Poetas

Poesía de Colombia

Poemas de Rafael Maya

Rafael Maya, poeta, periodista, ensayista, escritor, crítico, abogado y diplomático colombiano, dejó una huella perdurable en la literatura de su país. Nacido el 21 de marzo de 1897 en Popayán, y fallecido el 22 de julio de 1980 en Bogotá, Maya fue galardonado con el Premio Nacional de Poesía en 1972 por su destacada obra poética y contribuyó significativamente al estudio y difusión de la literatura colombiana.

Desde su infancia y juventud, Rafael Maya estuvo inmerso en un entorno familiar culto e ilustrado. Su padre, Tomás Maya Manzano, pedagogo y hombre de letras, desempeñó un papel fundamental en su formación literaria. Por su parte, su madre, Laura Ramírez Caicedo, provenía de una distinguida familia caucana.

Los primeros años de estudio de Rafael Maya transcurrieron en el Seminario Menor de Popayán, dirigido por los sacerdotes lazaristas, una destacada comunidad europea. Fue allí donde tuvo la oportunidad de familiarizarse con los clásicos latinos, especialmente con la obra de Virgilio, y con los modernistas hispanoamericanos como Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reissig, y Rubén Darío.

En 1914, ingresó a la Universidad del Cauca, donde comenzó su carrera en Derecho. Ese mismo año, publicó sus primeros poemas en la revista Liras Hermanas. En 1916, ganó un concurso literario con siete sonetos titulados «Mártires», dedicados a los héroes de la independencia.

En 1917, se trasladó a Bogotá para continuar sus estudios de derecho en la Universidad Nacional. Fue allí donde conoció a otros jóvenes intelectuales que influirían en su trayectoria literaria, entre ellos Rafael Bernal Jiménez, Germán Arciniegas, León de Greiff y José Umaña Bernal.

Maya se integró al grupo de escritores que fundaron la revista Los Nuevos en 1925, una publicación de gran importancia en el siglo XX colombiano que reunió a poetas, periodistas, ensayistas y críticos con diversas tendencias estéticas e ideológicas.

Como poeta, Rafael Maya se destacó como un ferviente defensor del verso libre y exploró temas como el amor, la naturaleza, el tiempo, la muerte y la patria. Su obra poética se caracteriza por su musicalidad, su lirismo y su elegancia formal.

A lo largo de su vida, Maya publicó una serie de libros de poesía, entre ellos «La vida en la sombra» (1925), «Coros del mediodía» (1930), «Después del silencio» (1935), «Final de romances y otras canciones» (1940), «Tiempo de luz» (1945), «Navegación nocturna» (1955), «La tierra poseída» (1965), «El retablo del sacrificio y de la gloria» (1966), «El tiempo recobrado» (1974) y «Poesía» (1979). Su destacada contribución a la poesía fue reconocida con el Premio Nacional de Poesía en 1972.

Además de su labor como poeta, Rafael Maya también se dedicó a la crítica literaria desde la cátedra universitaria, el ensayo y el periodismo. Su interés se centró en el estudio y la valoración de los poetas colombianos del pasado y del presente, así como en el análisis de los movimientos literarios nacionales e internacionales.

Entre sus obras críticas se encuentran «La poesía colombiana» (1933), «El modernismo en Colombia» (1938), «La poesía contemporánea» (1941), «La poesía nueva en Colombia» (1951), «La poesía colombiana desde 1930 hasta hoy» (1963) y «Estudios sobre poesía colombiana» (1978). Después de su fallecimiento, en 1982 se publicaron póstumamente sus obras críticas completas en dos volúmenes gracias al Banco de la República.

A lo largo de su vida, Rafael Maya desempeñó diversos cargos públicos. Fue el primer secretario de aviación en el Ministerio de Guerra, contribuyendo a la fundación de la aviación militar colombiana en 1922 bajo la dirección del coronel Guichard. También trabajó en la sección de contabilidad de la Tesorería Nacional y en el Ministerio de Comunicaciones. Ocupó el cargo de secretario general del Ministerio de Educación, fue director del Instituto Caro y Cuervo, miembro de la Academia Colombiana de Historia y embajador de Colombia en Chile, Perú y Ecuador.

El legado literario y crítico de Rafael Maya lo posiciona como uno de los poetas más importantes y representativos de Colombia en el siglo XX. Su obra poética, su labor crítica y su incansable dedicación a la literatura han dejado una marca indeleble en la cultura colombiana.

Volver a verte

Volver a verte no era sólo
un ligero y constante empeño,
sino anudar, dentro del alma,
un hilo roto del ensueño.

Volver a verte era un oscuro
presentimiento que tenía
de hallarte ajena y sin embargo
seguir creyendo que eras mía.

Volver a verte era el milagro
de una dulce convalescencia
cuando todo, el alma desnuda,
vuelve más bello de la ausencia.

Volver a verte, tras la noche
impenetrable del abismo,
era hallar en tus ojos una
imagen vieja de mí mismo.
Y encontrar, en el hondo pasado,
días más bellos y mejores,
como esa carta en cuyos pliegues
se conservan algunas flores.

Volver a verte era mostrarme
la pena que está congelada,
como bruma de tarde hermosa,
en el azul de tu mirada.

Y, ya lo ves, del largo viaje
regreso más puro y más fuerte,
porque dormí toda una noche
en las rodillas de la muerte.

Porque yo miraba en tus ojos
un cielo de cosas pasadas,
como en el agua de las grutas
se ven ciudades encantadas.

Y porque vi tu clara imagen,
entre un nimbo de luz serena,
como jamás, a ojos mortales,
se apareció visión terrena.

