Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Nicolás Suescún

Nicolás Suescún Peña (1937-2017) emerge como una figura polifacética en el panorama literario colombiano, destacando como escritor, artista y pensador vanguardista. Su pluma se erige como un puente entre la realidad tangible y el mundo de los sueños, fusionando la poesía, la narrativa y el ingenio visual de sus sarcásticos collages.

Nacido en Bogotá, Suescún exploró territorios literarios y artísticos más allá de las fronteras, adelantando estudios en Estados Unidos y Francia. Su mente inquieta y creativa encontró expresión en diversas formas: desde la dirección de la influyente revista Eco hasta su labor como traductor, periodista y diseñador gráfico.

Sus collages, impregnados de una aguda crítica social y un ingenio mordaz, ilustraron sus escritos en revistas y exposiciones internacionales, revelando una perspectiva única sobre las realidades sociales y políticas de su época.

Como escritor, Suescún dejó un legado literario diverso y profundo. Desde sus primeros cuentos en «El retorno a casa» hasta su obra emblemática «Los cuadernos de N«, su narrativa exploró las complejidades de la condición humana con una mezcla de ironía y profundidad.

En el ámbito poético, Suescún cautivó con colecciones como «La vida es» y «Jamás tantos muertos y otros poemas«, donde su voz resonaba con una sinceridad descarnada y una sensibilidad única hacia el dolor y la belleza del mundo.

Con una obra que trasciende géneros y fronteras, Nicolás Suescún Peña se erige como un faro de creatividad y disidencia en la literatura colombiana, su legado perdura en la memoria colectiva y sigue inspirando a nuevas generaciones de escritores y artistas.

Infancia

El mar, inmenso, azul,
profunda tumba de piratas y tesoros,
estaba allá muy lejos
detrás de las montañas.
Era una ausencia.

Los ríos, también, eran grandes ausentes:
sus aguas bajo la tierra
corrían espesas y oscuras,
arrastrando desperdicios,
y la belleza también se escondía,
rara vez salía a la calle
pero a veces a veces se asomaba con el sol en el patio
o en los ojos del gato,
y los viajes tenían que ser imaginarios,
pobres ensueños tibios en los fríos rincones
donde empezaban los caminos,
así que todo viaje era un proyecto,
todo proyecto un viaje secreto, inconfesable,
y los potreros donde jugaba fútbol
se iban llenando de casas:
había que caminar mucho
donde no hubiera extraños.

El camino de la escuela a la casa:
ese simulacro de la Odisea.

El Negador

¿Por qué? se pregunta
y no encuentra respuesta
los signos de interrogación desaparecen
y la negación lo absorbe,
y se hunde, se ahoga
y vuela al mismo tiempo.
Absurdo preguntar por qué,
es sólo un ahogado
que vuela por el aire
en un delirio de escepticismo
así que no vale la pena preguntar,
es preferible negar
negar porque sí y porque no,
negar que se puede preguntar,
negar que se puede responder,
negar por negar,
negar el ayer, negar el mañana
negar el hoy también.
pero jamás el yo,
Para poder negar hasta siempre jamás.

Ocaso familiar

Aquí estamos
durmiendo, hablando,
y hasta contradiciendo a mamá,
mientras las moscas tapan
el sucio mantel sobre la mesa
y los fantasmas de la familia
nos despiertan de noche
con despiadadas intenciones de exterminio.

A la sombra del naranjo no volverá a dormir.
Tumbaron la casa
y el olor del árbol desapareció
bajo el polvo de los muros.

Y mientras ella dice
que han cambiado los tiempos
nosotros no notamos el paso de los años,
igual ayer que hoy para nosotros,
igual nosotros ante el espejo roto,
igual hermana a hermano,
igual cada uno en sí mismo, día tras día.

Y nosotros que no recordamos el naranjo,
le llevamos la contraria
mientras las moscas se llevan el azúcar.

Los antepasados

Las proclamas de algún tatarabuelo
deben de andar por mi sangre
trastocadas en poemas,
igual que la nariz de la hermana
de las madres de sus padres,
o la terquedad de ese ancestro
remoto y rústico, ignorante,
que se quemó las manos en el fuego,
o la furia de ese remero oscuro,
esclavo en una galera en que viajó Virgilio,
o la falaz sonrisa de algún inquisidor
ante una pira en la que ardía una bruja.
De estas cosas, y de otras incontables,
nadie se puede librar, aunque lo quiera.

