Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de José Manuel Marroquín

José Manuel Marroquín Ricaurte (1827-1908), insigne escritor y político colombiano, dejó una huella imborrable en la literatura del siglo XIX. Apodado «El Señor de Yerbabuena» por su gestión en la finca familiar, Marroquín, miembro del Partido Conservador, fungió como presidente de Colombia de 1900 a 1904. Pese a la sombra de un gobierno controvertido, su legado literario destaca por ser un pionero del género costumbrista en Colombia.

Nacido en Bogotá en 1827, Marroquín enfrentó la pérdida temprana de sus padres, siendo educado por sus tías con el respaldo del patrimonio familiar. Aunque no completó su formación universitaria, su incansable búsqueda de conocimiento lo llevó a la escuela de Mateo Esquaqui y al Seminario Conciliar de la Compañía de Jesús, donde exploró literatura y filosofía.

Marroquín se destacó como periodista, cofundando el influyente periódico El Mosaico junto a José María Vergara y Eugenio Díaz Castro. Además, fue un impulsor de la Academia Colombiana de la Lengua en 1871, contribuyendo al enriquecimiento del panorama lingüístico latinoamericano.

Su faceta docente se evidencia en la fundación de un colegio, donde impartió clases y creó textos didácticos notables, incluyendo «Lecciones de urbanidad» y «Tratados de Ortología y Ortografía de la Lengua castellana». Marroquín, erudito incansable, se destacó como escritor costumbrista, satírico y poeta festivo, colaborando en diversas publicaciones y dejando un legado literario que perdura.

A pesar de su controvertido mandato presidencial y su papel en eventos históricos como la separación de Panamá, José Manuel Marroquín es recordado por su inigualable contribución a la literatura y la lengua, perpetuando su memoria como un ícono cultural de Colombia.

La perrilla

Es flaca sobre manera
toda humana previsión,
pues en más de una ocasión
sale lo que no se espera.

Salió al campo una mañana
un experto cazador,
el más hábil y el mejor
alumno que tuvo Diana.

Seguíale gran cuadrilla
de ejercitados monteros,
de ojeadores, ballesteros
y de mozos de traílla;

van todos apercibidos
con las armas necesarias,
y llevan de castas varias
perros diestros y atrevidos,

caballos de noble raza,
cornetas de monte; en fin,
cuanto exige Moratín
en su poema “La Caza”.

Levantan pronto una pieza:
un jabalí corpulento,
que huye veloz, rabo a viento,
y rompiendo la maleza.

Todos siguen con gran bulla
tras la cerdosa alimaña;
pero ella se da tal maña
que a todos los aturrulla;

y aunque gastan todo el día
en paradas, idas, vueltas,
y carreras y revueltas,
es vana tanta porfía.

Ahora que los lectores
han visto de qué manera
pudo burlarse la fiera
de los tales cazadores,

oigan lo que aconteció,
y aunque es suceso que admira,
no piensen, no, que es mentira,
que lo cuenta quien lo vio:

Al pié de uno de los cerros
que batieron aquel día,
una viejilla vivía,
que oyó ladrar a los perros;

y con gana de saber
en qué paraba la fiesta
iba subiendo la cuesta,
a eso del anochecer.

Con ella iba una perrilla…
mas, sin pasar adelante,
es preciso que un instante
gastemos en describilla:

Perra de canes decana
y entre perras protoperra,
era tenida en su tierra
por perra antediluviana;

flaco era el animalejo,
el más flaco de los canes,
era el rastro, eran los manes
de un cuasi-semi-ex-gozquejo;

sarnosa era… digo mal,
no era una perra sarnosa,
era una sarna perrosa
con figura de animal;

era, otro sí, derrengada;
la derribaba un resuello:
puede decirse que aquello
no era perra ni era nada.

A ver, pues, la batahola
la vieja al cerro subía,
de la perra en compañía,
que era lo mismo que ir sola.

Por donde iba, hizo la suerte
que se hubiese el jabalí
escondido, por sí así
se libraba de la muerte;

empero, sintiendo luego
que por ahí andaba gente,
tuvo por cosa prudente
tomar las de Villadiego;

la vieja entonces al ver
que escapaba por la loma,
¡sus! dijo por pura broma,
y la perra echó a correr.

