Poetas

Poesía de Estados Unidos

Poemas de Henry Wadsworth Longfellow

Henry Wadsworth Longfellow (27 de febrero de 1807 – 24 de marzo de 1882) fue un ilustre poeta estadounidense que dejó una profunda huella en la literatura de su país y más allá. Longfellow es ampliamente reconocido por su prolífica producción poética, con obras que aún perduran en el imaginario colectivo. Sus versos, ricos en emoción y narrativa, capturan la esencia de la vida cotidiana y las complejidades de las relaciones humanas.

Nacido en Portland, Maine, en una casa histórica que contaba con vínculos directos con la Guerra de Independencia de los Estados Unidos, Longfellow provenía de una familia arraigada en la historia de la nación. Su padre era un abogado y su abuelo materno un general que combatió durante la Guerra de la Independencia. A través de su ascendencia, Longfellow estaba conectado con los primeros peregrinos que llegaron a América en el Mayflower, lo que aporta una rica perspectiva histórica a su obra literaria.

Desde una edad temprana, Longfellow demostró un gran amor por la lectura y la escritura. A los seis años, ya era capaz de leer y escribir con destreza, y esta pasión lo llevó a estudiar en la academia privada de Portland y más tarde a inscribirse en el prestigioso Bowdoin College en Brunswick, Maine. En Bowdoin, hizo amistad con Nathaniel Hawthorne, el reconocido novelista, y esta relación duraría toda la vida, influyendo en sus carreras literarias respectivas.

Longfellow rápidamente destacó en sus estudios y se convirtió en un erudito latinista, una habilidad que luego utilizaría en sus obras. Su madre, reconocida por su influencia en su educación, lo alentó a leer clásicos de la literatura, incluyendo obras como «Robinson Crusoe» de Daniel Defoe y «Don Quijote» de Miguel de Cervantes.

Después de graduarse de Bowdoin College en 1825, Longfellow recibió una oferta para enseñar francés y español en la Universidad de Harvard, lo que lo llevó a un viaje educativo por Europa entre 1826 y 1829. Durante este tiempo, perfeccionó su conocimiento de varios idiomas y desarrolló una profunda apreciación por la literatura europea, especialmente la española. Esta experiencia influenciaría sus futuros escritos.

A su regreso a los Estados Unidos, Longfellow asumió su puesto en Harvard y se convirtió en el primer profesor de lenguas modernas de la universidad. Durante su tiempo en Harvard, también se dedicó a la traducción y escribió libros de texto en varios idiomas.

Su primera esposa, Mary Storer Potter, murió trágicamente en 1835 después de un aborto espontáneo, lo que marcó un momento doloroso en su vida. Posteriormente, Longfellow se casó con Frances «Fanny» Appleton y tuvieron seis hijos.

Longfellow es recordado no solo por su poesía sino también por su destacada labor como hispanista y traductor. Realizó la primera traducción estadounidense de la «Divina Comedia» de Dante Alighieri y las «Coplas a la muerte de su padre» de Jorge Manrique, contribuyendo así a la difusión de la literatura europea en América.

Uno de los trabajos más reconocidos de Longfellow es «The Song of Hiawatha,» una epopeya poética que se inspira en las leyendas nativas americanas, y que influyó en la creación de una mitología americana propia. También escribió «Paul Revere’s Ride» y «Évangéline,» que continúan siendo leídos y admirados hasta el día de hoy.

Sin embargo, la vida de Longfellow también estuvo marcada por la tragedia. La muerte de su esposa Fanny, a causa de un accidente, sumió al poeta en una profunda aflicción y dejó una impresión indeleble en su obra. Longfellow se retiró de Harvard en 1854 y se dedicó por completo a la escritura, dejando un legado literario que continúa inspirando a generaciones de lectores y poetas.

