieves cristales,
ave sin trino dormida,
campanilla suspendida,
en claustro de madrigales.

Rosa

Que no a la rosa le plante,
cerco de lanzas el cardo,
ni que vanidoso el nardo,
en dulces lenguas la cante;
ni niebla tan ondulante,
la proteja cautelosa,
ni fuente tan caprichosa,
viole su grácil clausura,
ni sol, ni aire, ni luz pura,
Dejadla, porque es la rosa.

Diálogo

¿Cuándo vino el otoño?

¿Fue cuando el ruiseñor calló en la noche
bajo los pinos, al llegar el alba?

¿Cuando el recinto tibio de las rosas
bajó la tarde trémula su llama?
¿Cuando el temblor de las primeras hojas
cayó, como un crepúsculo, en el agua?
¿Cuando el mar devolvió sobre la costa
su carga de canciones y de barcas?

¿Cuando vino el otoño?

Vino, cuando los dos en el silencio, lo esperamos.

Vera Marloff

Vera Marloff, mujer rubia y morena,
—luna nueva y crepúsculo de sol—
Vera Marfolff, en tu nostalgia caben,
los siete nombres tristes del amor.

La aguja de tu voz borda de estrellas,
mi cielo de náufrago y nunca más,
y es tu silencio el golfo resignado,
donde aquieto mi absurdo navegar.

La noche trasatlántica te trae,
llena de fuga y de marina azul,
y entre la ronda de oro de las olas,
viene hasta mí tu basta plenitud.

El puerto claro, loco de marimbas,
te dió ese aroma exótico y fatal,
y tus ojos remotos se apacientan,
en la visión azul de un nuevo mar.

Perfumes de una inédita fragancia,
ámbar de oro y ráfagas de añil,
profundizan su noche innumerable,
en su torso de ocre y de marfil.

Y alargando hasta el valle de tu vientre,
su ruta en melodioso resplandor,
la cruz del sur refulge entre sus senos,
como entre dos colinas de pasión.

Pirata de horizontes ignorados,
refugio en tí mi sueño y mi inquietud,
y hago danzar la rosa de los vientos,
ante tus ojos de ébano y azul.

Vera Marloff, mañana el alba rosa,
hará más suave su visión fugáz,
cuando la sombra triste de tu barco,
tienda las velas lentas hacia el mar.

Vera Marloff, mujer rubia y morena,
—luna nueva y crepúsculo de sol—
solo una vez juntaron nuestros labios
los siete nombres tristes del amor.

Más fue tan hondo el encantado instante,
y hubo en tu voz tan dulce lanquidéz,
que, después de tu amor será la vida,
una nostalgia de volverte a ver.

La rosa

Esta rosa en el cielo, inmóvil, pura;
y este aire, que la cerca, y la convida:
y ella, en su propio sueño suspendida,
serena, en su voluble arquitectura.

Es casi de cristal, en la segura
presencia de su línea estremecida:
tan perfecta, en el tono, y la medida,
exactos, de su tedio y su hermosura.

El aire pasa, y ella, sola, queda,
embriagada en su tácito perfume,
oculta entre su tálamo de seda.

Y en la alta noche su virtud resume
trémula gota que, en la sombra rueda,
y en estéril silencio se consume!

Elegía del adiós

1

¿A que engañarnos más si ya perdiste
para mi sueño el misterioso encanto
de lo imprevisto, del hostil quebranto
fatal estrella nuestro amor asiste?

Si han pasado los días en que fuiste
un motivo fugaz para mi canto,
¡por qué en las sombras ocultar el llanto
y hacer la hora del adiós más triste?

Ignoto anhelo de inquietud me lleva
a buscar en la noche una luz nueva
para alumbrar la ruta alirecida.

Sereno olvido mi dolor te implora;
—¿qué es el amor? _soñar solo una hora
para llorar después toda una vida.

2

Al decirnos adiós, bajo el florido
amparo del fragante jazminero,
murió en las sombras el postrer lucero
tras un hondo crepúsculo de olvido.

Todo el encanto del ayer perdido
gimió en tu voz con ritmo lastimero,
y ante mis ojos se extendió el sendero
como un largo dolor desconocido.

Tu lánguido mirar se hizo más triste
cuando en las brumas del recuerdo viste
el sueño roto y la esperanza trunca;

Y ante la paz serena se las cosas,
llorando nuestras almas silenciosas
lo que no pudo ser, ni será nunca.

3

Yo, que anhelando la visión futura
huyendo del amor y sus engaños,
de adusto olvido coroné mis años,
y apacenté mis sueños en la altura.

Hoy, ante el hado que la muerte augura,
rota la paz por éxodos extraños,
breves congojas y fugaces daños,
lloro al dejar la juvenil locura.

Señor, que das la pena y la alegría,
tú, que me hiciste ilusionar un día,
de gloria ornando el porvenir risueño.

Concede al alma lo que el alma pide,
y dame un gran dolor para que olvide
la vanidad de este dolor pequeño.

Los caballos de Rondón

Eran potros aquellos de la pampa, corceles
de hirsutas crines largas y rudo galopar,
para luchar traían sus pechos por broqueles,
y toda la locura del nervio en el ijar.

Hubieran bien llevado los blancos arquiceles
de los jinetes moros o la brida de Antar,
si no hubieran nacido para atascar laureles,
mojados por la sangre del largo batallar.

Un día de terrible refriega, los llaneros,
la orden escucharon de “¡Arriba los lanceros!”
y tras el jefe invicto lanzóse el escuadrón.

Sangriento fue el esfuerzo, y al fin de la pelea,
sobre el glorioso carro de palas Atenea,
–hermano de Diómedes– apareció Rondón.