Y aquella perra extenuada,
sombra de perra que fue,
de la cual se dijo que
no era perra ni era nada,

Aquella perrilla, sí,
¡cosa es de volverse loco!
no pudo coger tampoco
al maldito jabalí.

La serenata

Ahora que los ladros perran,
Ahora que los cantos gallan,
Ahora que albando la toca
Las altas suenas campanan,

Y que los rebuznos burran,
Y que los gorjeos pájaran
Y que los silbos serenan
Y que los gruños marranan

Y que la aurorada rosa
Los extensos doros campa,
Perlando líquidas viertas
Cual yo lágrimo derramas,

Yo, friando de tirito,
Si bien el abrasa almada,
Vengo a suspirar mis lanzos
Ventano de tus debajas.

Tú en tanto duerma tranquiles
En tu rega camalada
Ingratándote así burla
De las amas del que te ansia

¡Oh, ventánate a tu asoma!
¡Oh, persiane un poco la abra,
Y suspire los recibos
Que este pobre exhalo amanta!

Ven, endecha las escuchas
En que mi exhala se alma
Y que un milicio de músicas
Me flauta con su acompaña,

En tinieblo de las medias
De esta madruga oscurada,
Ven y haz miradar tus brillas
A fin de angustiar mis calmas.

Esas tus arcas son cejos
Con que, flechando disparas,
Cupido pecha mi hiero
Y ante tus postras me planta;

Tus estrellos son dos ojas,
Tus rosos son como labias,
Tus perles son como dientas,
Tu palme como una talla;

Tu cisno como el de un cuelle,
Un garganto tu alabastra,
Tus tornos hechos a brazo,
Tu reinar como el de un anda.

Y por eso horo a estas vengas
A rejar junto a tus cantas
¡Y a suspirar mis exhalos
Ventano de tus debajas!

Así cantaba Calixto
A las ventanas de Carmen,
De Carmen, que, desdeñosa,
Ni aun se acuerda de olvidarle.

Es el galán susodicho
Mozo de tan buenas partes,
Que en barrio no hay quien tenga
Tango garbo y tal donaire;

Ninguno en amar le excede,
Ni en cantar le iguala nadie,
Ni en tañer la vihuela
Hay quien le exceda o le iguale.

Sin embargo, el ser Calixto
Mozo de tan buenas partes,
No ha sido parte a ablandar
El duro pecho de Carmen.

Lar aurora le encuentra siempre
Muerto de frío en la calle,
Al cielo dando sus quejas
Y sus suspiros al aire.

Allí improvisa a las veces
Tristes serenatas y ayes,
Que oyen tal vez los seerenos
O que tal vez no oye nadie.

Yo salí esta madrugada
Mucho antes de que aclarase,
Para poder alcanzar
A misa de cinco, al Carmen,

Y junto a las rejas de ídem
Le encontré dale que dale,
Y oí los versos de que
Me he hecho editor responsable.

Mas, como era ya temprano
Y Calixto empezó tarde,
Estaba un poco más ronco
De lo que era razonable;

Además, como estaba ebrio
(Aunque, en verdad, no se sabe
Si de puro amor ardiente,
O de aguardiente o de brandi),

Echaba a perder el canto,
Que era una lástima grande,
Y trabucaba las sílabas,
Y las palabras y frases.

Empero, es cosa segura,
O a lo menos muy probable,
Que a no ser por la embriaguez
Y la ronquera del diantre,

Y lo malo de los versos
Y el trastrueque de las frases,
La tal serenata hubiera
Estado buena en su clase.

La vida del campo

Al Señor Santiago Pérez

¡Oh! ¡cuántos que en ciudades populosas
Vida agitada y turbulenta pasan,
Envidian la quietud de mi retiro
Y mi choza pajiza y solitaria!

¡Ay, amigo! Quizás ignoran ellos,
¡Afortunado yo si lo ignorara!
¡Que las penas se albergan en las chozas
Como en ciudades y opulentas casas!