Henry Wadsworth Longfellow falleció el 24 de marzo de 1882 y está enterrado en el Cementerio del Monte Auburn en Cambridge, Massachusetts. Su contribución a la literatura estadounidense es incalculable, y su poesía, con su estilo claro y emotivo, sigue siendo apreciada por su capacidad para reflejar las experiencias humanas universales y la riqueza de la historia de su país. Su hogar en Cambridge, el Sitio Histórico-Nacional de Longfellow, es un testimonio perdurable de su legado literario y cultural. Longfellow continúa siendo uno de los más distinguidos poetas de la historia literaria de Estados Unidos.

El día acabó

El día acabó: negro velo
se desploma de alas nocturnas,
como pluma que se derrumba
de un águila en su vuelo.

Veo la luz del poblado
brillar en la lluvia y la niebla,
y una congoja me arredra
que no puedo hacer a un lado:

Tristeza y melancolía
que no llegan al dolor,
y semejan la aflicción
cual lo hacen bruma y neblina.

Ven y léeme poesías,
simples y amables piezas
que apacigüen mis tristezas
y borren los males del día.

No de los grandes maestros,
ni de los bardos sublimes,
cuyos pasos, sin declive,
reverberan en el tiempo.

Pues cual marchas militares
sugieren sus grandes ideas
sólo esfuerzos y tareas;
y hoy yo no quiero pesares.

Lee un poeta humilde,
cuyo son, de íntimo fuero,
irrumpió como aguacero
o como lágrimas tristes;

quien en laboriosos días
y noches sin serenidad
en su alma aún oía
melodías de la eternidad.

Tales cantos solaz son
para la humana inquietud,
y portan la beatitud
que porta la bendición.

Lee del tomo precioso
el poema que tú quieras,
y confíale al poeta
tu tono tan delicioso.

Y música habrá en la noche,
y las diarias turbaciones,
como árabes, siempre nómades,
partirán sin un reproche.

CONSUELO

¡Pobres seres caídos y que el dolor tortura,
Almas atribuladas que el llanto aquilató,
Tras vuestras largas horas de duelo y de amargura
Encontraréis el bálsamo de un saludable amor.

Con nadie el infortunio se ensaña hasta el extremo
Que al bien de la esperanza le fuerce á renunciar;
Tal vez en los momentos de su dolor supremo,
Le extenderá solícita sus brazos la amistad.

Tal vez encuentre entonces un generoso amigo,
Que venga la desgracia con él á compartir,
Y con los ojos húmedos le diga enternecido:
«¿Cómo has podido, solo, tanto dolor sufrir?»

LOS NIÑOS

Venid, buenos amiguitos;
Cuando escucho vuestros gritos,
Cuando miro vuestro juego,
Mis pesares huyen luégo.

Pues me abrís gentil ventana,
Y á la luz de la mañana
Miro el agua cristalina
Y la inquieta golondrina.

Vuestras almas inocentes
Tienen pájaros y fuentes;
Vuestros libres pensamientos
Son cual ondas, son cual vientos.

En vosotros todo es canto,
Todo es luz; gozad, entanto
Que mi helado invierno empieza;
Ya es de nieve mi cabeza.

Sin vosotros, pequeñuelos
Mensajeros de los cielos,
¿Cuán estéril, cuán sombría
La existencia no sería?

Sois cual hojas que al anciano
Bosque dan verdor lozano,
Y en los aires se remecen,
Beben luz, y resplandecen.

Venid, niños bendecidos;
Quedo, quedo en mis oídos
Susurrad lo que süaves
Os contaron brisas y aves.

Vuestra atmósfera supera
A la misma primavera
De los campos, con sus flores
Y sus blandos ruiseñores.

Con vosotros comparadas
Poco valen las baladas,
Las poéticas leyendas,
Las ficciones estupendas.

Que la historia es sombra incierta,
Y los libros letra muerta;
Vuestra candida alegría
Es viviente poesía.

Días oscuros

Oscuro está el tiempo, la tarde está fría;
La lluvia me azota y el cierzo á porfía.
La vid aun al césped marchito se adhiere,
Mas llévase el viento la hoja que muere:
Y oscuro está el tiempo, la tarde está fría.

