Poetas

Poesía de Argentina

Poemas de José Portogalo

José Portogalo, nacido como Giuseppe Anania en Savelli, Calabria, Italia, en 1904, y fallecido en Buenos Aires, Argentina, en 1973, es un nombre que resuena en los anales de la literatura argentina del siglo XX. Este destacado escritor y poeta, de origen italiano, dejó una huella imborrable en el panorama literario de su país adoptivo.

La historia de José Portogalo se entrelaza con la de Argentina desde una edad temprana, ya que llegó a estas tierras en 1909. Aquí, no solo encontraría un nuevo hogar, sino que también adoptaría el apellido «Portogalo» en honor a su padrastro, quien desempeñó un papel fundamental en su vida y a quien consideraba su auténtico padre y protector.

La versatilidad literaria de Portogalo se revela en su doble faceta como poeta y periodista. Durante su carrera, contribuyó de manera significativa al mundo del periodismo, colaborando en diarios de renombre como Clarín y Noticias Gráficas. Su pluma, afilada y reflexiva, trascendió la página impresa y se convirtió en un reflejo de su compromiso con la escritura y la expresión artística.

A lo largo de su vida, José Portogalo dio vida a una serie de obras poéticas que resonaron en la escena literaria argentina. Algunas de sus obras notables incluyen «Tregua» (1933), «Tumulto» (1935), «Centinela de sangre» (1937), «Canción para el día sin miedo» (1939), y muchas más. Su poesía abordó una amplia gama de temas, desde la introspección hasta la observación de la sociedad y la vida cotidiana.

Portogalo fue galardonado con el Premio Municipal en 1935 por su obra «Tumulto«, un reconocimiento que destacó su contribución a la rica tradición literaria argentina.

En resumen, la vida y obra de José Portogalo son un testimonio del poder de la palabra escrita para capturar la esencia de una época y el espíritu de un lugar. Su legado literario, anclado en la poesía y en el periodismo, sigue inspirando a generaciones de escritores y lectores, y su nombre perdura como una de las voces notables de la literatura argentina del siglo XX.

Elogio del esfuerzo

Ah, gota de sudor, perla, diamante o flor;
corazón del esfuerzo fecundo de los hombres;
semilla que florece sobre las frentes rudas
tal un trazo de estrella transparente en la noche.
Sobre las dos orillas de las cejas se engarza
como una aurora en medio de un bullicio de pájaros;
es ella la simbólica lonja de tierra fértil
donde germina el fruto de la espiga y del árbol.
Ah, gota de sudor:
eres llena de gracia por tu forma de lágrima
y de corazón.
Cuando trizas arrugas con tus otras hermanas
toda la vida es una palpitación de estrellas
hecha lumbre en las frentes que abren surcos al alba.
Frentes que son como ostras con tesoros de perlas.

TUMULTO

Me trepan los insultos -mareas numerosas-
como trepan los hijos al cariño de un hombre.
Tengo las ansias llenas de ganarme en un grito.
Grito: ¡La vida es nuestra! y abro los horizontes.

Puertas de bronce viejo, de hierro remachado,
caerán cuando se agrupen las voces en un puño.
Hombres desvencijados, de espaldas a la vida:
así dancen las balas no serán de este mundo.

A los calvos de ideas, con sangre de pantano,
a los viejos que ensucian las palabras más altas,
les hago una advertencia: conmigo están los brazos
de aquellos que arrancaron de sus ojos las lágrimas.

La humildad -ese viejo mascarón- no hará suya
nuestra carne que es nudo de un clamor que echa ramas
y en sus climas oscuros, como a un árbol raíces,
nutren de savia pura los cuencos de su entraña.

Y ¡guay! del que esté en contra de nosotros, los pobres,
esos ríos de sangre, silenciosos y lentos,
que bajan hasta el pozo más hondo de la tierra,
que suben hasta el límite más alto de los cielos.

La vida es de nosotros los que hacemos la vida
a gotas de sudor, de ímpetu, de fuerza
y que jamás o nunca tenemos una cama
donde cavar la hondura de un vientre en primavera.

Nos vejan, nos explotan, nos reducen a cero,
si agitamos un grito de protesta nos castran.
Nos orinan la baba de un exiguo salario
y nos cuadran en leyes como a burros de carga.

Y hablan de La Piedad, de La Bondad, del Arte,
sacerdotes, artistas, profesores, poetas,
los que en nombre del pueblo se erigen en vigías,
¡esos hijos de puta con almuerzo y con cena!

Ah señor Jesucristo: no queremos tus frases
-panes sin levadura-, magníficas, humanas,
que no son más que frases pero que nos inhiben
y destapan, astutas, nuestros poros de lágrimas.

No queremos tus frases. Yo que vengo de abajo
y que anduve entre obreros con hambre y manos sucias,
que sé lo que es el mundo, este mundo de mierda,
te lo digo derecho: tus palabras son putas.

Al carajo con todas las parábolas bellas.
Al carajo con todos los escrúpulos sordos.
Presentemos las armas proletarios del mundo
y a tiro limpio, firmes, vaciémosles los ojos.

La vida es de nosotros, los que hacemos la vida
a gotas de sudor, de ímpetu, de fuerza,
y que jamás o nunca tenemos una cama
donde cavar la hondura de un vientre en primavera.

Albañiles

Vigoroso hemisferio de luz en los andamios.
Torsos que se revelan sobre la piel del aire
en toda su potencia magnífica y creadora;
anónimos perfiles que amedallan la altura
avivando el incendio del sol en las ciudades
y enfrentando la sórdida presencia de la lluvia.

