Poetas

Poesía de Cuba

Poemas de Richard Blanco

Richard Blanco (nacido en Madrid en 1968) es un poeta, escritor y profesor estadounidense de origen cubano. Es el quinto y más joven poeta que ha leído su obra en una ceremonia de investidura presidencial en Estados Unidos, cuando recitó su poema One Today en la toma de posesión de Barack Obama en 2013. También es el primer poeta hispano y abiertamente gay que ha recibido este honor.

Blanco nació en Madrid de padres cubanos exiliados que se trasladaron a Nueva York cuando él tenía apenas dos meses de edad. Creció en Miami, donde se graduó en ingeniería civil y trabajó como consultor. Sin embargo, su pasión por la escritura le llevó a estudiar un máster en bellas artes en la Universidad Internacional de Florida.

Su obra poética explora temas como la identidad, la cultura, el exilio, la familia y el sueño americano. Ha publicado varios libros de poesía, entre los que destacan City of a Hundred Fires (1998), Directions to The Beach of the Dead (2005), Looking for The Gulf Motel (2012) y How to Love a Country (2019). También ha escrito un libro de memorias titulado The Prince of Los Cocuyos: A Miami Childhood (2014).

Blanco ha recibido numerosos premios y reconocimientos por su labor literaria, como el Premio Agnes Starrett de Poesía, el Premio Paterson de Poesía, el Premio Tom Gunn de Poesía Gay o el Premio Maine Literary. Además, ha sido nombrado embajador cultural por el Departamento de Estado de Estados Unidos y ha impartido clases y conferencias en varias universidades e instituciones.

En Maine, cocinando con mamá

Dos años desde que cambié mangos
por estos arces, playas de arena
blanca por montañas nevadas
grabadas en la ventana de mi sala,
le pido a mi madre que me enseñe cómo
hacer mi plato favorito cubano.

Ella llega de Miami en mayo
portando abrigo y con la maleta repleta
de plátanos, chorizos, vino seco,
pero también cebollas, ajo, aceite de oliva
como si no pudiéramos comprar todo esto
en el supermercado de Oxford County.

Trae consigo todas las especias
de mi niñez: laurel, pimentón,
pizcas de recuerdos que ella salpica
en una olla negra de frijoles negros
que hierve a fuego lento cuando me despierto
y me la encuentro ya, trajinando en la cocina.

Con mi libreta y un lápiz, ávido
de tomar notas, le pregunto cuántas
cucharaditas de comino, de orégano,
cuántas tazas de aceite, de vinagre. Ella
añade, pero no me dice por las claras:
Qué se yo —dice—, pero… uno sabe.

Tiene miedo a quedarse sola en la cabaña
de invitados, pero no le teme a la sangre
en sus manos, que dan puñaladas
en la carne cruda para clavarle ajos:
Seis o siete más o menos, tal vez
siete dientes —me dice—, todo depende.

Corta casi todo un pimiento en trocitos,
me cuenta cómo a mi padre también le gustaba
mucho su sazón, mientras llora sobre
una o dos cebollas que corta y fríe
en el sartén chisporroteando aceite de oliva,
haciendo el sofrito para dorar la carne asada.

Insiste en que basta con que atienda a sus manos
revolviendo, mezclando, transportándome de nuevo
a la cocina en que me crié, cena
para seis a las seis en punto cada
día de su vida por treinta años hasta
quedarse sin nadie para quién cocinar.

No pregunto cómo sobrevivió su exilio:
diez años sin su madre, veinte de
viuda. ¿Llegó a gustarle la nieve
esos años en Nueva York antes de irse a Miami?
Y ahora ¿cómo voy a sobrevivir los inviernos
sin su cocina? ¿Llegaré a aprender algún día?

Pero ella contesta todas las preguntas cuando
me pone la cuchara en la boca y me dice:
Prueba, mi’jo, prueba. No hay receta, basta con probar.