Declinan los años, la vida se enfría;
La lluvia me azota y el cierzo á porfía:
A glorias que fueron se adhiere la mente,
Mas barre esperanzas un soplo inclemente;
Declinan los años, la vida se enfría.

No, empero, desmayes; ¡alienta, alma mía!
El sol de repente sus rayos envía
Después que una nube robó su presencia.
Hombre eres; y es fuerza que en toda existencia
Lluvioso á las veces y oscuro esté el día.

El himno de la vida

Plañidero no me cantes:
«Sueño es vano la existencia;
Las imágenes engañan,
«Como muerto está el que sueña.»

Vida cierta aquí vivimos,
No es la tumba nuestra meta;
¡Polvo vil, al polvo torna!
Contra el alma no es sentencia,

No es misión ni fin del hombre
El placer ni la tristeza;
Sí el trabajo, y que otro día
Que otro paso dimos, vea.

Largo el Arte, el Tiempo breve.
¿Corazón que fuerte alienta,
Tambor sordo, marcha fúnebre
Redoblando irá á la huesa?

En el campo de batalla
Del vivir, no el hombre sea
Muda res bajo el cayado,
Sino el héroe de la oruerra.

No el Futuro te fascine,
El Pasado muerto deja;
Trabajando en el Presente
Ten valor, y en Dios espera.

De hombres grandes las historias
A ser grandes nos enseñan,
Y á dejar también del tiempo
Nuestros pasos en la arena.

Y ese rastro en el desierto,
Quien perdido ya se crea,
Mirará, y á la obra santa
Volverá con fuerzas nuevas.

¡Ea! ¡Todos al trabajo
Sin desánimo ni tregua!
¡Veteranos de la vida,
Arma al brazo, y á la brecha!

EL HOGAR

¡Cuán dichoso el afecto que se esconde!
Quédate, corazón, en tu lugar:
Nunca la dicha á la inquietud responde
De almas que corren sin saber á dónde;
Vale más el reposo del hogar.

Para ellas nunca hay paz: en su extravío
Cruzan de Oriente á Ocaso, tierra y mar,
Siempre barridas por el viento impío
Que alza la duda en el desierto frío;
Vale más el reposo del hogar.
¡Goza en la sombra, corazón! Sin duelo
Descansa el ave en el nativo alar,
Y siempre halcón traidor amaga el vuelo
De las que vagan por el alto cielo;
Vale más el reposo del hogar.

Evangelina

En esta tierra plácida que baña
El Delawér, y que á la dulce sombra
De alta floresta y pastoral cabaña
A Penn, su apóstol, reverente nombra:
Allí de la fructífera campaña
Sobre la igual, terciopelada alfombra,
La ciudad que él fundó marca su huella
Y del río á las márgenes descuella.

Sus calles repercuten todavía
Los nombres de sus árboles frondosos,
Como ansiando aplacar con su armonía
Las dríadas y silfos nemorosos
Que vieron con enojo el hacha impía
Invadir sus retretes misteriosos;
Y allí el aura es fragancia, y la hermosura
En el pérsico ve su imagen pura.

Arrojó en esta playa el Océano
A Evangelina, huérfana y proscrita,
Y si patria y hogar le hurtó el tirano,
Aquí otra patria con amor la invita.
René Leblanc, el venerable anciano,
Reposó aquí su dilatada cuita,
Y de cien descendientes, uno apenas
Vió en torno suyo al rematar sus penas.

Para su amiga en Filadelfia había
Algo que hablaba al corazón siquiera.
Algo que murmurarle parecía:
«Entre nosotros no eres extranjera.»
Y el cuácaro tutear que en torno oía
Le recordaba aquella paz primera,
Aquel Edén de iguales y de hermanos,
Arcadia realizada entre cristianos.

Así, cuando por fin cesó en el mundo
Esa persecución que nunca alcanza
Su objeto; aquel afán ciego, infecundo;
Ese loco esperar sin esperanza:
Entonces, sofocando en lo profundo
Del corazón la impía desconfianza,
Volvióse aquí, como hacia el sol las hojas,
Aquella alma en tinieblas y congojas.