Con despaciosos giros de péndulo oscilante
sus flexibles cinturas recortan el espacio
como si al gesto torvo del día le arrancaran
calladas y maduras jornadas de trabajo.

Cuando bajan los soles a tatuarle los ojos
sus voces suman cantos al pentagrama rudo
del esfuerzo, que es música matinal y sonora,
como el repiqueteo de campanas festivas
arqueadas entre el puño de un dominio de sombras.

En los pliegues sinuosos de los linos del alba
ellos son como abejas laboriosas y humildes
libando el polen fresco de las nubes rizadas.

Los inviernos les curten la piel como a la tierra
el castigo filoso del atado y las lluvias;
en tanto que sus manos, arañas silenciosas,
empinan la alegría de los rojos ladrillos
y se abultan de duras prominencias callosas.

Vigoroso hemisferio de luz en los andamios;
exaltación soberbia del esfuerzo fecundo
del músculo que pulsa las alturas desiertas
donde sólo pájaros desbarbando los vientos
logran mojar sus picos con humedad de estrellas.
¡Humedad que madruga en parvas de rocío
sobre el labio entreabierto de la flor, y la hierba!

Albañiles, dedales de una labor anónima.

En vuestras manos ásperas se construyen los negros
y altísimos custodios que enlutecen la tierra
con sus graves sentencias de agresivo entrecejo.

Ah, y sobre los tablones que auscultan el espacio
vuestro ímpetu es diamante que resplandece al sol
tal la brasa encendida de la cresta de un gallo.

DESDOBLAMIENTO

Un alma de hombre humilde tiene más de una Ilíada
Enrique Banchs

En la boca una voz amarga y en las manos
esa angustia tremenda del jornal inseguro.
Ruedan los días tristes, opacos, sin relieves,
sólo yo muevo el día que se instala en tu mundo.

Pero no me comprendes, me piensas siempre niño;
no sabes que en mi carne sufro tu edad madura,
y cuanto más avanza tu amor en el recuerdo
más se aferra en mi entraña la raíz de la angustia.

Soy como puerta abierta para que en ella habites
y aclares tus jornadas con mi arcilla de niño
trayendo ante tus ojos la imagen de aquel día
que ocuparon mis manos un cuaderno y un libro.

Y no sabes, no sabes que el libro abrió un boquete,
como un hondazo en medio del cielo en una estrella,
y tú que nunca —¡nunca!— supiste qué es un libro
ante mí, menos hombre, te hospedas en la tierra.

Penetro tus angustias aunque siempre sonrías
y fumes tu cigarro tratando de engañarme:
Alta sabiduría la de tu amor que limpia
de impurezas de libros el temblor de mi carne.

Piénsame siempre niño que seré tu reposo,
la gota de agua pura que caliente tus párpados
cuando cansado vuelvas del esfuerzo que agota
y exangües, doloridos, se te caigan los brazos.

Piénsame siempre niño, por ella, la que nunca
parece que existiera trajinando en la casa,
la que intuye mis nieblas terribles de hombre solo,
la que hasta en sueños sorbe la acritud de mis lágrimas.

Por ella, por tu vida de pobre, siempre pobre,
haré que entre en mi carne el sol como una cuña.
Y aunque el rencor me muerda de noche las entrañas
no enturbiaré tu oído con mis palabras sucias.

Viviré entre mis nieblas arrancando los gritos
que de noche me suben —gusanos— a la lengua
para darte ese niño que piensas en tu vida
mientras mis años agrios afirmen la protesta.

Alta sabiduría la de tu amor que limpia
de impurezas de libros el temblor de mi carne;
por ella hice mis voces de fervor y de sueños
y amo a los pobres diablos que son los de mi sangre.

LUZ LIBERADA

Luz repartida, luz amontonada,
luz de la espuma que me azora y canta,
luz que se vuelve luz en la garganta.
Luz de octubre en abril sobresaltado,
luz de otoño cayendo entre los pájaros
y luz que se presiente como un canto.
Luz del celeste, luz verdi-dorada,
luz del cielo en la luz de la mañana
y luz que comunica luz del alma.
Luz del insecto en la luz que se recobra
sobre el rumor secreto de las hojas
y luz sobre la luz de las gaviotas.
Luz marítima en luz de paz agraria,
luz de ola, hermosura prolongada
en el grillo, el gorrión y la cigarra.
Luz de madre en la luz que dan los hijos,
luz cerúlea de luz que afina el lino,
luz en la luz gozosa del rocío.
Luz del árbol, diadema de esmeralda,
joya del trigo, luz en oro y plata,
corona de la luz en luz ganada.
Luz que vence a la sombra y que se nombra
luz de la eternidad en la paloma,
en la ortiga, en el cardo y en la rosa.
Luz primera de luz recién creada,
luz del viento del mundo, solidaria,
y luz de entendimiento en luz de hermana.
Luz del valle nombrada en luz de puerto,
luz salina, plural, sobre el estero
de esta clara ciudad, Montevideo.
Luz del exilio en luz inesperada,
luz que se expresa numerosa en cada
temblor ilimitado de las aguas.
Luz de la libertad sobre la arena,
luz del lucero en luz sobre las piedras
y luz que se pronuncia luz entera.
Luz del aire en la luz de la mañana,
luz que dicta la luz del sentimiento
en la gracia infinita de la llama,
en la hierba, en el agua y en el viento.