Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de José Joaquín Ortiz

En la rica tapestry literaria de Colombia, José Joaquín Ortiz Rojas se erige como un faro del romanticismo, cuyo legado resplandece en sus versos y contribuciones políticas. Nacido el 10 de julio de 1814 en Tunja, este virtuoso escritor y poeta dejó una marca indeleble en las letras colombianas.

Educado en el Colegio de San Bartolomé, Ortiz no solo absorbió conocimientos en Humanidades, Ciencias políticas y Jurisprudencia, sino que también se convirtió en un hábil periodista, destacándose en temas políticos. Su pluma, inquieta y lúcida, encontró hogar en periódicos como El Correo de los Andes, La Ciudad, y El Conservador, donde moldeó su visión conservadora.

El hito de su carrera literaria fue la fundación de La Estrella Nacional en 1835, el primer periódico colombiano dedicado exclusivamente a la difusión de las letras nacionales. Su colaboración con José Eusebio Caro en este proyecto dejó una huella imborrable en la historia periodística del país.

Ortiz no solo defendió fervientemente la corriente conservadora sino que también participó activamente en la cámara legislativa de la República y coadyuvó en la creación de la Academia Colombiana de la Lengua. Su pluma, embriagada por el romanticismo, sirvió como puente entre los gustos neoclásicos y los excesos del romanticismo, siendo un eslabón crucial en la evolución literaria del país.

Este poeta, defensor acérrimo de los valores hispánicos, estableció el Liceo Granadino, una institución que buscaba nutrir las infraestructuras culturales y políticas necesarias para una futura Academia Nacional. Su ambicioso proyecto reflejó su visión de ser el motor cultural del país.

José Joaquín Ortiz, el poeta que encarnó la transición literaria en Colombia, nos dejó con un legado que va más allá de sus palabras. Sus versos resonaron a lo largo del siglo XIX, siendo leídos, memorizados y recitados, dejando una impronta duradera en la rica tradición literaria colombiana.

LA SEPULTURA DEL GUERRILLERO

En silencio marchábamos, trepando
del agrio monte hasta la cumbre llana,
e iba nuestro camino iluminando
el primer esplendor de la mañana.

Sobre un lecho de ramas vacilante
con la bandera blanco-azul cubierto,
al hombre va el cadáver adelante
de un joven en la lucha de ayer muerto.

Y con las luces de la aurora inciertas
veíamos abajo silencioso a Guasca estar,
y alrededor cubiertas sus dehesas de césped oloroso;

y más abajo el río que desata su espumoso raudal;
y parecía cinta de perlas y bullente plata
serpenteando entre la negra humbría;

y más lejos, en lo último del llano,
blanquear de toldos apiñado grumo,
y alzarse en ondas por el aire vano
del enemigo campamento el humo;

y en el confín del último horizonte,
reverberando al sol, alzar su cima sobre un monte,
y un monte y otro monte la pirámide excelsa del Tolima.

Llegamos de la cumbre a una meseta,
que era el lugar por la amistad marcado
para dar sepultura en la secreta
soledad al guerrero desgraciado.

Sobre un lecho de angélica y mastranto
depusieron al fin el cuerpo inerte;
y alrededor nosotros entre tanto
hacíamos la vela de la muerte.

Lo contemplamos en silencio;
había muerto en la flor de edad bella y lozana;
¡así acababa tan risueño día,
antes de que pasara la mañana!

Negros, largos bajaban por la frente,
blanca como la cera, los cabellos;
y ver una sonrisa dulcemente
nos parecía entre sus labios bellos.

Sin la herida mortal, profunda y ancha
que desgarró su corazón altivo,
y sin la sangre que su cuerpo mancha
se pudiera juzgar que estaba vivo.

Rendido sólo por la cruda muerte,
mas no vencido en la batalla fiera,
caído como cae el varón fuerte,
por defenderla, al pie de su bandera.

¡Oh lamentable escena! Cuatro amigos
la tumba abriendo del amigo muerto,
sin cánticos, ni pompa, sin testigos,
en lo más escondido del desierto;

y en la tierra y el cielo todo en calma
en esa virginal naturaleza,
y sólo agitación en nuestra alma
y el dolor rencoroso en su tristeza.

