Poetas

Poesía de España

Poemas de Rodrigo Caro

Rodrigo Caro, nacido el 4 de octubre de 1573 en Utrera (Sevilla), provenía de una familia noble. Su padre, Bernabé de Salamanca, y su madre, Francisca Caro, le transmitieron su apellido. Desarrolló su pasión por las letras, especialmente por la poesía y la erudición histórica y arqueológica, desde una temprana edad. Después de estudiar cánones en las universidades de Osuna y Sevilla, obtuvo su licenciatura en 1596. Poco después, se ordenó sacerdote y recibió un beneficio eclesiástico en la parroquia de Santa María de Utrera.

Uno de los trabajos más destacados de Rodrigo Caro es su famosa «Canción a las ruinas de Itálica», escrita en 1595. Este poema, considerado una de las primeras manifestaciones del sentimiento romántico en la literatura española, refleja su admiración y nostalgia por las ruinas de la antigua ciudad romana ubicada cerca de Sevilla, al tiempo que reflexiona sobre la fugacidad de la vida y la gloria.

Además de su faceta como poeta, Rodrigo Caro destacó como historiador y anticuario. Dedicó gran parte de su vida al estudio y la difusión del pasado hispano. Desempeñó diversos cargos, como censor de libros, letrado de cámara del arzobispo de Sevilla, visitador general de parroquias y conventos, juez de testamentos y consultor del Santo Oficio. Estas responsabilidades le permitieron recorrer el territorio del arzobispado y tener un conocimiento de primera mano sobre muchos de los yacimientos arqueológicos que investigó. En el prólogo de su obra más importante, «Antigüedades y principado de la ilustrísima ciudad de Sevilla» (1634), Rodrigo Caro menciona:

«[…] para escribir este tratado […] visité personalmente los lugares de los que escribo […] aprovechándome asimismo de inscripciones antiguas y medallas que he recolectado con entusiasmo y dedicación.»

En esta obra, ofrece una minuciosa descripción histórica y geográfica de Sevilla y sus alrededores, desde la época prehistórica hasta el siglo XVII. Su trabajo se basa en fuentes documentales, literarias y arqueológicas, e incluye numerosas ilustraciones de monedas, inscripciones, estatuas y otros objetos antiguos que él mismo recolectó o dibujó. «Antigüedades y principado de la ilustrísima ciudad de Sevilla» se considera un trabajo pionero en el campo de la arqueología española, que demuestra la rigurosidad y erudición del autor.

Además de esta obra, Rodrigo Caro también escribió otras obras históricas, como «Historia del rey don Pedro I» (1625), «Historia del rey don Enrique II» (1629) y «Historia del rey don Juan I» (1632). También incursionó en tratados jurídicos, religiosos y genealógicos. Participó activamente en los círculos cultos de Sevilla, donde formó parte de academias literarias y artísticas y entabló amistad con escritores como Francisco Pacheco, Fernando de Herrera y Juan Pérez de Montalbán.

Rodrigo Caro falleció en Sevilla el 10 de agosto de 1647, a los 73 años, tras padecer una enfermedad estomacal que lo obligó a abandonar su capellanía. Fue sepultado en la iglesia de San Miguel, donde tenía varias capellanías. Su legado literario e histórico ha sido reconocido por las generaciones posteriores como uno de los más valiosos del Siglo de Oro español.

Canción a las ruinas de itálica

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
Aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor de la espantosa
muralla, y lastimosa
reliquia es solamente
de su invencible gente.
Sólo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todo apenas quedan las señales.
Del gimnasio y las termas regaladas
leves vuelas cenizas desdichadas;
las torres que desprecio al aire fueron
a su gran pesadumbre se rindieron.
Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
¡oh fábula del tiempo, representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago!
¿Cómo en el cerco vago
de su desierta arena
el gran pueblo no suena?
¿Dónde, pues fieras hay, está, el desnudo
luchador? ¿Dónde está el atleta fuerte?
Todo desapareció, cambió la suerte
voces alegres en silencio mudo;
mas aun el tiempo da en estos despojos
espectáculos fieros a los ojos,
y miran tan confusos lo presente,
que voces de dolor el alma siente,
Aquí nació aquel rayo de la guerra,
gran padre de la patria, honor de España,
pío, felice, triunfador Trajano,
ante quien muda se postró la tierra
que ve del sol la cuna y la que baña
el mar, también vencido, gaditano.
Aquí de Elio Adriano,
de Teodosio divino,
de Silo peregrino,
rodaron de marfil y oro las cunas;
aquí, ya de laurel, ya de jazmines,
coronados los vieron los jardines,
que ahora son zarzales y lagunas.
La casa para el César fabricada
¡ay!, yace de lagartos vil morada;
casas, jardines, césares murieron,
y aun las piedras que de ellos se escribieron.