Quien no lleva consigo la ventura,
Oía viva en palacio, ora en cabaña,
En vano busca fuera de sí mismo
El bien supremo de la paz del alma.

El cauce del río

Baja de la montaña un claro río
Que de entre peñas escondidas brota,
A alegrar con su voz las soledades
Y á ser de la llanura orgullo y pompa.

Descendiendo unas veces atrevido
Desde los riscos á las simas hondas;
O las rocas salvando que se aferran
Para cerrarle el paso, unas á otras;

O penetrando con violento empuje
Por entre angostas sendas tortuosas,
Por donde á su pesar paso le dejan
Incontrastables y apiñadas rocas,

Purifica sus aguas; en espuma
Alba y ligera su raudal trasforma,
O, en lluvia sutilísima trocado,
Riega las plantas que su margen ornan;

Ostenta noblemente su pujanza
Ejercita sus fuerzas portentosas;
Con enemigos dignos de él combate,
Y, como fuerte, en batallar se goza.

A derecha y á izquierda ve guirnaldas
Y gallardos festones y coronas
Y arcos gentiles, que en las dos orillas
Plantas lozanas é infinitas forman.

Al estrellarse y al saltar, las aguas
De ellas suspenden cristalinas gotas,
Que trémulas relumbran cual diamantes
Entre sus tiernas y pulidas hojas.

Musgo tupido de colores varios,
Ya pardo y seco sobre piedras toscas,
Ya tierno y verde sobre el blando césped
A sus márgenes tiende rica alfombra.

La vida y la muerte

La tierra, ya labrada, renegrea
En el que ayer no más fué fresco prado;
Y si el viento la orea,
En lugar del aroma delicado
Del trébol, del poleo y de las flores
Que perfumaba el aura, ya la inundan
Del suelo humedecido acres vapores.
Tallos, y flores y hojas,
Que de aire y sol vivían,
Ajados y marchitos desfallecen
Debajo de la tierra; las raíces,
Que en vano al sol y al viento piden jugos,
Se secan y perecen.

Pueblos sin fin de tenues insectillos
El intrincado césped habitaban,
Para ellos selva inmensa
Con monte y misteriosas soledades,
Do hallaban á contento
La sombra regalada y el sustento,
Grutas repuestas, lóbrego ramaje
A que confiar los gérmenes fecundos
Que eran el porvenir de su linaje.

¡Mas, ay de aquellas tristes criaturas
Si á sentir y á penar fueron nacidas
Como el humano sér y como él sienten!
¿Y quién puede saberlo? No se miden

El gozo ni el dolor ni afecto alguno
Midiendo el corazón en que se aniden:
Átomo es breve el corazón del hombre
Y tan sólo le colma lo infinito.
¡Ay, ay de aquellos acuitados seres!
Cuál no será su espanto
Cuando cerca retumba

Estudios sobre la historia romana

Res gestoæ, regumque, ducumque,
et tristia bella,
Quo scribi possent numero,
monstravit Zlomerus.

Horat. Art. Poetica

Homero enseñó en qué clase de versos podrían escribirse los hechos de los Reyes
y de los Capitanes y las guerras tristes.

Capítulo I

Dos ó tres años hacía
Que estaba fundada Roma,
Y en la naciente ciudad
Iba todo viento en popa.
Ya había Alcalde ordinario,
Que lo era Torcuato Cotta;
El ayuntamiento estaba
Establecido, y á la obra
De la Escuela y el Cabildo
Le faltaba poca cosa.

Sólo una cosa faltaba
En la ciudad, una sola,
Cosa por la que á los hombres
Se les hace agua la boca,
Si falta, y que apenas llegan
A conseguirla, les sobra.

Quiero decir que no había
Mujeres; y si la Historia
Dicho tan inverosímil
No abonara como abona,
Yo temiera se tomase
Lo que estoy diciendo á broma.

No tenían los romanos
Quien les guisara la olla,
Quien un botón les pegara,
Quien manejara la escoba,
Quien les hiciera un pocillo
De chocolate; la ropa

Tenían criados varones,
Canalla puerca y ladrona,
*Y *respondona y soberbia,
Que pierde el tiempo, que roba,
Que se huye y le deja á uno
Solo á la mejor de copas.