Domingo

Empezó este domingo con campanas y luz
y el vacío de siempre entre la gente y yo
y yo
«inabarcable» que se hace de pronto que se hace de pronto
o que hago en torno a mí para esconderme.
Y ahora, a mediodía, y con este calor,
siento un frío de muerte.

Anoche también sentí la muerte
al mismo tiempo que la vida,
mi sangre corriendo en otras venas,
mis venas sin una sola gota.
Siento mi corazón que vuelve y se va,
oigo voces que vienen y se van,
siento la muerte y despierto de golpe,
la luz me hace visible, sólido.

A veces nos ponemos como cubos de hielo
y nos vamos derritiendo poco a poco,
hasta que todo esto sea
como si nada hubiera sido
—¡es que en el trópico también hace frío!

Una beata

Lenta, sofocada, se apoya en los muros,
se para aquí y allá para tomar aliento.

Dos cuadras le llevan una hora
del cuartucho a la iglesia,
una hora se le va en dos cuadras
de la iglesia al cuartucho.

Entre santos de papel y santos de argamasa
balbucea plegarias, practica la Esperanza
y el Espíritu Santo la consuela,
el Sagrado corazón le guía los pasos,
la Santísima Virgen intercede por ella,
y el mismo Jesús lindo a veces la visita.

El pasado

¿Qué había entonces en los rincones, en las sombras,
qué mágicas imágenes sacadas de los libros y del cine?

Los desiertos, los jadeantes, sudorosos caballos,
los ejércitos derrotados, las huestes victoriosas,
los tiranos, los héroes y los mártires,
la gloria, la libertad, el amor,
la conquista de tierras extrañas y remotas,
las noches frescas bajo la luna llena
en el Taj Majal con la mujer más bella,
y la vida, inmensa, se desplegaba como un mar
de fondo tranquilo, azul y transparente.

Y yo no era distinto, pero era un niño,
míos eran los largos días para soñar,
y mías las noches para temer el mal,
las alas de una negra mariposa
que abrían una puerta
hacia la oscuridad incomprensible.

Jamás tantos muertos

Para Fernando Rendón

Jamás tantos muertos
rondaron la casa de los vivos,
jamás tantos vivos
rondaron la casa de los muertos.

Nunca se oyeron tantas voces,
nunca tanto silencio,
nunca se fue al traste tanta cosa
y se pudo más y se hizo menos.

Siempre es que hemos vivido tanto tiempo
que uno ya se pregunta qué sería de la tierra
sin el peso gravoso de los hombres
y qué sería de los hombres sin la tierra.

Ahora son las diez de un martes o de un muerto
y mi sangre corre, corre la de los vivos
a dieta de sopa de sangre de sabores diversos,
y huesos enlatados, cadáveres en polvo,
todo el corpus delicti de la A a la Z.

Lamento de un terrateniente

Misión cumplida,
invertido todo en finca raíz,
reposo sobre la tierra,
inversión segura,
metros y metros, todos cuadrados,
casa al borde del mar,
apartamento en Nueva York,
pisito en París,
chalet campestre al pie del páramo,
allí es más hondo el amor a la tierra
aunque sople demasiado el viento,
aunque inunde mis rosados pulmones,
aunque tiemblen mis blancas rodillas
y los frailejones canten canciones destempladas.

Es una falsa aurora,
la sonrisa morosa en el espejo,
mini población flotando en nubes de perfume,
población sobrante:
los ricos somos cada vez menos,
ni sombra de una masa,
una logia tal vez,
una secta secreta.

Y si alguien pide justicia
yo no lo oigo,
nada me apasiona,
enterrado en la tierra
¿qué puedo ver?
¿qué puedo oír?
¿qué puedo hacer?
¿qué puedo querer, fuera de tierra?
¿y será por eso que me dejo
llevar por la constelación mística?

¡Ah, sí, sólo los místicos me llenan
a mí, que vivo sin vivir en mí,
encerrado entre muros,
hundido en el concreto,
metido en los ladrillos,
encementado!
Y también en el campo de golf
cavando mi tumba
unos milímetros cada día
mientras se elevan las paredes
que me encierran.

¿Será por eso este sudor frío que me invade,
este agradable malestar que me corroe,
estas nubes de perfume que me embriagan,
esta tendencia insoslayable,
plutónica y tectónica?

O será este espejo que me engaña
en el que nunca jamás podré verme
como me vi un vez, así enterrado
como estoy, muy profundo en la tierra,
muy cerca de su candente corazón,
allí donde no llega la paloma
con su ramo de oliva.