Ni una voz en el páramo, ni el grito
de un ave que rasgara el vago viento;
mudo el espacio, diáfano, infinito,
y silencioso el ancho firmamento.

¡Ah! ¿qué éramos allí, pobres mortales
grandes por el dolor únicamente?
Un átomo perdido en los raudales
de aquella inmensidad omnipotente.

Y luégo que nuestra obra terminamos,
y estuvo abierta la profunda huesa,
sus restos con amor después bajamos,
con el respeto de amistad piadosa;

y alzando a Cristo súplicas sinceras
porque acoja su espíritu afligido,
en su frente de veinte primaveras
la tierra echamos del eterno olvido.

Con dos toscos maderos mal trabados
una rústica cruz después hicimos,
y cual memoria de tan tristes hados,
sobre su sepultura la pusimos.

Vueltos luégo al oriente, donde el alba
con sus rosas de oro relucía,
por toda despedida hizo una salva
aquella nuestra triste compañía.

¡Descansa al fin en paz en este suelo,
que el tuyo no es, oh joven desgraciado,
tú que no recibiste ni el consuelo
del abrazo materno regalado!

¡Duerme por siempre al son de estos torrentes
y de la blanda brisa a los rumores,
a la luz de los astros esplendentes,
en tu lecho de hierbas y de flores!

Muchos hicieron antes lo que hiciste:
fuerte lidiar con generoso pecho;
¡ninguno más que tú, pues que moriste
por tu Dios, por tu patria y tu derecho!