Hasta se cuenta que Rómulo
Tuvo una vez, entre otras,
Que hacer él mismo su cama
Y que cepillar sus botas;
Era el estado de célibe
Estado normal en Roma:
Cuando para declarar
Es llamada una persona,
Se le pregunta su estado,
Si la acción pasa en Colombia;
Pero en Roma esta pregunta
Era una pregunta ociosa.

Estaba todo en tal punto,
Cuando Rómulo convoca,
Una tarde á los romanos
Y les habla en esta forma:
¡Quirites, esto no es vida!
¿Tal situación quién soporta?

Hacernos á bello sexo
Es preciso á toda costa.
Yo les pensaba mandar
Decir á las Amazonas
Que de nuestras dos naciones
Hiciésemos una sola,
Con lo que acaso pudiéramos
Remediarnos unos y otras;
Pero luégo he discurrido
Que era una cosa muy tonta
Llenarnos de marimachos.

Gente murciélaga y frondia;
Y á fuerza de cavilar,
He inventado una tramoya
Que ha de darnos mucha fama
En las edades remotas.
Mas, como exige reserva,
No os la diré por ahora.

Hoy os bastará saber
Que lo que á vosotros toca
Es disponer unas fiestas
De tanto aparato y pompa,
Que se hable de ellas un año
Diez leguas á la redonda.
Oyendo esta perorata,
Todo el pueblo se alborota,
Y a hacer sus preparativos
No hay nadie que no se ponga.

El Cabildo parroquial
Las sumas precisas vota;
El área de la plaza
Se remata en catorce onzas;
Se comienza á hacer tablados
Y toldos, que es una gloria;
Los bisbises se previenen,
Se aprestan las cachimonas;
No queda cebón en pié
Ni viva marrana gorda;
Pónense á la obra los sastres,
Los zapateros las botas;
Brandy por mares se vende,
Por Orinocos la aloja,
El anisado por Niágaras
Y el vino por Amazonas;
Mas los que venden todo esto,
Al pedir echan por copas.

Para comenzar las fiestas
Se han señalado las nonas
De Julio, y para ese día
(Notable luégo en la Historia)
Se convida á los sabinos,
Para que, con sus esposas,
Sus hijas y sus hermanas,
Sus sobrinas y sus novias,
Y sus nueras, y sus suegras,
Y con todas, todas, todas
Las mujeres de Sabinia,
Vengan á fiestas á Roma.

Capitulo II

Dóciles los sabinos al convite
Que para fiestas les hiciera Rómulo,
Ya en grandes caravanas, ya en pequeñas,
A Roma van llegando poco á poco.

En yeguas aguilillas valonadas,
Con rico jaquimón, cuyos adornos
En la frente del bruto hacen una équis,
Como se usaban en el año de ocho,

En su sillón de plata guarnecido,
Todo forrado en terciopelo rojo,
Con su galón de cuatro dedos de ancho
Recamado espaldar y guarda-polvo;

Con su sombrero alón de barboquejo
Y pañolón plegado sobre el rostro,
Hacen su entrada, orondas, las abuelas,
Con aire sosegado y majestuoso.

De corpiño ajustado, de velillo,
Y arrastrando los luengos faldistorios,
Vienen las niñas y al entrar se llevan
De los romanos que las ven los ojos.

En caballos herrados, bailarines,
Con ruanitas de seda entran los mozos,
Y hacen saltar el caño á los caballos,
Y enarcar el pescuezo y dar corcovos.

En mulas y con jáquimas tejidas
De prolija labor, sin tapaojos,
Con zamarros de tigre y retranca ancha,
Vienen los viejos á pasito corto.

Pellón de cuatro borlas trae alguno,
Ruanas con fluecos y paraguas otros;
Y el pañuelo que cubre las narices,
(Embrión de la bufanda) casi todos.

Gran movimiento la ciudad anima;
Sabinos y sabinas vense á rodo;
Y las postreras prevenciones se hacen
Con grande diligencia y alboroto.

La gente moza fragua bailecitos;
En la plaza y las calles ponen bolos;
Mientras, para ir aprovechando el tiempo,
Los jugadores juegan que es un gozo.