Un hombre de mi edad

Viajo frente a un hombre de mi edad
con barba como yo pero encorvado
—sus ojos se pierden en el vacío,
viaja por un desierto territorio extraño,
su tiempo no es mi tiempo,
no soy yo quien le intereso en todo caso.

Un momento después lo observo
tomarse la cabeza entre las manos,
hurgarse las orejas, leer recortes
del Correo del Amor en alta voz
y en tono de discurso, y por último
sacar una libreta que mira página por página
y en la que escribe una palabra,
una sola palabra, de vez en cuando.

¿Qué escribe?, me pregunto entonces,
tratando de entender por qué hay desorden
en ese cuerpo que podría ser el mío,
por qué no es él quien me escudriña a mí.

Simone Weil, la “loca de amor”

Llevaba trajes negros, informes,
la chaqueta suelta y demasiado larga, las faldas anchas,
tropezaba con las mesas y las sillas,
muy pálida, no se maquillaba,
y usaba unas gafas de aro redondo de metal y gruesos lentes.
Indiferente al dolor, el cansancio, la muerte,
Estaba poseída por una locura de amor
que transformaba sus acciones, sus pensamientos.
Era una pasión tan poderosa,
una visión tan sobrecogedora de la vida
que excluía al otro, pero abrazaba a la humanidad entera.
Procuraba que sus actos fueran buenos, la acción sin provecho,
Y rechazaba las creencias supersticiosas que dan consuelo.

Ama a los obreros, ve la historia del mundo
como “la dominación de los que saben manejar las palabras
sobre los que saben manejar las cosas”.
Sí, ama a los obreros, imita su modo de vida,
en el frío invierno se niega a calentarse,
porque sabe que los obreros no pueden hacerlo,
guarda para sí el equivalente al subsidio de los huelguistas
y reparte entre ellos su pobre sueldo de profesora.
Trabaja en fábricas por corto tiempo, se agota,
quiere pertenecer a la clase de “los que no cuentan
ni contarán jamás”, pero no cae en la tentación
mayor de esta vida: no pensar como único medio de no sufrir,
y siente que el alma y el cuerpo
en aquel contacto con la desgracia, se le vuelven pedazos.
En el sufrimiento y el sacrificio encuentra la salvación,
Es una mártir de su pasión por la justicia,
siempre al lado de “los que saben luchar y sufrir”,
despreciando a los ratones de biblioteca
y a los constructores de sistemas,
a los que no saben trabajar con las manos.

Un vagabundo

Esa noche pasé por su lado otra vez
y le oí decir que nada tenía
sino el duro asfalto:
hablaba de sí mismo en tercera persona,
un largo recitado de amarguras,
ese guiñapo humano de piernas tumefactas
que dormía en la calle
a dos cuadras de mi casa,
y pintaba también a una sensual mujer
en eróticas escenas a la orilla del mar.

Eran dulces baladas de amor
cantadas por una momia chibcha,
bajo un letrero que decía
CARNETS DE SALUD
con grandes letras rojas.

Y como un bisturí, el viento de Cruz Verde
Se hundía en su cuerpo
Y ahondaba la herida de la memoria.

Los pedazos

La vida ya no tiene sentido para ella
y se le rompe el corazón, ya roto,
en más pedazos, y yo, ¿qué puedo hacer,
ya casi muerto y hablando oscuro?
Es que hay algo que me espera,
lo presiento, en la noche,
un mar silencioso o un laberinto
imaginado, sin salida.
Y hay tantas preguntas sin respuesta.
Hay tantas cabezas rotas
como piedras destrozadas en el camino,
como ideas olvidadas
y decepciones, sueños truncos.
También tengo yo roto el corazón,
y sólo ella, lo sé, pueda tal vez
recoger los pedazos uno a uno,
los suyos y los míos.

Dos

De los dos el más
alto es el más
insigne.
En sus rasgos se advierten
la prosapia y el aburrimiento,
pero yo simpatizo con el más pequeño,
el de los bigotes de alambre
el de los rasguños en las mejillas,
el de los callos en las manos,
el de la sonrisa de perro,
el de las uñas sucias,
el del reloj dañado,
el de las quejas,
el que eructa,
el que mira el suelo cuando camina,
el que estudia el techo los domingos,
el que no puede esperar porque no tiene tiempo
y sin embargo la vida se le va esperando.