Las hijas de Chilo me cantan en Cuba

Con manos callosas, ellas doblan y amoldan
cada hoja de plátano, cual flor de papel,
para hacer tamales que rellenan con la masa de
treinta mazorcas de maíz, ralladas a mano. Ayer
ayudaron a Ramón a matar el puerco, y a adobarlo
la noche antes con sal, comino, hojas de laurel.
Acapararon cada grano de arroz silvestre y
cada libra de frijoles negros que pudieron comprar
en la bolsa negra. Vendieron la ración de tres meses
de jabón a cambio de un racimo de ajo, y machacaron
el ajo. Todavía les quedaba aceite de oliva con que
hacer el mojo para la yuca. Arrancaron las yucas
del campo de su padre esta tarde —las lavaron, las
cortaron, las hirvieron— hasta que les floreció el corazón,
tiernas y blancas como una flor. Prepararon
jarras de refresco de sandía y pusieron la mesa
para veinte con platos prestados y vasos de estaño
pero sin servilletas. Ahora, nos sirven su comida, y de
pie a nuestro alrededor, comienzan a cantarme a capela,
contentas de que haya venido a verlas de nuevo, a sentarme
a su mesa, a comer lo que sus manos han preparado,
a escuchar sus canciones. Rosita canta boleros de antaño
para nuestros tíos y tías, enamorados todavía del amor.
Nivia canta danzones en honor a nuestros abuelos
que un día serán enterrados en la misma tierra que
labraron. Delia canta viejas décimas guajiras
de cuando hacían poesía cortando caña.
Y todos cantamos la «Guantanamera», una y otra
vez —«Guantanamera» porque hoy abunda la comida,
porque la tierra sigue dándoles lo que
necesitan —«Guantanamera» porque su letra
exalta a la gente buena de esta patria
donde crece la palma —guajira Guantanamera
porque esta revolución interminable
nunca los cambiará, ni sus historias, ni esta tierra.

Cosas del mar

El mar no importa,
Lo que importa es esto.
Todos somos del mar entre nosotros,
Todos nosotros.
Una vez y aún ahora, el mismo niño
Que se maravilla ante una estrella de mar,
Escucha los caracoles vacíos,
Esculpe sueños en castillos imposibles.
Todos hemos sido amantes,
De la mano paseando por cualquiera de nuestras orillas.
Nuestras huellas,
Como un espejismo de nosotros mismos,
Se desvanecen en olas que no conocen su origen
O no les importa en qué país se rompen,
Se rompen.
Nos bendicen y regresan al mar,
Hogar de todos nuestros deseos silenciosos.
Nadie es el otro para el mar,
Seamos apartada isla o vasto continente.
Recuerda a nuestros abuelos,
Sus manos enterradas profundamente
En la tierra roja o marrón
Plantando árboles de arce o mango
Que los sobrevivieron.
Nuestras abuelas,
Contando los años mientras desempolvan fotos del día de su boda,
Esos desgastados rostros de familia todavía vivos,
Ahora sobre nuestras cómodas.
Nuestras madres,
Enseñándonos cómo leer en español o inglés,
Cómo atar nuestros zapatos,
Cómo recolectar los colores del otoño,
O morder una guayaba.
Nuestros padres,
Fatigados por el peso de las nubes,
Marcando reloj en las fábricas
O cortando caña de azúcar
Para ganar una nueva vida para nosotros.
Mis primos y yo ahora admirando los mismos cielos
Sobre rascacielos o fincas,
Esperando que el tiempo se detenga
Y comience otra vez.
Cuando la lluvia cae
Limpia su camino hacia el río o la calle,
De vuelta al mar.
No importa qué himno cantemos,
Todos hemos caminado descalzos y con el alma al desnudo,
Entre los altibajos del llanto de la gaviota.
Hemos proferido nuestras penas y esperanzas
Al mar.
Nuestros labios bendecidos por la misma rociadura de viento salado,
Hemos acariciado memorias y arrepentimientos
Como piedras en nuestras manos que no podemos arrojar.
Pero, pero…
Todos hemos apoyado caracoles a nuestros oídos
Escucha de nuevo el eco.
Hoy, el mar sigue diciéndonos
El fin de todas nuestras dudas y miedos
Es admirar a los azules lúcidos de nuestro horizonte compartido
Para respirar, juntos,
Para sanar, juntos.