Fabio, si tú no lloras, pon atenta
la vista en luengas calles destruidas;
mira mármoles y arcos destrozados,
mira estatuas soberbias que violenta
Némesis derribó, yacer tendidas,
y ya en alto silencio sepultados
sus dueños celebrados.
Así a Troya figuro,
así a su antiguo muro,
y a ti, Roma, a quien queda el nombre apenas,
¡oh patria de los dioses y los reyes!
Y a ti, a quien no valieron justas leyes,
fábrica de Minerva, sabia Atenas,
emulación ayer de las edades,
hoy cenizas, hoy vastas soledades,
que no os respetó el hado, no la muerte,
¡ay!, ni por sabia a ti, ni a ti por fuerte.
Mas ¿para qué la mente se derrama
en buscar al dolor nuevo argumento?
Basta ejemplo menor, basta el presente,
que aún se ve el humo aquí, se ve la llama,
aun se oyen llantos hoy, hoy ronco acento;
tal genio o religión fuerza la mente
de la vecina gente,
que refiere admirada
que en la noche callada
una voz triste se oye que llorando,
«Cayó Itálica», dice, y lastimosa,
eco reclama «Itálica» en la hojosa
selva que se le opone, resonando
«Itálica», y el claro nombre oído
de Itálica, renuevan el gemido
mil sombras nobles de su gran ruina:
¡tanto aún la plebe a sentimiento inclina!
Esta corta piedad que, agradecido
huésped, a tus sagrados manes debo,
les do y consagro, Itálica famosa.
Tú, si llorosa don han admitido
las ingratas cenizas, de que llevo
dulce noticia asaz, si lastimosa,
permíteme, piadosa
usura a tierno llanto,
que vea el cuerpo santo
de Geroncio, tu mártir y prelado.
Muestra de su sepulcro algunas señas,
y cavaré con lágrimas las peñas
que ocultan su sarcófago sagrado;
pero mal pido el único consuelo
de todo el bien que airado quitó el cielo
Goza en las tuyas sus reliquias bellas
para envidia del mundo y sus estrellas.

CANCIÓN DE AMOR A CRISTO

Mi amor se va, madre,
con Christo a ser firme,
con él tengo de irme.
No me deis, mi madre,
disgustos ni enojos,
que Christo es mis ojos,
mi bien y mi padre;
no hay bien que me cuadre
que pueda impedirme,
con él tengo de irme.
Nadie me lo impida,
que me tengo de ir,
aunque sea morir
y acabar mi vida;
y si a la partida
quisiere admitirme,
con él tengo de irme.

A SEVILLA ANTIGUA, Y MODERNA

Salve, ciudad ilustre, honor de España,
que entre todas al cielo te levantas
como el ciprés entre menudas plantas;
del Libio Osiris la mayor hazaña,
ejemplar de valor y de grandeza,
teatro de la ciencia y hermosura,
de una y otra nación perfección pura,
y de todas primer naturaleza…

¡Oh suprema Metrópolis, quedando
A España el nombre y ser que ambiciosa
Guarda, siempre lo estás acreditando!
¡Oh tú, siempre leal, siempre animosa.
Aun en los casos donde el premio engaña;
De humana ley respeto soberano,
A quien no multitud de vulgo vano.

Solicitado de rumor reciente,
Que siempre nuevos príncipes aclama,
Solicitó. Lo raro de tu fama
Suspendido en tus armas noblemente
Admiran el Ocaso y el Oriente:
Dígalo el Orbe Américo vencido
De tu invencible gente;
Y el mar, con naves tuyas discurrido;
O el oro y plata que en un siglo solo
Te dio obediente el contrapuesto Polo,
Que al passo que tu mano lo derrama
Esparce tu valor parlera Fama.
Mas primero tu César te apellide
Último premio de su humana gloria.
Pues fuiste tú su última Vitoria:
O tú, igual población, desde el incierto
Fundador, ya sea Pan, Híspalo sea,
O Alcides, digno empleo de su idea.
Hasta el último huésped, cuyo acierto
Verá patria mejor quando te vea!
Siempre grande te vieron las edades
Independiente al cetro de los dias.
De los tiempos burlar las monarquías.
De los hados vencer las variedades.
Hoy se erigen ciudades
Que ayer desiertos fueron;
Hoy fábricas divinas.
Que a Olympo se atrevieron.
Venerables ruinas
O reliquias pequeñas
Apenas de su espíritu dan señas.
Tú sí te das (la antigüedad no engaña)
Lisonja siempre próspera de España:
O fértil (merced es del soberano
Clima) no solamente de aquel grano
Que coronó los méritos de Céres,
De Palas, de Pomona, de Lieo,
Que otros frutos más ínclitos adquieres;
Los hijos digo, que a la luz añades
Para vida inmortal de las edades:
Héroes repito tantos,
Que a Dios forman ejércitos de santos.
Alce Pío primero tu bandera,
Pues debes a su luz tu luz primera:
Florencios dos, que triunfan en la Zona;
y Eulalia, que dio a Mérida corona,
A ti confiesa su primero aliento.
Félix, Pedro Carpóforo y Abundio,
Iuan, Adulfo, Geroncio, Wistremundo,
Hermenegildos, Laureanos, Isidoros,
Leandros, Diegos, Instas y Rufinas,
Marías, Áureas, Verenes, Florentinas:
Que Dios, Sevilla en tus preciosas venas
Para el Cielo crió tantos tesoros
Cuantas esconde el ancho mar arenas,
Cuantas estrellas los celestes coros.
Tú, urna esclarecida de Fernando
Y teatro primero de sus glorias,
Miraste felizmente sus Vitorias;
y agora, libre del morisco bando,
De tu conquistador santo y valiente
Pyra eres poca, sí, pero decente.

