Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Henry Luque Muñoz

Henry Luque Muñoz (1944-2005) destacó como un influyente poeta y ensayista colombiano cuyo legado literario dejó una marca indeleble en la escena literaria de su país y más allá. Nacido en Bogotá, Luque Muñoz fue un intelectual versátil que exploró diversas disciplinas académicas, incluyendo Sociología y Historia del Arte, y obtuvo un Máster en Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana de su ciudad natal.

Parte integral de la Generación sin nombre, Luque Muñoz fue un erudito apasionado por la literatura rusa, experiencia que adquirió durante su prolongada estancia en Rusia. Esta inmersión profunda en la cultura literaria rusa se refleja de manera elocuente en su obra, donde se entrelazan influencias y perspectivas únicas.

Además de su destacada labor como escritor, Luque Muñoz compartió su conocimiento como profesor de Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana, donde su pasión por las letras dejó una huella perdurable en sus estudiantes.

Su influencia trasciende fronteras, con traducciones parciales de su obra a lenguajes tan diversos como el ruso, inglés, alemán, francés, griego, hindi y portugués. Su legado literario incluye obras emblemáticas como «Sol cuello cortado: 1963-1973» (1973), «Carta a la paloma de Picasso» (1980) y «Arqueología del silencio» (2001), así como valiosos ensayos que exploran la literatura rusa y colombiana.

Henry Luque Muñoz, con su profundidad intelectual y sensibilidad literaria, continúa siendo un faro inspirador para generaciones venideras de escritores y amantes de la literatura, cuya obra perdura como testimonio de su dedicación a las letras y su inquebrantable búsqueda de la verdad y la belleza a través de las palabras.

Se consagró el poeta

Se consagró el poeta a observar sus versos,
Los enfrentó a una espada,
A ver cuál lograba mayor dureza,
Más brillo, más afilada maravilla:
Comprendió que los versos se desenfundan como dagas.

Hormigas

¿Qué les diré?
Cuando vengan a pedirme cuentas,
Cuando vengan de casa en casa
Con todo su hermoso pueblo y el trabajo a cuestas.
¿Qué les diré?
¡Si no he escrito un solo verso este verano!

Las noches blancas

Las noches blancas descubren el lado oculto de las cosas.
El silencio yace colmado de presagios,
Un talismán me abre el camino.
En cada diente tuyo arde una hoguera que ilumina la eternidad.
En tus ojos abiertos se yergue el color de la maravilla.
Tu cuerpo desnudo es una noche blanca.
Me exhortan a hincarme ante el icono carmesí,
Pero sólo tengo huesos y sombra
Para rendirme ante el hechizo que propagas tú,
Cuerpo construido de premoniciones y de armas de caza.
El paraíso existe. Está en tu nuca.
Abrazado a tu luminosa oscuridad huyo de mi cárcel rodante.

El viaje es un oficio interior

El viaje es un oficio interior:
Se llega a donde se quiere llegar.

A lo desconocido.

Si todo hombre es una sombra de sí mismo,
El espacio que lo nombra es otra sombra.

Princesa mía

Princesa mía:
Sólo tú conoces esta desolación adornada de jazmines.
Aleteas sobre los bosques enllamados
Mientras yo me arrastro bajo tierra.
Tu carroza tirada por alazanes que miran como un rey
Danzan en la estepa. El viento es la música
Que seduce mis oídos castigados por el horror.
Tu corona desgastada por la melancolía
Se pasea calladamente por los cielos del otoño.
Diosa, caminas invicta sobre vidrios frotados.
El desvelo ingresó en tu ánima como canción definitiva.
Tras las ventanas se oye el látigo de cinco puntas:
El señor feudal abre grietas en el espinazo de su criado.
En el Estanque de la Libertad hay una mano
Que dibuja versos perfectos en el agua.
Princesa mía, hada de las soledades de Rusia,
En tu estandarte el halcón justiciero vence la punta de la lanza.
Nuestro encuentro en pasadizos ocultos
Vuela hasta hoy en forma de tinta y de nostalgia.
Sobre las cúpulas de oro los pájaros evocan tu nombre.
La sangre que a todo galope viaja por el misterio
Sobrevive tan sólo por haber ingresado
En el país de tus párpados.

Henri Michaux

Todos somos discapacitados,
Todos vivimos en el exilio,
Todos somos la noche,
Llevamos el misterio en la cara,
Todos somos suicidas,
Estamos muertos, sin saberlo.

Mas, obra del hechizo, empuñamos el respiro:
¡Vida, amante verdadera y única!

Después de acunar tu rostro

Después de acunar tu rostro entre mis manos,
Cuando ya te habías dado a la fuga,
Permanecí largo tiempo
Sin borrar de mis palmas la forma,
Sin trastocar tu frente alta y limpia,
Sin alterar tus cejas, ni tus ojos,
Ni la suave quijada.
Permanecí con tu forma entre mis manos
Para que no se me fugara ese recuerdo.

