Poetas

Poesía de Chile

Poemas de Víctor Domingo Silva

Víctor Domingo Silva fue un destacado escritor, poeta, periodista y diplomático chileno, nacido en Tongoy el 12 de mayo de 1882. Su obra abarcó diversos géneros literarios, como la poesía, la novela, el cuento y el teatro, y se caracterizó por su patriotismo, su realismo y su sensibilidad social.

Desde joven se interesó por las letras y la política. A los 19 años se trasladó a Valparaíso, donde participó en el Ateneo de la Juventud y la Universidad Popular, y colaboró en el diario El Mercurio con el seudónimo de Cristóbal de Zárate. En 1906 fue elegido diputado por las provincias de Copiapó, Chañaral, Vallenar y Freirina, cargo que ejerció hasta 1912.

Su primera obra publicada fue Adolescencia (1906), una colección de poemas de corte modernista. Le siguieron El derrotero (1908), Romancero naval (1910) y Golondrina de invierno (1912), su primera novela. En esta última, relató la vida de los mineros del norte de Chile y denunció las injusticias sociales que padecían.

En 1921 publicó su novela más famosa, La pampa trágica, ambientada en la Guerra del Pacífico y considerada una de las mejores obras del ciclo de la novela histórica chilena. En ella, recreó con maestría los episodios bélicos y las vivencias de los soldados chilenos y peruanos.

En 1928 ingresó al servicio diplomático y fue destinado como cónsul general de Chile en Madrid. Allí entró en contacto con la intelectualidad española y publicó varios libros de poesía y teatro. Regresó a Chile en 1948 y se dedicó a la labor editorial, cultural y académica. Fue asesor literario de Zig-Zag, fundador de la Sociedad de Autores, miembro del Ateneo de Santiago y de la Academia Chilena de la Lengua.

En reconocimiento a su trayectoria, recibió el Premio Nacional de Literatura en 1954 y el Premio Nacional de Teatro en 1959. Falleció en Santiago el 20 de agosto de 1960, dejando un legado literario que lo sitúa entre los más importantes escritores chilenos del siglo XX.

Al pie de la bandera

¡Ciudadanos!
¿Qué nos une en este instante, quién nos llama,
encendidas las pupilas y frenéticas las manos?
¿A qué viene ese clamor que en el aire se derrama
y retumba en el confín?
No es el trueno del cañón,
no es el canto del clarín;
es el épico estandarte, es la espléndida oriflama,
es el patrio pabellón
que halla en cada ciudadano un paladín.

¡Oh bandera!
La querida, la sin mancha, la primera
entre todas las que he visto. ¡Cómo siento resonar,
no en mi oído, sino dentro de mi ardiente corazón,
tu murmullo
que es alerta y es arrullo,
tu murmullo que es consejo en la tertulia del hogar
y que en medio de las balas es rugido de león!
¡Cómo siento que fulgura, con qué ardores,
la gloriosa conjunción de tus colores,
flor de magia, hecha de fuego, de heroísmo, de ideal!

¡La bandera! La soñamos inmortal
con su blanco, con su rojo y con su azul en que descuella
—perla viva y colosal—
esa estrella
arrancada para ella
al océano de luz del cielo austral.

La hemos visto desde niños, la queremos
como amamos a la novia, con supremos
arrebatos, con ternura, con unción.

Ella vive palpitante en las visiones familiares
de los días escolares,
y al mirarla hecha jirones nos parece
que ella grita al desgarrarse porque mece
lo que aún queda en nuestras almas de esperanza, de ilusión.

¡Ciudadanos!
Que no sea la bandera en nuestras manos
ni un ridículo juguete, ni una estúpida amenaza,
ni un hipócrita fetiche, ni una insignia baladí.
Veneramos a la bandera
como al símbolo divino de la raza:
adorémosla con ansia, con pasión, con frenesí,
y no ataje nuestro paso, mina, foso, ni trinchera
cuando oigamos que nos grita la bandera:
“¡Hijos míos! ¡Defendedme! ¡Estoy aquí!”

Profesión de fe

Aquí estoy. Soy el rapsoda. Camino
y canto al par. Me absorbo en lo profundo
de la naturaleza. Peregrino
del pensamiento voy, meditabundo
entre la hostilidad de los humanos
odios y — esos oscuros salteadores —
esparciendo mis sueños como granos,
deshojando mis versos como flores…

Así voy, visionario de la vida,
amando lo que vibra y lo que late,
dejándome llevar, tendiendo brida
a mis intimas ansias de combate;
soñando con el bien, como Quijote,
odiando el mal y provocando el pasmo
de las gentes beatificas, al trote
del menguado rocin de mi entusiasmo.