Hoy una luz

Un sol se alzó hoy en nosotros, encendido sobre nuestras costas,
espiando sobre las Smokies, saludando los rostros
de los Grandes Lagos, regando una simple verdad
a lo ancho de las Grandes Praderas, para luego lanzarse contra las Rocallosas.
Una luz, que despierta tejados, bajo cada uno una historia
que cuentan nuestros mudos gestos al moverse tras las ventanas.
Mi rostro, tu rostro, millones de rostros en los espejos de la mañana,
cada uno bostezando ante la vida, en gradual ascenso hacia nuestro día;
camiones escolares como lápices amarillos, el ritmo de los semáforos,
puestos de frutas: manzanas, limones, y naranjas como arcoíris
pidiéndonos un elogio. Plateados camiones cargados de aceite o papel—
ladrillos o leche, como enjambre en las carreteras junto a nosotros,
que vamos camino de limpiar mesas, leer carpetas o salvar vidas—
a dar clases de geometría, o vender comestibles como lo hizo mi madre,
por veinte años, para que yo pudiera escribir este poema.
Todos tan vitales como la luz que atravesamos,
la misma luz sobre los pizarrones de la clase de hoy:
ecuaciones por resolver, historias que cuestionar, o átomos por imaginar,
aquel “yo tengo un sueño” que seguimos soñando,
o el imposible vocabulario de la pena que no explicará
los pupitres vacíos de veinte niños ausentes
hoy, y para siempre. Muchas oraciones, pero una luz
que infunde color a los vitrales,
vida a los rostros de bronce de las estatuas, calor
a los escalones de los museos y las bancas de los parques
donde las madres miran a sus hijos jugar al paso del día.
Un suelo. Nuestro suelo, que nos arraiga a cada tallo
del maíz, cada espiga de trigo sembrada con sudor
y manos, manos que recogen el carbón o ponen molinos
en los desiertos y las cimas de las colinas para darnos calor, manos
que cavan zanjas, que enlazan tuberías y cables, manos
tan gastadas como las de mi padre tras cortar caña
para que mi hermano y yo tuviésemos libros y zapatos.
El polvo de granjas y desiertos, ciudades y praderas,
mezclados por un viento –nuestro aliento. Respira. Óyelo
hoy en el precioso jaleo de cláxones de taxis,
camiones que se lanzan por las avenidas, la sinfonía
de pasos, guitarras, y escandalosos trenes subterráneos,
el inesperado canto del pájaro sobre el tendedero.
Oye: los rechinantes columpios del parque, el pitido de los trenes,
o los susurros que escapan de las mesas del café, oye: las puertas que nos abrimos
cada día, diciéndonos: hola | shalom,
buon giorno | howdy | namasté | o buenos días
en el idioma que mi madre me enseñó —en cada idioma
hablado en el viento que transporta nuestras vidas
sin prejuicio, como estas palabras que parten mis labios.
Un cielo: desde los Apalaches y las Sierras reclama
su majestad, y el Mississippi y el Colorado serpentean
su cauce hacia el mar. Agradecemos el trabajo de nuestras manos:
tejen acero para formar puentes, escriben otro informe a tiempo
para que lo vea el jefe, dan puntadas a otra herida
o uniforme, dan la primera pincelada a un retrato,
o el último escobazo al piso más alto de la Freedom Tower
elevándose hacia un cielo que cede ante nuestra persistencia.
Un cielo, hacia el que a veces alzamos nuestros ojos
cansados de trabajar: algunos días quieren adivinar el clima
de nuestras vidas, algunos días dan gracias por un amor
correspondido, algunas veces dan gracias por una madre
que supo cómo dar, o perdonan a un padre
que no pudo dar lo que quisimos.
Nos vamos a casa: a través del lustre de la lluvia o el peso
de la nieve, o el plúmbeo rubor del ocaso, pero siempre —la casa,
siempre bajo un cielo, nuestro cielo. Y siempre una luna
como un mudo tambor que resuena sobre cada tejado
y ventana, de un solo país —todos nosotros—
de cara a las estrellas
esperanza —una nueva constelación
que espera que la bosquejemos,
que espera que la nombremos —juntos.