Igual se ve desde eminente cumbre
Plegarse y disiparse el cortinaje
De niebla matinal, y entre áurea lumbre
Ir surgiendo el magnífico paisaje:
Roja ciudad de innúmera techumbre.
Quintas y aldeas como suelto encaje,
Y, entrelazando hogares y plantíos,
Caminos de oro y plateados ríos:

Así también se disipó en su mente
La neblina falaz que la distrajo,
Y hoy al sol del amor resplandeciente
Ve el mundo inmenso dilatarse abajo.
El sendero asperísimo y pendiente
Que entre angustias y lágrimas la trajo,
Perdió con la distancia sus fragores,
Y es ya una calle de arbolado y flores.

Gabriel no ha muerto, vive en su alma: en ella
Su imagen brilla sin cesar, vestida
De amor y juventud: dos veces bella,
En flor de corazón y en flor de vida:
Cual lo vio última vez la fiel doncella
Extático en ardiente despedida,
Y más perfecto aún; que hoy lo acrisola
De eterna ausencia fúnebre aureola.

El tiempo no entra en su memoria: en vano
Los años, aunque lentos, se suceden:
No han de cambiarlo en su tesón profano;
Transfigurarlo solamente pueden.
Para Gabriel no existe aquel tirano
De quien olvido y desamor proceden.
Él ya no es un ausente: es como un muerto
Que al fin la mar depositó en su puerto.

Dulce paciencia, abnegación constante,
Consagración activa al bien ajeno,
Hé aquí lo que esa mártir anhelante
Leyó escrito en las llagas de su seno.
Así va á difundirse en adelante
Aquel amor de que rebosa lleno,
Cual rica especia embalsamando el viento
Sin perder su fragancia al dar su aliento.

Roto de la esperanza el frágil vaso,
Y todo anhelo terrenal proscrito,
Sólo ansia ya con reverente paso
Seguir las huellas de Jesús bendito;
Reanima el cuerpo quebrantado y laso
Templándolo en el piélago infinito
De la divina caridad, y ufana
Ciñe el cordón humilde de la Hermana.

Meses y años enteros se deslizan
Viéndola infatigable en su tarea;
¡Cuánta llaga esas manos cicatrizan!
¡Cuánta miseria incógnita rastrea!
Por callejuelas que á hombres horrorizan
De puerta en puerta sin temor golpea,
Y para cada mal lleva consigo
Pan, luz, remedio, estímulo y abrigo.

Noche tras noche, cuando duerme el mundo,
Y ruedan por las calles desoladas,
Entre ráfagas de aire gemebundo,
Las voces del sereno acostumbradas;
A tiempo que él anuncia aquel profundo
Sueño, y la paz y la quietud guardadas,
Tal vez divisa en mísera buhardilla
Velando algún dolor su lamparilla.

Y día tras día el alemán labriego,
Al entrar paso á paso con la aurora
Rodando el carretón aldeaniego
Colmado en frutos de Pomona y Flora;
Cuando sus gritos turban el sosiego
Del arrabal que aun duerme en esa hora,
Ve que á su claustro vuelve entonces ella,
Pálida de velar, mas siempre bella.

Excelsior

Llega de noche á una aldea
Del Alpe, un joven; flamea
En la bandeja que empina
Esta cifra peregrina:
¡Excelsior!

Triste su faz; su mirada
Brilla cual desnuda espada;
Su voz de clarín el viento
Hiere con extraño acento:
¡Excelsior!

Hogares dichosos mira,
Donde gozo el fuego inspira:
Fantasmas la noche oscura
Fíngele en torno; y murmura:
¡Excelsior!

Dícele un viejo: «¡Detente!
¡Desbordado va el torrente,
Cerca la tormenta brama!»
Y él, con nuevo aliento, exclama:
¡Excelsior!