Nací así. ¿Qué he de hacerle? Soy un loco.
Nací para luchar. Por eso vivo,
y tengo algo de Dios cuando desfiló
a todo viento mi penacho altivo.
Vivo para los sueños que fecundo,
vivo para los versos que derramo
y no comprendo la razón del mundo
sino por la virtud de lo que amo…

Así voy, saludado por la gracia
de mi propia ilusión. No es mi quimera
más fuerte ni más noble que mi audacia.
Mi fe está en mi, mi brazo es mi bandera,
mi solo culto la belleza. Vivo
por la divina fiebre en que me abrazo.
No tengo, como Pan, los pies de chivo;
pero calla la selva cuando paso…

Porque la selva, ese órgano sonoro,
sabe de la armonía de mis voces
y yo entiendo su lengua, que es de oro.
Habla la selva, y son los tenues roces

Acción de gracias

I

A tí, mujer, que me amaste
un minuto de tu vida,
cuando a mi alero llegaste
como una alondra perdida;

y a tí, amable vendedora
de besos, que no quisiste
con tu boca pecadora
beber de mi vino triste;

y a tí, musa de mi infancia
que siento en mi alma vibrar
con la dulce resonancia
de una campana escolar;

y a tí, hermosa, a quien un día
con muda sorpresa oí
decir una poesía
escrita antaño por mí;

II

y a tí, traviesa y coqueta;
y a tí, suave y soñadora;
y a tí, por tu alta silueta;
y a tí, por tu tez de aurora;

y a tí, por saber reír;
y a tí por saber cantar;
y a tí por saber sentir;
y a tí por saber soñar;

y a todas, por haber puesto
en mi vida vagabunda
un rayo, una nota, un gesto
que la tornaron fecunda;

a todas por haber sido
como el arroyo que pasa
cantando gloria al oído
del viajero que se abrasa;

por haber hecho brotar
en mi alma una luz de estrella,
como la arena del mar
vierte agua bajo la huella;

Por los barrios lejanos

Paseo mis tristezas por los barrios lejanos.
De pronto, por la clara ventana se desata
lacia la paz nocturna, la clásica sonata
!que en su temblor denuncia la inquietud de las manos.

¡Oh, idilios familiares en que los viejos pianos
son cómplices que guiñan a la luna de plata!
iQué cándidas ternuras son esas? Ese «ingrata»
que se oye, ¿no lo dicen unos celos tiranos?

Recuerdo! qué me quieres? no soy más que una sombra.
ante el clamor de una alma lejana que me nombra,
El corazón, eterno Don Juan, suspira: amor…

La luna… La ventana… Silencio y poesía.
— Ah, — pienso — si estuviera la que me puso un día
los labios en los labios y en el ojal la flor!

El regreso

Desperté llorando
por mi hogar desierto,
por mi infancia ida, por mi padre muerto.
Días, meses, años han pasado ya
y en la casa en ruinas,
desde los cimientos
hasta las cornisas de los aposentos,
¡todo qué distinto, qué cambiado está!
Me acosté llorando por las viejas horas
(mañanas alegres, tardes soñadoras,
perezosas siestas).
Me dormí y soñé que «él» había vuelto
de un viaje lejano,
curvas las espaldas y el cabello cano…
también muy distinto de cuando se fue.
Aguardando siempre, ¡siempre su regreso!,
no nos extrañamos.
Sentimos su beso
sobre nuestras frentes,
tibio y familiar.
Mi madre suspira.
Los viejos sirvientes
tienen a su vista gestos reverentes
y el can favorito se pone a brincar.
¡Qué viaje tan largo, tan largo Dios mío!
¡Durante su ausencia,
qué rachas de hastío,
qué sombras de pena,
qué nieblas de horror!
Él calla.
Parece que lee en nosotros:
la tristeza de unos,
el cansancio de otros
y en todos un mundo de ensueño y dolor.
¡Qué viaje tan largo, tan largo, Dios mío!
Ante la ceniza del hogar ya frío,
rodeado de todos nos pregunta:
-Y bien, ¿muy viejo me encuentran?
Hablen sin cuidado.
-Sí, padre – decimos – estás muy cambiado.
Y él: -¡Pobres muchachos!
¡Ustedes también!