TEQUENDAMA

Oír ansié tu trueno majestuoso,
¡Tremendo Tequendama!; ansié sentarme
A orillas de tu abismo pavoroso,
Teniendo por dosel de parda nube
El penacho que se alza de tu frente
Que, cual el polvo de la lid ardiente,
En confundidos torbellinos sube.
Quise también mezclar mi acento
Al grande acento de tus muchas aguas,
Y, respirando el aire de tu gloria.
Ensalzarte también con voz ferviente,
Mi lira haciendo digna de memoria,
Y arrojarla después a tu corriente.
Heme aquí contemplándote anhelante
Suspenso de tu abismo;
Mi alma atónita, absorta, confundida,
Con tan grande impresión te sigue ansiosa
En tu glorioso vuelo
Y al querer comprenderte desfallece
De tanta fuerza y majestad vencida.
Tu voz es cual la voz de un Dios que pasma
De asombro y de terror a las naciones;
Cual rimbomba el cañón de la pelea,
Y anuncia así de lejos al viajero
La hórrida majestad que te rodea.
Los ecos ensordecen y se cansan
De repetir el rebramar horrendo
Que de ti suena en torno.
Cual si fueran los himnos de un triunfo
Lleno de pompa y belicoso estruendo.
El águila asustada alza sus vuelos
Por el éter brillante a las montañas
Donde chillan hambrientos sin hijuelos.
Manso y tranquilo y sosegado corre
Lleno de majestad, y de repente
Cual dragón infernal alza la frente.
Sacude enfurecido Las vedijudas greñas,
asoma al borde del abismo, y brama,
Y se lanza iracundo
De un abismo a otro abismo más profundo
En sábanas lumbrosas de alba espuma,
A ser despedazado entre las peñas.
La roca al golpe gime:
Hierve la onda atormentada y gira.
Se rompe, se revuelve, se comprime
Con clamoroso y desigual rugido,
O como quien se queja y quien suspira.
Y como el humo de una gran hoguera
A torbellinos al Olimpo sube
De clara niebla en argentada nube;
Y el poderoso acento
De soledad en soledad, de un monte
A un monte más lejano, lleva el viento.
El ángel guardador de tus raudales
Aquí, de tarde, a contemplarte viene,
Y en ese altar de piedra que se avanza
Lleno de algas, de espuma zarpeado,
Se sienta, cl ruido de tu choque oyendo.
Su cabeza de juncos ven ceñida
Y de silvestres ovas,
Y su capa de púrpura teñida
Los montañeses, y oyen el concierto
De su laúd divino, al brillo incierto
De la pálida luna
Cuando en silencio está todo el desierto.
¡Prodigio del Creador! ¡Oh! ¡Nada falta
A tu gloria! Pictórico horizonte
Delante se abre; antiguos como el mundo
Los árboles se elevan en tu monte;
Solemnes armonías
Resuenan en tu seno ancho y profundo:
Flores, aromas, luz y movimiento;
Aire esencial de vida en cada aliento;
Un cielo claro encima.
Como el alma de un niño, ven los ojos;
Y por diademas para ornar tu frente
Iris de oro, de púrpura y diamantes
Se cruzan sobre ti reverberantes.
Mas ¿dónde están, oh río, aquellos pueblos
De esta región antiguos moradores?
¿Qué se hicieron los Zipas triunfadores
Que se sentaban sobre el trono de oro,
Y que padres más bien que augustos reyes.
Con amor sonriendo y frente leda,
De dulce paz dictando iguales leyes.
Cual se gobierna una familia, al pueblo
Con el cayado patriarcal guiaban
Cual con riendas de seda?
¿En dónde el templo en láminas de oro
Resplandeciente al sol? ¿A qué comarca
Trasladaron las aras en que ardía
El aroma suavísimo, entre el coro
De virginales voces noche y día?
¿Dónde Aquinún? ¿El Bogotá? ¿El Tundama?
¿Adonde el santo Sugamuxí, adonde?
Tu trueno asordador como un lamento,
Es la voz sola que a mi voz responde.
¡Pobres indios, abyectos, decaídos
Del valor varonil, desheredados
De este tan bello y tan fecundo suelo,
Vosotros no poseéis de vuestra patria
Sino el dulce aire y el brillante cielo,
O una heredad cortísima! El arado
Rompe la tierra y de las tumbas saca
Los ídolos pequeños, confundidos
Con el polvo sagrado
De un sacerdote, un Zipa, un rey de Iraca.
Como se avanzan a este abismo oscuro,
Y en él se pierden las pesadas ondas,
Así su pobre raza desaparece;
Parte cayó bajo el acero duro
De los conquistadores; en los hierros,
En infectas prisiones y sombrías
Se marchitó su juventud lozana;
Otra se pierde en el estrecho abrazo
Con sangre de verdugos confundida. ..
¡Nación ayer, no existirá mañana!
¡Y este río caudal sigue corriendo
Como corrió desde la edad antigua!
¡Y el trueno aterrador que estoy oyendo
Sonaba desde entonces como ahora.
Duro, rabioso, asordador. tremendo,
Como una eternidad devoradora,
Y sonará cuando al sepulcro caiga
Este hombre oscuro, débil, ignorado
Que oyéndolo a su borde está sentado!
¡Oh!, ¡qué objetos!: ¡el hombre y Tequendama!
El hombre sin poder, pincel ni acento
Con que pintar lo que su mentó inflama,
Que ayer nacido, vivirá un momento
Y mañana en el polvo del sepulcro
De su vivir se apagará la llama!
¡Y esta tremenda catarata, eterna
Con su voz. cual la de mil tambores
Cual ruido estrepitoso
De cien y cien caballos triunfadores
En el afán de una total derrota:
Y ese hervir fragoroso, inextinguible,
Y esa su roca firme, estable, inmota.
Que alcanzará a los años de los años
Y del mundo a la edad la más remota!
¡Calma un momento el torbellino raudo
En que ruedas, oh río, al ciego abismo,
Y ese fragor y la explosión del trueno!
¡Disipa el pabellón de negra nube
Que cada instante de tu lecho sube
Para velar tu majestad! ¡Mi alma,
Mis deslumbrantes ojos, mis oídos
Sordos ya con el ruido de tus aguas
Anhelan contemplarte un solo instante
Y dejarte después agradecidos!
Porque tu vista bella
Asombro, pasmo, horror sublime inspira
Y de verdad severa lección grande
Deja en la mente con profunda huella.
Aire de gloria y de virtud respira
El hombre en ti, capaz de más se siente:
De legar a los siglos su memoria,
De ser un héroe, un santo o un poeta,
Y sacar de su lira
Un son tan armonioso y tan sublime
Como el iris que brilla por tu frente.
Como el eco de triunfo que en ti gime.