«Tu frente en mi seno posa,»
Ruégale doncella hermosa;
Fugaz lágrima reluce
En su ojo azul, y balbuce:
¡Excelsior!

Adelantándose al día
Su oración renuevan pía
Los monjes de San Bernardo,
y aun grita el doncel gallardo:
¡Excelsior!

Fiel mastín al joven yerto
Halló, de nieve cubierto;
La mano del infelice
Aferra el pendón que dice:
¡Excelsior!

Hermoso yace, aunque inerte,
A la luz que el alba vierte,
Y esta voz cual meteoro
Baja del celeste coro,
¡Excelsior!

Marte

Lenta se avanza la Noche
Con gran silencio, y la luna
Pálida en el dorabo etéreo
Su menguada faz oculta.

Sola la luz de los astros
Cielo y tierra fría alumbra,
Y Marte, el rojo planeta,
Lugar preeminente ocupa.

¿Es del amor y los sueños
Ese el astro por ventura?
No; que armado un héroe brilla
Tras esa tienda cerúlea.

Cuando mis ojos contemplan
En la soledad nocturna,
Suspensa en el éter vago
Tu centellante armadura.

¡Numen del valor sereno!
Entiendo tus señas mudas,
Siento que mis fuerzas crecen,
Cesa el afán que me turba.

Sola la luz de los astros
Fría mi espíritu alumbra,
Y Marte, el rojo planeta,
Lugar preeminente ocupa.

Él, con la calma que inspira,
Me domina y me subyuga,
Como símbolo de firme
Voluntad que calla y triunfa.

¡Oh, tú, quienquiera que seas
Que este mi cantar escuchas,
Si tus bellas esperanzas
Viste morir una á una,

Cobra el ánimo perdido,
Vuelve esforzado á la lucha.
¡Gloria al hombre que combate
Siempre, y no desmaya nunca!

Un rayo de sol

Este es el sitio. ¡Mi corcel, detente!
Déjame repasar la misma escena,
Y el recuerdo evocar con honda pena.
De la mujer que fué.
Júntanse aquí el pasado y el presente.
Del tiempo separados por el vuelo,
Cual las huellas que oculta el arroyuelo,
Y á ambos lados se ven.

¡Venid, recuerdos, mi único recreo!…
¡Ah! la gramosa calle ya distingo
Que al ara santa aquel feliz domingo
Nos condujo á los dos.
La inquieta sombra de los tilos veo
Acariciando la menuda grama.
¡Ay! tú pasabas entre sombra y rama
Como etérea visión.

Blancas cual la azucena eran tus ropas,
Como ella casta y pura tu alma era;
Parecías, graciosa mensajera,
Del cielo descender.
Con ternura los árboles sus copas
Doblaban por besar tu ebúrnea frente,
Y el pudoroso trébol reverente
Te acariciaba el pie.

«¡Dormid, dormid en este santo día
Angustias y cuidados mundanales!»
El coro canta. Armónicos raudales
Ascienden hasta Dios.
El sol por la entreabierta celosía
Un rayo vierte en la extendida sala
Que el polvo dora, y la soñada escala
Semeja de Jacob.

El viento perfumado á cada instante
Besa y agita con su soplo blando
Las páginas del libro venerando
Que está sobre el altar.
Largo tiempo la voz edificante
Del ministro sonó; mas un momento
Fué para mí, que á ti mi pensamiento
Se ligaba tenaz.

Así también la férvida plegaria
Que él y yo pronunciamos aquel día,
Pasó; que á Dios volaba el alma mía,
Mi corazón á ti.
Hoy ¡oh dolor! la tea funeraria
Alumbra sólo. El rayo aquel de öro
Se extinguió para siempre. Amargo lloro
Sucedió á aquel festín.

¡Triste recuerdo, al corazón ligado
Con mil raíces! Cual el alto pino
El sol aparta y gime de contino
Su eterna soledad.
Mas su memoria brilla en lo pasado
Como el luciente sol brilla á lo lejos,
Cuando nube que envidia sus reflejos
Nos oculta su faz.