Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Juan Felipe Robledo

Juan Felipe Robledo es un destacado poeta y ensayista colombiano, nacido en Medellín en 1968. Graduado de la Universidad Javeriana de Bogotá, donde posteriormente se convirtió en profesor de literatura del Siglo de Oro Español. Pertenece a la generación de poetas que transita del siglo XX al XXI, renovando la tradición poética con una visión y lenguaje abiertos a las exigencias de la modernidad literaria. Sus publicaciones y estudios críticos se centran en figuras como Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, San Juan de la Cruz, el Romancero Español, Rubén Darío y otros poetas contemporáneos.

Obras destacadas incluyen «De mañana» (2000), «La música de las horas» (2002), «Luz en lo alto» (Antología, 2007) y «Dibujando un mapa en la noche» (2009). Ha sido galardonado con el Premio Internacional de poesía Jaime Sabines (México, 1999) y el Premio Nacional de poesía del Ministerio de Cultura de Bogotá (2001). Su obra se ha difundido en periódicos y revistas de Hispanoamérica y Colombia, además de ser traducida parcialmente al inglés, portugués e italiano. Su influencia en la literatura contemporánea es reconocida y celebrada en el ámbito literario hispanohablante.

Nos debemos al alba

Traicionar las palabras,
canjear su peso, su color,
en el sucio mercado de los días
es acto que nos llena de muerte
y ceniza y vago afán.
Ha de ser castigado
con el hierro, la soledad,
el tedio y la miseria.
Nos debemos al alba,
plateros, a la dicha,
y al canto y al remo
y al ensueño trazado en la garganta
y a mañanas sin prisa
en las orillas de un mar que ya no es.
Porque al final todo es olvido
para quien al tráfago su sangre dona,
a la parla chi suona
y a conversaciones con tontos
y mercachifles,
y comete delitos en descampado
con las pequeñas,
las terribles y mansas
y arteras palabras.

Aguardando la muerte

Ha vivido sin dirección por años,
sólo lo impulsa el extraño deseo
que todo lo transforma y lo confunde.
El tiempo en el que está, en el que ha sido,
ese privilegiado hogar para asesinos,
lo envuelve de miseria, espantos, duelos.
A su lado otros cercados corazones
pasean sin dejarle otra cosa
que un desesperanzado toque de color
o una voz disuelta en la alharaca de otras voces,
o un dibujo en una servilleta caída,
o un cuchillo lleno de muescas
(sucio e inservible) o una estampilla
para una carta que nunca se escribió.

Ha vivido sin dirección por años,
no ha detenido nunca la marcha,
trastabillando a cada paso,
pervirtiendo la íntima historia
con balbuceos de borracho
y excusas tontas y alegrías nimias.
Correr en la brisa parece su sino
pero la brisa se detiene ahora
en sus cabellos, recordándole
la corta estancia bajo el cielo,
los plazos y el ímpetu perdidos.
No halla grandeza en el fin,
sólo desdicha y oscura caída.
Hay miedo en sus pupilas,
se le traban en la garganta sollozos
y sabe que, en verdad, es un cobarde.
¿Por qué nadie le dio el óbolo,
la moneda de plata para el cansado barquero,
el valor de cruzar sin volver la mirada?

No escribiré un testamento

No habrá cajas funerales que entorpezcan la tarde,
cardúmenes de ballenas no despedirán el túmulo de mi olvido.
Hace tiempo pensaba que las cosas habrían de ser luminoso encanto,
pero la hierba y el jardín de los domingos están revueltos.
En los pies adoloridos se hospeda la cansada vida
y el acero puede atravesar la dermis sin hacerla sangrar.
Los lentos e imprecisos momentos que fui malgastando
no van a cambiar a nadie. Abrazamos el día
y en él nos refugiamos, condenando el tedio que se nos cuela.
¡Qué bueno será dejarse ver cerca del río,
en la corriente descubrir el sitio de lo imprevisto,
el apalancado dominio de la muerte en la brisa,
y que el oso parco nos pesque como a salmones torpes!

DESEOS PARA LOS CAMINANTES

Márcalos, márcalos,
en los días rubios que no quieren terminar,
en los sueños que no fueron iluminados por junio,
a los dueños de los números y las centellas márcalos en la frente,
mientras balancean sus manos con torpeza y no se atreven a decir nada
en la tarde blanca de la inanidad.