LOS COLONOS

No por florido otero o verde riba
A la margen de río clamoroso,
Cuya onda fugitiva
Entre tupido bosque y fresca grama,
Como formando diálogo quejoso,
De la urna espumosa se derrama:
Mas envuelto en el denso torbellino
De seco polvo que alza galopando
Mi corcel generoso,
A la ciudad distante me encamino.

¡Vedla! ¡Allá está! Sus blancas, altas torres
Entre espirales de humo se levantan
Sobre los rojos techos,
Y raros grupos de árboles a trechos
Alzan por cima su greñuda copa.
¡Oíd! el murmurar del pueblo llega
Al acercarnos más, cual voz de un río
Que despeñado de la sierra baja,
Y los peñascos con su espuma arropa
Y en altos tumbos fiero se desgaja.
De caballos el trote,
Y el chirriar de los carros en las guijas,
Y el trafago de gentes afanadas
Sordamente resuena,
Y hierve la ciudad como si fuese
De los hombres anchísima colmena.

¡Mas no fue siempre así!
Mi fantasía a la pasada edad tornando el vuelo,
Se place en contemplar la dulce patria
De su origen pacífico en el día.
Donde hoy, bajo la cúpula que al cielo
Se yergue de basílica suntuosa,
El altar santo queda,
Con el céfiro manso una arboleda
De robles seculares se mecía;
Y aquel otero allá, de donde corre.
Primero, rotas peñas quebrantando,
De linfas claras resonante río,
De cabañas de bálago cubiertas
Era entonces un pobre caserío.

¿Y en qué lugar al aire abierto un día
La redentora cruz se alzó primero?
El escuadrón conquistador la frente
Humillado inclinaba,
Mientras la muisca gente
Viendo rendir el formidable acero
Que desquició su antigua monarquía.
Llena de mudo asombro se extasiaba.

¡Oh! ¡Ven conmigo, antigua amiga mía,
¡Musa! que no quemaste un solo grano
De incienso nunca ante ningún tirano;
Tú que arrojas coronas enlazadas
Con ramas de laurel que jamás muere
Para ceñir la sien, no del guerrero
Que se alza, lidia y triunfa,
Y cual tormenta que pasando asuela,
Dejando en pos de sí tristes despojos,
Mas la frente del útil ciudadano
Que primero este campo hizo fecundo
Sembrando en la era el extranjero grano;
Del cenobita impávido que al centro
Penetró del desierto más profundo,
Y a la vida social al indio errante
Redujo del amor con suave mano;
Y del que pan y regalado lecho
Dio cariñoso al desvalido infante.

¡Oíd cómo resuena
Adentro la montaña con los golpes
Del hacha! Ya en la loma más distante
Prende voraz el fuego,
Y el humo azul camina lentamente;
Mas se derrama luego
Por los collados todos;
Y el águila imperial, alipotente,
Fija la vista al sol, alza su vuelo,
Y se pierde en las nubes arrolladas
En la región espléndida del cielo.

Y mirad más acá cuál va inclinado
Bajo el fecundo arado
El toro, padre de la grey; el seno
De la tierra rompiéndose negrea,
Y la que antes espada destructora
Resplandeció ominosa en la pelea,
Ora en reja cambiada
Entre los grandes surcos centellea;

Y éde que, hoy labrador, ayer guerrero
El mar cruzó trayendo el rubio grano
Que derramado en la era
Dará abundancia a la colonia entera,
Después verá doblándose a los soplos
Del favonio suave
La frágil caña con la espiga grave;
Otro la carga llevará al molino,
Y entre el fragor del agua despeñada,
En el estrecho cauce atormentada
Do se cambia en espuma cristalina,
Recogerá, saltando en breves ondas,
El blanco río de menuda harina.

