Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de José Ramón Mercado

José Ramón Mercado Romero, nacido el 19 de marzo de 1936 en Ovejas, Sucre, fue un polifacético escritor, poeta, profesor y dramaturgo colombiano. Su vida y obra se entrelazan con una narrativa de superación personal, marcada por la educación que recibió en la escuela de la Niña Pacha, fundada por la destacada educadora Francisca Fernández. Este episodio marcó el comienzo de una deuda de gratitud que permeó su vida.

Mercado forjó su formación académica en la Universidad Nacional de Colombia, donde estudió ciencias sociales y economía, especializándose posteriormente en Administración Social y obteniendo un Magíster en Administración Pública en la Escuela Superior de Administración Pública. Su incursión en el mundo académico se consolidó como rector del Colegio INEM José Manuel Rodríguez Torices de Cartagena, desempeñándose también como profesor en instituciones destacadas como la Universidad Central de Colombia y la Universidad de Pamplona.

Además de sus logros en el ámbito académico, Mercado dejó una huella imborrable como dramaturgo y director de teatro. Sus obras teatrales, como «Los Seres Anónimos» y «El Baile de los Bastardos«, revelan su habilidad para explorar la complejidad humana con aguda perspicacia.

El legado literario de Mercado se manifiesta en una prolífica lista de publicaciones. Desde su incursión en la década de 1960 con «Réquiem por un negrito«, hasta su última obra «Anatomía del Regreso» en 2021, su poesía y prosa han cautivado a lectores con títulos como «El cielo que me tienes Prometido«, «Árbol de Levas» y «La Casa del Conde«. Su narrativa se teje con un lenguaje poético que revela una profunda conexión con la realidad.

El 11 de junio de 2021, José Ramón Mercado partió, dejando un vacío en la literatura colombiana. Su legado perdura en cada página de sus obras, demostrando que su voz sigue resonando, desafiando el tiempo y enriqueciendo el panorama literario con su visión única y profunda del mundo.

Cuando pasa la ráfaga

Dios sabe del cansancio que instila la guerra
El poema que queremos y que repetimos
La angustia como cuervo que grazna
Cuando pasa la ráfaga de la guerra
La voz arrastrada de la metralla
Que deja sin oficio al zapatero que cose los días
La piltrafa del basuriego de la calle
La carreta más pesada de sus sueños
Al mulero con su tienda ambulante de espejos
A la palenquera acuchillada por el sol de sus pasos
Al lotero que naufraga en su voz
El extraño concierto de incertidumbre de la cuadra
La voz de la guerra se siente en la calle

Dios sabe del cansancio que instila la guerra

Cal viva de recuerdos

Ángeles malos o buenos que no sé
te arrojaron de mi alma.

Rafael Alberti

Sobre los hilos del alambre
del patio
suspendido del viento
—verde y fresco —
las rápitas del hijo
cuelgan
como un sueño muy tierno
Y el aire tiene
un hálito de su piel
y su aliento puro
¿e olor a limoncillo
aletea en mi mano
como una paloma
Y el recuerdo en las cosas
y el silencio
poblado de pájaros
y la muerte
en la herida del amigo
(no me explico por qué
nunca sabremos nada)
giran en las aspas del recuerdo
Y me quedo encalado
(en cierta zona del sueño)
como una pared blanca
besando al hijo
que duerme en las rodillas

Balada del forastero

Cada poeta vive la memoria de
sus ancestros

Jorge Luis Borges

Yo soy el forastero que ingresa a la ciudad
Por mis propios pasos me conozco
Soy de tan lejos como el silencio inexplicable
Como las palabras y los signos
Como la noche tambaleante
Como la tierra y la alegría que han muerto
Y la distancia de las manos que se bifurcan
Y la sazón y el pan duro que como
Y el cielo remoto que lo niega
Y el asombro que cabe en el reflejo de los charcos
Y el miedo destazado como témpano de escombro

Soy de tan lejos como el canto y los pájaros
Como la casa y el silencio y el agua que se fuga
Y el sueño y la agonía atónita
Y el cielo que sangra en contraluz
Y el sol que emigra en la última sombra del día

El regreso a la ciudad me torna forastero
En el instante justo del miedo cotidiano
Sin embargo aquí vivo sin cambiar de casa
Ni de barrio ni de música ni de talante
Soy el que abre siempre con su voz minúscula
Cada día las puertas de la ciudad
Dueño de sí mismo sin una canción antagónica

Sinfonía final del olvido

Tú me encontraras
hijo del padre
aunque viaje
a través de las ciudades
y los hombres
a través de los libros
y todos los silencios
a través de los pezones
y los besos
y las bayonetas
y los uniformes.
La imagen de tu rostro
existirá en mi olvido.
Solo la muerte es definitiva.

Plazoleta interior

La escobilla florecida presencia la cruz de la plazoleta
Los tomillos callados la garganta de piedra
El olor de matarratones en la siesta del mediodía
Las campanillas suben la colina
Atisba la piedra silenciosa de los quicios
Hay un sabor a marisma en la brisa quieta
Al pie de la colina está la ciudad y sus voces
-Solitaria como un pájaro muerto en el aire-
Los techos rojizos y la cruz del tiempo agonizan
La iglesia roza el cielo desde lejos
Y la luz violeta de cada tarde que huye
Corta el canto de los sangretoros de regreso
La cruz huele a rosa quemada cada tarde

El viento es una letanía misteriosa
De antiguos amores suspendidos en el tiempo

Canción para iniciar el verano

Gotea el verano
(la música del viento)
Y los pájaros rompen la brisa
y se hunden mis raíces en la tierra
Gotea el verano
(una desolación total)
y los cuerpos jadean tumbados
(frente al mar)
Gotea el verano
(un raudal de vientos arruinados)
y los pájaros emigran
contra el viento
Gotea el verano
(un sol de silencio)
y van cayendo los pájaros
sobre el gris del mar
Y los vientos
y el yodo
y la desolación
y la música del viento
giran en los laberintos de la luz
Los pájaros emigran
y se hunden mis raíces frente al mar

Espejo

Los niños
miran su rostro
en el espejo
del charco
y tiembla la imagen
turbia del futuro