Que esa marca sea una tortura y un llamado,
permitiendo que las tiernas palabras que les dieron fuerza no sean
en vano,
haz que sus noches conozcan la desesperación,
y que sus manos acaricien el rostro de muchachas querendonas.

No olvides que hay desidia en sus actos,
que la lujuria los lleva a corredores oscuros,
y que las cáscaras de limón que mordieron con brutalidad todavía están
tiradas en la tierra de un jardín fragante.

Perdona sus yerros de tontarrones útiles,
excúsalos por balbucear al salir de casa,
no los dejes caer en la sucia envidia,
y regálales un crepúsculo sin remordimientos.

Muchacha del baño público

Seguramente no veré con estos ojos mortales
la historia de esta muchacha que imagino clara y afectuosa.
Seguramente sonreirá con descaro
y tocará las espaldas de los que esperan frente a la estación.
Habría deseado contemplar
su lento detenerse en callejuelas
y la forma como se prende de la solapa de un marino.
Nada de esto conoceré, no podré disfrutar un estofado

de pescado junto a ella contemplando el undoso río.
Sin embargo, parece que la conozco de siempre
cuando imagino esta tarde el regreso a casa
(deteniéndome por dulces y pan y miel)
para intentar convocar su cuerpo, su presencia
de bailarina a destiempo,
de amiga entre abrojos.

Palabra que no dice

No dice la palabra,
no dice como lo hace quien dice:
“No tengo dinero, no hay para una limosna”,
la callada palabra no dice hoy: “Me debes”,
y que no diga es una bendición.

La palabra no dice, no canta en el centro del plató,
la palabra está sola, limpia su cara y se atusa el bigote,
está ahí, gordita, esperando para entrar en el baño.

La palabra salterio, la fantasiosa, la inteligente y estentórea,
no nos ha concedido una cita, no se muestra para nosotros.
Adormilados, acariciamos sin ganas la palabra cotidiana
y ésta sí nos cobija, cómo nos quiere sin que lo notemos.

La palabra cocina un potaje de amor
y es mamá regresando de comprar pastelitos para su amado perro negro,
nuestra ropa dejada a merced de la espuma en un platón con agua,
el tenedor que se enredó en las sábanas,
la mancha asimilada a un rostro en la ventana.

Ésta, la palabra que no exorna un yelmo
y es aceite turbio en el mesón de la cocina
y telaraña en el descansillo de una escalera
y trepidación de un insecto en medio de la noche,
esa llave que nada abre y conservamos por si acaso
es, ahora, la palabra.

(Pequeña camarada que aprende con nosotros a contar el tiempo,
a dividirlo y multiplicarlo y sumarlo y restarlo de lo que nos queda).

Luz en la tarde

Para Álvaro, mi hermano

Por la imagen que para ti no tuve,
por esa manía vieja de querer un tiempo sin olvido,
me siento en esta mesa
e invento atardeceres de violencia
y rumores lejanos de otro día
(mi mamá llamándome a almorzar
cuando Matías Sandorf dejaba el puerto).
Salgo a dar una vuelta de amigos por el parque
y estoy tranquilo con el destino que me ha sido dado.
Miro más allá de la ventana y soy alegre y digno
y estoy pleno de mí mismo
al recordar a Leonardo
pintando cabritos cerca del Arno.

Se acepta la propia condición

No es arriba, en el cielo, donde encontraremos nuestro destino,
no es abajo tampoco, porque allí nuestros pies encontrarán el polvo,
no entre adelfas o nomeolvides hallaremos reposo,
no habrá pausa en el tiempo de los días álgidos,
no hallaremos consuelo en el roto corazón.

No, no hay ánimo para irse de fiesta
ni efemérides para celebrar,
permanecemos con el espinazo quebrado bajo las lámparas.
y no descubriremos un sitio más cómodo.

Viajamos en medio del espanto, padres de gemidos que no se oirán en la brisa,
y no somos sino días cegados
y ponientes que se doblan y mañanas para nada
y delirios de un ayer que tampoco fue mejor.