Ya que nunca servil loores canta
Al guerrero que al mundo en sangre tiñe
Y la corona a la virtud debida
Doblando la rodilla humilde ciñe.
¡Musa mía! Levanta
De éstos los nombres sin culpable miedo,
Y mi patria no ignore
Que el inmenso bien debe
A Briceño y a Aguayo y a Acevedo.
Y de prez no menor dignos se hicieron
Para ilustrar su nombre,
Aquellos españoles que trajeron
Los animales útiles al hombre.
Junto al hogar medio apagado yace
Adormido el lebrel de noble raza:
Mas oiga el eco gemebundo apenas
De la armoniosa trompa de la caza,
Y veréislo partir. La tierra toca
El delicado musgo, alarga el cuello,
Y, cual la flecha que silbando rasa,
Con vivísimos saltos atraviesa
Tras la tímida corza o suelta liebre
El llano, el bosque, el río, la alta roca,
Hasta que al fin la presa
Vencida rinde y bárbaro apedaza.

¡Con qué estúpido pasmo no vería
El indio inculto por la vez primera
El altivo corcel! No de la trompa
El ronco son espera;
La leve oreja tiende
Y el fácil cuello enarca
Al rumor de los céfiros de Mayo,
Y fogoso, impaciente se enarmona;
Súbito fuego su pupila enciende,
Dejando ver de su ojo todo el blanco,
Atrás echa la crin en ondas sueltas
Sobre el trémulo flanco,
Y libre del ronzal que lo aprisiona
Vuela en el campo abierto;
Traspasa el seco erial, solo y desierto,
Con duro casco el pedregal trillando;
O para en alta loma
Y suelta su relincho sonoroso
Si oteó la yeguada desde lejos;
O a la orilla del río espacioso
Tranquilo al ruido va del agua mansa,
Con las brisas del monte jugueteando,
Por 1a alta grama de la fértil vega
Que nuestro patrio Sogamoso riega.

Mas ¿cuál fue la española
(Pues mujer debió ser sensible y bella)
Que, cual triste recuerdo
De patria ausente o fúnebres amores,
Pasando a la comarca
De la extensa y feliz Cundinamarca
Trajo consigo el germen de las flores?
Débenla nuestros prados y pensiles
Verse alfombrados de las nuevas rosas
Cuando en el cielo ríen los abriles;
Y el clavel salpicado
Con el múrice tirio
La altiva copa alzar en frágil mano,
Y su mano ostentar, más esplendente
Que los del mismo Salomón, el lirio:
Y la albahaca, del hogar amiga,
Que crece sin fatiga.
Con su aroma empapar todo el ambiente.

Rasgando el aire mudo,
Cuando apunta la luz del nuevo día,
No bajará quejoso el son agudo
De la campana desde excelsa torre
A celebrar las glorias de María;
Mas del pajizo alar de la cabaña
Saldrá el clangor cual de clarín sonoro
Del gallo vigilante,
Que salude el lucero de la aurora,
Que sube por el éter rutilante
Tañéndose del sol con la luz de oro;
Y veráse después cómo a la turba
Que su serrallo numeroso puebla,
Con voz amante llama
A recoger el derramado grano
Del rubio trigo entre la verde grama.

Cómo después que el labrador recoge
En la espaciosa troje
Los frutos que le dio próvido el cielo,
De las chisgas el pueblo numeroso,
En alas de los céfiros traído,
Cual en un gran palacio prevenido
Por el Dios bondadoso,
Sobre un árbol copudo abate el vuelo.
Debajo de la tribu desparece
De repente el follaje; el árbol brilla
Como una grande cúpula de oro,
Y de tanta avecilla
No cesa un punto el gorjear sonoro:
Así de la Misión todos los niños
Cuando oyen la sonora campanilla,
Corren en torno de la cruz que arranca

Enhiesta al aire y cercan al anciano,
Que entre tantas cabezas infantiles
Descuella allí con su cabeza blanca.
¡Oh! ni Platón, ni Sócrates, famosos
En los anales del saber, supieron
Tras largos años de velar contino
Lo que estos pobres niños candorosos,
De los trémulos labios del anciano,
Al pie del leño rustico, aprendieron.

