Poetas

Poesía de Estados Unidos

Poemas de Daniel Berrigan

Daniel Berrigan (1921-2016) emergió como un faro de conciencia en la turbulenta marea del siglo XX estadounidense. Nacido en Virginia, Minesota, en el seno de una familia de clase obrera, su destino parecía estar marcado por las corrientes de la fe y la justicia social desde temprana edad. Hijo de Thomas Berrigan, un activo sindicalista católico, Daniel encontró en su padre y en su devoción por María, un puente hacia una vida de compromiso y servicio.

Desde su ingreso a la Compañía de Jesús en 1939, Berrigan forjó un camino que lo llevaría a ser ordenado sacerdote en 1952. Su labor como profesor de teología y estudios del Nuevo Testamento en Le Moyne College en Nueva York, pronto se entrelazó con su incipiente carrera como poeta. En 1957, su obra «Time Without Number» le valió el prestigioso Premio Lamont, anunciando su llegada como una voz poética poderosa y profunda.

Sin embargo, la pluma de Berrigan se convirtió en un arma de paz en tiempos de guerra. Junto a su hermano Philip y otros valientes, desafió el status quo participando en protestas no violentas contra la Guerra de Vietnam. Su compromiso lo llevó incluso a desafiar la ley, como lo demostró su participación en el dramático acto de resistencia conocido como «Los Nueve de Catonsville«, donde quemaron públicamente citaciones de reclutamiento usando napalm casero.

La lucha por la paz y la justicia no terminó con Vietnam para Berrigan. Continuó su activismo incansablemente, protestando contra intervenciones militares en Centroamérica, el Golfo, Kosovo, Afganistán e Irak. Pero su visión trascendió las fronteras de la guerra, abogando también por causas como los derechos humanos, la vida, y la abolición de la pena de muerte.

El movimiento Plowshares, que fundó en 1980 con su hermano y otros compañeros, fue un testimonio viviente de su compromiso con la desobediencia civil y la no violencia activa. Su incursión en una fábrica de misiles nucleares, donde vertieron sangre sobre documentos, encapsuló la esencia misma de su resistencia creativa.

A lo largo de su vida, Berrigan no solo fue un activista incansable, sino también un prolífico escritor. Desde obras teatrales como «El Juicio de los Nueve de Catonsville» hasta colecciones de poesía y ensayos, su pluma fue una herramienta para la transformación y la esperanza en un mundo marcado por el sufrimiento y la injusticia.

Los premios y reconocimientos que recibió a lo largo de su vida, como el Premio de Paz de la Liga de Resistentes a la Guerra y el Premio Papa Paul VI, son testimonio de su legado perdurable como un faro de luz en tiempos oscuros. Su vida y obra continúan inspirando a las generaciones venideras a alzar la voz por la paz y la justicia en un mundo que tanto las necesita.

Profecía

El modo en que veo el mundo es estrictamente ilegal
es decir, a través de mis ojos

es ilegal, sí;
a saber, yo vivo
como un ratero, como el sol
como la mano que esto escribe, vivo de mi ingenio

Esto no está permitido
mirar
que yo mire el mundo
y peor aún, insistir en que veo

lo que veo
—un acertijo, una furia, un arbusto en llamas

y con los cincos dedos, donde mis ojos fracasan
trazo—
con un ennegrecido pincel
en una gran hoja de envolver, negro sobre blanco
(negro por la sangre, blanco por la muerte
donde la luz desfallece)

—ese rostro que no es el mío
(y también el mío)
esa muerte que no es la mía
( y también la mía)

Esto es estrictamente ilegal
y estaré en problemas

como en algún lugar ahora, en un distrito
en un muelle, las normas
azotan con furia, escuchálas
sí, escuchá!
las fauces majestuosas
de cocodrilos envueltos en negras mortajas
las leyes
prohibiéndome
el mundo, la verdad
bajo juramento de sangre

prohibiendo, fila sobre fila
de navajas, de leyes
de molares, de dientes afilados—

esos ojos inyectados de sangre
legales, insomnes, deseando carne humana

—no permitiéndome
dejar de
sangrar

Niños en el refugio

Imagináte; tres de ellos.

Como si la supervivencia
fuera la palabra de una rata
y una muerte de rata
aguardara finalmente allí

y yo debo tener
en mis brazos
en el osario del siglo
el peso de carne y hueso

alcé al más pequeño de ellos
un niño, su rostro
empanado con arroz (su hermanita lo alimentaba
con calma mientras descendíamos)

en mis brazos engendré
en un momento de gracia, al mesías
de todas mis lágrimas. Di a luz, renacido

del infierno, a un niño de Hiroshima.

PRUEBAS PARA LA ACUSACIÓN

Las cajas de cenizas de papel
Del tamaño de ataúdes infantiles
Se trajeron en una carretilla,
Amontonadas como haces de leña
O niños después del habitual
Ataque aéreo en Hanoi.
Oí entre latidos
De Jesús y su verdugo
Las bocas de los niños maullando
Por el pecho de las mujeres asesinadas
Las manos ennegrecidas golpeando
La caja de la muerte para respirar.

Milagro

Si fuera Dios, ordenaría que una lluvia fina cayera donde pisan
los mayores, que no perecieran en ningún parto ni hijos ni madres,
allanaría las zanjas que derriban a los ciegos
errantes y los aviones de guerra caerían suavemente al suelo
como plumas.

Ni mala suerte, ni malicia ni cuchillos.
Las lágrimas, secas. Acabaría con todo
Defecto y bloqueo de la mente
Que nos vuelven locos y nos ponen en el mal.

Así que rezo, bajo
El signo del asesinato del mundo, como hijo pródigo:
¿Por qué estás en silencio?
Escúchanos por el mundo
Febriles como leones,
Enjaulados, carentes de esperanza.

Sin embargo, algo nos repara y sana.
La dulce mano de una anciana
Pasa una página del Evangelio;
Y con delicadeza prenden súbitamente las lágrimas de Cristo.

EL ROSTRO DE CRISTO

La trágica belleza de la faz de Cristo brilla en nuestros rostros;

Ancianos abandonados viven
En cuarto miserables, muy lejos de cualquier dignidad.
Fuera,
Con estrépito y a propósito, el mundo, fiero animal,
Suelta riendas por la juventud. En su interior,
Un corazón pálido y tembloroso
Duda si tendrá hogar.
Nada, apenas algo cumplido de las promesas de la vida.
¿Qué es lo que hace
De los rotos y desechados
Un circo ambulante, un cementerio para el corazón?

Cristo, el que sale al encuentro de los rotos
Por las calles y entre parques; de los mayores destemplados
‐tanto ciegos como hombres anudados,
Tanto mudos como inmigrantes‐ acoge
A todos en el nido de su Evangelio,
Recoge el tono y el grito de sus existencias.

Cuidadosamente, hace un cielo de tal imperfección
Arrasada y salvaje.
Sí, hace a todos entrar en él.