¿Qué diré de tus hijos gloriosos
En quien no cupo el mundo lisonjero,
Dos Teodosios, Augustos, verdadero
Crédito de las armas españolas?

¿Qué del justo Trajano, en cuyas partes
Naturaleza usó todas sus artes?
¿Qué de Adriano valiente,
Sabio, Augusto, dichoso juntamente?

¿Qué de Silio, esplendor de la elocuencia,
Honor de Clío y gloria de Elicona?
Aun los Alarbes, que engendraste opresa,
Tu gimnasio heredaron,
Acreditando sabia medicina
Contra el Reino fatal de Libitina:
Dígalo un Avicena, hijo tuyo,
A quien Grecia deudora se confiesa,
No sólo Arabia feliz. ¡Oh qué tarde
Te restauró tu ley! Alguna empresa
Te pudo ajena hallar, mas no cobarde.
¿Vio, pues, edad alguna
(Desafíalas todas una a una)
Más varón, más fiel, menos ajeno
Que el mejor Guzmán bueno.
Que el valiente Andaluz, león de España,
Néstor en paz, y Aquiles en campaña?
¿Quién no me entiende? don Rodrigo Ponce.
Diga Ilíberis, diga si en su Alhama
Más sangre otra nación mejor derrama:
Occidentales Bárbaros valientes
Digan si no olvidaron
Su triste vencimiento,
Cuando en el vencedor acreditaron
Glorioso, aunque ofendido, atrevimiento;
Ya en los males se hallaron accidentes.
Por quien son, aunque trágicos, decentes.
Mas ¿qué ocioso me acuerdo
De tus valientes hijos, si los sabios
(A cuyo elogio la esperanza pierdo)
Prueban en mi silencio sus agravios?
Discreta suspensión, descuido cuerdo
Será el que selle presumidos labios.
Por no alabar entre cadencias mías
Los Montanos, los Foxes y Mejías.
En ti nacieron doctos, y letrados,
(Bien es que de sus méritos te acuerdes)
Alcázares, Pinedas, Maldonados,
Valderramas, Ruices, Castroverdes,
Ávilas, y gran copia que reserva
A mejor ocasión sabia Minerva.
Nuestro idioma en su beldad primera
Te aclama madre del divino Herrera,
Príncipe fácilmente
De las Musas iberas elocuente,
A quien siguen Pachecos y Medinas,
Y cubren los galeros rutilantes
ínsula sacra a Dexas, y Cervantes:
Preside al gran Senado de Castilla
Vázquez de Arce, a quien Themis le dio silla.

¡Salve, pues, religiosa,
Como fecunda madre en santo celo;
Eliotropio del Cielo,
A todas superior, cuanto piadosa.
Celosa induces en unión Cristiana
Cuanto la Fe para la Iglesia gana
Vínculo de ambos Orbes imperiosa,
Reina del Mar, eternamente salve!
¡Salve, primera fábrica Española,
Madre de todas, hija de ti sola!

SONETO SOBRE ORFEO Y EURÍDICE

Suspende el Tracio joven el quebranto
de la confusa cárcel del Olvido;
la cítara suspende el alarido
y la suave voz el triste llanto.

Sisifo se sentó sobre su canto,
y Tántalo pudiera haber cogido
la manzana fugaz sin ser temido
el tribunal atroz de Radamanto.

Ya Eurídice pasaba los umbrales
del Orco, ¡ay triste! Mírala y volvieron
él a su llanto y ella a su cadena.

¡Oh amor, cuán juntos das bienes y males!
Pues en un mismo amante causa fueron
la voz del bien, los ojos de la pena.