No es bastante al ardor que el pecho inflama
De los santos discípulos de Cristo
Una sola región y un solo clima.
Ellos irán de amor la pura llama
A prender en el pecho del salvaje,
A par las artes de la paz mostrando,
Al suelo donde Arauca se derrama
Y el Meta, y Casanare y raudo Upía,
La inmensa soledad fertilizando.
Subirán a la cumbre siempre yerta,
Trono de la borrasca asordadora,
Y oirán por fin el cántico sonando
En loor de la Cruz reparadora,
En cuantas son las lenguas,
Por cuanto son las tribus que mi patria
Pueblan del Occidente hasta la Aurora.

Y no desmayará su ardiente celo,
Porque después de alzar templos suntuosos
A nuestro Padre Dios que está en el cielo,
Al enfermo abrirán quietos asilos,
Darán madre a los huérfanos,
Donde al fin puedan expirar tranquilos.

¡Y es poco afín!… En su incansable anhelo
Por anunciar la vida a las naciones,
Quieren centuplicar la voz divina,
Fijando su fugaz e instable vuelo,
Y el árbol de la ciencia,
Que es bien a un tiempo y real, y vida y muerte,
Que encontró Gutenberg, ellos plantaron,
Antes que otro, en la tierra granadina.

¡Oh! ¡Dadme frescas palmas
Con que tejer coronas
Que ornen la sien del vencedor! ¡Oh! ¡Dadme
La lira de grandílocuos concentos
Para cantar sus ignorados nombres;
Y en alas de los céfiros llevados
De la tierra a los clímax apartados,
Sean amor y orgullo de los hombres!
¡A todo bien, tributo de alabanza!
¡A toda noble aspiración su canto!
Lo mismo al que confiando su fortuna
A frágil tabla y a delgado lino
Al Oceano férvido se lanza
Hallando de la América el camino,
Que al que rasgando el florecido manto
De la tierra el arado usó primero:
¡A todo bien tributo de alabanza!
¡A toda noble aspiración su canto!

COLOMBIA Y ESPAÑA

Este es, madre Colombia, e.1 bello dia
Que vuelve al mundo de to gloria clara,
Y hoy, como ayer y siempre, sobre el ara
De to templo inmortal derraman flores
Regocijados tus amantes hijos;
Y hoy, como ayer y siempre,
Resuena la armonia
De los himnos de triunfo y de alegría.

Mas ¿qué cantor, entre el egregio coro
De tanto amado de los dioses, buscas
Para ensalzar tu nombre? ¿O suple acaso
La llama de mi amor jamás extinta
A la armoniosa lira del Parnaso?
¡Oh! que para cantarte dignamente
Poderosa no fuera
Del viejo Homero la robusta trompa
Ni de Marón la lira lisonjera.
¿Y yo he de alzar loándote mi acento
De tu gran día en la solemne pompa?
¿Qué es la humilde retama
Junto al baobab, patriarca de las selvas,
Que su gigante mole saca al cielo?
¿Qué el menguado arroyuelo
Que corre sin ruido,
En la callada soledad perdido,
En medio de los Andes,
Con nuestro poderoso Tequendarna
Que, al arrojarse al negro abismo, brama
Atronando el desierto en voces grandes?

Nacido en medio a la tormenta horrible
De do brotó la libertad de un mundo,
Mi tuna en orfandad mecióse un día
Del canon al rimbombo furibundo.
Niño yo, de la vida no sabía,
Ni el misterio pasmoso de la muerte,
Cuando me hallé en un campo de batalla;
Y en mi ignorancia extrema, no podía
Adivinar por qué, como leones,
Se lanzaban al fuego y la metralla
Unos y otros rabiosos escuadrones.
Visto había en la siega de los trigos
Como botadas las gavillas quedan,
Y parecióme entonces que sería
Siega de hombres la atroz carnicería:
Mi buena madre en tanto,
Llena de horror, y pasmo, y miedo, el llanto,
En abundosa fuente derramaba;
Yo, niño al fin, sin experiencia alguna,
Mirándola llorar, también lloraba.