Carta al diablo

Ella debe ir como una sonámbula…
Vinicius de MoraesTe escribo a tu mansión de tinieblas
para contarte lo mucho que sufro sin ella.
Por consejo de tu azufrado pensamiento
la busqué y la hice mía
en un lecho, no de jazmines
sino de estrellas reventadas.

-Hasta los símbolos del cielo fueron cómplices,
azules cómplices de esa locura-.

Tú que hiciste florecer en mi mano
una rosa ensangrentada
para que la pusiera por donde cruza su huella,
sabrás cómo devolvérmela,
pues ella se ha ido
y cuando partió ni siquiera miró hacia atrás
para ver cómo me convertía en estatua de ceniza.

Cierra con tu asombroso tenedor
los párpados de los que pasan por su lado.
Que nadie la contemple
como no sean los ojos,
los terribles ojos de mi ausencia.

Haz que cuando se enfrente a los espejos
no vea su rostro sino el mío;
pon una lágrima de fuego en su mirada
para que sienta una gota del mar de lava que me azota.
Pero no la dejes sufrir, Señor:
si tropieza en el camino
tiéndele tu invisible capa roja
para que caiga no en el infierno del desvelo
sino abrasada en mi delirio.
Hechízala metiendo en su bolso un ruiseñor
que en cada pluma lleve grabado
el verso mío para su corazón escrito.
Entra en puntas de pie a los pasillos de su sueño,
píntale los muros del color de mi zozobra,
y si escapa,
muéstrale mi cabeza cercenada
en un plato de olvido.

Viértele en el jugo del amanecer
tus imponderables sales maléficas,
de tal modo que odie para siempre
el sabor de su lejanía.

Señor: ella debe estar leyendo ahora
un libro para vaciarme de su pensamiento,
arráncaselo de sus uñas con tu satánica suavidad;
haz que el silencio
le susurre mi nombre a su oído
y que su saliva le recuerde mis besos.

Pues sin amparo y sin estrella me refugié en su lengua,
su desquiciada lengua
en la que escribí con sangre.
Ella habrá roto mi fotografía en mil pedazos,
reúnelos, Señor,
y arma una luna que se asome a su quebranto.

En ella germinan ligeros decaimientos,
es entonces cuando tu aliento de abismo
puede alcanzar las cumbres:
que si hay candela en su garganta,
sienta que una ráfaga de abandono
sube desde el corazón
a poner explosiones de tos en su vida;
que si un vértigo atraviesa sus entrañas
sienta que es el huérfano
que esconden mis desvelos.

Yo sé que tardíamente concilia el sueño,
transfórmame en la luz de su lámpara,
en el agua que pasa por su cuerpo
cuando se levanta.
Y deja que apoye mi desamparo
en el filo de sus dientes,
que yo sea las palabras
que entran y salen por su boca.

Señor de las Tinieblas: déjala orar,
déjala que se hinque de rodillas
bajo el cielo,
no la martirices en ese instante
furtivamente pecaminoso,
pues nuestro amor es tan grande
que desde la eternidad vendrán los bienaventurados
a aprender cómo se ama con loca ceguera
en este infierno de ausencia.

El viaje es un oficio interior

El viaje es un oficio interior:
Se llega a donde se quiere llegar.
A lo desconocido.
Si todo hombre es una sombra de sí mismo,
El espacio que lo nombra es otra sombra.

Bumerán

Yo que hice el largo salto en el Transiberiano,
que conocí los vientos de Kabul,
la gruesa nieve de Petersburgo,
que bebí la salada leche de yegua en la cual se hechizó
Gengis Kan.
Yo que toqué a una puerta en Milos y en Isquia,
que he visto a los murciélagos proteger
la Biblioteca de Coimbra
y ascendí las pirámides de Tikal hasta las nubes.
Yo que me arrastré por el Sahara tras el atardecer,
que en Delfos hablé con el oráculo
y soñé víboras en la esbelta Sarajevo
mientras en la calle Tome Masarika
se desnudaba mi sombra.
Yo que en Delhi vi a los muertos sacudirse el polvo,
que he mirado a los ojos a las deidades de Nara
y respiré cenizas en el Ganges.
Yo que contrarié a las divinidades chinas
en subversivos papiros que de tiempo inmemorial
circularon por la ciudad prohibida,
que acaricié a una virgen del siglo XII
mientras mordía mustias hojas de otoño.
Yo que acuné mi timidez en el trono de un rey,
que hice el misterioso vuelo hasta el paraíso
de unos abrazos
lo que de verdad recuerdo, es el barrio en que nací.