Conforme á lo prescrito en el programa
Que publicaron con chinesco y bombo
Por toda la ciudad, se da principio
La noche de la víspera al holgorio.

Con candiles de sebo y trementina
Ilumínanse plaza y Capitolio,
Y hay vaca loca, y hay maroma y fuegos,
Patriótica canción y cuatro globos.

Estuvieron las fiestas al principio
Tan buenas como estar entre nosotros
Suelen, en los periódicos descritas,
Cuando describen fiestas los periódicos.

Hubo fuentes de chicha en los encierros,
Y muchas colaciones y bizcochos
Hechos por reposteros italianos,
Que son los reposteros más famosos.

La tropa hizo despejo por las tardes,
Y se corrieron los mejores toros:
De estos, algunos eran jarameños,
Conejerunos y futeños otros.

Para el último día, que era el cuarto,
O el quinto cuando más, según Suetonio;
Mas, que, según afirman Tito Livio
Y Veleyo Patérculo, era el nono,

Se previno un encierro de disfraces,
Con el que el buen humor llegó á su colmo
Y en que tales figuras se iban viendo
Que á los sabinos los dejaban bobos.

Vestidos iban dos de inglesas viejas:
De papalina la una, otra de moño;
Otro representaba un congresista
Y llevaba una máscara de loro.

De general moderno colombiano
Se quiso disfrazar Aulo Sempronio,
Y á fin de ser por tal reconocido,
Lo que hizo fué vestirse como todos.

Cierto pepito se vistió de gente,
Y no hubo en el concurso un solo prójimo
Que, mirándole bien, podido hubiera
Quién era sospechar, ni por asomo.

Un hombre rico se vistió de rico:
No se le pudo conocer tampoco;
Ni á un mozalbete elegantón y pobre
Que se vistió de manta del Socorro.

En suma, hubo de todo en el encierro:
Españoles antiguos, druidas, moros,
Indios jauleros, viejos jorobados,
Y calentanos con carate y coto.

¡Extraña variedad! Sólo una cosa
Era en todos igual, común á todos:
Cada uno se mostraba persuadido
De que el concurso le miraba á él solo.

Los sabinos estaban boquiabiertos
Mirando los encierros, cuando al coso
Metieron un novillo colorado,
Cansado de correr y hacer destrozos.

En ese punto, al dar con la corneta
El toque de e: que saquen otro toro,
Los disfrazados las barreras salvan
E invaden los tablados y los toldos.

De aquella evolución, los convidados,
Que debían de ser algo bolonios,
Aun aguardaban, carcajada en ristre,
Un desenlace de los más graciosos,

Cuando oyen con terror que los romanos
Les dicen, ya sin máscara y en tono
De /aquí nadie nos tose/: “Caballeros,
Las sabinas se quedan con nosotros.”

Ninguna pluma humana pintar puede
Cuál fué de los sabinos el asombro
Al contemplar aquella tropelía,
Ni cuál la confusión, cuál el trastorno.

Mas pasa el estupor, y de los pechos
De pronto se apodera el ciego enojo;
Los sabinos defienden sus mujeres
Y se arma un zipizape del demonio.

Lucharon, pero en vano. Entre arreboles
De ópalo, y nácar, y topacio y oro,
El esplendente sol su disco hundía
En los abismos del lejano Ponto,

Y á esa hora, de Sabinia en el camino,
Ver hubiera podido algún curioso,
A la luz del crepúsculo indecisa
Los sabinos pasar unos tras otros,

Sus bestias arreando, que llevaban
Sillones y galápagos tan solo,
Y haciendo los estribos y los frenos,
Al trotar de las bestias, rumor sordo.

Si pareció pesada á las sabinas
La chanza de las fiestas y del robo,
O antes bien, divertida y de buen gusto,
No he podido indagar. Que poco á poco

El tiempo volador las consolase
Me parece seguro: ello es notorio
Que de una suerte ó de otra, con su suerte
Al fin se conformaron. Testimonio

Dan de su descendencia las historias,
Y viven en Colombia entre nosotros
Bassani y Menegusi, que se precian.
De hallar su origen en tan noble tronco.