Era el campo de Vargas glorioso,
Y vi después al triunfador volviendo
Del suelo de los incas deleitoso,
No cual Camilo en el ebúrneo carro
Arrastrado por rápidos corceles,
Ni de purpúrea clámide cubierto
Y la frente ceñida de laureles.
Modesto, ante el Senado de la patria,
Que lo acogió gozoso entre sus brazos,
Se presentó a mostrarle las cadenas
Que oprimieron el cuello
De los hijos del Sol, hechas pedazos.
De mis ojos cayó como una venda,
Y la revelación entonces tuve
De lo que es gloria inmaculada y pura,
Y lo que el corazón del hombre alcanza
Cuando del bien a la escabrosa senda
La santa mano del Señor lo lanza;
Y entonces comprendí cómo los héroes,
Porque viva y palpite su memoria
En la remota edad, graban sus nombres
En el eterno mármol de la historia.

Y vi después al héroe entristecido,
Como un morir del sol, partir en busca
De nuevo hogar en extranjera tierra;
Y entonces comprendí lo que de amargo
La ingratitud del corazón encierra.

Quien hechos tan espléndidos ha visto
Es cual viajero que a sus lares torna
Después de haber cumplido el pío voto
-Y el gran sepulcro visitar de Cristo-;
Se le escucha con ánimo devoto
Porque puede decir: -Yo vi, yo estuve;
Yo al Calvario subí; yo el mármol santo
Que encerró a mi Señor, empapé en llanto-;
Y el que atónito le oye, se imagina
Envuelto contemplarlo en una nube
Que exhala aromas
De la remota tierra palestina.

Yo ahora de los últimos testigos
De la virtud de aquella heroica raza,
Al ver de su obra el fin, cual el viajero
Sentado en las ruinas
De un pueblo ya perdido
Que aturdió al mundo con el gran ruido
De su gloria y poder, me considero;
Y a veces alzo el canto,
Que es de dolor, no tanto
Por celebrar su gloria,
Como por dar al ánimo afligido
Consuelo celestial con su memoria.

¡Qué tiempo aquel de tanto horror y duelo
La tormenta de rayos y granizo
Que por fértil región tronando pasa,
Sembrando en pos devastación y ruina,
Menos estragos deja que en ti hizo,
Oh patria mía, de la guerra el fuego.
De la revolución el soplo airado
Sobre la haz de Colombia a nuestros padres
Dispersó; y unos fueron
A combatir al campo: otros cayeron
En infestas mazmorras, y la vida
Otros en el patíbulo rindieron;
Y quedaron desiertos los hogares;
Y las míseras viudas,
Petrificadas de terror y espanto,
Sin dar un ay, extáticas y mudas,
Miraban de sus huérfanos el llanto.

¡Oh héroes! mas vosotros
Que fundasteis la patria, ¿a qué tormentos
No os condenaba vuestro amor? Congojas,
Dudas, temores, penas, desconfianzas,
Desbaratos del ánimo, desdenes
Del poderoso; bellas esperanzas
Que nacen, y tan pronto como nacen
Se ven desvanecidas:
Largas noches de insomnio doloroso;
Traición de los amigos;
Ver del puñal alzado entre las sombras
Relumbrar el relámpago, y mil veces
Beber basta las heces
De ingratitud el ponzoñoso acíbar…
Esto sufrió Colón, esto Bolívar…

¡Mas que si luego el día
Llega en que, al disipar el sol la bruma,
El inmortal piloto
Ve salir lentamente de la espuma,
Como alza el cáliz el fragante loto,
La americana tierra
Del fondo del Océano profundo,
Y poder exclamar, ebrio de gozo:
¡Gloria al Señor! ¡He descubierto un mundo!
Y que cuando Bolívar,
Al través de los campos de la muerte,
Llega por fin de donde el mar recibe
Al Orinoco en amoroso abrazo,
A la cima en que saca al firmamento
Su frente de granito el Chimborazo;
Y derrama la vista abajo, y mira,
Cual salidas del báratro profundo,
Cinco grandes naciones,
Y clamar puede al fin, ebrio de gozo:
¡Gloria al Señor! ¡He libertado un mundo!
¡Oh júbilo! ¡Oh placer! ¡Oh de la patria
Antiguas fiestas, cuando
De la borrasca la postrera ola
Huyó a perderse en el confín, llevando
La bandera española!
¡Y no nos dividía fiero bando,
Y era uno el pensamiento, uno el destino,
Y unos nuestros altares,
Y nos daba vigor un alma sola!