Volver a verte era un oscuro
presentimiento que tenía
de hallarte ajena, y sin embargo,
seguir creyendo que eras mía.

Ciudad lejana

Ciudad, ciudad lejana, perdida en la aventura
De algún ensueño heroico. Te adoro a la distancia,
Y busco en el celoso confín, con vana instancia,
Tus torres que se yerguen venciendo la llanura.

¡Si penetrar pudiera de nuevo en la frescura
de tus herbosas calles henchidas de fragancia
colonial! ¡si pudiera los sueños de la infancia
juntar en tu regazo cual flores de ternura!

¡Vieja ciudad que olvidas al hijo desterrado!
Tú guardas unos ojos de cuyo fondo viste
Borrarse la leyenda de oro de mi pasado.

Rescátame un recuerdo no más, Canán lejana
Que huyes del horizonte cuando te busca el triste
Y surges más remota y azul cada mañana.

Tú y la noche

En esta clara noche de diamante,
sobre tu blanco seno mi cabeza,
tengo del infinito la certeza
con solo oír tu corazón amante.

Un eco de ese cielo destellante
es lo que escucho en ti. De esa grandeza
participa tu diáfana belleza,
y de esa eternidad eres instante.

Consagrada te encuentras para el rito
inmemorial. Tu corazón aspira
a la sacra unidad del infinito.

Al mismo tiempo que la noche santa
por tu piel aromática respira,
y agolpa su temblor en tu garganta.

La espina

De todo cuanto he sido:
del hombre universal que he ambicionado realizar,
vanamente, prolongando hacia los cuatro lados de la vida
todas las ramas de mi ser, y, a veces,
dando, en sólo una flor, toda la fuerza,
y toda la virtud en un perfume.
De todo cuanto he sido:
del rey ilusionado
-corona de papel, cetro de caña-
que he fingido encarnar, entre las gentes,
sin otro reino que la dura piedra
donde he puesto los pies, ni otro ejercicio
que el callado y constante de las lágrimas;
del mendigo azaroso
que otras veces he sido, recatando
entre guiñapos, la perfecta gloria
de haber robado mi caudal de estrellas
en alta noche y en cualquier arroyo;
De todo cuanto he sido:
del constructor de nubes,
del fabricante de palacios de humo
que en el desierto alzó torres y cúpulas,
y ha llenado la selva de balcones;
del que sacó las bestias mitológicas
de la dorada cárcel de la fábula
para hacerlas danzar en el tablado;
del bufón y del príncipe
que he sabido llevar, bajo mi capa,
para sorpresa del pesado vulgo;
De todo cuanto he sido:
del viajero que lleva los caminos
y ríos de la tierra, paralelos
al curso de sus venas, y del manso
observador de los tizones rojos
que calientan la cara del invierno,
y descongelan, en el libro amigo
la perezosa flor de la metáfora.
De todo cuanto he sido:
del ambiguo flautista
que amenizó los inmortales diálogos
de otro tiempo, y del músico ruidoso
que restalla sus cobres en la plaza
para que se encabriten los corceles;
del cantor gemebundo
que hace pasar la luna por las cuerdas
de su instrumento, en el perdido barrio,
y del loco que grita
su razón contra el cielo, y se golpea
imaginariamente con los astros;
D de todo cuanto he sido
no conservo ni el hábito ni el cetro,
ni el anillo, ni el látigo,
ni la canción siquiera,
ni ese ligero rastro de ceniza
que deja todo ser, si arde o si muere,
ni una letra perdida en una página,
ni una palabra en el espacio errante,
ni un grito entre la noche. ¡Nada! ¡Nada!
De todo cuanto he sido
me queda únicamente,
larga, inflexible y empapada en sangre,
esta bárbara espina,
única realidad que sustentaba
la apariencia de todos mis disfraces

Eres una canción. Aire ligero
cernido entre las flores y los nidos.
Duermen bajo tus pies campos floridos,
y es tu melena un río verdadero.

Comienza en ti mi vida. Eres mi enero
que asoma en horizontes presentidos;
mi comarca de ríos conocidos,
mi alta constelación de marinero.

Por mis manos te vas como una brisa;
envuelves un jardín en un suspiro,
y se abren mariposas en tu risa.

Eres la sombra toda, eres la lumbre,
y yo, elevado el corazón, te aspiro
como el viento que viene de una cumbre.

Seremos tristes

Oye, seremos tristes, dulce señora mía.
Nadie sabrá el secreto de esta suave tristeza.
Triste como ese valle que a oscurecerse empieza,
tristes como el crepúsculo de una estación tardía.

Tendrá nuestra tristeza un poco de ufanía
no más, como ese leve carmín de tu belleza,
y juntos lloraremos, sin lágrimas, la alteza
de sueños que matamos estérilmente un día.

Oye, seremos tristes, con la tristeza vaga
de los parques lejanos, de las muertas ciudades,
de los puertos nocturnos cuyo faro se apaga.

Y así, bajo el otoño, tranquilamente unidos,
tú vivirás de nuevo tus viejas vanidades
y yo la gloria póstuma de mis triunfos perdidos.

Tiempo de luz

Tiempo de luz, pero de luz soñada,
distinta de esta claridad terrena
que los abismos del espacio llena
y enciende, en cada espiga, su alborada.

Tiempo de luz, pero de luz velada
al mortal que, en la bóveda serena,
descifra el signo de su larga pena,
al nacer de los siglos decretada.

Tiempo de luz, pero de luz divina,
cuajada en horizontes interiores
y que otros bellos mundos ilumina.

¡Oh luz de eternidad! bien diferente
de esta luz que es hermana de las flores,
porque sabe morir tan dulcemente.