Entonces los comicios populares
No eran sangrienta lucha o fraude artero;
La majestad augusta del Senado
Culto de amor mandaba verdadero,
Y el labrador pacífico veía
De su fatiga el fruto respetado:
La ley amada con amor intenso;
De la Justicia en el altar ardía
En perpetuo holocausto puro incienso
Formaba una cadena nuestro brazo
Unido a los demás, y en paz profunda
Reposábamos todos complacidos
De la madre común en el regazo.

Mas ¿dónde ahora tan dichosos días
De unión fraterna y amistad son idos?
¿Dónde tantos varones distinguidos
En la sangrienta lid o en el consejo?
¿Do la lanza primera del Apure
Y el valiente entre todos los valientes?
¿Y Sucre dónde? ¿Y dónde el que la carga
Dio en Ayacucho, intrépido? Sería
Temerario el afán, oh patria mía,
De memorar sus inmortales nombres,
Cuando, luchando de diversos modos,
En la extensión inmensa de Colombia,
Si uno el caudillo fue, los héroes todos!

¡Pasaron los invictos! Su memoria
Para ser inmortal no necesita
Mármoles de Carrara o duro bronce:
Eterna vive en los gloriosos campos
Que consagro el valor; suena en los ecos
De nuestros patrios ríos y montañas,
Y en el fiero rugir de los volcanes,
La refiere en sus páginas la historia
Palpita del poeta en las canciones,
Y los vientos la llevan en sus alas
De la tierra a sus últimas regiones.
¿Qué más? ¡En el altar culto recibe
Que de los hombres redimidos alzan
A su eximia virtud los corazones!

¡Oh! ¡Reposad en vuestros quietas tumbas,
Augustos padres de la patria mía,
Pues bien lo merecéis! La grande obra
De redención al fin está cumplida;
Y no llegue a turbar vuestro reposo
El tumulto de lucha fratricida.

Hoy a vuestros sepulcros hace sombra
La bandera del iris, enlazada
A la de los castillos y leones;
Que el odio no es eterno
En los pobres humanos corazones;
Y llegó el día en que la madre España
Estrechase a Colombia entre sus brazos,
Depuesta ya la saña;
No sierva, no señora
Libres las dos como las hizo el cielo.
¡Ah! ¿ni como podría
Hallarse la hija siempre separada
Del dulce hogar paterno,
Ni consentir la cariñosa madre
Que tal apartamento fuera eterno?

En esos años de la ausencia fiera,
El recuerdo de España
Seguíamos doquiera.
Todo nos es común: su Dios, el nuestro;
La sangre que circula por sus venas
Y el hermoso lenguaje;
Sus artes, nuestras artes; sus reveses,
Nuestros también, y nuestras
Las glorias de Bailén y de Pavía.

Si a veces distraídos
Fijábamos los ojos
A contemplar las hijas de Colombia;
En el porte elegante,
En el puro perfil de su semblante,
En su mirada ardiente y en el dejo
Meloso de la voz, eran retrato
De sus nobles abuelas;
Copia feliz de gracia soberana,
En que agradablemente se veía
El decoro v nobleza castellana
Y el donaire y la sal de Andalucía;
Y entonces exclamábamos:
Un nombre Terrible, España, tienes; ¡pero suena
Qué dulce al corazón del hombre!

¡Oh! ¡Que esta santa alianza eterna sea
Y el pendón de Castilla y de Colombia
Unidos siempre el universo vea!
Y que al ¡viva Colombia! que repiten
El áureo Tajo, y Ebro y Manzanares,
Responda el eco que rodando vaya
Por los tranquilos mares
A la ibérica playa
De ¡viva España! con que el Ande atruena
El Cauca, el Orinoco, el Magdalena!